sábado, 19 de abril de 2008

El papa y los abusos sexuales infantiles


Ser cristiano implica odiar la inteligencia,
el orgullo, la valentía, la libertad, el libertinaje del espiritu,
odiar los sentidos, el gozo sensual, el placer en cuanto tal.
Friedrich Nietzsche


La religión es el ultimo refugio del salvajismo humano.
Alfred North



La desverguenza del papa ante los abusos sexuales infantiles



Este tema me ha desquiciado la cabeza.



No tengo tolerancia. Ninguna. No hay justificación alguna para la pedofilia excepto la que pueda obtenerse de entre las marañas de una mente jodidamente inmunda. Menos aun tengo tolerancia cuando los pedófilos visten sotana y tienen a su disposición a los corderos infantiles que les proveen los ingenuos padres y madres que envían a sus hijos en la ilusión de ser "educados" en la religión del amor y el respeto al prójimo.



Se trata de la vulnerabilidad de la infancia. De sexo, pero sexo no consentido, indudablemente, porque es sexo sin tramitación simbólica posible. Y cuando no se puede transformar en símbolos placenteros un comportamiento sexual inducido, eso es lisa y llana violencia. Abuso, violación, violentamiento corporal, como se lo quiera llamar. Pero un niño o niña no posee los recursos ni psíquicos ni cognitivos para aceptar ese intercambio sexual forzado. De ahí al trauma, nada, un paso. Y luego, una pequeña criatura con su cabecita hecha destrozo para el resto de su vida.

No hay disculpas.


No hay perdón.


No hay razón que ampare ni que justifique esto.



Y menos aun puedo tolerar la mentira, la desvergüenza y la mascara de este tipo Ratzinger.


Escuchenlo ustedes mismos en el informe del video que coloqué al pie de este post, es implacable y demoledor sobre la actitud de este "santo padre", ya que desde su investidura pasada como obispo y hoy desde este teatro de disculpas en el que se ha visto forzado a actuar en su visita a los EEUU no hay más que falsedades e inmoralidad bajo diferentes formatos.


Desde EEUU, Irlanda, Brasil, España y todo a lo ancho del planeta, se ha silenciado a las victimas y encubierto a los curas delincuentes. Y esto dentro de una estrategia clara por parte del Vaticano. Lo que hoy esta haciendo en EEUU este tipo al que se considera la máxima autoridad de la fe cristiana, es puro circo, un circo doliente y desvergonzado, pues él mismo generó las condiciones para el ocultamiento de los casos que ya se habían denunciado oportunamente. Los relatos de las victimas, algunos hoy ya adultos, son tremendos.


Pedofilos trasladados de parroquia en parroquia, encubrimientos por parte de las diócesis, implicación de cantidades de sacerdotes, cultura de secretismo, decretos cuya finalidad fue silenciar los alegatos de las victimas. Todo esto siguió sucediendo a pesar de los "escraches" de la prensa, las denuncias temerosas, y el periodismo de investigación. Y esto no es una película de Almodovar. Se trata de vidas reales, niños o jóvenes atemorizados a quienes se les prohibió, mediante el secreto de confesión, que "debían" guardar silencio sobre esto. La obvia preocupación del vaticano por las victimas ha sido controlar sus posibles denuncias, o imponerles el "terrorismo de conciencia" como medio para acallarlos y someterlos -ahora institucionalmente- a una segunda violencia: la de la institución católica en sí misma.


Crimen sollicitationis, así se llama el documento que daba a los propios sacerdotes instrucciones sobre como actuar ante estos delitos, y se trata de una política a nivel mundial, escrita, y cuyo objetivo ha sido mantener el control y la manipulación de estos hechos. Este documento fue la base del pacto de silencio católico sobre el tema de los abusos sexuales contra menores cometidos por clérigos de la Iglesia. Quienes rompían este pacto-juramento de silencio serian castigados por la excomunión. La preocupación por el estado emocional, psíquico o físico de estos niños no solo era nula por parte de la Iglesia, sino que exigía que las victimas sean silenciadas, incluso castigadas por hablar "mal" o pretender acusar a sus victimarios.

Protección de sacerdotes, encubrimiento de delito y protección física desde la Santa Sede, alejamiento discreto de los abusadores de una parroquia a otra, presupuestos anuales de 5.500.000 euros para pagar el silencio-sobornar y que “se cierre la boca”, diarios íntimos de sacerdotes en los que se detallan las diversas estrategias para encontrar y conservar a sus victimas, presión sobre los familiares adultos de la víctima para que retire o no presenten las denuncias, pruebas ignoradas, obstrucción declarada y abierta a la justicia que pueden llevar adelante los jueces civiles, finalmente todo se resume a niños con vidas completamente quebradas... y hay al día de la fecha, nada menos que 50.000.000 niños/as a disposición de estos animales, niños y niñas con sus inocencias y cuerpos disponibles para que se siga perpetrando esta carnicería.


¿Quien protegió el funcionamiento del Crimen solicitationis?

¿Quién fue el encargado de conocer e ignorar sistemáticamente los alegatos en contra de los sacerdotes abusadores?

¡Fue el propio y mismísimo Ratzinger!!!!!!!!


4500 sacerdotes sólo en EEUU fueron reportados como abusadores. Esto no es una estadística menor, ni excepciones, ni casos aislados de sodomía. Esto es “inherente” a la Iglesia, inherente a sus mentiras y estructuras falsamente morales. Esto es inherente a un modo de relacionarse con los cuerpos que justifica el placer sexual violento por encima del derecho a conciencia que tiene el que interviene en ese acto, el derecho a consentir a conciencia en ese intercambio. Y esto ha sido lisa y llana violación. La proporción de este problema es demasiado alto como para mirar hacia otro lado, y es endémico a la religión católica.

La Iglesia católica se ha comportado como lo que es, una mafia, una mafia que desprotege a los niños y niñas. Las organizaciones que trabajan tratando de dar asesoramiento y protección a las víctimas han entrado en numerosas colisiones al momento de denunciar a los delincuentes. Y el principal escolla ha sido el propio Ratzinger!!!!! Y en estos días, esta mentira de aparecer dando consuelo a los que el mismo ha acallado y desprotegido es para naúsea, y para denuncia. Control de daños no es punición!

El mentiroso, el gran mentiroso papa Ratzinger aun hoy, en medio de esta escenografia que se esta mandando en USA, mantiene a sacerdotes fugitivos norteamericanos -unos 13 delincuentes- bajo su protección y amparo!!!!!


Un asco.


Despreciable...


http://www.tu.tv/videos/abusos-sexuales-y-el-vaticano



Me enferman todas las religiones.
La religión ha dividido a la gente.
No creo que haya ninguna diferencia
entre
el Papa usando un gran sombrero
y desfilando por ahí con un incensario,

y un africano que se pinta la cara de blanco y le reza a una piedra.
Howard Stern


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miércoles, 16 de abril de 2008

Solos y solas: el arte de apuntar al placer



La soledad como posible placer


El hombre solitario es una bestia o un dios.

Aristóteles


De algún modo gozar es apuntar las embriagadoras flechas de deseo hacia la diana de un eterno retorno de lo placentero, claro que a veces la flecha vira en dardo a nuestro pesar, y dañamos o nos dañamos a nosotros mismos, incumpliendo el mandato de Chamfort. Inclusive hasta sacando la saeta adecuada y teniendo el arco en la tensión justa, tampoco hay mucha garantía de dar en el blanco. Es un arte. O más, un arte interminable de aprender. O más aún, un arte que compromete más desaprendizajes que aprendizajes en sí mismos. De hecho todos cargamos en el contable de nuestras relacionalidades efectivas-eróticas-amorosas con tiros errados, ballestas quebradas imprevisiblemente, flechas lanzadas a destiempo, aunque afortunadamente también, sublimes disparos tan maravillosos e inolvidables que nos pusieron por un rato -excelso rato por cierto- en ese ilusorio centro narcisista en que Eros y Afrodita llevan en andas a los amantes satisfizos de placer.


Pero el tirador, falible o casi mágicamente certero, siempre es un tirador solitario. Y es que de la soledad partimos a los placeres, y en soledad también los rememoramos con la cabeza contra la almohada por las noches. Solos. Solas. En soledad aparecemos en un útero que nos cobija durante acuosos meses, y en soledad todos hemos coronado nuestras cabezas presionadas contra la puerta el mundo que se abría dolorosamente entre las piernas de nuestras madres. Llegamos solos a este existir, y solos partiremos algún día impronosticable. En soledad soñamos. En soledad nos aprendemos a habitar a nosotros mismos. Así, el erotismo es una red que requiere de lo íntimo y solitario de un sujeto. Incluso cuando estamos cruzando sudorosamente nuestros cuerpos con otro, todo lo que cuenta como resonancia placentera forma parte de los registros de Ese sujeto. Sí, amar es una composición, desde luego. Pero el registro de esa composición está armado con los compases íntimos de cada uno de los allí enredados sexualmente. Y la recopilación y desciframiento de lo que el otro ha hecho o quiere, o demanda, o entrega es siempre una decodificación íntima. Incluso esa decodificación de lo que el otro pone en dación o solicita eróticamente es tan, tan íntima, que el sujeto tiende a malentender, interpretar incorrectamente o descifrar simbólicamente de manera equivocada lo que el otro está poniendo en juego en el encuentro erótico.


Y la metáfora del arco y la fecha, además de muy cara a los dioses de la erótica y el amor, es bastante acertada para pensar los juegos circulares en los que se enrollan el deseo, los placeres y los modos del gozar en cada ser. En ese entrelazado la noción de eterno retorno de lo mismo-diferente en sentido nietzscheano tiene quizá algo interesante que aportarnos. El deseo, el placer, los goces son todos ellos experiencias ligadas fuertemente a la lógica del eterno retorno. Quien goza vuelve a lo mismo, o procurará retornar a lo mismo, a sabiendas de que esa “mismidad” es y no es tal, pues se halla siempre envuelta en lo diferente. Buscamos repetir lo mismo (pues allí “sabemos” -en términos sensibles- que hubo garantía de placer), pero ese mismo en el que se regodea el goce y al que se quiere retornar, no es ya un existente propiamente dicho: no es posible bañarnos dos veces en las mismas aguas del río del placer, heracliteanamente dicho. Por un lado porque el sujeto del deseo está en constante inconstancia, pierde su centro racional más seguido de lo que admite, y está sujetado no sólo a las efervescencias de su inconciente sino a toda una bioquímica de las sensaciones entrelazada con una neurobiología cuyos oleajes bien desconoce su enmagrecida conciencia. Por otra parte, la ley de la impermanencia se adueña tanto del sujeto deseante como del supuesto “objeto” proveedor de placer, y esa misma ley al mismo tiempo legisla sobre las circunstancias contextuales que tienden a cambiar irremediablemente. La máxima del filosofo de Éfeso torna imposible cualquier “promesa de reeditar” calcadamente la satisfacción ya alcanzada alguna vez.

El punto aquí es que esta búsqueda de la repetición la lleva adelante un sujeto sin centro, altamente sometido a inestabilidades en parte somáticas y en parte inconcientes, un ser cuya identidad es nítidamente heterónima, y cuyo objeto que presume lo complacerá está sujeto a las mismas condiciones de impermanencia que él mismo. Estas configuraciones en las que el deseo se mueve, irrogan un territorio tal en el que producir una replicación del placer es real y prácticamente una a-topía. Con suerte, en su insistencia, el deseo halla fractales de placer, fractales de objetos de placer, y goces fractales de otro goce ya elaborado.


Advertidos de que hallar lo placentero tenido-perdido es atópico, muchos prefieren quedarse en un suspenso con respecto a “emparejarse”. Solos. Solas.


Repetir lo placentero, no es propiamente una repetición, sino una experiencia de fractalización. Y nuestra búsqueda deseante nos termina llevando a un auténtico más allá del placer, más allá de nuestra voluntad de repetir, más allá del objeto proporcionador de placer, más allá de nosotros, más allá de La Identidad unaria. No podemos repetir fidedignamente. En tal sentido somos todos poetas de nuestro deseo, somos todos plagiadores de nuestras mejores vivencias de placer sexual. Y desde este punto de vista -si es que estamos buscando una reiteración de la supuesta satisfacción primaria cercana a la plenitud- la mayoría de las veces nos damos de bruces contra lo real-diferente. Si era en lo mismo en donde dejamos adherida nuestra huella de placer, lo diferente en tal sentido representa un desafío de inclusión psíquica y de desaprendizaje erógeno como precondiciones previas que quizá -no siempre- permitan investir de libido esa otredad radical que llega bajo el ropaje de “lo novedoso”. Diferencia, en este esquema buscador de lo idéntico es el nombre que toma la potencial liberación de los aspectos enfermizos de la repetición, es el nombre con el que el sujeto, de atreverse, podrá poner en su voz y su cuerpo el sagrado “No” del león del que habla Nietzsche en sus tres transformaciones. Persistir en repetir, en seguir intentando encontrar lo idéntico perdido es el otro modo de nombrar a la enfermedad de las cadenas, esa que nos vuelve siervos de la decepción y nos arrodilla ante las pasiones tristes. Contra estas posibilidades, la soledad vista en su positividad es una indudable apuesta que está más cerca del “No” sagrado de la sana arrogancia que del “Sí” doliente de la mansedumbre de cabeza gacha.


Pero aún recepcionando en la apertura del deseo a lo diferente inexplorado que nos pueda deparar la indefinición del porvenir, seguimos sin garantía de dar en el blanco. Más de una vez nos sentimos con el arco en la mano sin saber para donde apuntar, incluso, si es que deberíamos apuntar. En esta incertidumbre, sucede que bien podemos seguir solos pese a estar en completa disposición a la compañía erótico-efectiva.


Probablemente la única corrección voluntaria y conciente que puede intentar realizarse ante esta alta probabilidad de frustrarse frente a la dificultad de alcanzar high-pleasure, es abandonar racionalmente toda expectativa de reiteración de lo que ya ha acontecido. Lo que pasó ya no nos pertenece, apenas si contamos con ese rayo breve al que llamamos “presente”. Pero en verdad es con lo único que contamos. Ese habiente real que es nuestro “hoy” es tan singular y abierto como irrepetible y tendiente a la cerrazón es lo que ya ha pasado. Hace poco en una entrevista a Norman Briski éste decía que cuando uno no espera específicamente nada, entonces sucede algo. Suena oriental, pero probablemente haya algo de cierto en esa curiosa idea. Y soltarse a la imprevisión de lo que acontezca con el mínimo equipaje posible del pasado facilita la “ocurrencia” del placer en la diferencia. Aferrados de manera esclavizada a las mortajas del pasado ya acontecido lo diferente aterra, asusta, genera miedo e incluso rechazo. Mantenerse en esta dimensión obtusa de abrazos necrofílicos hacia lo ido no sólo nos cierra existencialmente sino que nos enmohece el respirar, malamente. Tal vez lo implanificado diferente nos regale una experiencia intensa, quién puede negar que tal vez esa pequeña pero probable situación placentera acaezca por causalazar (un neologismo que me inventé como solución de compromiso conceptual pues no logro tomar total posición hacia la causalidad ni totalmente hacia el “azarismo”).


Pero para estar abierto en serio a esta opción desde lo diferente hace falta cierto tiempo cultivado a solas. Hay que sacudirse mucha pestilencia resentida, remover las aguas estancadas de la repetición, hay que barrer mucha costra de tendencias al “autosufrimiento”, espantar la inercia a tomar decisiones mediocres, hay que vaciar a diario el cubo de basura culpógena, y juntar corajes varios para romper los variados grilletes que nos mantienen adheridos a tonos grises. Pero este programa deseante-libertario es, por lo menos, además de una aventura a la que hay que lanzarse solitario y desnudo, vertiginoso. Y la mayoría tiene pánico a la altura, o poca experiencia tomando dramamine…

Claro está que uno no anda siempre con los ánimos en estado liberto, las energías altas escasean en tiempos de cansancio laboral, las pendientes inestables en las que patinamos con nuestros skateboards financieros nos hacen emplear demasiado tiempo en subir y bajar y subir otra vez las pistas-superficies curvas de las sacudidas económicas, y la capacidad de re-hacer sus bases existenciales así como así no son asunto sencillo para nadie. Para colmo, encima de todo esto, somos meros mortales sujetos a una vida psíquica compleja y un soma cargado de oleadas químico-neuronales extremadamente sensibles. En nuestro psiquismo, por poner un ejemplo, la instancia inconciente es inherentemente reacia a auto-controlar sus exigencias -que suelen ser altas, irreales, y buscadoras de experiencias voraces en las que hallar “todo”-. Y así, entre nuestra complexión espiritual judeo-cristiana conducente al sufrimiento y la culpa, nuestras absorbentes cotidianeidades, y nuestra constitución subjetiva que tiende a regodearse en lo que falta y en la ausencia, la frustración en lo real no tarda en llegar. Casi casi termina siendo lo único posible de suceder. En medio de este panorama del que algunos toman conciencia parcialmente, la soledad es un refugio raro y costoso -económica y anímicamente hablando- pero definitivamente termina siendo una instancia protectiva y/o salvífica respecto de los desastres que suelen ocasionar los tsunamis vinculares.


Pero si trata de amor y Eros, también terminamos hundidos en la frustración por obra y gracia de las mitologías metafísicas y venenosamente semi-románticas del relato platónico de las mitades que se buscan, o los cuentos de las abuelas sobre la existencia de las medias naranjas, o las más recientes y chantunas versiones new age sobre las almas gemelas. En todas estas construcciones imaginarias sobre el encuentro erótico con otro, hay una carga apestante de idea de “completud”, de llenado, de figura completa, de perfección idealizada, otra vez de todo. El valor positivo que pueda tener el vacío, la grandeza de una soledad plena en dignidades, o la bella fisura en la figura gestáltica es vista desde la angustia, el horror, el miedo. Andar errante, sin un otro semiconstante al que referir el amor o el erotismo, es aún en nuestros días, categorizado desde lo sub-normalito. Y aunque las cifras de habitantes por hogar igual a “menos de dos” haya crecido enormemente (mierda!!! hasta las estadísticas demográficas se resisten a positivizar de una vez a la soledad y ponen ese “menos de dos” bajo cuya sombra fuerzan a poner a los des-parejados…!!!). Aún en estos tiempos “Debemos” encontrar nuestro Perfect Match, así, todo en mayúsculas.


Luego, el goce también anda dando vueltas en los casos, numerosos, tristes y decadentes desde luego, de aquellos que se podrían llamar "solitarios en pareja". Una hibridez muy frecuente. Son los que están factualmente emparejados, pero rumian en soledad. Son los que se quedan con “lo que hay”, y no porque haya demasiado placer en esa correspondencia amorosa, ni porque el objeto responda a ningún ideal de completud, sino porque la trampa-exigencia de andar acompañado termina siendo el mal menor por el que finalmente optan ante la incapacidad para vivir en la plenitud potente, tal vez sin reconocer que les falta el coraje que requiere un pleno estarse solo. En todas estas situaciones las políticas y estrategias de goce no son más que escapismos con los que tolerar y “tragar” mejor los embustes elegidos. Gozar es para estos híbridos temblorosos -que suelen no admitir ni querer ver frontalmente ni su frustración ni su teatrito de disfuncionalidades en pax de deux- una nueva mentirilla fantaseada a la que acudir para tolerar la gran mentira que es el montaje de sus vidas de pareja. Y esta dimensión del gozar es, sin dudas, la más ligada a la inautenticidad en términos heideggerianos.


¿Pero que ocurre con los que optan por los goces de estar solo/a?

Primeramente digamos que el que no encuentra ese Perfect Match (o el que no se resigna a “optar” dentro del menú de opciones inauténticas que ya conoce) debe pagar con una suerte de sutil exilio del mundo de los “adaptados, maduros y normales” emparejados. El solitario debe pagar con cierto grado de incomodidad, de rareza social, de in-ubicación categorial. De displacer. Digamos que los que no andan de a dos, son vistos desde los nuevos reciclamientos de los discursos del orden y la moral como: a) egoístas, b) hedonistas, c) en “tránsito” d) en “espera”, e) inmaduros crónicos, f) odds. Estos seres sin pareja son los protagonistas del goce a nivel sociológico. Para la neo-moral, estos seres son los que no han encontrado el prometido confort y las beatitudes de la compañía fiel!!!! Desconocedores del “placer” del emparejamiento, los solos/as representan el goce que “deberá” alguna vez hallar la permanencia objetual. Como se puede apreciar, los mandatos del control social sobre los cuerpos consideran siempre los cambios en los hábitos existenciales y en tanto los solos y solas aumenten en número, también aumentarán no sólo los productos del mercado para ese segmento sino los manuales de “autoayuda” para salir de esa adicción a sí mismos!!! Y sí, la moral y sus jueces nunca se toman descanso. Los moralistas jamás dudan en tirar sus misiles contra aquellos que se escapan de las fagocitadotas instituciones sacramentales: la pareja, en este caso. En este sentido, los solos y solas como desafiadores de la institución de “la pareja estable” ponen en escena los alcances gozosos de la multiplicación amorosa, el valor de la experimentación, las virtudes de una combinatoria autoerótica y heteroerotismo, la positivación del egoísmo, la elegancia de perder la compostura sin testigos, el cuidado de la intimidad. Y si cabe preguntar por el quantum diferencial de turbación que hay en la solitariez… en fin… bueno, sí, desde luego que se puede estar menos o mas-turbado en soledad, pero convengamos que tales “turbaciones” tampoco son patrimonio exclusivo de los desparejados. Cuántas palmas de manos de seres "bien casados" podrían contar las turbaciones atendidas!!! Como sea, si sigo la idea aristotélica de la soledad, me inclino definitivamente a apostar por la dimensión de deidad y grandeza que puede contener la buena soledad.

Estarse sola.

Estarse solo.

Estarse, no es ser. Es exactamente eso, estarse solo, no ser solo. Agradezcamos a la lengua española esta preciosa distinción que nos facilitan los dos principales verbos “ser” y ”estar” diferenciados. Y pensemos que idiomas como el inglés nos dejarían cautivos ontológicamente cuando se trata de una situación de habitabilidad, no de Ser. I´m lonely… es más que una estadía en la soledad, es toda una implicancia existencial. Afortunadamente el español permite pensar en la soledad como una habitabilidad posible, una casa con puerta de entrada y salida y entrada y salida y entrada otra vez… no hay nada dicho de una vez y para siempre al sujeto de la soledad en nuestra lengua respecto de su “estancia” en solitario. Puede estar en ella. Puede salir y entrar en ella sin que en ello le vaya su total condición ontológica.

Lord Byron decía: “Sólo salgo para renovar la necesidad de estar solo”. Y sí, hay algo de lógica aristocrática en una soledad bien llevada. Hay altura. Espíritu. Indudable libertad. Nada de esto, sabemos, inmuniza contra la desilusión o las caídas del ánimo. Pero no es menos cierto que quien anda “emparejado” suele estar -muchas más veces de lo que se admite- inundado de desilusiones, dolores anímicos, extorsiones-presiones-manipulaciones hechas en nombre de la posesión del “amor romántico”, o desorientaciones emocionales y afectivas varias. A esta altura, resuelta evidente que el amor erótico es asunto que excede desmesuradamente la limitada idea de pareja única, la coercitiva idea de matrimonio, y por sobre todo, la moralizada y extendida idea de amor exclusivo-excluyente.


Estarse en soledad.

Una conquista perdible y recuperable.

Un pacto de honestidad consigo mismo.

Una posibilidad para elevarse por encima de las mentiras que se vuelven patéticamente disfuncionales.


Estarse en soledad.

Un acto de generosidad con las numerosas caras del autoerotismo.

Un porte existencial.

Un privilegio de espíritus fuertes.


Estarse en soledad.

Una alianza con las verdades más íntimas.

Un silencio que disfruta únicamente de la potencia de nuestra propia voz.

Un espejo del que hay que saber ausentarse, ocasionalmente.



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Photo from: http://www.flickr.com/photos/devnull/273223872

domingo, 13 de abril de 2008

Qué es gozar (o sobre la lubricación de las esperas)




Gozar, o sobre cómo se lubrican las esperas


Del goce…


El goce, entendido en esa esclavitud lógica que suelen imponer las temporalidades lineales, es algo… “pre-placentero”, o incluso “pos-placentero” o “inter-placeres”. Digamos que es propio del goce una suerte de …mientras tanto. Gozamos en eso que nos sucede antes, delante, previamente, después, a posteriori, o “en medio” del placer, pero que definitivamente no es placer propiamente dicho, aunque muchas veces se le parezca bastante.


Goce es el tiempo de la demora.

Un tiempo gozado estará inherentemente ligado al placer pese a no ser placer en sí mismo, pues goce es aquello que rodea a lo placentero, es lo que lo merodea, lo huele, lo insufla de signos expectantes, lo lame fantaseadamente, lo tacta imaginariamente.


El goce, o anticipa o recrea de algún modo a lo placentero, pero definitivamente no es placer en sí. Más exactamente, no es aún propiamente placer (aunque es trémulo anhelo de alcanzarlo), o ya no es placer actual (pues lo placentero ya ha sucedido y forma parte de la memoria de lo pasado) siendo el goce en este último caso la reactualización, recreación y re-visión del placer ya experimentado. El goce inventa un dibujo de lo placentero anhelado, o de lo placentero ya-sucedido llenando ese tiempo pre- o post-placer con trazos simbólicos-imágenes-acciones que no forman parte de una descarga sexual que esté ocurriendo en el presente. El goce no es descarga que satisfaga, no es orgasmo, no es punto final de la pulsión sexual. Gozar es un interregno entre la soberana anarquía del deseo y la sublimidad de una satisfacción sexual alcanzada que se regodea en su propia plenitud.


En el goce, la imaginación toma las riendas junto con la fantasía, y entre ambas se crea o recrea un relato de lo que se ansía o de lo que se ha experienciado como satisfacción sexual pero no pertenece ahora a la esfera de lo real-actual. Lo gozoso es el recuerdo de aquello que nos proveyó de placer sexual, pero bajo un formato re-vivido en el que la carne vibrante del orgasmo (ya sentido, ya vivido) es transmutada en signos-palabra, signos-imago, signos-recuerdo. Aquello que fue placerentero, es hoy goce poético, plástico. Y si el placer aún no ha acontecido, pues el goce operará como ese preludio más o menos bizarro, más o menos taquicárdico, más o menos caótico, más o menos angustiante, más o menos brillante, más o menos oscuro que es “aguardar” la llegada del placer.

Pero, definitivamente, el goce no es resolución ni descarga de la tensión sexual. Gozar es justamente el sostenimiento “en tensión” de lo eso que pulsa sexualmente y se mantiene en estado expectante: una espera. O es la recreación de lo sublime placentero ya sentido, ya atrapado sensiblemente en y desde el cuerpo pasional: un dejarse habitar por las rememoraciones de Mnémesis.

El goce tiene una figura muy emparentada con lo circular, con lo envolvente, con el giro que recomienza muchas veces sin haber llegado a su “fin” y sin poder precisar con certeza su real y auténtica experiencia en la que tuvo comienzo. En esta circulación sin preciso inicio ni demasiado asible culminación, se entrecruzan el deseo, el goce, el placer, la satisfacción. Cuando, movidos por la llama del deseo, el placer ha alcanzado su meta en el tablero de las sensaciones, la satisfacción nos deja en un brevísimo pero intenso punto de serenidad integral al que llamamos "satisfacción". El deseo, bajo estas condiciones "sedativas" que ofrece la satisfacción, cesa transitoriamente de agitar sus dados. Pero la maquinaria deseante, más tarde o más temprano, buscará de nuevo agitar los dados para especular gozosamente con la divina suerte que le podría aparejar una nueva lanzada hacia los placeres. En engranaje cuaternario deseo-placer-satisfacción-goce nos mantiene activos, alertas, intermitentemente plenos, intermitentemente insatisfechos. Y definitivamente, fluentes, inamarrables, seekers.


Desde la perspectiva de lo que podría enunciarse como “pre--placer, el tiempo de gozar se autoconsume en organizar la espera, a traves de diferentes modos y diversísimos materiales -esos que la mente anticipa o guarda como representaciones del placer- el tiempo de la expectación durante el que se aguarda por los jubilosos regalos de Eros. En ese "durante", la imaginación se colorea de símbolos, y éstos son agitados como banderas inexistentes pero ferozmente poderosas flameando ágiles en el viento dilatante de la fantasía. Si la fuente de placeres -ese cuerpo, ese ser, eso que nos complace como nada más pareciera en ese instante poder lograrlo- está físicamente cerca, habrá aquí un generoso espacio para el despliegue de los juegos, para el contacto de texturas, para las incansables caricias dispersas por doquier, para el besar que busca humedecer cavidades, para los roces desparramados en todos los relieves, para el recuerdo superpuesto desordenadamente de otros placeres que “encienden” antiguas e insabidas huellas de memoria corporal asociadas a la satisfacción. Hay aquí un magnánimo ensanchamiento productivo de la fantasía, y una concupiscente imaginación fluidificando todos los sistemas y engranajes… todo “Ello” acompaña intensamente esta bella inconclusión de heterogeneidades creativas pulsátiles a la que llamamos “gozar”.


Por otra parte tenemos la perspectiva de lo “post-placer”. Allí, el tiempo de gozar se consumirá en organizar diversas maneras y texturas de símbolos a los que la mente apelará para re-inventar la representación de un placer ya alcanzado vividamente. No se trata aquí del goce en su instancia de expectación sino del goce en su estadío de resignificación recordatoria del placer sensiblemente ya vivido. Desde luego que esta instancia de recuerdo y re-creación de lo placentero bajo la capacidad inventiva del goce está a su vez asociada de manera muy estrecha con una nueva “espera”, pero no se trata de una espera propiamente dicha, no se trata de una expectación-que-no-sabe-a-qué-placer se ha de abismar, sino de un aguardamiento que anhela repetir “más allá del placer”, reincidir en lo placentero ya experimentado, volver a revivirlo habiéndolo ya atravesado de orilla a orilla plenamente. La imaginación se encarga, en este caso, de tornasolar la fantasía componiendo una mixtura entre imágenes ya captadas por las vivencias placenteras, sumadas ahora a la intensa productividad simbólica que bulle en el aplazamiento del placer: símbolos que hacen tolerable la prórroga mezclados indiscerniblemente sobre huellas de memoria placentera. Aquí, la generosidad y el derroche de juegos será más prevalentemente autoerótico tal vez, o al menos, menos cercano a la fuente directa de placer. Las huellas corporales asociadas a la satisfacción se autocomplacen en el recuerdo del placer vivenciado en, por a través de cierto objeto proveedor de ese placer, siendo ahora la fantasía la que anhela repetir. Gozar será aquí una construcción que se nutre tanto de la concupiscencia imaginativa como de la evocación de escenas reminiscentes que nos indican dónde-cómo-cuándo el placer tuvo lugar. Se trata de una auténtica lubricación de las reminiscencias placenteras. Y, desde luego, también en esta instancia “post-” el inmenso rol de Ello conmociona, condiciona y arroja su material incandescente a un prolífico Yo creativo que queda profundamente capturado y limitado a su función apolínea de organizar en un solo haz, por un lado, el material heterogéneo de lo que recordamos como datos del placer, y por otro, combinar con ese recuerdo de la satisfacción los medios para alcanzar revivir ese placer certero. Aunar recuerdo y compulsión a la repetición es la tarea nítida de ese “gozar” rememorativo. Y en esa tarea, justamente, gozamos, pese a no ser el placer mismo el resultado a que llegamos. Partimos de la intensidad de la huella que nos dejó el placer, pero no llegamos a retornar a él. Vale la pena pensar, en este punto, que retornar al placer ya vivido es una imposibilidad factual por otra parte, lo cual hace que ese anhelo de “retorno” siempre falle por ser imposible volver la flecha del tiempo hacia atrás. El placer “se experimentó ya”, o sea, es pasado. Dicho en otras palabras, el placer (aquel que recordamos y deseamos reeditar), ya no es. O en términos de la lógica de la presencia y la ausencia (en cuyos callejones dicotómicos sin salida trato de no entrar) el placer que ya no es, es ausencia, es lo perdido.


Pero no deseo tomar acá la ruta del planteo de la pérdida del placer, sino simplemente resaltar que éste ya no es, no está en el presente: ha sido, y por ende pertenece ya al Leteo del pasado. El goce recuerda esta ausencia -o no presencia factual- de la descarga placentera en este preciso momento, pero la actualiza contrafactualmente a través de lo que logra invencionar el goce de ese recuerdo del placer. Desde este punto de vista, si el placer era “infiel” por nomadizarnos de las jaulas de un objeto fijo, el goce es doblemente infiel: primero nomadiza e indisciplina al sujeto de sus normatividades y sus órdenes al rememorar al lúbrico placer que hemos sentido. Pero luego refuerza el carácter de lo infiel al no poder “ser fiel” reproductor del placer. Digamos que el goce es siempre una alteración del “placer” que realmente sentimos. No podemos replicar el recuerdo de lo que nos dio placer. Y aún en este intento de reconstruir las facciones de la satisfacción que es gozar, siempre somos indefectiblemente falsos copistas, malos reproductores, falibles transcriptores de lo que fue. El goce siempre miente, es por eso siempre poético, terriblemente adicto a la metáfora. Miente, visto desde la estúpida lógica de la verdad como adecuación a lo real. Pues si la experiencia de placer fue real, verdadera, el goce como rehacimiento de ese placer ido es irreal, mentira, invento. Pero la lógica verdad-mentira en los términos planteados por la metafísica me da casi arcadas. Pues, ¿quien puede negarle a un/a solitario gozador nocturno que llena su copa, coloca su Cd favorito y se hecha al sofá a recordar la última velada de placeres hallados y satisfechos con la carne humana de una/un buen partenaire sexual que “eso” que ahora ronda y ronda una y otra vez por su cabeza no es lo que vivió? ¿Quién podría abrir juicio de realidad y veracidad a ese goce que ahora se rearma en la cabeza de este ser rememorador abocado a repasar los placeres sexuales ya vividos, quién se atrevería a llevar al tribunal de penas contra la falsificación y los plagiarios a ese recuerdo del placer por ser una ajada réplica inexacta, impuro, y sin embargo, tan bellamente “auténtico” si la medimos desde la asíntota de la intensidad que logra recrear gozosamente?


Gozamos adheridos a nuestros relatos recreantes del placer. Esperar, desde la potencia de la salud y la vitalidad del deseo, es saber hacer de cada una de nuestras esperas deseantes, una demora lubricadamente gozosa. Sobre la corpórea huella que nos han dejado nuestros momentos recordadamente placenteros, desde allí gozamos. Desde esos pilares hechos de piel y vibración, desde ellos podemos lanzarnos a gozar las esperas. En base a esos instantes plenos en que el placer se adueñó de todas nuestras felizmente mareadas coordenadas, aprendemos a gozar en nuestros “mientras tanto…”. Y la vida está inundada de “mientras tanto…”, de allí el valor de pensar en una estrategia del goce como modo de tolerar la tensión de las esperas sin ceder a la pesadilla de la falta, de la ausencia, de la angustia. Aprender a gozar es también un desapegarse de las tristezas y permanecer abierto a lo que pueda producirse hasta que el placer se re-anude con la satisfacción.


Me viene el salvadoreño Roque Dalton a la memoria, será tal vez porque poesía-espera-goce siempre me han parecido tan indiscernibles entre sí, tan corpóreamente inundadas de sentidos y "sentidos"…



…siempre recordaré tu desnudez entre mis manos,

tu olor

a disfrutada madera de sándalo clavada junto al sol de la mañana

tu risa de muchacha,

o de arroyo,

o de pájaro

tus manos largas y amantes.




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Feliz año nuevo Thai - SONGKRANG




Feliz año nuevo!!!


Feliz año nuevo!!!

Acá es 13 de abril, Songkrang (สงกรานต์), el año nuevo Thai. Vamos, en este 2008 de occidente, por su correspondiente 2551 budista-thai. La gente se arroja agua en las calles, entre anónimos que terminan empapados y con las caras cubiertas de un polvo blanquecino atizado. El agua… sí, el agua simboliza purificarse, dejar ir las “faltas” y las malas ondas vividas en el ciclo anual que se termina. Y el agua es también la encargada de dejar los espíritus “limpios” para recibir en mejor disposición lo que traerá el nuevo año. Los elefantes tiran agua con sus trompas, los taxis se pintan de polvo y agua, guerras de agua en cualquier calle, agua, agua por doquier. Las familias se visitan, las mujeres cocinan, se presenta respeto a los ancianos y a los monjes, y los extranjeros aprovechan desde el 13 al 15 de abril para huir a las playas y sitios vacacionales. Como dice Billy, el inglés más atorrante y simpático que he conocido en el pub Bull Head de Bangkok: acá hay dos estaciones del año: la “hot” y la “fucking hot”. Bueno, digamos que estamos en ésta última, y Songkrang indica el final de la estación seca y el inicio de la temporada de lluvias.


Como sea, desde estos pagos: สวัสดีปีใหม่ (pronúnciese, sa-wat-di pi mai).


Luego, en los callejones de mi cabeza y siguiendo con la filosofía del erotismo, estoy pensando en qué es gozar…

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miércoles, 2 de abril de 2008

¿Qué es el placer?


El placer, ese infiel...




El que esta despierto y consciente dice:

soy todo cuerpo, no hay nada fuera de el.

Friedrich Nietzsche



Veamos, primeramente, unas brevísimas definiciones apenas introductorias acerca del placer, para luego comprender mejor qué podríamos ir entendiendo por goce. Anticipando desde ya que ambas construcciones, por conceptuales ellas, serán artificialmente vistas como separadas cuando en verdad se trata de un fenómeno perfectamente mixturado en donde también están combinados el deseo y el erotismo. Las hebras del goce reconocen la vecindad de las texturas del placer, como éstas últimas reconocen el constante contacto con las primeras. En todo caso, goce y placer traman la singular y compleja tela de lo deseante a través de los juegos de Eros… y también de Thánatos.

Goce y placer, ambos revelan ser piezas clave para comprender gradualmente el ancho universo de las “Aphrodisia”, tan caras a la Filosofía del Erotismo.

Pero vayamos desanudando esta madeja lenta, eróticamente.



Del placer, esa primitivez sin sentido de lealtad…

El placer, básicamente desde el marco psicoanalítico, ha sido pensado como el alivio de la tensión inherente al constante flujo pulsional de orden sexual que organiza-desorganiza nuestro existir. ¿Qué quiere decir esto? Funcionamos en base a juegos y flujos de energía, energía pulsional. La fuerza de esas pulsiones que organizan elementalmente el aparato psíquico buscan una sola meta: descargarse, y cuando esa descarga energética se produce (o sea, cuando la pulsión sexual ha hallado el objeto adecuado para esa descarga) sentimos satisfacción, placer. El orgasmo femenino o masculino sería uno de los puntos de desemboque pulsional -aunque no el único, desde ya- y con esa descarga alcanzamos placer sexual. Ahora bien, una vez que logramos hallar ese “objeto” a través del que obtenemos descarga-placer, “lo marcamos” psíquicamente. “Marcarlo”, esto quiere decir en pocas palabras, que lo vamos a querer buscar de nuevo, repetir la experiencia de placer que nos dio, pues las huellas anémicas detectarán a ese objeto singularmente como el que nos proveyó de satisfacción, quedando ligado así cierto objeto “x” a cierta representación placentera “x”. Esto, claro está, si es que la experiencia fue satisfactoria (de lo contrario, quedará “pegado” a una representación no muy favorable, esto es, displacentera).


El asunto en este punto, es que no siempre el “objeto” de satisfacción está o estará ahí, al alcance de nuestras bastante caprichosas e impredecibles pulsiones. O no siempre podemos “fijar” los posibles objetos de nuestras experiencias pulsionales a lo placentero. Existe la insatisfacción, existe la necesidad de aplazar el placer, existe el dolor de no poder hallar al objeto adecuado, existe la “realidad” limitando lo que el deseo clama. Incluso amando intensamente, o habiendo obtenido placer de un solo y mismo y recurrente “objeto-sujeto”, la constancia y la permanencia en el mismo no está garantizada. Siempre lo erótico tiene sus recovecos silenciosos en los que se cuecen dudas, inestabilidades, incertezas, líneas de fuga. Esto por no decir que, para complicar más la cosa, la posibilidad de mantenernos constantes en un mismo tipo de objeto de amor (y/o de Eros) está justamente más del lado de lo imposible que de lo posible. Estos serían otros elementos a tener en cuenta en una elucidación posible de los juegos entre placer y deseo:


a) Cancelar de manera completa la estimulación pulsional es imposible, pues la máquina deseante y neurobiológica que somos funciona, justamente, a base de estímulos y no posee punto 0. En realidad sí, pero ocurre que el punto cero es la muerte. O sea, siempre estamos sujetos a varios juegos de estímulos cruzados. Como mucho, en términos sexuales, sólo podemos aspirar a que las pulsiones se satisfagan transitoriamente. O sea, la máquina deseante sólo logra bajar su grado de tensión a través de diversos modos de descarga, pero estas descargas energéticas serán siempre parciales recomenzando el juego de deseo, búsqueda, satisfacción. El deseo, como las alas imaginarias de Cupido, está siempre en movimiento, es inquieto. Y la inquietud es intermitentemente satisfecha obteniendo placer, pero dejando siempre un hiato, un espacio en donde… se relanza la búsqueda otra vez más allá del grado de placer y la satisfacción que hallamos obtenido.


b) Freud conecta el placer con la muerte, con lo thanático. La muerte como una sombra que ronda el principio vital del placer. Incluso enuncia allí que la meta de toda vida es la muerte, y si reproducirnos es el modo evolutivo que nuestra las especies practican para no perecer y perpetuarse en el eslabonamiento de la vida misma, la sexualidad y el placer son entonces los modos engarzados a través de los que apuntalamos psíquicamente esa necesidad biológica reproductivista. Si se trata de un cruce de flujos y ADN, hay allí creación y destrucción, Eros y Thánatos en las dos células que “perecen” para dar lugar a una gónada nueva que devendrá en embrión. El origen de la vida es Eros, y es Thánatos. No hay anverso y reverso sino una disyunción inclusiva. Los placeres están conectados a la plenitud y la vida como a la cesación y a la muerte, tanto es así que los franceses denominan al orgasmo femenino como la “petite morte”. Es que el propio decurso del placer, visto despojadamente en su funcionamiento maquinalmente psicosomático, no es más que una función cuyo objetivo último es aquietar, eliminar la tensión que genera desear, y finalmente bajar las pulsaciones acelerantes a un grado mínimo. Y el mínimo total de funcionamiento de nuestra máquina es el cero, nada, dejar de funcionar, lo cual equivale a una paradoja del aparato, pero una paradoja con la que nos las tenemos que ver cada vez que no entendemos como es posible que gente a la que llamaríamos muy “vitalista” tenga algunas de sus acciones-comportamientos-juegos entramados con las pulsiones de muerte. Pues sí, es que si hablamos de placer, hablamos de satisfacción, y si hablamos de satisfacción deberíamos hablar de un funcionamiento con el máximo de descarga, y eso sería… apagar la máquina misma!!! El objetivo del placer puede así verse, desde esta lectura, como el modo de mantener la excitación del organismo en el nivel más bajo posible. El placer, como descarga de exitación, es lo más cercano al cero que podemos llegar, al menos antes del morir mismo. En otras palabras, descargamos tensiones vía placer para llevar la máquina deseante al nivel de la tranqüilitas. Esta función “aliviante” de lo placentero formaría parte de la tendencia “nirvánica” de todo lo animado: retornar a la serena quietud del universo inorgánico. Pero paradojalmente entonces, el circuito deseo-placer-descarga, nos trataría de empujar al mínimo de estímulo y máximo de inacción, siendo que a apenas un paso más de esto se trata entonces del morir miso. Demasiado cerca placer, representación del placer, y representación de la cesación. Demasiado peligrosamente cerca. De allí la conexión vida, deseo, placer, satisfacción, muerte.


c) El placer está estrechamente vinculado al objeto que lo provee. Y esto es una trampa para cualquiera que guste de la permanencia, la constancia, la estabilidad pues el objeto es cambiable, mutable, intercambiable. No tenemos objeto pre-asignado al placer. Nos “debe” amamantar un pecho, pero no necesariamente el materno: podrá ser el de una nodriza de leche, o la imitación plástica de un biberón. Saltando en el ejemplo, hay quien obtiene placer en la vagina de su esposa, pero lo puede hacer también en la de una amante, en la de una prostituta circunstancial, en la de una oveja -aunque raro suene, resultará placentero para el zoofilo-. La labilidad del objeto pone al placer en términos y condiciones muy plásticas.


d) Por estar ligado a la inconstancia objetal del deseo, el placer es infiel con respecto al objeto. Hoy el placer está durmiendo bajo estas sábanas, mañana sobre aquellas otras, y todo el decurso de nuestra vida sexual puede ser visto como el eslabonamiento de hechos sin demasiado libreto previo -o con el libreto que nos provee el disco rígido de las neurosis parentales que “heredamos”- describiendo entonces una trayectoria probablemente impensada e imprevisible si la vemos en perspectiva. No hay adueñamiento del placer, pues así como el objeto no es uno sino muchos y por lo tanto no hay “Objeto” con mayúsculas, no hay un “quién” pueda declararse el centro de esa orquesta de funciones: ¿el cerebro? ¿nuestra neurosis? ¿el sujeto cartesiano? ¿el inconciente? No hay, no hay Qué ni Quien, al menos con mayúscula. Hay que somos una identidad nómade, y con ella, en consonancia con ella, el placer y sus objetos siempre son capaces de nomadizarse. Más bien, el placer es nomádico por naturaleza tanto como lo es nuestra performativa identidad. El placer no tiene ley, ni objeto asignable de manera estable. Incluso el mismo objeto que hace unos minutos proveía de placer podrá más tarde ser investido por alguna “pasión triste” y desembocar en una representación de odio y desapego negativo. No siempre el objeto logra satisfacer todos los complejos modos de lo pulsional, pues las pulsiones son plurales, y nuestros juegos identitarios también lo son, los del objeto y los de uno mismo.


e) El aparato psíquico, y con él, nuestra salud mental, depende en buena medida de nuestra versatilidad para crear y motivarnos a través de la invención y la novedad, de nuestra capacidad para tramitar emocionalmente cambios, de nuestra adaptación y aceptación gozosa de lo nuevo inesperado a que nos arroja el enigmático porvenir. El deseo es una pieza clave en la salud de nuestro cuerpomente dentro de este modelo vitalista. Pero este mismo modelo de salud basado en el deseo nos enfrenta con ciertas normativas morales referidas al amor, el erotismo, la pareja -y ni hablar- la convivencia o la vida matrimonial. Si el cambio y la oxigenación placentera son claves para una vida psíquica plena, ¿cómo hacer para que mantener el deseo en su jaulita monoamatoria?. Por un lado se exige a los sujetos “madurar” suponiendo que parte de esa madurez viene dada por la permanencia en un lazo amatorio constante. Pero por otro lado el discurso libertario de la salud psíquica nos exige mantenernos abiertos en términos deseantes, disponibles para alejar de nosotros los apasionamientos tan grises como tristes y desmotivantes, y mantenernos serenamente atentos a todo aquello que nos garantice vivir desde una ética del placer. Pues la monogamia amatoria (no sólo la matrimonial o conyugal, sino la que supone que es moralmente inaceptable amar-erotizarse intensa y simultáneamente hacia más de un ser) iría completamente a contramano de un modo de vida vitalista y deseante.



Puestas las cosas de este modo, el placer es un hereje para la moral.

Una astilla molesta en los esquemas razonables de la vida “ordenada”. El placer -los placeres- son algo que, por momentos, parece conducirnos a un territorio existencial más incierto y desprotegido que el que perimetran los “discursos del orden”. Los placeres pueden llegar a llevarnos a lejanías, lejanías sin embargo muy cercanas a las antípodas de todo aquello que se nos dice es, bueno-conveniente-adecuado-racional. Placer y transgresión. Placeres fuera de la ley. Placeres clandestinos. Placeres forzados a ser acallados en las mesas de la buena costumbre familiar. Como decía Bagehot: “El mejor placer en la vida es hacer lo que la gente te dice que no puedes hacer”.

Y no se trata acá de contraponer modelos de vida -o sí…-, pero al menos por el momento es inevitable desnudarlos, ya que de una Filosofía Erótica se trata.



No podemos “no desear”. Y aunque el budismo se haya encargado de proponérnoslo, bien recuerdo aquello que debatíamos con Juancito Heredia allá por el 2003 en el seminario “Filosofía del Vacío” cuando me decía que, el desear “no desear” es también eso mismo un deseo. Como sea, desear es parte de lo maquínico humano. Y con ello, viene adherida la cuestión del placer y la satisfacción. El asunto es que el objeto que nos puede proveer de estos últimos es extremadamente variable, incluso puede variar el placer o el displacer recayendo ambos sobre el mismo objeto-sujeto. Y esta variación nos pone siempre en falta con los esquemas morales. No sólo no podemos sentir la transitoria calma del placer en una sola persona, sino que incluso cuando nos circunscribimos moralmente a un sólo ser amable-erogenizable, podemos amarlo, placernos con él y a través de él, tanto como podemos no amarlo -incluso odiarlo-, decatectizarlo libidibinalmente, o sentir inmenso displacer y hasta disponer protectivamente apartarnos de él. La variación no necesariamente nos lleva a saltar de objeto en objeto, sino que nos puede producir sensaciones y sentires contradictorios acerca de un mismo objeto. No se trata sólo de ambivalencia, sino de multivalencias emocionales.

Si el objeto es lo más variado de nuestro funcionamiento deseante-placentero, y no hay, por ende, un objeto de satisfacción (ni siquiera habría “objeto”, pero esa discusión es más exigente, finita y complicada que este tramo de ideas que pretendo recorrer hoy), entonces el placer es extremadamente inasible si lo queremos pensar como una sola fuente de obtención de satisfacción. Nos satisfacemos plásticamente, en muchas direcciones, a través de hermosas trayectorias que a veces divergen o a veces convergen, pero siempre son numerosas, múltiples, simultáneas, yuxtapuestas. Y así, el placer es inherentemente “no-Uno”. El placer es “Lo Múltiple”. Lo múltiple abierto.

Incluso el placer es una interesante fuente de análisis y observación de Sí mismo puesto que podemos, en cierto sentido, autoproveernos de placeres sin necesidad de acudir al cuerpo del otro. Los modos del placer autoerótico son parte de esta dimensión. De hecho, el propio cuerpo y sus zonas erógenas como círculo proveedor de placer, constituyen las más arcaicas fuentes de placer, siendo completamente legítimo y necesario incluir las prácticas de autoplacer como parte de las modalidades de Eros. Los orificios todos, juegan su rol en lo placentero autoadministrado o lo placentero intercambiado con otro desde antes de nacer (aún recuerdo una ecografía de una de mis hijas en mi útero con su dedito pulgar en la boca). Incluso entran dentro de lo considerado placentero, ciertos “cambio de vías” en los que las zonas erógenas se entrecruzan, se mezclan, se confunden, y con ello, los objetos de placer también. El placer no es uno sino muchos. Es casi, una categoría repelente a las categorías. Y siendo que no es uno sino muchos, también lo son sus objetos proveedores. Lo que nos place se yuxtapone a nivel de la intensidad placentera que nos pueden ofrecer. Imaginemos sino: una hermosa playa en el paraíso de una de las islas de Krabi donde por las noches jamás hay viento sino una tibia brisa marina, allí, con ese aire salado y bajo un cielo asiáticamente estrellado, alguien come un exquisito plato de langostinos y bebe una copa de vino, escucha la fina música constante de un mar calmo y ríe conversando mientras disfruta visual y sensorialmente de la bella compañía de un ser erogenizado. No podríamos, casi, enumerar cuántas vías, objetos y tipos de placeres hay en juego en esta escena imaginaria: los placeres de Eros envuelven la escena multidireccionalmente, aunque en ella habría que distinguir las aphrodisias que abarcan desde el plato de deliciosa comida, el beber, los olores superpuestos, las hormonas que capta el órgano vomeronasal, el placer escópico que entra por los ojos, la temperatura del ambiente, la voz que se está oyendo, las palabras que se escuchan, el tono de la voz, el registro sensorial placentero del mar. Los objetos del placer son tantos como tanto logremos abrir la anchura de nuestras experiencias desde las aphrodisias.



Pero como el placer no es hallable así como así, ni nos espera como si tal cosa a la vuelta de cualquier esquina, debemos aguardar. O mejor aún, saber guardarnos apropiadamente para cuando éste advenga. Y durante esa espera (si es que sorteamos las aguas podridas del dolor, la tristeza, la queja, la enfermedad, siempre tan a mano en estas culturas del resentimiento) poseemos otra inmensa y poderosa fuerza vinculada a la maquinaria del deseo. Se trata de una potencia creativa por la cual aprendemos a tolerar la espera: el goce. Nuestros goces son los modos de tolerar compositivamente la demora del placer. Hacia allí me iré dirigiendo.



Por ahora, me pregunto, me pregunto, me pregunto, me sigo preguntando…

Me pregunto si será que el placer nos libera de las tiranías de lo pautado como norma, y con ello, ¿será que los placeres, en su extenso e inabarcable horizonte siempre singularizado, nos liberan de lo normatizado como universal?

¿El placer es una vía de acceso a la libertad?

¿Existe una dimensión tiránica en lo placentero? Y entonces, será que la dimensión liberadora del deseo y los placeres pueden devenir en una suerte de compulsión consumista a obtener placeres?

El amor y el placer, ¿qué decir acerca de los despotismos cruzados que suelen inscribirse en las relaciones con el “objeto” de placer amado? ¿El objeto de amor, cuando es una intensa y excluyente fuente de placer, nos mete en una lógica de dominio y esclavitud emocional?

Y cómo reflexionar cerca de los placeres oscuros, esos que se hallan sancionados por la Ley, o aquellos que causan automático rechazo o repugnancia al hombre común, o esos que son rápidamente encuadrables en el casillero excecrabílis por contrarios al “Bien”, qué podemos decir del placer de la venganza, el placer de matar, el placer de dominar, el placer del poder, el placer de dañar, ¿podemos pensar en estas oscuridades como placeres, o contravienen tanto la máxima de Chamfort que quedarían por fuera de la in-moral vastedad de “lo placentero”?

¿Entrarían dentro de este discutible zona oscura de lo placentero una fumata de Haschis, un reclinarse en el cojín persa a fumar opio en la shisha, un porrete entre amigos, o clavarse una jeringa en busca de despegar desde la heroína hacia el cielo?

¿Desde qué lugar ubicar a los placeres "metabólicamente bajos": el placer de dormir, una siesta relajante, deleitarse con un masaje suave, un aletargarse bajo el sol, mullirse en el sillón a leer por un rato, o sencillamente un placenterísimo "tirarse a hacer nada"?

¿Deberíamos distinguir por número de seres físicamente "intervinientes" entre placeres solitarios, placeres in duetto, placeres grupales, placeres colectivos? ¿Qué matices de sentido, de forma y de intensidad ofrecería el placer bajo esta clasificación?

¿Existe espacio para el “gobierno de las pasiones” cuando el deseo mismo y la búsqueda de descarga satisfactoriamente placentera se encuentran en el centro mismo de nuestro funcionamiento psíquico y neurobiológico?

¿Qué decir de otros modos de lo placentero, tales como comer, beber, bailar, jugar, hablar, pensar, todas ellas formaciones en las que interviene también Eros?



Me despido por ahorita con “placenteras” palabras pensantes de Epicuro de Samos:



El placer es el bien primero.

Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión.

Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma.




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