Hiparco, la alegría hedonista
"La alegría ha sido llamada el buen tiempo del corazón."
Samuel Smiles
(1812-1904)
Escritor escocés
La biografía de este filósofo antiguo, como la de muchos otros "olvidados" por el hegemón académico y su prolijamente excluyente enciclopedismo, es una auténtica bruma.
Comencemos por no confundirlo con otro Hiparco, el de Nicea (quien fuera inventor de la trigonometría, reconocido astrónomo, importante geógrafo, matemático, y hombre de ciencia cuyo apego por la lógica formal ha formado parte de las seguras razones por las que resultó bastante más conocido y afamado que el Hiparco que hoy nos convoca).
Volvamos a la neblinosa vida de nuestro Hiparco, el que nos atrae desde la curiosidad reivindicante.
Los retazos de información que se tiene de Hiparco, el alegre hedonista, son escasos o directamente nulos en muchos manuales de filósofos respetablemente célebres. Lo que tenemos a mano se halla simplemente reducido casi de manera única a lo que nos cuenta el invaluable chusma de Diógenes Laercio en su tan citada “Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”. Allí se infiere que nuestro amigo, el hedónico Hiparco, se hallaba junto a Demócrito al momento de la muerte del filósofo tracio. Cito la escenografía en el lecho de muerte de Demócrito (no puedo evitar imaginar como una escena de una comedia desfachatadamente tragicómica, al uso de Aristófanes, este fragmento relatado por Laercio):
“Murió Demócrito, como dice Hermipo, en esta forma: como fuese ya muy anciano y se viese vecino a partir de esta vida, a su hermana, que se lamentaba de que si él moría en la próxima festividad de los tesmoforios, no podría ella dar a la diosa los debidos cultos, le dijo que se consolase. Mandóle traer diariamente algunos panes calientes, y aplicándoselos a las narices, conservó su vida durante las fiestas; pero pasados sus días, que eran tres, terminó su vida sin dolor alguno, a los ciento nueve años de edad, como dice Hiparco”.
Teniendo en cuenta la notable indigencia de datos biográficos y de formación un tanto contradictorios sobre Hiparco, lo que sí podemos considerar es que, efectivamente, es considerado como discípulo de Demócrito. También se sabe que ha sido Hiparco el autor de un pequeño tratado de corte hedonista. Tal librejo sensualista, más cerca de nuestros días, ha sido rescatado por Michel Onfray en su libro “Las sabidurías de la Antigüedad – Contrahistoria de la Filosofía I” (Anagrama, Colección Argumentos).
Qué me ha parecido llamativamente un “relieve de pensamiento” a recuperar de entre las ideas que ha esculpido este ignoto -e ignorado- filósofo antiguo?
Pues, en principio algo bien básico (y no por ello menos resaltable): me ha gustado inmensamente el hecho de que que Hiparco utilice la metáfora del “viaje” como una imagen adecuada para describir lo que él considera que es la existencia.
El viaje de la vida
Los viajes como metáfora de la vida que se ha vivido, que se va viviendo.
El “viaje” es una de las más bellas representaciones a las que acudir para transmitir cierto grado de comprensión sensible acerca de los laberintos, perdiciones, amplitudes, retos o derrotas por los que transita un ser viviente.
Es que, verdaderamente, una vida es como un viaje.
Los hay cortos, eternizables y poderosos, como lo fue la vida de Aquiles. Los hay largos, serenamente denunciantes y prolíficos al modo de Saramago. Hay viajesvidas escandalosos al estilo de Diógenes. Los hay aleccionadores, si seguimos las pisadas de un Deleuze, de un Sócrates. Los hay brillantes, rebeldes y violentamente arrebatados de este mundo, al estilo de Hipatía de Alejandría. Los hay intelectualmente intensísimos y provocadores como evoca la sola mención de un Nietzsche. Los hay desesperadamente poéticos y suicidas al modo de Alejandra Pizarnik Viajes. Vidas. Y muertes.
El valor de tomar esta imagen del viajar como metáfora vital implica a su vez toda una serie de resonancias asociativas. Juego de metonimia con el mar, con el ponto y sus misterios, con el peligro y el coraje de la travesía, con aventurarse a lo desconocido, con la destreza del navegante, con la tekné mixturada con la sapiencia que debe alquimizar sabiamente quien se hace mar adentro de la vida. El viaje encierra toda una cadena de representaciones ligadas a las partidas y las llegadas, a los avatares del destino y las acechanzas que en medio del camino puede depararnos el “jugado movimiento” que es tomar la existencia como un abismo al que vale la pena lanzarse.
Viajar implica trabajar desde/en sí mismo, en lo temido y en lo ansiado, desaprendiendo el mapa conocido a cambio de lanzarse a una cartografía enigmática en la que se deberá aprender una adecuada valoración de lo pasajero y/o de lo definitivo, pero cuya meta no siempre coincide con ese resultado relativísimo al que denominamos “llegada”. Se trata de comprender, desde esta metáfora, la crucial importancia para un ser de darse un tiempo para la apuesta a la aventura de construir un sentido para su propia existencia, de otorgarse a sí un espacio para el moldeo singularizado de su propia subjetividad.
El “viaje” es, in summa, posibilitador de la andanza, de la celebrable capacidad de nomadizarse y abrir líneas de fuga que burlen el ceñimiento que termina imponiendo cualquier clase de fijismo.
Hiparco, un viaje posible
Tomar entonces la vida misma como viaje es colocar todo ese puñado de bio-representaciones que confluyen en un ser como si las dispusiéramos sobre una delicada seda semitransparente. Comprender toda esa complejidad que compone lo vivido por alguien -complejidades algunas evidentes y otras acalladas en el silencio intimista de lo que una vida relatada nunca "dice" ni dirá de sí misma- es desplegar esa seda cargado de hechos-datos-huellas a la luz del pensar. Pensar y biografiar la vida de alguien como viaje es, en sí, también un singular periplo.
Seguir el derrotero de signos y rutas por las que ha transitado un filósofo poco reconocido y divulgado menos aún, implica igualmente analizar situaciones puntuales en la existencia histórica e historizable de un ser singular, describir su obra sin despegar quirúrgicamente el tejido vital que duerme entre las ideas y conceptos por los que ha surcado su pensamiento. Las trayectorias y decisiones electivas que configuran el mapa de vida de un filósofo han de tomarse como los puertos que ha tocado la nave inquiriente de su existencia. Su legado, los mundos en los que ha anclado y des-anclado .
Hiparco...
Hiparco es griego, lo cual es otra manera de decir que ha nacido y crecido en un universo geográfico afín al agua, a la sal, a las embarcaciones, a los puertos, a lo isleño, a lo esclavizante y a lo aristocrático. Ser griego es ser subjetivado por una trama de microrelatos cargados de hazañas, batallas, ciudadanos, guerreros, barcos, anclas, cordajes, muertes, heroísmos, playas, dioses, goces, sangre, templos, vino, banquetes, y temperancias. Todo teñido por la brisa constante de las costas marinas. Hiparco era, en tal contexto, un hombre conocedor de las travesías. Y si la vida es travesía, habrá que considerar que lo que él llama “vivir” es habitar lo mejor posible el breve trayecto que nos toque recorrer con este cuerpo tan gozoso como padeciente, tan ávido de eternidad como acotadamente mortal. Porque, digámoslo con Hiparco, la vida siempre resulta demasiado breve. Incluso a veces, hasta brevísima.
Para colmo los buenos momentos no suelen ser tantos ni tan durables en el balance contable final si los comparamos con los malos momentos, con lo que se puede sufrir (o se ha sufrido). Los nefastos eventos que nos laceran a través de los dolores que de ellos emanan, suelen ser no pocos: enfermares de nuestro cuerpo, la tristeza en que nos podemos llegar a sumir al pasar por fuertes sufrimientos afectivos, desgracias inesperadas a que nos someten ciertos implacables peligros propios del simple hecho de “estar” dentro del estado que impone la naturaleza del planeta (cataclismos impredecibles, terremotos, tormentas destructivas, erupciones, plagas, pestes…).
Hiparco “sabe” que el viaje siempre es complicado y que nuestra humana condición es asimismo altamente precaria, vulnerable. Somos seres afectables por el dolor, seres doliente y a la vez productores de dolor. Estamos potencialmente expuestos a diversas formas y grados de dolor, muchos de ellos simpletamente inevitables o apenas pervenibles. De ahi, desde esta afirmación en la cual ni se niega, pero tampoco se cultiva el dolor, Hiparco ha de fundar su filosofar.
Guía hiparquiana del buen vivir
Veamos ahora entonces tres planos de sugerencias para un mejor vivir que se desprenden de los planteos hiparquianos. Son breves, más una suerte de post-it prácticos que un tratado de aires solemnes. Tal breviario vitalista que nos ha legado el filósofo hedonista no es, pese a su simpleza, en absoluto falto de profundidad. Tal como veremos a continuación, las enseñanzas de Hiparco apuntan a remover innúmeros daños y limitaciones que ha impuesto la llamada “moral de esclavos” imperante aún en nuestra decadente sociedad:
1- Presentificar la existencia.
Esto es, primeramente, comenzar a practicar un apego mayor al presente.
Estarse aquí. Estarse ahora.
Un aferrarse al “bien” (en el sentido de "lo que es bueno para uno") del instante actual.
Volverse habitante del “ahora” del “aquí mismo”, de eso simple pero valioso que anida en algún rincón de lo que actualmente acontece. Utilizar el razonamiento, el pensar razonante, para seleccionar de entre la posible pesada basura cotidiana que a veces debemos enfrentar, lo que hace bien. Lo que nos hace bien En otras palabras, tender a la alegría, abrazar con afirmación poderosa la fugacidad positiva y positivizante que se nos anda escabullendo en algún punto del instante presente. Ser livianamente presentistas.
La espera de lo futuro –esa vana promesa que, de llegar, suele acudir a nosotros inmersa en un aura de imperfección frustrante, siempre a destiempo, siempre menos maravillosa de lo que nuestra fantasía dibujaba- es más que una apuesta a la esperanza, una certeza plena de desilusión. Expectar conlleva a la decepción, a la tristeza del que desespera por no haber alcanzado a hallar aquello imaginario que tanto anhelaba desde el perfeccionismo infantil que tiraniza a la mente con sus mandatos de perfección. Ser menos narcisistas redunda a veces en ser menos esclavos psíquicos tutelados por la crueldad de un Super Yo impacientemente implacable.
Ni pasado ni futuro, eso nos contagia Hiparco.
El pasado es un extravío entre las tinieblas de lo irrepetible y la nostalgia, mientras que el futuro es promesa inllegada cargada de altas dosis de incertidumbre o frustración.
Quien no se deja seducir por el poder melancólico de la anoranza ni por el poder de embrujo que posee la promesa de “lo que vendrá” se autoinmuniza de algún modo contra el dolor del desencanto.
Como buen hedonista Hiparco recomienda focalizarse en el disfrute del momento presente y considerar la actualidad en sí misma como fuente de la que extraer dicha para el alma y para el cuerpo. Cómo? No hay ruta definida. Ni ingrediente mágico. Pero este llamado a la actualidad del acontecer es parte del imperativo ético para Hiparco. Presentificar la existencia. Dotar de un valor intenso y saludable al fragmento de ciertos instantes.
2- Descentralizar la quejosa idea de “Por qué a mí..?”
La fascinación por la queja no es sólo patrimonio de las histéricas. O en todo caso, vendría bien historizar la histeria más prolijamente como problemática que de ninguna manera escapa a los atravesamientos de los poderes, la dominación, el culto a la debilidad como virtud, las estrategias de gobernabilidad, etc. Sin ir más lejos, toda nuestra cultura judeo-cristiana posee un hechizo espiritual por el sufrimiento, una atracción (que limita llamativamente con el morbo) por la figura de la víctima, un imán hacia lo doliente (si sabrán de esto los exitosos poetas románticos de todos los tiempos!), un bajo gusto por la práctica constante del lamento.
Hiparco, antecediendo en siglos a Spinoza y a Deleuze, alerta ya sobre el peligro enfermante de "cultivar la tristeza".
Primeramente, dejar de considerar que el quantum de acontecimientos negativos que suceden “sólo” nos suceden a nosotros. Es cierto que quién, sino cada uno de nosotros mismos, puede definir con lujo de detalles lo que es sufrir un embate del destino, lo que es pasar por la tremenda dolencia que implica atravesar determinadas pérdidas, lo que es temer o haber vivido ingratos peligros, lo que es afrontar con dolor inenarrable las desgracias emocionales o físicas que nos haya tocado padecer, lo que es sobrellevar enfermedades o duelos significativos. El dolor (cómo y cuánto algo nos hace doler) es algo totalmente intransferible. Del mismo modo es completamente cierto que sólo uno puede ser el mejor -y único- portavoz del relato de la mismidad en desgracia. Pero aún dando todo lo anterior por verdadero, no es menos cierto que todo ser vivo debe enfrentarse a la enfermedad, o a la injusticia, o a la decadencia física, o a la maldad, o al sufrir, o a las variadas caras que desafortunadamente asume el infortunio. Nadie es quien para enarbolarse como único destinatario de los modos del dolor.
Todos, en tanto humanos, somos atravesados por la condición sufriente, de maneras diversas, con intensidades diversas -y desde ya- con armas materiales-físicas-situacionales completamente distintas y desiguales para luchar contra ese sufrir (incluso los recursos para enfrentar ciertos dolores están, políticamente, distribuidos en forma trágicamente inequitativa).
Somos singulares para dar voz y poner en estado de discurso al también singular dolor que nos aqueje. Pero nadie está excluido de los circuitos múltiples por los que el dolor toma forma y recorre cada existencia.
Nuestra narrativa del padecer sólo puede ser puesta en signos-palabras por cada quien (incluso habría que acotar que hay quienes siquiera pueden ponerle voz propia, signos audibles, a lo que duele, a lo que duela). El sufrir, insistamos una vez más, es definitivamente una experiencia triste no transferible. El dolor nunca es auténticamente algo narrable si quien escoge los decires es una bocavoz otra, o tercera. Pero pese a todo esto, de ningún modo somos los únicos en remar con exclusividad las pesadas aguas en que flota la “condena” del dolor.
El dolor y los infortunios son universales, aunque desde ya es remarcable que las condiciones para afrontar esos reveses están pésimamente distribuidas y esto es un hecho tan real como la universalidad del sufrimiento.
El punto a que nos lleva Hiparco con su llamado a dejar de considerarnos el “ombligo de las desgracias” es que la soberbia de la víctima suele ser apabullante, y voraz (éste es un punto de vista de gran incorrección política en nuestra época, por cierto, asunto que trabajará con gran maestría y coraje Pascal Bruckner en algunos de sus recomendables escritos).
Por momentos hasta pareciérame que existen gentes capaces de entrar en competencia a ver quién ha pasado por mayor dolor, por peor injusticia o por mayor aflicción. El deporte de los lamentos es ampliamente practicado en casi todo el mundo. Es que existe una especie de "pain score" cuyo puntaje mayor otorga el primer premio al más virtuoso? A veces escucho, casi al borde de la verguenza ajena, a quienes contabilizan sus dolores como si se hallarán batiéndose con otros imaginarios sufrientes en un concurso de lamentaciones, de manera tal que quien acumule mayor padecimiento se vería coronado por un aura de beata virtud. O lo que es más deleznable, al más convincentemente quejumbroso se le permitirá ejercer una despiadada sed de castigo-venganza-resarcimiento ad infinitum bajo el nombre de “derecho de la víctima”. Subsidios estatales, licencias laborales, indemnizaciones lavadoras de culpas, o hasta puestos gubernamentales forman parte de la cadena de trofeos que pueden llegar a llevarse las “mejores víctimas”. Porque en este punto es una obligación distinguir que entre víctimas que se autoinsuflan el carácter de tales a través del recurrente recurso de la queja como “caso resarcible”, y víctimas reales. Las primeras terminan quitándole los justos derechos a las víctimas reales que sí han pasado calladamente incluso por peores infiernos terrestres arropadas con el manto invisible del silenciamiento forzado las más de las veces. Este sobrepoblamiento discursivo de víctimas invencionadas justamente genera efectos completamente injustos para con las ya extensas cantidades de víctimas que sí son reales. Estas últimas deben, revictimizadamente, “hacer fila” en busca de justicia, mezcladas en el largo corredor de modernos quejosos con derecho a indemnización que ha fortalecido la falaz administración de igualdades pseudodemocrátista.
Hiparco es quien nos recuerda que el mundo y sus seres han sido susceptibles de enfermar, padecer y perecer desde siempre. Somos animales frágiles y fragilizables. Un poderoso virus puede poner en severo jaque a nuestro sistema de defensas, una piedra al azar puede partirnos la cabeza en una turística práctica de trekking, un tonto accidente doméstico puede poner fin a las funciones de la médula espinal de un desprevenido mortal que inocentemente se duchaba para ir rutinariamente a su trabajo, un grupo de células puede rebelarse malformándose y acabar con un cuerpo sano en cuestión de meses, una bala puede pasar por el parabrisas de nuestro auto en medio de la violencia de un inesperado robo, un dolor afectivo puede hacer mella en nuestro corazón literalmente, un desastre natural puede terminar con un hogar, despedazar una familiar, abatir a todo un pueblo en apenas minutos. Todo esto forma también parte del curso de la vida misma y sus remolinos. Placas tectónicas moviéndose bajo nuestros pies, hélices genéticas predeterminando enfermedades, estilos de vida muy expuestos a la somatización del stress, el azar entre las probabilidades accidentológicas, los índices de criminalidad crecientes.
Tantas cosas hacen al incremento de nuestra ya natural fragilidad! Somos parte de un azar inmanejable, del mismo modo que no podemos controlar los genes que nos mapean, ni la matriz simbólica en la que hayamos nacido y crecido (y me refiero a las otras matrices también: la matriz económica, la matriz religiosa, la matriz social). Estas matrices no son escogibles, ni los problemas y limitaciones que impone tal procedencia. Lo que sí es cierto es que nadie puede privarnos de la libertad de elegir qué podemos hacer con esas matrices una vez que las asumimos y hemos pasado por el -a veces- también penoso proceso de admitirlas y reconocerlas.
Nadie nos ha destinado como portadores especiales de dolores.
No merecemos el sufrimiento para expiar ningún pecado original acometido por ancestros imaginarios.
No vinimos a esta vida para que nuestra carne padezca.
Excepto que nos creamos que tal (divina?) designación sufriente se ha enfocado hacia nuestra persona por un designio del más allá a fin de ser puestos a prueba en nuestra tolerancia al sufrir. Hay quienes suponen con fervor que hay alguna “voluntad” aleccionadora supernatural en esos dolores que nos toca pasar, o que existe algún invisible ser supremo que gusta de escoger “especiales sufridores” (o especialistas en sufrimiento) para que llenen su currículum con un "Master en Desgracias", y así sus almas ganen un boleto en primera clase, directo y postrero a algún lugar privilegiado dentro de la pirámide organizacional que parece prometer la fábrica ultraterrena de bienaverturanza celestial.
Ni dolientes especialmente seleccionados por ningún hado ni ningún dios imaginario, ni pecadores designados para ser repetidamente desgraciados y con ello pagar el peaje a ningún paraíso postmortem.
Hiparco nos devuelve a la simpleza pagana.
Y a la modestia mortal de hacernos ver como lo que somos: brevísimas motas cargadas de latido apenas flotando en la infinita vastedad de un universo que carece de fin y de sentido. Y esta modestia de vernos como la nimiedad que somos realmente, es al mismo tiempo un acto nada humilde. No es humilde porque deberíamos ver en este jubiloso azar que es haber salido de la nada al existir, un privilegio estadístico, un llamado a honrar con inmensa gratitud alegre y gozosa el hecho de estar vivos.
Aprender a ser lo que somos: insignificantes granillos de arena en el vasto y medanoso universo. Eso somos. Aunque también debemos ser dadores constantes de sentidos pasionales que bañen a esa misma vida sin sentido ni destino prefijado con un aura alegre de afirmación, libertad y terrena voluptuosidad placentera.
3- Perspectivizar el dolor
Los dolores deben ser “medidos” (por usar una expresión más o menos explicativa) como retos propios a los que estamos sometidos todos los humanos en mayor o menor proporción sólo por el hecho de habitar como especie este planeta y sus “irregularidades”. Irregularidades que el discurso dominante llamará asimismo “inequidad”, o "desastre ecológico", o "hambre" o "pobreza extrema", o "guerra", o "intolerancia"... o “daños colaterales”.
La heterogénea distribución de acceso a la materia devenida “bienes”, variedades de geografías con variedades de peligros climatológicos, exposición diferenciada a los factores naturales, adversidades culturales-sociales-económicas francamente inhumanas imponen severas restricciones a la voluntad de alegre afirmación con que todo humano debería poder honrar el mero hecho sublime de estar vivo.
Recordar siempre que hay otros que la pasan peor que uno no es un consuelo ni muy efectivo ni muy práctico, pero ocasionalmente sirve para que no olvidemos que no tenemos un contrato de exclusividad con el sufrir (ni con el placer, dicho sea de paso), y menos aún habrá coronamiento para el “mejor sufridor” ni una necesaria justicia post-terrena que ampare finalmente al “mayor quejoso” de los infortunios existenciales que haya atravesado.
Vivo ahora en una región del Africa subsahariana, y algunas geografías -y producciones de subjetividad derivadas de tales geografías, culturas, desgobierno, violentamientos, hambrunas desesperantes, guerras sin tregua- ponen aún más las cosas en escala. Ver a un joven morir de hambre en Zimbawe, ver a un bebe enfermo de Malaria en Etiopía -uno de los que se muere cada 30 segundos en Africa-, ver camas llenas de pre-muertos de SIDA en Namibia, o conocer a una mujer en Johannesburg que tal vez pase a formar parte de las estadísticas de violación -teniendo en cuenta que una mujer es violada cada 26 segundos en Sudáfrica- todo esto hace que, indefectiblemente una tenga el deber de poner, cuanto menos, el dolor propio en perspectiva...
4- El pasaje del vaso vacío al “vaso medio lleno”
Sí, se trata de recuperar las representaciones que afirmen las fuerzas ascendentes y limitar el poder enfermante de aquellas representaciones que tiendan a debilitarnos, a quitarnos potencia, a ser objeto de las fuerzas descendentes.
Y justamente practicar esta "selectividad existencial" duramente sobre todo cuando arrecian grandes tormentas-tormentos cargados de tentáculos de negatividad. En momentos difíciles nos resulta mucho más arduo dar con sentidos positivos que nos conduzcan a aprender de los reveses que se viven en la amistad, en el amor, en el trabajo, en la familia. Podemos perder posesiones-objetos, dinero, propiedades- ver como se va desdibujando una antaño valorada amistad, conocer el enojo doliente que acarrea una punzante traición, experimentar la ponzoña de que se difunda una venenosa mentira sobre nuestra persona o sobre nuestros seres queridos, sentir el desgarro inconmensurable de un desengaño amoroso, o perder en manos de la muerte a quien tanto se ha amado. Sin dudas, ante tales escenarios de dolor, será saludable darse un hondo tiempo para las lágrimas, todo el necesario… pero pasado el duelo, hay que duelar el duelo mismo. En algún momento asomar la cabeza fuera del pozo oscuro y soportar otra vez -al principio es un literal soportar- el encuentro con la luz. Luego de haber llorado todo lo necesario de ser llorado, hay que recuperar el hilo conductor del trabajo sobre sí mismo.
Hallar tal vez una explicación semiarticulada para lo que pasó, a veces forma parte de la sutura.
Pensar en qué horizonte nuevo se abrirá luego de que esa misma herida avance en su proceso de cicatrización también forma parte del túnel de salida del sufrir.
Otras veces, quizás perder nuestros bienes nos resulte en algún sentido liberador o en algún aspecto nos haga redimensionar otras formas de valor que la sujeción a la materialidad no nos permitía apreciar.
Tal vez el amigo que nos dio la espalda y se aleja nunca había sido tal, o se ha desfasado de nuestro recorrido en un punto tal que el lazo afectivo-amistoso no era ya más sostenible.
Acaso la traición nos enfrente de una vez por todas a las cegueras y falsas creencias que jamás nos hubiéramos atrevido a mirar del otro, por temor, por inseguridad, por cobardía o por comodidad.
Quién sabe si fortalecerse luego de una infamia y de estoicamente haber sido objeto de la maldad de injuriarnos no nos vuelvan finalmente más pulidos de espíritu, más capaces de ponernos de pie y mostrar desde el ejemplo lo que es luchar por la propia dignidad, pudiendo gradualmente ir sintiendo que se ha adquirido mayor valentía al haber sido uno capaz de calzarse las sandalias de David y derribar con la gomera de la verdad al Goliat que con sus mentiras nos pretendió denostar.
Tal vez tras la hecatombe del desengaño apreciemos en su justa medida ese terreno de pequeñez inauténtica en que mora el traidor y re-aprendamos lo que es la grandeza ética de aquellos que realmente son capaces del don de la lealtad.
Quizás perder lo intensamente amado nos lleve a cobijar en la calidez de la memoria lo mejor de lo vivido con ese particular ser, y a re-evaluar que aún nos queda la belleza de los instantes únicos que todavía podemos seguir compartiendo con los que nos acompañan sin mascaradas por entre este trayecto que es persevar en la existencia.
Entonces, transmutar el dolor en alegría.
Virar de las pasiones tristes hacia estados que propicien y produzcan alegrías.
Pegar un golpe de timón en un resquicio -aunque éste sea muy pequeño- que nos de la tempestad.
Y como un Odiseo sacudido en el Odre de los vientos, gritar en busca de un sentido posible flotando escondido entre los restos del naufragio, entre los despojos en que nos sentimos apenas suspendidos luego de que una mayúscula vuelta de campana puso patas para arriba nuestra nave vital.
Hacia un jubileo pagano
Para Hiparco, finalmente, la vida debe ser ocasión de júbilo “nos toque bailar con lo que nos toque bailar”. La filosofía, para este casi anónimo discípulo de Demócrito, es el camino que nos permite poner en perspectiva todo: ubicar en la vanalidad y en cuidadoso distanciamiento a lo trivial, aceptar en su punto medio lo inmodificable, acercarnos sin rodeos al presente cuando éste está investido por el bien de la dicha, o extraer del barro doliente la diamantina lección de vivir la vida sin dilaciones.
Hiparco nos quiere jubilosos, lo cual quiere decir, habitando con prevalencia la dicha. Ser plenariamente indulgentes en lo que hace a proveernos de pequeños o grandes placeres. Recobrar la libertad en la gracia de danzar lo que se viva, siempre, como si se tratara de una potente fiesta, trágica fiesta del existir.
Sensualizarnos.
Hedonizarnos con refinada sensibilidad.
Adquirir una relación de contacto con la vida tal, que jamás renunciemos al alimento del goce y al regocijo delicado pero intenso de todos los sentidos.
El disfrute de los instantes felices, y la puesta en destaque de los buenos momentos fugaces pero potentes serán para Hiparco la mejor garantía de una vida “lo más placentera posible” (tal el encabezado del capítulo que Onfray le dedica en su libro) y este será a la vez el mejor antídoto a que podamos acudir ante las ponzoñas del destino, el declinar de nuestros cuerpos y la dolencia que imponen las desgracias.
Hiparco, o cómo hacer de estar vivo una celebración enhebrada por la pasionalidad alegre que emana del placer de crear, construir, producir, preservar, cuidar, modelar y elegir en total libertad deseante buenos momentos…
(Me gusta Hiparco, sobre todo en la llamada "Semana Santa". Que bien conste).
Imagen:
"La alegría de vivir" (1905-1906)
Henry Matisse
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