Sinsentido
(o sobre como transformarse en hacedor de auténticos sentidos)
“El sentido, al igual que el destino,
no se busca.
Se crea.”
La vida es un fruto maduro y disponible de manera elocuente para todo aquel que se atreva a morderlo. Sólo hay que estar corajudamente dispuesto a hincarle el diente... y entregarse con intensa pasión a los imprevistos sabores que de ella se derramen.
Si consideramos por un instante la validez de suponer como correcta esta metáfora de la vida como un fruto, qué podemos decir acerca de su sabor?
A veces dulce, y hasta empalagosa. En otras ocasiones amarga e intragable. Muchas veces como una pizca de sal bailando en la punta de la lengua. Otras, ardientemente picante. Y por qué no también, indefinidamente cercana a lo agridulce. Imprecisa.
Sabores vitales que cambian de acuerdo a lo que vamos experimentando, a lo que nos sorprende para bien, o para mal. Sabores de la vida cuya variación depende del disgusto y dolor de algunos eventos tanto como de la alegre belleza de ciertos placenteros encuentros.
La vida, si en efecto es una especie de fruto, pues es uno de una variabilidad asombrosa. Todos los sabores convergen en ella.
Y para cada uno de estos sabores, tendemos a buscar un significado, un sentido que acompañe la experiencia.
Buscamos, siempre, un sentido.
Esclavos de los sentidos
Más bien digamos que estamos a la caza de razones y significados que nos permitan entender para qué o por qué tal o cual experiencia se nos ha cruzado por el camino.
Esclavos de los sentidos, nos volvemos del mismo modo, esclavos de sentido: buscadores omnívoros de sentidos (significados) con los que comprender lo que nos abruma desde los sentidos (sensaciones).
No parece importar mucho la fuente en la que -creemos con ingenuidad- finalmente “hallar” el significado de lo que nos pasa.
Queremos encontrar respuesta al sabor amargo, razones para la pizca de sal, significado para el ardor picante, soluciones para tolerar el pendular indeciso de lo agridulce.
En las narrativas orientales se suele resolver este asunto sugiriendo “no dar sentido”, aunque esa misma sugerencia sea en sí misma, paradojalmente, un sentido. Lo curioso también es que para llegar a la conclusión de “suspender el sentido” los orientales debieron crear un corpus de ideas cargadas de ”sentido” y escribir miles de páginas, cientos de libros, seguir infinitas prescripciones que ubiquen el sinsentido entre muchos otros sentidos rigurosamente establecidos.
En occidente las soluciones al “por qué y para qué” siguieron una vía no menos imaginativa. El sentido que atribuimos a lo que nos pasa -a esos sabores de la fruta de la vida- puede aparecer fantasiosamente “encontrado” en las runas, en los designios divinos, en la magia espiritual, en las cartas de tarot, en la importación del horóscopo chino o en el pack reciclado de principios espirituales budistas (karma, reencarnación, vidas pasadas).
No importa el dónde -la fuente- en la que creemos hallar el significado de una experiencia o vivencia, el asunto es justamente creer que lo hemos encontrado. Tan fuerte y necesario parece ser el imperativo de hallar sentido que manoteamos del mercado de espejismos lo que nos venga a mano tal que nos tranquilice con un significado... como sea.
Dependientes como somos de dar sentido, lo buscamos con ansia desesperada, aferrados a la antigua creencia de que la verdad -la significación última y nítida de lo que nos va sucediendo- existe y hay que desocultarla, des-velarla, desenterrarla de quién sabe dónde.
Manía humana de urgar bajo los signos para dar con los designios.
La (insoportable) indiferencia del universo
Malas noticias para los traficantes de ilusiones, y aún peores para sus compradores eventuales: el universo no tiene ningún propósito.
Para el universo somos criaturas indiferentes pues éste no posee ninguna fuerza personalizante detrás que lo dirija, lo monitoree, lo direccione, lo diseñe. Así es que no tenemos, por lo tanto, nadie que nos dirija, nos monitoree, nos direccione. No existe ninguna “finalidad” trascendente escondida tras los eventos que nos toca ir viviendo. Y esto se llama, fragilidad. O inermidad. O sencillamente, ser humano.
El universo -y los eventos de éste que impactan en nuestra subjetividad y nuestra cotidianeidad- está compuesto por fuerzas impersonales. La vida es una magnífica y fastuosa performance, sin director detrás.
Lo que nos sucede no posee un propósito escondido.
No hay un sentido “tapado” en los eventos que tejen la original tela de una existencia.
Sea lo que sea que nos vaya pasando en la microfísica de la cotidianeidad, sea que haya que enfrentar una enfermedad, celebrar un logro, perder un amigo, haber tenido una excelente noche sexual con alguien, encontrar un pájaro muerto luego de una tormenta, pisar caca de perro camino al trabajo, chocar con el auto, que se nos queme la cena en el horno, descubrirse enamorado como un loco de la persona más inapropiada, tener un sueño impactante, todo, todo, todo lo que nos sucede no tiene un sentido esperando a ser revelado.
El sentido, si lo hay, es personal. Y ha de ser creado para poder ser asignado.
Sólo cada uno, cada quien, podrá asignar ese -su significado significativo- a esa experiencia microfísica particular, creando así “su” sentido.
Incluso, hasta los sueños son menos desciframiento, y tanto más un arduo trabajo psíquico de creación de sentido (si no fuera así aún acudiríamos a la “Oneirokritiká” -o libro de los sueños de Artemidoro-, o andaríamos tirando las monedas del I Ching en cada despertar... en vez de tirarnos nosotros al diván a desoxidar trabajosamente el engranaje de nuestra psique).
Instituirse en sujeto de nuestros sentidos es negarse a ser objeto de los sentidos de otro.
Ser hacedor de los propios sentidos y hacerlo desde la autenticidad, es una labor mucho más compleja que aceptar -previo pago del diezmo o de la tarifa al adivino de turno- los falsos consolativos mensajes de sentido que ofrecen en sus combos simbólicos las diversas opciones predictivas.
Nada posee un sentido en sí.
A primera vista esto parece una aseveración angustiante. Y puede que sí lo sea. Pero ya sabemos que la angustia es inherente a la condición humana. El asunto es qué hacemos con esa angustia, o a través/a partir de ella.
Como siempre, puede decidirse uno por tomar el camino, o el atajo.
Atajos sin sentido para encontrar sentido?
El atajo, como opción más difundida ante la angustia del sinsentido, es lanzarse a la búsqueda de todo lo que desmienta tal “sinsentido”. Este ducto conduce a conocidos callejones obturantes de la angustia.
Las prácticas religiosas han sido históricamente, desde la primitivez humana y hasta la fecha, las que más adeptos han hallado puesto que ofrecen respuestas de “sentido” a los problemas más duros que suele enfrentar el ser vivo: la muerte, el sufrimiento, la enfermedad, la tristeza, las pérdidas, la frustración.
En las últimas décadas las “fábricas de sentido” religiosas han debido coexistir con otras nuevas manufacturadoras de significados y nuevos mediums transmisores de sentidos: las metáforas “new age”, la diseminación barata e inexacta de un budismo vendido en lata “apto para el consumo occidental”, la casi normalidad de acudir a la pseudorealidad de la astrología por la vía de los distintos horóscopos disponibles, las contorsiones interpretativas de la numerología, el universo de adivinación del tarot, y similares fraudes.
Salta a la vista que no nos apetece en lo más mínimo soportar los (sin)sabores de estar vivos sin estas ayudas premonitorias que nos devuelvan la candorosa idea infantil de que no somos inermes, que podemos controlar la angustia, que nos espera “algo” luego de la muerte, que lo que deseamos se cumplirá, etc. Buscamos a través de estas ideaciones mágicas, terca y casi estúpidamente, presentarnos a nosotros mismos como seres menos frágiles y más protegidos por esas supuestas “fuerzas” que desde algún impreciso más allá creemos se alinean a nuestro favor o en nuestra contra.
Mantenerse en esta posición subjetiva es quedar fijado, cuan niñitos, a creer que existe algo que nos podrá proteger de... crecer?
Las opciones espiritualistas, cualquiera de ellas, poseen un stock de sentidos prefabricados y adaptables hechos a la medida de nuestros mayores miedos y desafíos. Desde estos atajos comercializadores de significados trascendentes, se nos ofrece interpretar lo que nos ha sucedido y nuestro futuro como un destino “legible” que ubica así el enigmático devenir en el plano de lo asible, lo previsible, lo manejable, e incluso lo realizable.
Los esfuerzos por hallar quien nos provea de un “sentido” a nuestra existencia transmutan en una cacería de signos, milagros, predicciones o revelaciones que hagan algo más llevadera la estancia inconstante e imperfectamente planificable en esta tierra. El menú de los hambrientos de sentidos que aguardan por providencia es amplio, el mercado de opciones se renueva con cierta rapidez directamente proporcional a la necesidad de esperanza.
Pero, si nos apartamos de estas búsquedas de brújulas fantasiosas y significados “desocultados” que aparentemente dormirían en la distribución de números, en los restos de la borra de café que bebimos en nuestro desayuno, en las líneas de la palama de la mano, o en la hegemonizada construcción interpretantiva mítico-mitómana del profeta que sea, qué nos queda?0
Otros atajos. Drogarnos hasta la médula. Pasear por el infierno sacando sólo pasaje de ida en un viaje de heroína. Alcoholizarnos homenajeando en cada brindis la deseable resistencia hepática a la cirrosis. Manejar a 200 km/hora luego de una cena bien regada y unas rayas de cocaína hondamente respiradas. Fumar hasta que el cáncer nos coma un pulmón, la quimio nos lleve el alma y nuestro cuerpo apenas pueda mantenerse en pie. Comer sin pensar, engullir sin alimentarse, taparse la boca con grasas saturadas hasta no poder despegar el inmenso trasero cultivado del sillón que nos mece frente a las mandrágoras que emite la TV. Dormirse con veinte pastillas de Valium licuadas en la sangre hasta que tal vez nos despabile el ruido del monitor de Terapia Intensiva o el sonido de la desconexión del respirador que nos mantendrá por unos años en irreversible estado botánico.
Evadirnos. Nos guste o no, este atajo se sostiene en la necesidad de evadirnos. Evadirnos hasta los tuétanos... con sobredosis demasiado altas de pulsiones de muerte.
Cómo lidiar con la desnuda idea tan desamparante de que este universo no posee sentido, ni lo tiene nuestro planeta, ni nuestra especie, ni nuestro apreciado narcisismo humano? Como lidiar con el sinsentido de todos los sabores de la fruta de la vida sin acudir a ninguno de los atajos antemencionados?
Existen realmente otras opciones?
Hacedores de auténtico sentido
Hay ante la angustia del sinsentido -en apariencia una afirmación pesimista y desesperanzada- alguna bisagra desde la que dejar entrar luz?
Sí, sí que la hay.
Uno puede y debe hacer honor a estar vivo atreviéndose, primeramente, a llamar a la basura por su nombre y a ponerla en donde corresponde. Y fomentar tanto como se pueda que la gente deje de comprar y comer mierda.
Ese honrar la vida implica, luego o simultáneamente, concretar día a día la hazaña de darle sentido a la propia vida exactamente tanto y como queramos.
Quién dicta el sentido de lo que hice, lo que hago, lo que haré?
Nadie.
Nada.
Excepto uno mismo, con las limitadas armas que nos provea la vida en sus movibles inconstancias.
Algunos poseen pocas armas, otros que se hallan ubicados más ventajosamente en la desigual distribución de herramientas para la supervivencia poseen algunas más. Algunos pierden armas vencidos transitoriamente por la enfermedad, la adversidad repentina, o el sufrimiento intenso. Pero lo que es indiscutible es que todos tenemos una piedra a mano, y algo de agua: afilar las pocas o muchas armas de las que dispongamos sí es un acto realizable libre y voluntario que depende de cada uno. Frotar contra la piedra el filo de nuestras armas -incluso aunque sea sólo una- es dar sentido. Es crear sentido. No esperarlo ni buscarlo ni implorarlo, ni llorarlo, ni rogarlo. Hacerlo. Crearlo. Inventar sentido con lo poco o mucho que dispongamos.
Ese es el principio de una ética libertaria.
O también puede uno sentarse a ver como esas pocas o muchas armas se desafilan, ver la piedra como piedra, el agua como agua, esperar a que llueva algún milagro que dote de significación el tedio, y mientras echarse a durar hasta que el cuerpo deje de latir.
El margen real de libertad que tenemos para obrar será -es- bien poco. Pero es.
Somos creadores de nuestro propio sentido en la vida. O no somos.
Libertad para sentir, libertad de crear sentidos
Ya sabemos que el universo no deposita su sentido ni propósitos en nosotros... porque no posee ningún sentido ni propósito!
Lo interesante es que pese a que el universo, efectivamente y por ser un conjunto de potencias impersonales, carece de sentido, de razón, de significado, la vida de cada uno de nosotros sí puede tener sentido.
Debe y debería tenerlo.
Esto sea cual fueren las circunstancias con las que nos toque bailar.
Sin apelar a ninguna supersticiosa-mágica-transmundana interpretación de los eventos habidos y por haber en esa vida. Sin descansar en ningún acto de ilusionismo.
Pero para eso hay que identificarse valerosamente con un heroico hacedor de auténtico sentido.
Hacedor de auténtico sentido es quien no renuncia nunca a interrogarse por el “para qué” de su vida, y soporta el desafío de no obturar tal pregunta con ningún placebo. Muy por el contrario, su coraje permite sostener esa interrogación y redireccionarla introspectivamente.
No le tira la pregunta ni al cielo, ni al gurú, ni a la magia, ni a los ancestros.
Lanza la pregunta hacia adentro, hacía sí mismo. Y más que lanzar, digamos que le da cobijo a ese interrogante porque positivamente sabe que de alguna forma y en algún momento podrá crear una respuesta cuyo sentido sea tan singular y particularizado como lo es la primera pincelada de una buena obra de arte.
De algún modo, lo que queda expuesto en ese “dejarse habitar” por la inquietud que genera el “para qué” es que dar respuestas propias a este tipo de preguntas sensiblemente sentidas por uno constituye un auténtico arte. Una obra en sí misma. Y como tal, hay que tomarse tiempo. Elegir los materiales con los que ha de trabajarse, conocerlos, entrenarse en diversas técnicas que permitan dar una buena forma a esa obra, desmandatarse de cualquier “debes ser/debes hacer”, tener paciencia, templarse, pensar, explorar, equivocarse, multiplicar los sentires, palpar la existencia en sus variadas opciones.
La pregunta por nuestro sentido puede que ponga en duda -más, o menos radicalmente- ciertos aspectos del vivir diario, pero aún así el hacedor de auténticos sentidos no la evita ni la evade con ninguna excusa normativa.
Podemos ser tan libres de atribuirle sentido a lo que hacemos tanto como nuestra naturaleza (cuerpo, cerebro, disposiciones psicofísicas, genética, etc.) y nuestra situación contextual (nuestra sociedad, cultura, economía, variables políticas) nos lo permitan.
Se es libre de dar sentidos siempre relativamente y en situación.
Qué puede “dar sentido” a esta vida?
Pues lo que sea!
No hay nada estipulado ni prefijado como “contenido” mejor o peor para darle sentido a una vida. No hay sentidos mejores o peores. Sí hay sentidos que nos mejoran o nos empeoran. Lo aliviante de la ética del sentido es que no posee la estrechez cínica de la moralidad. Hay quien produce su sentido de vivir en la pasión por pintar. Otros, en la composición musical, Otros, en hornear tortas. Otros, en escribir poemas. Otros, en salvar árboles. Otros en investigar con tesón el desarrollo de las larvas de los mosquitos transmisores de malaria. Otros, en colaborar en los refugios para mujeres maltratadas. Otros, en recaudar fondos para las artes. Otros, en restaurar muebles. Otros, en la militancia política. Otros, en informar el estado del clima. Otros, en cultivar una vid. Otros, en conducir un pequeño programa de radio. Otros, en dedicarse al tiro con arco. Otros, en tejer. Otros, en pertenecer a una banda de rock. Otros, en coleccionar cartas antiguas. Otros, en pilotear un avión. Otros, en bailar tango.
Ninguno de estos “sentidos que dan sentido” a una vida determinada pueden ser puestos en una escala de virtuosismo. No hay mayores ni menores. Las atribuciones de sentido se resbalan de las escalas jerarquizantes. Y nunca son estáticas ni absolutas ni estancas. Se mueven, son susceptibles de cambio, mutan, se modifican, fluyen. Hay que sentir fuertemente un sentido para poder decir que es tal.
Ser feliz no es ser moralmente virtuoso de acuerdo a las escalas de valores pre-existentes, sino sostenidamente ser capaz de identificar aquello que a uno particularmente lo llena de significado para luego mantener aquellas actividades y acciones que “hagan bien”, que mejoren el tono emocional y biendispongan el ánimo.
Para esto no se necesita de nadie que nos sponsoree desde el más allá.
Ni tampoco son necesarias directrices provenientes de orden zoodiacal, o adivinanzas esotéricas que conduzcan nuestras decisiones.
Los planetas, los números, las tablas sagradas, los muertos, son indiferentes a nuestro hacer. Los sentidos no se buscan con un pañuelo de seda tapando la mirada, se crean estando bien espabilados.
Y aunque el universo sea indiferente a nuestras insignificantes acciones otorgadoras de sentido, lo que definitivamente no es indiferente a nuestras decisiones y comportamientos es que en ellas nos estamos jugando nuestro presente y nuestro futuro.
Qué tiene sentido?
Qué tiene sentido?
Tiene sentido aquello que se encuentre entramado en nuestro deseo, aquello que se espirale desde cierta armonía con nuestra historia, aquello que contribuya a dar una bella forma a nuestra identidad, aquello que nos vuelva seres más gozosos y dispuestos al placer sin joderle la existencia a nada ni a nadie.
Para volverse hacedor de sentidos auténticos, se necesita tomar la vida tal como venga planteada y fijar como objetivo erigirse en la propia creación.
Dejar de “buscar” significados en la kábala, en los mandatos sociales inducidos por las necesidades del biopoder, en la fe, en los falsas razones que emanan de las obligaciones, en el aura, en los rezos, en el karma, en las emanaciones de signos que suponen nos envía algo-alguien desde los transmundos.
Indudablemente es mucho más difícil pensar que... rezar.
Es mucho más difícil analizar con serenidad qué deseamos para luego resolver llevar ese deseo a cabo contra viento y marea que... acudir con nuestras quejas y sueños irresueltos a la tarotista.
Es mucho más difícil estudiar años de medicina, quemar miles de horas de sueño en una guardia hospitalaria para templar el espíritu y entrenar los saberes, pagarse una costosa especialización en cirugía cardio-vascular, y trabajar aún más duramente para alcanzar el grado de profesionalismo acorde a la misión de salud que se ha elegido que... confiarse en la existencia de los milagros.
Crear los propios sentidos es, tal como hemos visto, un trabajo.
Uno arduo. Constante. Interminable. Sólo la muerte pone coto a la propia construcción de sentido. Un trabajo que es un arte. Un arte que es sólo encarable con valor y tenacidad.
Sin duda, hay que ser fuerte para entregarse a esta tarea existencial, o al menos se hace preciso limitar internamente muy bien la emergencia boicoteadora de nuestras asustadizas debilidades.
Pero toda dificultad que devenga de esta empresa subjetiva que es animarse a crear sentidos para la propia vida, justifica lo que finalmente ha de cosecharse. O acaso no vale la pena el esfuerzo de saber que se puede transformar el propio devenir en una obra digna de ser llamada “Arte”, una tal que cuando la miremos de frente y a los ojos nos haga sentir orgullosos de lo que hemos ido construyendo..?
Aquí y ahora, mañana y lo que venga...
Crear sentido, invertir nuestro capital símbólico en él, sostenerlo, reinventarlo, jugarse por él eventualmente.
Tomar esta dirección existencial implica una gran determinación y valentía. Sin autoindulgencia ni atajos facilitadores fumados a escondidas. Sin neblinas autocomplacientes. Sin ser objeto de milenarios engaños fraudulentos con forma de sacros dogmas.
Crear sentido de cara al sol. De cara a las imperfectas verdades.
Nadie se vuelve más joven. Los granos de arena de deslizan en el reloj de nuestras finitas biografías. Crear sentidos no es una tarea para “patear” hacia el mañana, el próximo año, el siguiente golpe de suerte. Crear sentido no sigue la lógica de una dieta que se pueda someter al procrastinante lema de “el lunes empiezo”.
Ser hacedor de sentidos requiere una voluntad continuamente valorativa del momento presente que, sin embargo, no pierda de vista el horizonte proyectivo.
Sentidos que se enraícen en el aquíyahora pero que sean a la vez capaces de levantar vuelo hacia la incertidumbre abierta que se manifieste en el porvenir.
Ser hacedor de sentidos es conjugar todos los tiempos verbales en cada acto decisorio. Estando a la vez lúcido acerca del hecho de que en cada uno de esos actos se ha de jugar con autenticidad un conjunto de significaciones que deben ser vitales para darle valor y dirección a la propia vida.
Aceptar el sinsentido... creando sentidos.
Abandonar la tradición... apostando a la invención.
Sentidos que sintamos.
Sentidos que nos hagan sentir vivos, puesto que una vida bien sentida es una vida con sentido.
Sentidos que nos permitan saborear la rara fruta de la vida, como venga, como se nos presente.
Sentidos que hablen acerca de quien se es, que digan quien se ha sido, y ese relato con-sentido nos dignifique.
Significaciones vitalistas que nos permitan mirarnos en el espejo del tiempo orgullosamente, habiendo intentado todo lo que -humanamente- hemos podido para hacer honor al maravilloso e irrepetible hecho de existir.
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