Gabi Romano
"Todos necesitan de quien morirse".
Hugo Mujica
"Soy una imagen de piedra.
Seikilos me puso aquí, donde soy por siempre,
el símbolo de la evocación eterna".
Hugo Mujica
"Soy una imagen de piedra.
Seikilos me puso aquí, donde soy por siempre,
el símbolo de la evocación eterna".
Texto que precede al “Epitafio de Seikilos”
Turquía, 1883.
Relato de una historia sobre un fragmento de otra historia.
El viento sopla generoso envolviendo en un solo y único abrazo sensorial el calor veraniego, los olores fértiles de la tierra de Aydin, y el sonido apaciguante del río Buyuk Menderes. En este mismo sitio a los pies del Egeo que los antiguos griegos llamaron "Anthea" o "Euanthia", en el mismo preciso lugar que los romanos luego conocieran como “Tralleis” y en donde se celebraban el arte de la escultura y el teatro tanto como el de la guerra y la batalla, ahí mismo, en ese perdido retazo del planeta de cuyas hilachas tironearon espartanos, persas, turcos y griegos a lo largo de la historia, en la misma ciudad que luego sería una vez más rebautizada bajo el velo de "Güzelhisar", hubo una mujer.
Una mujer común. Una más del reino de las idénticas. Una más de las tantas que habitaban el pueblo, una perdida entre todas esas "intersustituibles" amas de casa de faldón rústico y sencillo, una mujer como cualquier otra de las que pasaban las horas de los lentos días ancladas en sus gineceos.
Con un poco de esfuerzo, casi puede vérsela, regando con un esmerado cuidado su planta favorita. Nada resulta demasiado llamativo de este cotidiano y anodino retrato que expone un mero acto de mantenimiento de la naturaleza “domesticada”. Nada resultaría raro, excepto que esta desconocida habitante de Aydin ha usado largamente como soporte de su bienamada maceta nada menos que el histórico “Epitafio de Seikilos”.
Sí, avatares e ignorados desplazamientos que nunca llegaremos a develar lo suficiente hicieron que, finalmente, el histórico mármol en cuestión haya dejado de ser soporte de una planta en una sencilla casa de pueblo y ahora pueda contemplarse la inmensa dimensión histórica de ese epitafio grabado en piedra en Copenhague, más precisamente en el museo danés (Nationalmuseet).
El “Epitafio de Seikilos”.
Pedacito de historia hecha de mármol, afectos intensos, lazos perennes y escritura.
A esta altura vale preguntarse con claridad, qué es exactamente el “Epitafio de Seikilos”?
El “Epitafio de Seikilos” es una inscripción funeraria datada imprecisamente entre el 200 aC. y el 100 aC. La inscripción fue hecha, originalmente, sobre una columna de mármol con el propósito de ser colocada luego sobre la tumba de Euterpe, esposa de un tal ignoto Seikilos de Asia Menor.
Luego de varias vueltas de la vida y con el incierto correr de los siglos, el mármol en cuestion terminó sin su base... hasta llegar a ser un inocente posa-maceta en el hogar de esta mujer desconocida de la ciudad de Aydin, Turquía.
Epitafio de Seikilos.
O la historia de un fragmento.
O mejor aún, de como un fragmento que se vuelve signo mayor de una historia que relata una sentida e íntima evocacion al amor, a la pérdida, al interminable sentir.
Otro dato curioso y relevante sobre este epitafio es que el manuscrito tiene la forma de una composición musical griega. El "Epitafio de Seikilos" es considerada como la melodía escrita conservada completa más antigua conocida. Una melancólica canción que se ha clasificado a su vez como un tipico “Skolion” o “canción para beber” (los skoliones eran canciones que se cantaban entre los invitados a los banquetes atenienses mientras la lira y la copa de vino escanciado iban pasando de mano en mano entre los bebedores invitados a la celebración).
Las “trilces” (para usar el neologismo-adjetivo creado por el poeta Cesar Vallejo ) palabras que dan soporte a la melodía grabada en este “Epitafio de Seikilos” son las sombras fértiles que más de vientiún siglos después nos permiten testimoniar el dolor que produce la pérdida de su esposa Euterpe a Seikilos.
Música, poesía, recuerdo que busca perpetuar la memoria del amor, evocando a quien se ha amado cuando ese ser ya ha abandonado su cuerpo y existencia en este mundo.
No sabemos nada acerca del cómo o de las particulares circunstancias en que Euterpe hubo de morir, pero sí sabemos que en este último manojo de símbolos que Seikilos manda a grabar sobre la aún tibia tumba en que yacen los restos de su mujer, tambien hay algo de “Amor fati”.
En las palabras de este epitafio hay sin dudas un inmensa tristeza.
Y a la vez hay voluntad de hallar en esa mismísima pena un doloroso aprendizaje vital: un saber que permita meditar acerca de la necesidad de abrazar toda circunstancia que nos toque afrontar, sea ésta cual sea. Abrazar la contingencia con que el destino nos sacuda, nos estremezca, nos pasme. Abrazar toda desprevención del destino, aún cuando se trate de la definitiva separación que impone la muerte. No detenerse a morir también en la parálisis inercial del desconsuelo irreparable que impone la pérdida de lo amado. Abrazar, de pie, los pocos pero preciados saberes que dejan en su siembra dolorosa las pérdidas inexorables. Conservar los "bienes" intangibles que nos sembró en la existencia quien ahora ya ha partido. Abrazar, a traves de ese “Amor fati”, el saber vitalista que deja en el pensamiento la inexorabilidad de una muerte.
Y así lo hizo Seikilos hace más de veinte siglos atrás.
Seikilos y Euterpe, dos que aún entrelazan en un resto arqueológico que funde al amor, y su duelo con un Eros que se niega a perderlo todo bajo la guadaña tanática.
Con esta estela funeraria, aquel inbiografiado hombre del que no tenemos rostro ni rastro ni resto más que ese trozo de ajado marmol funerario, intentó vestir con un poco de sabiduría el último lugar en que el cuerpo ya sin vida de su mujer halló descanso final.
El “Epitafio de Seikilo” dice asi:
Relato de una historia sobre un fragmento de otra historia.
El viento sopla generoso envolviendo en un solo y único abrazo sensorial el calor veraniego, los olores fértiles de la tierra de Aydin, y el sonido apaciguante del río Buyuk Menderes. En este mismo sitio a los pies del Egeo que los antiguos griegos llamaron "Anthea" o "Euanthia", en el mismo preciso lugar que los romanos luego conocieran como “Tralleis” y en donde se celebraban el arte de la escultura y el teatro tanto como el de la guerra y la batalla, ahí mismo, en ese perdido retazo del planeta de cuyas hilachas tironearon espartanos, persas, turcos y griegos a lo largo de la historia, en la misma ciudad que luego sería una vez más rebautizada bajo el velo de "Güzelhisar", hubo una mujer.
Una mujer común. Una más del reino de las idénticas. Una más de las tantas que habitaban el pueblo, una perdida entre todas esas "intersustituibles" amas de casa de faldón rústico y sencillo, una mujer como cualquier otra de las que pasaban las horas de los lentos días ancladas en sus gineceos.
Con un poco de esfuerzo, casi puede vérsela, regando con un esmerado cuidado su planta favorita. Nada resulta demasiado llamativo de este cotidiano y anodino retrato que expone un mero acto de mantenimiento de la naturaleza “domesticada”. Nada resultaría raro, excepto que esta desconocida habitante de Aydin ha usado largamente como soporte de su bienamada maceta nada menos que el histórico “Epitafio de Seikilos”.
Sí, avatares e ignorados desplazamientos que nunca llegaremos a develar lo suficiente hicieron que, finalmente, el histórico mármol en cuestión haya dejado de ser soporte de una planta en una sencilla casa de pueblo y ahora pueda contemplarse la inmensa dimensión histórica de ese epitafio grabado en piedra en Copenhague, más precisamente en el museo danés (Nationalmuseet).
El “Epitafio de Seikilos”.
Pedacito de historia hecha de mármol, afectos intensos, lazos perennes y escritura.
A esta altura vale preguntarse con claridad, qué es exactamente el “Epitafio de Seikilos”?
El “Epitafio de Seikilos” es una inscripción funeraria datada imprecisamente entre el 200 aC. y el 100 aC. La inscripción fue hecha, originalmente, sobre una columna de mármol con el propósito de ser colocada luego sobre la tumba de Euterpe, esposa de un tal ignoto Seikilos de Asia Menor.
Luego de varias vueltas de la vida y con el incierto correr de los siglos, el mármol en cuestion terminó sin su base... hasta llegar a ser un inocente posa-maceta en el hogar de esta mujer desconocida de la ciudad de Aydin, Turquía.
Epitafio de Seikilos.
O la historia de un fragmento.
O mejor aún, de como un fragmento que se vuelve signo mayor de una historia que relata una sentida e íntima evocacion al amor, a la pérdida, al interminable sentir.
Otro dato curioso y relevante sobre este epitafio es que el manuscrito tiene la forma de una composición musical griega. El "Epitafio de Seikilos" es considerada como la melodía escrita conservada completa más antigua conocida. Una melancólica canción que se ha clasificado a su vez como un tipico “Skolion” o “canción para beber” (los skoliones eran canciones que se cantaban entre los invitados a los banquetes atenienses mientras la lira y la copa de vino escanciado iban pasando de mano en mano entre los bebedores invitados a la celebración).
Las “trilces” (para usar el neologismo-adjetivo creado por el poeta Cesar Vallejo ) palabras que dan soporte a la melodía grabada en este “Epitafio de Seikilos” son las sombras fértiles que más de vientiún siglos después nos permiten testimoniar el dolor que produce la pérdida de su esposa Euterpe a Seikilos.
Música, poesía, recuerdo que busca perpetuar la memoria del amor, evocando a quien se ha amado cuando ese ser ya ha abandonado su cuerpo y existencia en este mundo.
No sabemos nada acerca del cómo o de las particulares circunstancias en que Euterpe hubo de morir, pero sí sabemos que en este último manojo de símbolos que Seikilos manda a grabar sobre la aún tibia tumba en que yacen los restos de su mujer, tambien hay algo de “Amor fati”.
En las palabras de este epitafio hay sin dudas un inmensa tristeza.
Y a la vez hay voluntad de hallar en esa mismísima pena un doloroso aprendizaje vital: un saber que permita meditar acerca de la necesidad de abrazar toda circunstancia que nos toque afrontar, sea ésta cual sea. Abrazar la contingencia con que el destino nos sacuda, nos estremezca, nos pasme. Abrazar toda desprevención del destino, aún cuando se trate de la definitiva separación que impone la muerte. No detenerse a morir también en la parálisis inercial del desconsuelo irreparable que impone la pérdida de lo amado. Abrazar, de pie, los pocos pero preciados saberes que dejan en su siembra dolorosa las pérdidas inexorables. Conservar los "bienes" intangibles que nos sembró en la existencia quien ahora ya ha partido. Abrazar, a traves de ese “Amor fati”, el saber vitalista que deja en el pensamiento la inexorabilidad de una muerte.
Y así lo hizo Seikilos hace más de veinte siglos atrás.
Seikilos y Euterpe, dos que aún entrelazan en un resto arqueológico que funde al amor, y su duelo con un Eros que se niega a perderlo todo bajo la guadaña tanática.
Con esta estela funeraria, aquel inbiografiado hombre del que no tenemos rostro ni rastro ni resto más que ese trozo de ajado marmol funerario, intentó vestir con un poco de sabiduría el último lugar en que el cuerpo ya sin vida de su mujer halló descanso final.
El “Epitafio de Seikilo” dice asi:
Mientras estés vivo, brilla,
no dejes que nada te entristezca mas allá de la medida
porque corta es la vida por cierto,
y su retribución el tiempo exige.
no dejes que nada te entristezca mas allá de la medida
porque corta es la vida por cierto,
y su retribución el tiempo exige.
- ὅσον ζῇς, φαίνου, μηδὲν ὅλως σὺ λύπου•
- πρὸς ὀλίγον ἐστὶ τὸ ζῆν, τὸ τέλος ὁ χρόνος ἀπαιτεῖ.
- Hoson zēs, pheinou, mēden holōs sy lypou;
- pros oligon esti to zēn, to telos ho chronos apeitei
Se trata de lo amado. Lo amado...
En lo amado, una banda de Moebius sagrada hace fluir a Eros y Thanatos en una extraña conjugación llevada a cabo bajo el nombre del divino verbo “Vivir”.
...
Alguna vez, un hombre que resultaría un ser
trascendental en mi alma, me dió un muy deseado primer beso con la
música del "Epitafio de Seikilos" de fondo. Fue, sin dudas, el beso más
raro que recibí en mi vida. Y para sumar rareza a la rareza, fue un
largo e inolvidable beso upside down. Creo que aquella noche ambos
brillamos, con una luminosidad tan bella y fuerte como inaferrable. Corta es
la vida, demasiado breve siempre. Probablemente el espíritu de tales
brevedades eternizadas por su carga de intensidad haya marcado aquel
beso, a ese hombre, a mí. Quizá.
Hay momentos, circunstancias más bien, en que me digo para mis adentros que valdría la pena despertarse cada día recordando el nudo vital de aquella estela simbólica grabada en mármol...
Hay momentos, circunstancias más bien, en que me digo para mis adentros que valdría la pena despertarse cada día recordando el nudo vital de aquella estela simbólica grabada en mármol...
... as long as you are alive,
shine!
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shine!
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