El deseo, un
ave migrante….
Gabi Romano
La impermanencia del deseo es,
quizás, la primer desorientante lucidez que adquiere sobre sí un espíritu
conciente de sus propias incertidumbres. Esa implacable ley nómade que subyace
a toda condición deseante constituye la más íntima forma de comprender,
silenciosamente, que todo migra, se mueve, cambia, muta, se desvanece, se
refunda.
Desear es un tránsito, un
direccionarse sin norte hacia lo inquietante. Desear es ubicar temporalmente
todo en un solo punto del plano, ansiar cierta plena intersección sin un
"siempre" en el que recostar ninguna recta garantía. El deseo constituye aquel placer propio de entregarse a un
lazo con alguien o algo, y es asimismo, el acto de negar la solidificación de
ese enlazamiento cuidando así que no se asfixie la jovial vitalidad que nos
invade en tales cruces.
El deseo contiene en sí no sólo la
promesa del vértigo sino también la riesgosa posibilidad de abrumarse dentro de él, de
saberse presa de un probable doloroso desenlazarse, y de hallar la informe ruta
que nos permita relanzar ateleológicos juegos a pesar de los pesares.
Entre medio de tanta inestable
fluencia, ¿subyace acaso al deseo alguna forma de constancia? Sí, aquella que
proviene de lo intenso. La intensidad es la única e involuntaria constante atribuible
al devenir deseante.
Lo querramos o no, desde este
punto de vista, todos somos aves migrantes de sí mismas en exacta proporción al
coraje con que nos lancemos a realizar las potenciales intensidades
comprometidas en esa correntada nomádica que nos habita. Sólo se “es” deseando
la incierta deseabilidad de dar curso a lo deseado...
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