Mi nombre es Nadie
La invisibilidad como estrategia de supervivencia
Gabi
Romano
"Mi
nombre es Nadie,
y
Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos."
Homero
“La
Odisea”
"Mi nombre
es Nadie." Tal fue la respuesta de Odiseo ofrece
al Cíclope cuando éste le pregunta por su ilustre nombre. Y tal respuesta fue
asimismo la que, ingeniosamente, serviría al héroe de no morir
engullido brutalmente en las fauces del gigante Polifemo.
Volvernos nadie, enunciar la propia “nada” enlazada indiscerniblemente a sí
mismo, a nuestra identidad, a nuestro nombre. Devenir nadie para salvar la propia vida, he aquí la curiosa estrategia con que
nos ilustra este pasaje homérico: volvernos nadie equivale, en situaciones de feroz desigualdad de poder, a adoptar
activamente una auténtica estrategia de supervivencia basada en la autoelisión
de sí mismo.
Odiseo y su Odisea…
Ese maravilloso texto cargado de
infinitos laberintos de significados que constituye “la Odisea” narra las
desventuras de Odiseo, rey de Ítaca, hijo de Leartes y Anticlea. Odiseo es un
héroe, pero uno cuya soberbia como mortal fue castigada por el dios del mar
Poseidón, quien someterá su nave a un naufragio y lo condenará a atravesar
diversas vicisitudes durante una larga década. Odiseo persistirá en su objetivo
primordial: volver a su reino, recuperar Ítaca, reencontrarse con su amada
Penélope y su hijo Telémaco. Estos nobles objetivos, sin embargo, no hacían
mella en la ira de Poseidón quien se ocupaba de renovar las tempestades a las
que sometía al héroe de manera casi constante de modo tal que le impidieran
retornar a su hogar y “pagar” así por su inadmisible soberbia de mortal.
Odiseo
-apodado “el astuto” en virtud de su notabilísimo ingenio que, entre otras
cosas, hizo nacer la idea de construir el famoso caballo a través del cual se
logró vencer a los troyanos- naufragará así, perderá su nave, verá morir a sus
compañeros en ataques sorpresivos, lo atacarán los monstruos marinos Escila y
Caribdis, el guardián de los vientos Eolo los echará de su tierra, en la isla
de Ea la hechicera Circe convertirá a sus marineros en cerdos, etc. Entre tanto
castigo divino a su moral arrogancia, entre tanta desesperación e impotencia,
una hedónica compensanción lo satisface durante un largo tiempo: en la isla de
Ogigia, sitio habitado por la sugerente la ninfa Calipso -hija del titán Atlas-
vivirá casi siete años, retenido entre placeres sensuales, manjares, brebajes,
lujurias y hasta una generosa oferta de juventud eterna e inmortalidad que el
héroe rechazará. Se marchará de allí en una balsa que -como no podía ser de
otra manera- Poseidón destruirá en medio del océano.
Sobreviviendo
apenas aferrado a un mínimo trozo de madera, llegará apenas vivo a la costa del
reino de Alcinoo donde éste, compadeciéndose de su situación, finalmente lo
ayudará a viajar hacia Ítaca. Una vez en su isla natal, Odiseo se disfraza de
mendigo con el objeto de no ser identificado entre los pretendientes de
Penélope que concursaban por quedarse no sólo con su esposa sino con su entero
reino. Una vez en su palacio y habiendo revelado su verdadera identidad a su
mujer y a su hijo, tomará su arco y sus flechas. Odiseo se hará un festín de
mortífera arquería contra los abusivos pretendientes que habían prácticamente
tomado posesión de su palacio. Happy end para
este noble guerrero que no renunció a su esperanza pero debió pagar con su
expuesta vulnerabilidad todos los terribles precios que los dioses impusieron a
su soberbia.
“Nadie” y el episodio con el Cíclope embriagado
Como hemos enumerado sucintamente,
Odiseo pasó por diversas desventuras y desafíos que pusieron en riesgo su vida:
huracanes marinos, iracundas tormentas gestadas por la rabia de los dioses y
varios naufragios. Cuando estas desdichas apenas habían dado comienzo Odiseo
atraviesa una de las más curiosas pruebas de supervivencia en la isla de los
Cíclopes, experiencia que se relata en el Canto IX del texto homérico.
Nos relata Homero que en aquella isla
de los brutales y gigantescos seres de un solo ojo, habiendo desembarcado junto
con doce de sus hombres y mientras buscaban afanosamente un refugio, Odiseo y
su gente entran sin saberlo en una gruta que resultó ser la cueva de Polifemo.
Polifemo era uno de los cíclopes moradores de la isla, pero para total desgracia
del héroe de Itaca, no se trataba de un cíclope más: Polifemo era nada menos
que el hijo del dios Poseidón, el castigador principal de Odiseo. Desconociendo
que el dueño del lugar era el más famoso de aquellos míticos gigantes de un
solo ojo, los hombres se dieron a comer los quesos que allí encontraron y se
tiraron a descansar. Cuando Polifemo regresa a la cueva se encuentra así con
Odiseo y los suyos. Huelga decir que los forasteros no le cayeron en gracia al
gigantón de voz grave y aspecto monstruoso. Furioso con los intrusos se devoró
a media docena de aqueos y mantuvo al resto encerrado dentro de la gruta, cuya
entrada selló con una roca enormísima inamovible para cualquier humana fuerza
que intentara renoverla. El primitivo instinto de Polifemo era, desde ya,
continuar con su festín de carne humana foránea y comérselos uno por uno a
todos. En medio del temor de los seis restantes y de Odiseo mismo, éste
ingeniosamente logra ofrecerle al gigante una generosa porción de vino puro sin
escanciar que su tripulación llevaba en los odres. Polifemo acepta y le
pregunta su nombre. Escuchemos de la propia boca de Odiseo como relata aquel
intercambio con el cíclope :
-Cíclope, preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a
decírtelo,
pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido.
Mi nombre es Nadie;
y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.
Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel:
-A Nadie me lo comeré último, después de sus compañeros,
y a todos los demás antes que a él:
tal será el don
hospitalario que te ofrezca.
Dicho esto, el gigantón se deglutió a
un par más de aqueos y bebió hasta hartarse del vino ofrecido por Odiseo. Hasta
de tirarse a dormir, incluso se tomó una buena cantidad de leche de oveja. Pero
sigamos este diálogo, nuevamente, de acuerdo al relato del propio Odiseo:
Nosotros contemplábamos aquel horrible
espectáculo con lágrimas en los ojos,
alzando nuestras manos a Zeus;
pues la
desesperación se había señoreado de nuestro ánimo.
El cíclope, tan luego como
hubo llenado su enorme vientre,
devorando carne humana y bebiendo encima leche
sola,
se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.
Mientras Polifemo caía así borracho y terminaba la jornada sumido en un
profundo sueño, Odiseo meditaba posibilidades de escape. Mientras la gruta se
poblaba de los aterradores ronquidos del cíclope dormido, el astuto héroe ganó
el suficiente tiempo como para crear una puntiaguda lanza de una gran rama de
olivo que el propio Polifemo había dejado en un rincón de la cueva. Durante el
sueño etílico del cíclope, Odiseo y un par de sus hombres empuñaron la pesada y
larga lanza en completo sigilo, acercándose a Polifemo a quien se la clavaron
corajudamente en el centro de su uniojo.
Desesperado, éste dió un espantoso gemido y comenzó a gritar de dolor
solicitando ayuda al resto de los cíclopes que habitaban en otras cuevas de
aquel promontorio. Algunos le respondieron:
-¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina
noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de
tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza?
Respondióles
desde la cueva el robusto Polifemo:
—¡Oh,
amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.
Ninguno de los cíclopes fue a prestarle ayuda ante lo absurdo de la respuesta
de Polifemo, pues lo tomaron por loco o por maldecido por la voluntad de algún
dios. Solo, ciego, dolorido y enfurecido Polifemo se sentó en la puerta de la
cueva, bloqueando la salida de Odiseo y su gente pues con sus manos tocaba el
lomo de las ovejas y cabras que iban saliendo de la gruta a modo de invidente
recurso para controlar que Odiseo no se le escapara. Pero el mote de astuto no
le había sido puesto en vano al rey de Itaca: Odiseo mando a sus hombres a
ubicarse bajo el vientre de las ovejas y salir en cuatro patas bajo éstas de
modo tal que al palparlas el gigante no sintiera que debajo de ellas se daban a
la fuga sus agresores. De este modo lograron sortear la guardia que el cíclope
había montado en la entrada de su guarida y escapar de una muerte segura
masticados en la mandíbula de Polifemo. Ya en su nave, Odiseo gritó al cíclope:
—¡Cíclope! Si alguno de los mortales hombres te pregunta la
causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el
asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Itaca.
Por supuesto
que, al ser alertado de que su hijo Polifemo había quedado ciego por causa de
Odiseo, la ira de Poseidón se encendió una vez más contra el héroe vencedor de
los troyanos. Poseidón se encargaría así, de seguir sumando castigos ad
infinitum contra este descarado mortal que ahora, además, había dejado
invidente a su ciclópeo vástago.
Contra los gigantes, la invisibilidad salvífica
Volverse “nadie” ocasionalmente
puede salvarte la vida. Esa parece ser la
enseñanza que la astucia de Odiseo deja flotando en el aire a quien se atreva a
comprender cabalmente el profundo significado de este mensaje.
Odiseo opta, concientemente por elidirse:
se desvanece junto con la supresión de su nombre propio. Enfrentado a la
brutalidad de un poder contra el que se reconoce pequeño y desamparado, no se
victimiza ni se entrega al destino de ser devorado por la desmesurada voracidad
del gigante. Se refugia en un rincón de la cueva a usar su primera y más segura
arma: el pensamiento.
Odiseo piensa. Odiseo acomoda la
precaria información que se brindan sus sentidos dentro de esa gruta maloliente
en la que todo le indica que perecerá y... piensa. Y es así como una simple
rama de Olivo se transforma, tácticamente, en una lanza enceguecedora. Más
tarde, un pequeño rebaño de ovejas se vuelve el camuflaje perfecto para
garantizar una victoriosa escapatoria. Pero ni la rama de olivo ni las
inocentes ovejas hubieran sido algo más que una mera rama de olivo verde y un
manojo de lanudas criaturas cuadrúpedas de no haber mediado el ingenio creativo
de este legendario héroe homérico.
Sea que tomemos transitoriamente el
nombre Nadie, sea que pensemos en la lanza que
deja ciego a Polifemo, sea que pensemos en la invisibilidad que logran estos
hombres escondidos bajo las ovejas, en todas estas “astucias” el hilo común se
trata de la elisión, del borramiento de sí mismo. Lograr un autodesaparecer que
permita sobrevivir situaciones que seriamente ponen en riesgo la vida. A veces
la visibilidad es nuestra peor condena, sobre todo, cuando el poder que
enfrentamos es brutalmente desproporcionado en relación a las limitaciones
realistas de las propias fuerzas.
Polifemo es un
cíclope, pero podríamos cambiar a Polifemo por cualquier entidad o personaje
desmesuradamente poderoso, cargado de violencia o embanderado en una causa tal
que busque la supresion física de quien no posee ni los medios ni el poderío
para enfrentar esa agresión. El fascismo es todas sus variantes es polifémico.
Los autoritarismos persecutorios de las diferencias y de las disimilitudes que
no se alinean con la cerrazón de
su relato único y excluyente son fenómenos polifémico. El nazismo ha sido
polifémico. Stalin fue un desproporcionado Polifemo. Los tiranozuelos y
tiranozuelas populistas devienen en personajes polifémicos.
Sobrevivir
en contextos polifémicos
Mencionaré dos
breves ejemplos de elisiones cuya salvífica invisibilidad quedaron
maravillosamente retratadas cinematográficamente. La primera, en “La vida es
bella”.
Esta película italiana -“La vita è bella”- protagonizada por Roberto Benigni y basada en el libro “Al
final derroté a Hitler” de Rubino Romeo Salmoni- presenta la experiencia
devastadora que el nazismo representó en las sencillas vidas de muchos judíos
europeos. El personaje principal,
Guido Orefice, encarna a un simple pero ingenioso hombre italiano de origen
judío que logra salvar la vida de su pequeño hijo en el campo de concentración
de Bergeen-Belsen valiéndose de un “cuento” con el cual distorsiona
completamente la realidad en la que se encuentra junto a su hijo. Guido le hará
creer a su pequeño niño que se encuentran en el campo de concentración como
parte de un juego en el que deben ganar puntos, y el primero que gane 1000
puntos se llevará como premio un tanque auténtico. El padre, bajo la excusa del
juego y la competencia para ganar ese tanque imaginario, no sólo invisibiliza
el horror de la situación en el campo de concentración a su hijo, sino que
logra literalmente mantener al pequeño oculto hasta que el fin de la guerra
-con la llegada de los aliados- permite al niño escapar a salvo de lo que
hubiera sido una muerte segura. Frente al Polifemo nazi, ese padre elide a su
hijo, lo invisibiliza a los ojos de la máquina fascista aniquiladora, y es
gracias al doble ocultamiento -de
lo real de la situación y de sí mismo- que el ese pequeño ser logrará
sobrevivir al holocausto.
Otro film, en este caso acerca de la demencia del fascismo mussoliniano, es "Vincere”. En esa trama se recorre la trágica historia real de una de las
amantes del Duce, Ida Dalser y su locura amatoria hacia el líder italiano. Un
psiquiatra se empeñará en que Ida permanezca invisible a los ojos del poder a
fin de poder mantenerla con vida. Será ese “médico de locos” quien le expresará a Ida Dalser un
singular punto de vista acerca de cómo no perecer en aquellos duros tiempos
envueltos en la atmósfera persecutoria del fascismo de masas. Le dice así a
Ida:
“Usted
ataca… salta de las trincheras y ataca. Estuve en la Segunda Guerra, pero ahí
había dos ejércitos matándose entre sí con las mismas armas. Usted, sin
embargo, está sola contra todos… los Carabinieri, la milicia, el ejercito, la
Guardia Real… demasiados. Se equivoca al ir gritando su verdad. ¡No es que la
verdad no debería gritarse! Pero es el modo, el método… el momento, que no es
el correcto. Este es el momento de estar tranquilos, de ser actores… ejerzo de
médico, curo pacientes. ¿Alguna vez me oyó decir: “Abajo el Duce”? Hoy, no digo
siempre, hoy… debemos ser buenos actores.”
El psiquiatra
no desalienta a Ida Dalser a enfrentarse al poder, tampoco pone en duda su
derecho a la decir la verdad… pero intenta resguardarla de la obscena
bestialidad del fascismo. Conciente de la desproporción de poder, el psiquiatra
sugiere a Ida que se elida, que se desvanezca en la invisibilidad de ser
“nadie” por un tiempo. Intentando advertirle que cuando los contextos políticos
se vuelven manifiestamente supresivos de la libertad individual, el coraje
puede confudirse con imprudencia sólo está intenta transmitirle que toda
valentía requiere de medir cuidadosamente el momento oportuno para la acción.
No hacerlo cuesta la vida. A ese momentum
preciso para dejar de ser visible, a ese calibrar la propia exposición cuando
en ella se nos puede ir la mismísima existencia, a esa sapiencia serena para
saber cuándo es el tiempo preciso, a esas reflexiones en torno al instante
justo para alcanzar nuestro propósito, a eso los antiguos griegos lo condensaron
con la palabra kairós.
La libertad emboscada
Odiseo aprende
a esperar. Cultiva la tensa espera para vencer a Polifemo, mientras piensa en
el mejor modo de vencerlo... hasta tanto llegue el momento de pasar a la
acción, Odiseo se disuelve en Nadie. Se vuelve
Nadie. Y efectivamente, Nadie lo salva y por ello mismo logra salvarse a sí mismo y recuperar
orgullosamente su nombre propio, su reino, a aquellos quienes más amaba.
Pero por sobre
todo lo que Odiseo recuperó fue la libertad de vivir la vida que deseaba,
continuar viviendo donde la deseaba continuar viviendo y con los que deseaba
continar viviéndola. Ser rey es, principalmente, ser amo de sí, no ceder jamás
la propia soberanía... no siquiera ante la ira de los dioses. Pero para alcanzar ese estado soberano respecto de sus decisiones
y de entera su vida, Odiseo debió naufragar, pagar su tributo de penurias a los olímpicos,
demostrar su inquebrantable sentido del valor y nadificarse a punto de perecer
en esa elisión. Luego, sí, llego el tiempo de recuperarse a sí mismo.
El que se
invisibiliza convalece, sufre, pena, flota sobre su ruina. El asunto es que
nada de ello sea en vano. Un Henry Thoreau en aquel bosque cerca de Walden
Pond, o un Ernst Jünger emboscado en Stauffenberg, también constituyen
versiones de Odiseo en la gruta del cíclope o de Diógenes desnudo viviendo
dentro de un tonel pidiéndole a Alejandro que se mueva porque le tapa el sol. Cuando la libertad de sí está en juego y el poder se presenta con toda su escenografía (o todas sus bayonetas),
los modos de elidirse permiten llevar a cabo una “convalecencia de la
desmesura”. El sentido de esta desventura cobrará relevancia al final de ese relato único que es el
propio existir.
Los nobles
griegos de la antiguedad tuvieron un alto sentido del respeto hacia la libertad
de quienes consideraban sus pares. Libertad no era una palabra escrita en sus
Constituciones –estaban lejos aún los siglos en que advendría el estado-nación
y sus cartas fundacionales- sino un acto, una acción, un valor práctico, una
pauta de convivencia ética. Entre hombres libres se cultivaba la libertad tanto
como la excelencia, el sentido del mérito, la competencia como medio de
superación personal, el autogobierno. Sin esa trama interactuante la libertad
era cosa vana, una mera proclamación discursiva que cualquier espíritu superior
habría rechazado por falsa y vacua.
La vileza que
implica huir escabullidamente de la responsabilidad de estar vivo, los trucos
de escapismo con que se intenta mágicamente tomar el atajo de la irrealidad, o
la victimización sacrificial (cuyo metamensaje siempre es extorsivo y
manipulador) están muy lejos de representar formas de alcanzar la libertad. Por
el contrario, elidirnos es otra cosa bien distinta: constituye una forma temporal de darse a la espera. Una
espera conciente que no suprime el coraje sino que lo fragua en la dureza de la
demora que sabe contenerse para lanzarse más tarde con mayor precisión y
justeza. Odiseo es nadie porque sólo vaciándose transitoriamente de quien es
puede volverse lanza, puede hacerse mendigo, puede transformarse en la flecha
que se toma su tiempo para lograr tensarse a punto con el arco.
La libertad es
una flor singularísima cuyo cultivo es muy delicado.
Requiere constancia,
pensamiento propio, provechosa soledad, actitud soberana, y por sobre todo, el
deseo de jamás ceder al arbitrio absurdo de autoridad alguna. No es asunto para
improvisados, ni para ansiosos ni para virulentos. Es una flor tan fuerte como
frágil, es el centro de la diana. Y hay que volverse liviano como el aire para
poder ser flecha y dar en su blanco. Entonces sí, cuando la libertad se ejerce
y se contempla, se transmite y se vivencia, se respira y se cuida.., entonces
sí, la visibilidad vuelve a tener sentido. Entonces sí es tiempo de gritar el
nombre propio fuera de la cueva, desemboscado. Es tiempo de expandir el buen orgullo de haber permanecido de pie en el
infierno y haberlo sobrevivido. Entonces sí se puede elevar aún más esa misma cabeza que jamás se
inclinó ante los fueros sagrados que investían al poder arbitrario. Y bien en
alto, alzar entonces la mano y recoger esa diana en flor por la que trepamos silenciosa
y anónimamente a tantos abismos. O como coronaría Mitsuye Yamada este círculo
entre ser y nadie, entre darse a la visión e invisibilizarse, entre elidirse y
remarcarse:
Reconocer nuestra propia invisibilidad
significa encontrar por fin
el camino hacia la visibilidad.
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