lunes, 3 de diciembre de 2007

Somos adictos a nuestras creencias y cautivos de nuestras cegueras



"Creer algo tomando como base una evidencia insuficiente

es moralmente inaceptable siempre,

en cualquier lugar

y para todo el mundo"

W. K. Clifford

Matemático (1845-1879)

"La ética de la creencia"




Nadie cae fuera de esta premisa: somos adictos a nuestras creencias. Pero una reflexión intercambiada en los comentarios me llevó a adicionar “y también somos cautivos de nuestras cegueras”. Por ambas razones vivimos y pensamos como si fuéramos no sólo semiesclavos (lo cual ya demuestra que el ser humano debe lidiar diariamente con el peso relativo o absoluto de sus cadenas) sino seres presos de las cegueras que no podemos, no sabemos, no queremos desterrar.

Con este preludio intentaré retomar el hilo conductor que antecedió al extravío-desvío que le permití a SS y su encíclica. Trataré de enhebrar la idea de a-theo con el problema de la voluntad de creer. Y este mismo punto me permitirá elaborar algunas reflexiones sobre cómo será eso de construirse a sí mismo bajo el ideal de nobleza. Desde ya aclaro hasta e cansancio que noble y aristocrático será la expresión que tomaremos de la fuente de los ideales homéricos y de la filosofía nietzscheana predominantemente, distanciándonos e la idea de noble o aristocracia decadentemente asociada a la clase dominante, las patéticas monarquías habidas y por haber, o la estúpida idea del monarca como hijo y delegado terrenal del poder de Dios. Nada de esto. Estos aspectos de la definición de la nobleza o la aristocracia son justamente los que deberemos limpiar del camino hacia una idea de construcción de sí ligada al modo de vida noble-aristocrático tal como lo impulsara por vez primera Nietzsche en sus escritos.

¿Por qué digo “adictos a nuestras creencias”?

Porque la idea de adicción implica algo que no puede controlarse aún creyendo que se lo hace. Porque implica depender de aquello de lo que se es adicto. Porque funciona con un soporte psíquico negador (“yo no soy adicto”), porque aún cuando la adicción es superada luego de un largo tratamiento multifocal, siempre se seguirá siendo propenso a la posibilidad de retornar a lo que se ha abandonado. El adicto sí sabe de esto una vez que tomo distancia de su adicción, y por ello se verá de por vida teniendo que mantener el alerta ante la posibilidad de la caída. Porque siempre la adicción se vuelve “cuerpo”, se hace cuerpo en el cuerpo del adicto, funciona en é, reside en él, metaboliza con él. Y porque en algunos casos la adicción es tal que se necesita de ella para seguir vivo, aunque paradojal y dolorosamente se sepa que mantener la adicción tal vez -o casi seguro- nos mate. Porque las pulsiones de muerte prevalecen, a veces más a veces menos (esto es, con grados y variaciones significativas) en la adicción, pero se cruzan constantemente con las pulsiones de vida. ¿Y las creencias, qué tipo de adicción podríamos desarrollar a las creencias? ¿Serían tan perniciosas como clavarse una dosis de heroína? ¿Puede acaso un grupo de creencias llevarnos a la muerte? ¿Por qué habría que suponerse que están ligadas de un modo sumamente paradojal tanto a la muerte como a la vida?

Bueno, empecemos a desmadejar el ovillo.

Somos adictos con respecto a aquello en lo que queremos-necesitamos-debemos creer. O directamente esclavos, dependiendo un poco de cierta libertad personal para decir a veces nuestros sagrados “noes” y dejar a un lado la obediencia a aquello en lo que ciegamente creíamos. A veces parece que algunos tienen tan involucionado el alerta de la supervivencia, que pagan con sus vidas ese deber de “seguir creyendo”. Sino habría que preguntar por las pulsiones de muerte a los que se inmolan en nombre de Alá, o más cerca y menos ligado a los estragos del teísmo, a los que sienten que un amor “los mata” (y juro que no estoy poniendo este tema en clave romántica sino en clave psicopatológica al menos). Ya Julia Kristeva decía que los consultorios de los psicoanalistas estaban llenos de relatos sobre el “dolor de amar”. Y a veces, perseverar en un vínculo de amor que se ha vuelto ruina y locura, no es más que ir tentando a la muerte a mediano plazo.

Pero se podría argumentar lo siguiente en pos de dar una especie de “jerarquía moral” a nuestras adicciones creyentes: ¿Acaso no hay creencias más “buenas” y creencias más “malas”? ¿Acaso es lo mismo, es correcto poner en la misma bolsa englobante creer en los cuentos de hadas, creerle al hijo que jura no haber salido a robar esa noche, creerle al amante que promete dejar a su mujer en poco tiempo más, creer en los extraterrestres o incomprobabilidades semejantes, creer en la locura psicótica de un Hitler o un Bush y salir a la caza de judíos o sunnitas, creer en que si me estrello contra las torres gemelas me esperarán 72 vírgenes en el paraíso, creer en un político que nos parece decente, creer en la promesa de quien se ama, o creer en Dios? ¿Acaso hay creencias buenas y malas? ¿Cómo no connotar moralmente aquello en lo que creemos? ¿Acaso no decimos “esto es bueno” porque en esto creeo yo, y “esto es malo” porque yo no puedo creer en eso, me es ajeno, me es demasiado “otro”? ¿Cómo se puede no tamizar las creencias propias y ajenas por la malla de filamentos de nuestras conciencias entrenadas para “creer” y separar las creencias de acuerdo al bien y el mal? ¿Acaso el propio bien y mal no son creencias también? Este es un punto crucial cuyos nudos solo lo han podido desatar mentes magistrales como las de Nietzsche, o más recientemente, cerebros rebeldes y dotados como el de Daniel Dennet.

Sea que creamos en la mirada de nuestro inocente hijo, sea que creamos en los beneficios de la sociedad de consumo, sea que creamos en la incondicionalidad beata de las intenciones de nuestra madre, sea que creamos en el futuro, sea que creamos en el saber científico, se trata siempre de una voluntad de creencia. Indagar sobre esta adicta voluntad, ciega por momentos, necesaria casi siempre, excede ampliamente el debate sobre las creencias religiosas, a la vez que lo contiene. La adicción a creer es la más difícil de combatir, probablemente por estar enraizada en la necesidad (de amparo, de amor, de refugio, de esperanza, de fuga de lo real, de consuelo) pero siempre en el fondo se halla encubriendo una necesidad, un sujeto menesteroso que no puede “arreglárselas consigo mismo” y busca apoyo inconciente en alguna oferta de creencias que le calcen en su tipo de subjetividad. Y hay creencias para todos los gustos. Siempre habrá un producto-creencia disponible en la estantería socio-cultural. Pero debe quedar claro que la creencia es humana, demasiado humana, por chocarnos de cara contra el espejo de nuestras debilidades, de lo que no sabemos cómo resolver autónomamente, de nuestros puntos frágiles como individuos inacabados. Para agravar más la cuestión, creemos justamente como adictos: en muchas creencias no queremos reconocer siquiera que estamos efectivamente creyendo en ellas, negamos que sean creencias y les otorgamos el mote de “Verdades” con lo que les damos un estatuto nuevo elevado al rango de “Dogma”.

Con gusto retomo aquí las iniciales palabras del matemático y filósofo antiespiritualista británico Clifford con que comenzara este comentario. Sí, es moralmente inaceptable creer en algo acerca de lo que no hay suficiente evidencia. Pero, ¿cuánto es mensurable bajo la expresión “suficiente”? ¿No creemos casi siempre, o la mayor parte del tiempo en decires, palabras, discursos e incluso actos sobre los que no tenemos “suficiente” evidencia? ¿No creemos en el amor, terreno en el que la suficiencia racional a) no aparece casi nunca, b) jamás alcanza y c) si “creemos” haberla alcanzado la perdemos tan fácilmente como tan inconsistentemente la habíamos alcanzado? Y sin embargo, creemos. Seguimos en “estado de creencia”. Aún sin suficiente evidencia. Aún habiendo perdido lo poco que de ésta última teníamos. Creemos aunque sea inmoral creer en ciertas creencias que se nos desharían ante la primer mirada de total sinceramiento.

Estarse en guardia frente a las propias creencias es incluso más complicado que señalar las (tal vez) estúpidas creencias de los otros. Siguiendo la microhistoria bíblica, todos deberíamos esconder la mano y pensar más detenidamente en tirar la piedra. Algunos ni siquiera deberían intentar buscar piedras para arrojar. SS no titubea en cargar la hondera y disparar contra los ateos y su decisión de vivir sin adoptar las creencias de ninguna religión. Y aclararía, que esto no pone a ningún ateo en ningún “más allá del Bien y del Mal” en términos morales pues cualquiera que se autodenomine “ateo” sigue de todos modos inmerso en una malla de entretejidas creencias. Sólo que decidió cortar de raíz el filamento particular de la “creencia religiosa”, y a causa de esto, cayeron otros filamentos del tejido moral con que se traman los universos de sentido individuales y sociales.

¿Por qué hay menos seres dispuestos a desaprender creencias que seres creyentes en los polirubros de las creencias? Bueno, una respuesta posible e inicial es que se requieren ciertas condiciones subjetivas muy particulares para vivir una vida plena sin las muletas del ultramundo, por ejemplo. Del mismo modo puede decirse que no es sencillo dejar de mirar las penurias propias como causadas por sí mismo, por las debilidades de nuestra personalidad, por las equivocaciones repetidas. Siempre es menos trabajoso seguir los mandatos. Siempre. Y si algunos se atreven fallidamente a pretender desobedecer algunos de aquellos, muchas veces lo hacen bajo la sombra del resentimiento y el apoyo del “programa” que les dirá cómo, contra quién, cuándo es propicio enfrentar al “enemigo” en el que concentrarán las miradas de la culpa-responsibilidad-maldad que los llevó a vivir en estado de sumisión. En suma, o buscamos dioses, o titanes. A unos recurrimos como apoyo, a los otros los “malos” causantes absolutos de nuestras desdichas existenciales.

La “complexión” subjetiva (para llamarla de algún modo) para vivir en alerta con las creencias, para quitarles la máscara, para delatarlas en sus ficciones sin implorar ayuda de Dios o la cabeza del supuesto enemigo, es un tanto inhabitual. Escapar voluntaria y tenazmente de la máquina replicadora de sujetos-sujetados a la ley de la creencia supone prerrequisitos psíquicos, probablemente incluso hasta neuroquímicos (debería alguna vez profundizar esto pues puede ser mal interpretado) y una cierta disposición deseante que deberá ser toda la vida puesta a prueba pues el ateo, como subcaso particular de subjetividad dispuesta a desaprender lo creído, es y será una minoría vista como amenazante para el mundo de los valores hegemónicos. No muchos parecen querer-desear ponerse en entrenamiento para tal fin de desarme de los creído, pues son múltiples y profundas las consecuencias de este ejercicio de desenmascaramiento.

Y ahora, ¿por qué digo “cautivos de nuestras cegueras”?

Porque la si creer nos posiciona en la esclavitud, la tela de araña de las creencias que moldean esa esclavitud nos mantendrá cautivos mientras no querramos ver que este mecanismo creencia-necesidad-debilidad recorre nuestras vida de principio a fin.

¿Supone esto último entonces que quienes -apoyados por su “complexión subjetiva”- puedan emprender el camino del desaprendizaje quedarán inmunizados contra la credulidad? No, de ninguna manera. Existir por fuera de la voluntad de creer” más general que enunciara al principio, esa es una empresa destinada al fracaso, pero que algunos de todos modos practican desde un proyecto existencial crítico y vital. No podemos sacar los pies del pantano de las creencias, pero se puede estar al tanto de que se camina entre ellas, de sus trampas, sus efectos opresivos y cegadores. No hay creencias “aparentemente” inocuas, todas instilan algún tipo de mandato esclavizante, todas ofrecen boletos para que entremos al drama de la cautividad. Aquellas creencias que llamamos “inocentes”, o que en una primera mirada nos parece de una pristinez angelical y sublime, puede tratarse de un venenito a largo plazo si la dejamos enlazarse con otras creencias y tramar un nuevo “cuento”.

Pero supongamos que alguien arremete contra todas las máscaras, alguien que se atreviera a cualquier costo a desvestir cruelmente todas las creencias que enmascaran otra cosa que nunca es lo creído. Aún siempre tendríamos dos máscaras trampales a las que acudir: la creencia en la palabra (basada en la necesidad de comunicarse) y la creencia en sí mismo (llámese Yo, mismidad, identidad personal, nombre propio). Quien quiera escribir, o simplemente comunicar verbalmente qué queda tras la escenografía de las creencias deberá acudir a la palabra (que es una convención arbitraria y por ende un tipo de creencia imprescindible y de altísima funcionalidad) y deberá ser soporte de lo dicho (alguien estará diciendo, hablando, escribiendo, y ese alguien también será un misterio tras un nombre, un anónimo, un número, una identidad aun si ésta fuera falsa simpre será un soporte-creencia imaginario desde cuya unidad se emiten las palabras). Las máscaras del lenguaje con que se envuelven las caras visibles de nuestras creencias, y nuestro ilusorio unitario Yo, son en definitiva, parte de un aspecto inauténtico que sin embargo organiza y es estructurante inherente de la propia vida. La creencia, como parte de esa dimensión inauténtica de la vida, es parte de nuestra condición existencial. El asunto es si más allá de usar las creencias de las siempre seremos cautivos, o utilizar algunas de ellas a los fines de permitirnos nuestros intercambios cotidianos más elementales, “sabemos” que lo son, “sabemos cabalmente” que sólo estamos haciendo uso funcional de ellas… Muy distinto resulta si creemos que son una realidad irrefutable, que tienen entidad propia, que rigen nuestros destinos, que son inapelables. Y también la cosa pasa por saber decir “no” a las creencias dañinas, a las depravadamente mentirosas, a las que lejos de hacernos ascender en nuestras potencias deseantes, nos retiran tristemente hacia el sufrimiento y la pérdida de vitalidad. A todas esas debemos oponerles un rotundo e inclaudicable “No” aunque nos golpeen la puerta de nuestras almas con caras beatas y apariencia ingenua. Ante esas, jamás es bueno soltar la empuñadura de la espada ni bajar la guardia. A esas, siempre, hay que combatirlas con la nobilísima ética de la sospecha.

El noble, el que trata de construirse a sí mismo dentro de un modo de vida pasionalmente ascendente es un guerrero. Jamás pierde de vista que deberá entrar en cualquier momento en un nuevo combate simbólico. Por eso protege y disfruta relajada e intensamente esa excepción llamada serenidad. También es un ser que está atrapado por las creencias, pero sabe que lo son, no es ciego ni con respecto a ellas ni con respecto a la necesidad de algunas a los fines de la vida misma, en todo caso puede decirse que las manipula a su conveniencia, es Señor de ellas y no lacayo de sus relatos caprichosos. Aún cuando el noble debe entrar en un juego de poder que aparentemente a primera vista lo ubica en desventaja, sabe que todo es cuestión de perspectiva… y de tiempo. Parafraseando a una querida pensadora uruguaya: con el andar de la carreta las manzanas se acomodan solas. El noble sabe que lo es, viva en las condiciones que viva. Sigue siendo noble aún desnudo y sin ninguna pertenencia en la tempestad. Y ha comprendido maduramente que lo que hoy es lugar de dis-poder, puede volverse rápidamente territorio a conquistar. El noble se sabe cautivo de sus debilidades, de su condición doliente como mero humano, de sus pasiones, de sus ideas. Pero se mantiene atento, con sus ojos bien abiertos, despierto ante los riesgos de esta cautividad. Si ésta pasa determinado grado de tolerancia, si la cautividad le resta potencia pese a ofrecerle una determinada (y ocasionalmente hasta conveniente) funcionalidad práctica en la vida diaria, en suma, si algo se sale de sus cauces y lo desborda a punto de sentir más el ruido de los grilletes que el sonido del viento, sabe que debe poner a raya su mundo interno nuevamente. No es que no se permite el desborde, sino que sabe como hacer para volver el agua a su dique. Y en eso radica su no esclavitud y su combate con las cegueras: en saberse a sí mismo, en conocerse a sí, en hacer de cada experiencia un nuevo camino hacia la construcción de sí, en no dejarse vencer ni siquiera ante las batallas que libra contra sí mismo.


Una vez más: γνωθι σεαυτόν

O gnothi seauton… conócete a ti mismo.




1 comentario:

  1. El ateísmo evangélico
    Por John Gray
    Para LA NACION
    Miércoles 19 de diciembre de 2007

    LONDRES

    Una nueva raza de misioneros intenta convertir al mundo. Según los evangelistas del descreimiento, la religión es una reliquia del pasado que obstruye el camino hacia el progreso humano. Una vez que el mundo se haya liberado de ella, podrá superar males inmemoriales, como la guerra y la tiranía. La especie humana podrá modelar para sí una nueva vida, mejor que cuantas ha conocido en la historia. Ya no se inclinará ante una deidad imaginaria y, por fin, asumirá su propio destino.

    Tal es el credo de Richard Dawkins y otros misioneros hostiles a la religión.

    El ateísmo evangélico es una fe simple. Sus adherentes creen que la religión desaparecerá del planeta, no bien cada uno de nosotros la haya rechazado. Pero la religión es mucho más que el hecho de creer y la mayoría de los ateos militantes expresan modos de pensar heredados del cristianismo.

    En su libro El gen egoísta, Dawkins defiende fervientemente el concepto darwiniano de que la especie humana es un producto de la selección natural: los humanos son “máquinas de genes”, programadas por la evolución para reproducirse. Sin embargo, en el mismo libro, declara: “En la Tierra, sólo nosotros podemos rebelarnos contra la tiranía de las copiadoras egoístas”.

    ¿De dónde saca Dawkins esta fe en la libertad humana? No de la ciencia. Proviene del cristianismo: éste siempre ha sostenido que el hombre se distingue del resto de los animales por poseer libre albedrío.

    Tal afirmación del libre albedrío es una confesión de fe y, en muchos sentidos, el ateísmo evangélico se comprende mejor como una herejía cristiana. Tomemos por caso la idea del progreso, que tanto sobresale en los ataques ateos contra el cristianismo. La Europa precristiana tenía una visión cíclica de la historia. La guerra y la paz, la libertad y la esclavitud se sucedían en un proceso cíclico que no difería radicalmente de aquellos observables en la naturaleza. Se ignoraba la idea del progreso social, de una humanidad que, a lo largo de la historia, avanzaba hacia niveles de vida superiores.

    Esta idea del progreso es un mito posterior al advenimiento del cristianismo. En la ciencia, el conocimiento hoy adquirido no podrá perderse fácilmente mañana. En cambio, es muy común que los avances éticos de una generación se pierdan en la siguiente. Prohibir la tortura es algo propio de un país civilizado. Empero, el gobierno de Bush ha evadido tal prohibición al negarse a prescribir el “submarino”, una forma de tortura utilizada, entre otros, por la Inquisición y por el régimen de Pol Pot.

    Otro ejemplo: la abolición de la esclavitud en el siglo XIX fue un importante avance ético. Pero la esclavitud volvió en el siglo XX, y en gran escala, en la Alemania nazi, la Rusia estalinista y la China de Mao. En estos primeros años del siglo XXI, ha reaparecido como tráfico humano.

    Estos y otros males conocidos nunca se pueden vencer en forma definitiva. Vuelven constantemente bajo distintos rótulos y es preciso combatirlos en cada generación.

    La idea del progreso, como otros mitos, atiende a fuertes necesidades emocionales. Los mitos no son teorías científicas primitivas que podamos verificar o falsear. Son narraciones que confieren un significado a la vida humana. El mito del progreso permite, a quienes se sometan a él, sentirse parte de una marcha multitudinaria y constante desde las tinieblas hacia la luz.

    La imaginería de tinieblas y luz, tan utilizada por los creyentes laicos, delata los orígenes religiosos de su fe. Así como los cristianos se sienten actores en un drama cósmico de pecado y salvación, así los humanistas laicos se consideran partícipes en una lucha épica por el progreso humano.

    Mi escepticismo hace que las numerosas coincidencias entre la fe religiosa y el humanismo laico me sorprendan más que sus discrepancias. La una y el otro son tramas míticas; más que un interés por la verdad, cubren una necesidad de significado. Su principal diferencia radica en la calidad de los mitos.

    Si bien los mitos no son verdaderos ni falsos del modo en que lo son las teorías científicas, pueden ser más o menos verídicos al reflejar la situación del hombre. En este sentido, la historia del Génesis es un mito verídico. Nos dice que el conocimiento no otorga necesariamente vida o libertad al hombre; quizá le traiga tan sólo esclavitud y muerte. No hay expectativas de un retorno a la inocencia: una vez que el hombre ha comido la manzana del Arbol del Conocimiento, no puede volver atrás. La humanidad debe hacer frente a las consecuencias de sus conocimientos crecientes con toda la sabiduría que pueda reunir.

    En el pensamiento laico moderno, en vano buscaremos algo tan profundo y hermoso como esta antigua narración bíblica.

    Si los mitos de la religión expresan realidades humanas permanentes, los del humanismo laico sólo sirven para ocultarlas.

    La vehemencia y el dogmatismo de los ateos militantes tal vez se deban a una percepción confusa de la irrealidad de sus creencias. En vano buscaremos entre los ateos militantes alguna señal de esa duda creativa que ha estimulado a tantos pensadores religiosos.

    Mientras los teólogos llevan milenios escudriñando sus creencias, los humanistas laicos todavía tienen que cuestionar su credo sencillo. El ateísmo evangélico es la imagen invertida de la fe que tan venenosamente ataca, pero sin las dudas que la redimen.

    © The Wylie Agency y LA NACION

    El autor escribió, entre otros Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía

    (Traducción Zoraida J. Valcárcel)

    Contribución al tema de las creencias y a la polémica ateo-religiosa

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