La inmadurez de los Espíritus Libres
Un repentino horror y recelo hacia lo que amaba,
un relámpago de desprecio hacia lo que para ella significaba “deber”,
un afán turbulento, arbitrario, impetuoso como un volcán,
de peregrinación, de exilio, de extrañamiento, de enfriamiento,
de desintoxicación,
de congelación,
un odio hacia el amor,
quizá un paso y una mirada sacrílegos hacia atrás,
hacia donde hasta entonces oraba y amaba,
quizá un rubor de vergüenza por lo que acaba de hacer,
y al mismo tiempo un alborozo por haberlo hecho,
un ebrio y exultante estremecimiento interior que delata una victoria
-¿una victoria?
¿sobre qué?
¿sobre quien?-
Una enigmática victoria erizada de interrogantes y problemática,
pero la primera victoria al fin y al cabo:
de semejantes males y dolores consta la historia del gran desasimiento.
Friedrich Nietzsche
“Humano, demasiado humano” - Prefacio
Jamás he podido creerme nada acerca de la madurez, ni como un valor en sí, ni como estado o meta virtuosa por conquistar, ni como podio que corone el proyecto vital de adultización que acompaña al crecimiento.
No creo en “alcanzar la madurez”.
Y jugando con las palabras, no creo que alguna vez vaya a creerme el sublime cuento del deber que reza que “hay” que alcanzar la madurez.
Por mi parte, no he madurado.
Ni pienso hacerlo.
Asentarse, “sentar cabeza”, me sabe a triste decaer de la fuerza de las pasiones. Juiciosa prudencia ante la exhuberancia de propuestas y senderos desconocidos que ofrece la vida. Condena a somnolencia de los deseos más preciados, más voluptuosos.
Ni en sueños maduraría. O sí, tal vez en mis sueños hechos de desagradable material onírico pesadillezco, ahí puede que esté dando vuelta entre madureces temidas como tenazas gigantes, ahuyentadas como cuervos negros ante mi cadaver, madureces vueltas a aparecer como frutas podridas golpeando mi puerta, como venenos que se ofrecen tambien en la vitrina de falsas delicias prometidas durante esta travesia que consiste en estar vivo.
La madurez es una creencia. Una muy particular, una fuertemente legitimada. Consensuada. Aceptada. Y por ende, exigida. Impuesta. Auto-impuesta.
La madurez no pertenece a mis creencias. No forma parte de mis relatos.
Digamoslo asi: ando des-relatada de madurez, desnuda de madurez.
Y no se trata de que la madurez, por no haberme acontecido ella, me vaya a quedar como cosa pendiente en este deambular existente. No está pendiente, ni me quedará pendiente. Lejos bien de ello, la he echado a rodar por su propia pendiente. Y la veo ahora, así, distante de ella, y ella de mí, como un canto rodado que se acumula abajo, en las laderas de las moralidades deshechables.
No le creo ni a la madurez ni a sus relatos, ni a sus prolijos relatantes.
Menos aún les creo a los que ajustician a sus prójimos de acuerdo al madurómetro, evaluando “cuan madura” ha sido determinada acción o “cuan poco maduro” tal despreciable comportamiento. Los jueces de la maduración establecen grados, rechazos, prescripciones, además de manejar el lenguaje de los lamentos conservadores desde el púlpito moral, y disponer de la distribución de culpas y sanciones a los heréticos de la madurez.
No creo en ideal alguno de madurez. Pese a que tengo que reconocer que “Ser maduro” forma parte de los ideales más potentes del discurso de la subjetividad.
Dentro de los pares dicotómicos morales, la madurez es el supuesto término valorado en su positividad, mientras que lo inmaduro vendría a ubicarse como el negativo dis-valorado. La expresión “madurez” no me representa más que el modo de revelar un valor societal tendiente a la domesticación y moldeo uniformizante.
El clamor que exige el imperativo -Madura!!, no es sino un caso entre otros a través de los que se manifiesta una cierta voluntad biopolítica y una necesidad organizativa de rebañización. Madurar para un sujeto es, primordialmente, enviar las señales sociales que anuncien que se ha comprendido y aceptado el “relleno simbólico” con que cada cultura llena su libreto de valoraciones. Una vez que este libreto ha pasado al registro conciente, se debe demostrar a la autoridad (padres, maestros, jefe, nación, Dios) que se han de aceptar los deberes que allí se transfieren, y dar fe con el propio comportamiento y decisiones de que se es capaz de poder lidiar con las obligaciones. La demostración de “madurez” no sólo es un acto para los otros-autoridad, sino que se trata de un acto en que el sujeto se evalúa a sí mismo de acuerdo al ideal internalizado. Se muestra madurez a los otros, y se prueba la madurez al impiadoso juececillo que es uno y sus férreos ideales.
En nuestro universo cargado de interacciones gregarias, madurez es adecuación social. Y esto implica esforzarse por “calzar” en el diseño productivo-cultural. Todo este complejo proceso de acomodamiento a los discursos del orden y sus prácticas concomitantes no resulta gratuito para nadie. E incluso, en este impresionante forzamiento del individuo para garantizarse la inclusión a su mundo circundante, el precio a pagar es ni más ni menos que el dejar decaer muchos aspectos de nuestra vitalidad, de nuestra jovialidad.
La paradoja de madurar es que negarse a hacerlo (esto es, rechazar la madurez como ideal y cumplimiento) nos puede excluir dolorosamente de la norma, de los otros significativos. Y esto duele, porque si nos apartara de los “otros in-significativos” no sería gran problema lidiar con ello, el asunto acá es que el des-adaptado inmaduro es juzgado por lo más amado cuando de alguna forma más o menos manifiesta hace saber que no puede-no quiere seguir los mandatos normatizados. Los padres, la maestra, la esposa, la pareja, incluso los hijos, pasando por los agentes del orden, o los sucedáneos y herederos de la casta sacerdotal, le harán sentir el rigor del juicio de valor adverso. Lo más amado da la espalda al inmaduro confeso que decide dejar de jugar con las cartas marcadas de la hipocresía y abrir una nueva mano desde el sincericida escenario de la autenticidad de “ser quien se es”.
Cuántos honestos “optadores de la inmadurez” intentaron abrir a tiempo los barrotes de las mentiras adaptativo-sociales a través de sincerarse parrhesiásticamente con sus otros significativos, y terminaron volviendo a la jaulita con la cabeza gacha dado el costo descomunal que se le hace pagar amablemente (digo, costos simbólicos que provienen de los seres que los aman, técnicamente al menos) al que pretende desatar su deseo del poder. En desasimiento de los encadenamientos no es asunto sencillo de encararse, como se va pudiendo observar.
La inmadurez tiene algo de sagrado: protege nuestros “Noes”.
Algunos de los últimos “inmaduros” noes que he estado escuchando por ahí, en los pasillos de las interacciones en los que se oyen mitad quejas, mitad anhelos amordazados son: No formar pareja estable, no querer casarse, decidir no tener hijos, no trabajar en un empleo gris, no saber ni querer ser monógamo, no querer compromisos largoplacistas vincularmente hablando, no querer “tener un título” en una carrera jerarquizada socialmente, no resolver la complejidad identitaria en ninguna de las sexualidades pre-textuadas, no poseer credos religiosos ni aceptar participar en prácticas provenientes de los mismos, no querer continuar en un proyecto que parece seguro y conveniente, no seguir fórmulas sociales cuando se espera que se las siga, no dejar de ser egoísta, no educar hijos bajo parámetros normatizados, y tantos otros modos de hacer saber que se poseen “Noes” sagrados forman parte de algunas de las inmadureces que discursivamente recuerdo en este momento. Contravenir la madurez, de todo modos, es bastante más que “decir” en medio del pataleo, la bronca o la rebeldia. El discurso inmaduro puede terminar inofensivamente siendo netamente eso, apenas palabras acompasando debilmente sentidos no muy radicales que logren sostener la inmadurez en acto que persista, marque, resista. Y así… cuantas "inmadureces declamatorias" terminan en el tacho de residuos de las batallas perdidas, no ya contra la sociedad, sino en las batallas simbólicas privadas que se pierden medio voluntariamente para “conservar-retener” vínculos que se aman y se necesitan. Ocasionalmente el ser humano suele ser un pésimo y patético negociador con respecto a sus deseos más intensos, y las inmadureces que acaban en el tacho del recuerdo lo prueban.
Lo amado. Lo amado tiene voracidad de madureces... vaya asunto!
No en vano Nietzsche, hablando de la “enfermedad de las cadenas” menciona la tremenda tarea de los Espíritus Libres, tarea de “curación” consistente en aprender a dar la espalda a la propia tierra, los padres, lo más amado, pues aún en lo más amado hay solidas cadenas capaces de hacer enfermar de resentimiento. En el inmenso prefacio de “Humano, demasiado humano”, nos señala con lucida dureza sobre este punto:
-Antes morir que vivir aquí,
así resuenan la voz y la seducción perentorias:
¡y este “aquí”, este -“en casa”-
es todo lo que hasta entonces había amado!
Dar la espalda a la seducción de ciertos “aquíes” esclavizantes.
La inmadurez mucho tiene de terco Espíritu Libre.
Mucho.
Su sabor.
Su dedo apuntando a los “aquíes” y sus calamidades.
Su horizonte de “allíes” inventado intrépidos destinos.
Mucho de sentido de la distancia.
Su elevación.
Su complejo despliegue de alas.
Mucho de des-enfermarse. Y de posibles recaídas.
Hay en los Espíritus Libres mucho de jovial inmadurez.
Su invitación a olvidarnos de nuestro Sí mismo apegado a la mochila cargada de pesadas piedras-ideales.
Mucho de afirmación de la singularidad.
Inmaduros espíritus libres, peligrosos por donde se los mire, pero en principio peligrosos para sí mismos.
Los inmaduros. Los Espíritus Libres.
Tránsitos. Ontologías transitorias. Ontologías de lo tentativo. Tránsitos.
Ambos como una sola gran posibilidad de desmentir líneas rectas en rectas vidas de utilería. Ambos negándose con uñas y dientes a llevar vidas de papel maché. Tránsitos cuyas pisadas se apoyan inseguramente en la rugosa textura de un camino escarpado.
Peligros ontológicos en estado de convalecencia. Sin cura. El inmaduro no tiene “cura”. Tampoco la tiene el Espíritus Libre si por curación entendemos a un punto de llegada nirvánico que nos ponga en suspensión por encima de los desafíos, los rigores de existir a sabiendas del vacío, colgados, evitando anestesiadamente la tensión de “habitar”.
Peligros. Peligrosos.
Pero también la esperanza que viene junto al desprecio de las obediencias desvitalizantes.
Y más.
Tenés razón.
ResponderEliminarAhora me quedo más tranquilo.
Omar
jaja, Omar, me gustan siempre tus frescuras "inmaduras". Un viernes de esos llenos de farangs femeninas en estado semidesesperado me acoradré en la barullenta barra y brindaremos por la inmadurez con coca-cola en el Bull´s head, dale?
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