domingo, 18 de mayo de 2008

Madurar bienes, madurar males


Madurar bienes, y males



El inmaduro queda en una línea limítrofe entre el inadaptado y el excluído. El que se siente incapaz de madurar “en los mandatos”, o el que se sabe poco dotado subjetivamente para llenar algunos o varios de los ítems exigibles de la madurez, todos esos quedan en una suerte de espacio de rareza, e incomodidad.

El que acepta que no está en su camino la meta madurativa, desacatándose de los ritos, promesas y exigencias que ésta imputa a los adultos humanos, se arriesga a las claras de cargar con la maldición de ser un “Ni”.

Alma en pena terráquea.
Ni niño ni adulto. Ni libre ni desamarrado.

Ni atado ni en vuelo.

Ni adentro ni afuera.
Ni responsable ni rebelde. Ni. Ni padre ni hijo. Ni amo ni esclavo. Ni…


Si a
daptarse madurativamente fuerza a una negociación demasiado dura para con las propias pasiones y los deseos inllegados, des-adaptarse con respecto al moldeo que imponen tales mandatos madurativo-adultizantes puede provocar desde dolor a aislamiento, de incomodidad a desubicación. En este punto, la madurez representa una coordenada existencial tan consensuada que liga, une a lo social. Y por ende, decidir prescindir de ese mapeo que enumera tácitamente los “cómo cada quien debe transformarse en verdadero adulto” fuerza a inventar modos de ser más líberos, pero a la vez, más huérfanos de libreto.


El inmaduro, en tanto espíritu libre, anda en tránsito. No sólo transita, sino que su entera condición ontológica es sentida como una transición, un “andar de paso”, un nomadizarse.

Lógicamente, dado que el inmaduro tiene que alimentarse, vestirse, alojarse, subsistir, su inteligencia lo llevará a tratar de proveerse lo mejor que pueda de tales requisitos de supervivencia. Lo hará con mayor o menor éxito. Digamos que, se sedentarizará en lo que estrictamente deba sedentarizarse… para poder seguir en tránsito. La sedentarización (tener un buen empleo, es un ítem de la sedentarización por ejemplo) nunca será para un inmaduro un fin en sí mismo sino un modo de garantizarse la continuidad de sus nomadismos libertarios.


Salirse de esta coordenada pre-fabricada e ilusoria que es “madurar” es quemar parcial o totalmente el mapa de muchos deberes y obligaciones que se asumen “naturalmente” como imprescindibles para dar cuenta de nuestra correcta adultización. Esta actitud decidida de inhibir los efectos normatizadores de las rutas de la adultez moralmente aceptada, implica una cierta predilección y gusto por el armado de rutas singulares. Pero aún decididos, rebeldes, caprichosamente deseantes, y hambrientos de libertades para construirse a sí mismos, aún así -para variar- nadie garantiza éxito ni felicidad plena en la tarea de desmandatarse.


Como sea, la madurez exige del sujeto-sujetado una cierta toma de posición siempre facturada al individuo-libertario: se está con ella o contra ella. Y en ambos casos habrá que repasar decisiones acertadas, estrategias erradas, errores caros, golpes de suerte, pérdidas irremediables. La moral siempre exige que tomemos una bandera, que nos enrolemos en una de las filas, que escojamos entre uno de los dos términos entre los que distribuye en Bien o el Mal. Madurar, como parte de las estrategias disciplinadoras, es la aceptación de una serie de preceptos moralizantes.
En un adulto, la exigencia madurativa no es más que demostrar que se tiene la capacidad y disposición volitiva a poner la propia existencia bajo el comando de los deberes, aceptando poner el comportamiento-opiniones-creencias bajo la observancia y recomendaciones de las sagradas “tablas de verdad” legitimadas en el consenso social.


En consecuencia con todo lo anterior no puedo más que decir que la palabra “inmadurez” carece para mí de total significado y sustento como postulado para la construcción de Sí mismo. Esta invalidez de la dicotomía madurez-inmadurez me resulta altamente cuestionable, cuando no lisa y llanamente rechazable, cuando se la pretende aplicar a las vicisitudes del devenir humano.


Por supuesto que sí le cedo total potestad a la madurez como término para denominar la culminación de procesos naturales de crecimiento constatables empíricamente en el mundo de los frutos, los reverdeceres, las flores, los capullos. Observo allí con alegría, y no sin cierta inocente curiosidad estética renovada, los círculos que se empecinan en trazar los ciclos de la natura. Me lleno la vista y los sentidos de las diversas formas y resultados de las madureces botánicas: un naranjo pleno me deslumbra la mirada, una vid llena de pequeñas perlas verdes me sugiere rememoraciones de mi propia serenidad infantil, la blancura infinitamente prometedora de un pequeño jazmín parece no cesar de anunciar primaveras, un durazno infinitamente amarillo espera su estallido en sabores espectados. Pero en lo que hace a madureces humanas… nada o casi nada me despierta.


Una innata desconfianza a los parámetros moralistas que la rodean como mandato social me ha hecho siempre poner el término “ “maduro” ”, así, en un cuádruple entrecomillado que advierte mi escepticismo, mi crítica, mi rechazo, mi distancia.


Pero hay que admitir que el abrojo de la madurez como expectativa social e internalización aceptada de los deberes es uno de los que mejor salud goza entre los mandatos de ayer y hoy. Y las creencias asociadas a lo madurativo insisten -aún en medio de a fuerte crisis de valores actual- en presentar al “sujeto maduro” como un estado-meta óptima alcanzable en cada ciclo vital.


La meta madurativa debe demostrarse, sostenerse y re-editarse en cada etapa de la vida. Habrá así toda una serie ecuaciones particulares y expectativas asociadas respecto del ser “bueno” y ser “lo suficientemente maduro”, con sus respectivos premios asociados variables de acuerdo a la circunstancia:


Un merecido nuevo libro-chiche-juego-dulce para el “Buen niño=niño maduro”.
Una merecida laptop para el “Buen adolescente=adolescente maduro”.
Una merecida llave de auto nuevo para el “Buen jóven=jóven maduro”.
Un merecido marido prometedor y con futuro para la “Buena joven profesional y casadera=joven profesional y casadera madura
Un merecido ascenso y bonus anual para el “Buen adulto=adulto maduro”.
Un merecido nieto sonrosado y adorable para la “Buena señora de familia=señora de familia madura”.
Un merecido casi futuro retiro con buena cobertura médica para el “Buen señor entrado en canas y años=señor entrado en canas y años maduro”.
Una merecida habitación con TV propia en geriátrico confortable para el “Buen anciano=anciano maduro”.
Una merecida parcela en cementerio privado para el “Buen ciudadano fallecido maduramente”.


El que no ha sabido seguir las reglas y cuadrículas de la madurez, pues no degusta los frutos del Bien que aparece en recompensa. Poco importa si el precio a pagar por estos bienes vengan a veces con algunos “males” asociados: la anestesia del niño hiper-adaptado, el escapismo irrealista del recto adolescente, la doblemoral esquizoide del joven adulto, el desorden alimentario de la joven profesional casadera, el malestar cardíaco del adulto profesionalmente exitoso, la silenciosa frustración amordazada con antidepresivos en la señora de mediana edad
, la angustia ante el síndrome de “escritorio vacío” en el señor recién retirado, el gris repaso de la incapacidad para haber sido felices mientras se mira la TV en la sala comunal del geriátrico.


El Bien juega del lado de la madurez. ¿Juega del lado de la madurez?


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