lunes, 16 de junio de 2008

La callada lujuria de la vida



La callada lujuria de la vida


"Sólo la idea de la muerte da al hombre el desapego su­ficiente para que sea incapaz de abandonarse a nada. Sólo la idea de la muerte da al hombre el desapego suficiente para que no pueda negarse nada. Pero un hombre de tal suerte no ansía, porque ha adquirido una lujuria callada por la vida y por todas las cosas de la vida. Sabe que su muerte lo anda cazando y que no le dará tiempo de adhe­rirse a nada, así que prueba, sin ansias, todo de todo. (…) Un hombre despegado, sabiendo que no tiene posibilidad de poner vallas a su muerte, sólo tiene una cosa que lo res­palde: el poder de sus decisiones. Tiene que ser, por así decirlo, el amo de su elección. Debe comprender por com­pleto que su preferencia es su responsabilidad, y una vez que hace su selección no queda tiempo para lamentos ni recriminaciones. Sus decisiones son definitivas, simplemente porque su muerte no le da tiempo de adherirse a nada. (…) Y así, con la conciencia de su muerte, con desapego y con el poder de sus decisiones, un guerrero arma su vida en forma estratégica. El conocimiento de su muerte lo guía y le da desapego y lujuria callada; el poder de sus decisiones de­finitivas le permite escoger sin lamentar, y lo que escoge es siempre estratégicamente lo mejor; así cumple con gusto y con eficiencia lujuriosa, todo cuanto tiene que hacer. (…) ¡Cuando un hombre se porta de esa manera puede de­cirse con justicia que es un guerrero y que ha adquirido pa­ciencia!"


Carlos Castaneda
Las enseñanazas de Don Juan”


Soy pésima para los desapegos. Si hubiera sido una materia de alguna de las curriculas por las que he pasado, habría sido rotundamente aplazada, sin remedio. No sé. Pese a que soy inmensamente solitaria, adoradora como perra gruñona de mi propia hermética soledad, e incluso, temporalmente un ser capaz de una gran dicha mientras estoy al máximo de mi capacidad de aislamiento, no sé, soy medio fatal para desapegarme. Puedo andar con mi vara imaginaria, al estilo de Diógenes, ahuyentando a los que se me acercan inoportunamente (y esas inoportunidades me abundan, admito), pero aún así, no soy nada buena para desprenderme de lo que amo, ni de mis placeres, ni de mis aferramientos, de ni mis proyectos. Puedo dejar, abandonar, ignorar, olvidar, “deshacerme de…”, apartar sin más. Pero sigo sintiendo que no siempre puedo. No siempre. Ocasionalmente fallo en desapegarme lo suficientemente bien. Mi hilo de Ariadna tiene una cierta y rara capacidad autoreconstituyente imprevista: se corta sin mucho trámite, sí, es cierto, tan cierto como lo es el que en determinados momentos inesperados el mismo hilo que habia cortado de un tiron puede llegar a volver a enlazarme sorpresivamente. Un hilo trampal. Un corte que no corta, y si lo ha hecho, parece dejar una tan debil como poderosa e invisible hebra de oro que me vuelve a acercar a lo dejado, a lo abandonado, a lo perdido, a lo que hube de distanciar en el pasado. Ariadna y Teseo se me conjugan en ciertos pulsos y encrucijadas. Desapartarme es como una marea calma y subita que me lleva otra vez a... vaya a saber "a...". Arenas girovagas. Espumas de retornos. Circulos que no terminan de trazarse. Tatuajes sin cerrar...


En fin, como sea, no soy todo lo buena que podria o desearia ser en materia de desapegos. Mi desapego esta mas cerca de la imperfeccion que del acto de apartamiento logrado acabadamente. Simplemente me pasa que a veces no sé bien cómo debería hacerlo, menos aún por qué debería, ni entiendo demasiado acerca de para qué debería desapegarme. Tal vez sea que quiero todo, o al menos, quiero mucho, y para peor, no me calza bien el ideal de la renuncia. Mala combinación. Complicada, por lo menos. Tal vez, por estas mismas confesas razones en las que mi incapacidad para apartarme queda fuertemente delatada, tal vez por eso mismo dicidí urgar en el budismo y su idea de desapego. Fue hace tiempo ya.

Hace muchos años atrás, unos quince por lo menos, comencé a leer y a tratar de entender algo mas sobre este asunto. No me resultó nada fácil, dado que provenía de una formación psicoanalítica en la que, justamente el deseo, el apego a los otros primordales de nuestra biografía, a la vincularidad y al apuntalamiento que nos da el otro en nuestras neuróticas historias son considerados -nada más y nada menos- que vitales para el armado de la subjetividad. Apegarnos a nuestra madre siendo prematuras criaturitas humanas necesitadas de cuidado, apegarnos desde el deseo a lo que amamos, apegarnos a nuestros salvíficos vínculos sin los cuales nuestra condición de bichos sociales nos dejaría reducidos a ser apenas criaturasislotes, apegarnos a nuestras “cosas” -esas que hablan de quienes somos, qué nos place, qué nos formó (o deformó), cómo deambuló nuestra nómade identidad- hay demasiado de apego necesario en el mundo de los humanos.


No.
No me era sencillo en ese marco de valoraciones (occidentales????) hacia el apego pensar en alguna posibilidad sana de incluir la práctica del desapego.


Sin embargo, me hundí en textos budistas y traté de entender, desde mis limitaciones como mero ser subjetivado en las gárgaras de occidente, de dejarme impregnar de algo interesante y aprensible en torno al desapego.


Por aquellas épocas entendí que una de las bondades de internalizar el hábito del desapego era, sin dudas, que desapegarnos resultaba una especie de protección ante las pérdidas, ante las ausencias, ante la falta, frente a las distancias. Como Ariadnas en Naxos, todos tenemos en nuestro haber algún registro de las dolorosas oscilaciones que producen los subibajas entre dejar/ser-dejado, perder/ser-perdido, abandonar/ser-abandonado, distanciarse/padecer distanciamientos.


Por otra parte, maldecidos como estamos los no-orientales por una lógica de “llenado” constante (nos llenamos de cosas, de gente alrededor, de bullicio en nuestra cabeza, de actividades que nos mantengan desde pequeños la agenda completa, de trabajo, de proyectos, de planes, de ilusiones, de comida, de bebida, de humo, de lo que sea) el desapego era un golpe fuerte a la idea de lo lleno-pleno-uno que ya analizara Parménides en tiempos antiquísimos. Algunas ideas acerca del desapego ponían la atención en la necesidad -y hasta las posibles ventajas- de empezar a vaciarnos, más aún, de la inmensa necesidad de practicar cierto vaciamiento salubre. Era una ruta interesante la de conectar vacío, pánico al vacío, compulsión al llenado, apego, y entonces sí, darle un sentido interesante a este asunto del desapego.


Desapegados, corremos menos riesgo de lloriquear por lo que perdemos.


Desapegados, nos protegemos ante las pérdidas: de objetos, de un amor, de un afecto, de un ser querido, de una ilusión, de un proyecto irrealizable, de una etapa que termina inefectiblemente.


Desapegarse es como un escudo protector. Sería algo así como: “Dado que sé que en realidad tener es una mera ilusión guiada por mi afán incontrolado de apegarme, practicar el desapego me previene contra las seguras enfermedades de la posesión, la inevitabilidad de las pérdidas, y el dolor de las separaciones”.


Así pensado, el desapego casi, casi, que me resultaba un antídoto contra algunos de los dolores de amar, por ejemplo, pues cuando se ama, en definitiva se desea practicar el continuum de una singular y determinada presencia… siendo que esta práctica de la presencia eterna amorosa es una imposibilidad de facto contra la que no tardamos en darnos la cabeza. No podemos tener (ni permanente ni transitoriamente) porque en realidad, no tenemos nada. No nos tenemos verdaderamente ni a nosotros mismos. Ni siquiera nuestro propio cuerpo nos pertenece, o apenas. El budismo denuncia esa ilusión de aferramiento y cierra el razonamiento afirmando que en verdad, solo hay nada. Un poco fuerte, al menos en principio. Pero no menos cierto: si uno pela la cebolla hasta la última capa, o si parte el carozo al medio, o si mira el interior de la semilla, lo mismo hallamos: nada. En verdad somos algo mientras existimos, mientras estamos hechos carne con la vida. Una vez que este juego de la existencia se termine, volvemos a la nada de la provenimos. Desapegarnos es una especie de entrenamiento recordatorio de esa nadeidad en la que flotamos, de la que venimos y hacia la que vamos. En el “mientras” de estar vivo, de ser presencia hecha de encarnadura y latido, nos topamos como muchas experiencias en las que la nada se nos anticipa con sus movidas certeras, esas experiencias de la nadeidad solo son suturables y medianamente soportables si las aprendemos a decodificar en clave de desapego.


Entonces, decir “sí” al apego.

Entonces, decir “sí” al desapego.

Y sí, vivir es una dualidad integrada. Si, y sí también. La lujuria de una dualidad.


Por un lado resulta imposible movernos y sobrevivir sin el apego al que nos lleva nuestro deseo, nos resulta imposible pensarnos sin variadas ataduras/ligaduras a seres y a objetos amados. No sobreviviríamos sin apegarnos. Pero la bifrontalidad de la existencia nos demanda a la vez aprender a renunciar, a tolerar los dolores de la distancia, a tramitar con una inmensa fuerza los distintos grados y modos en que el desapego se nos va presentando.

¿Si es el desapego un entrenamiento respecto de la muerte? Visto filosóficamente es indudable que sí. Por otra parte, como ya dijera Platón, finalmente toda filosofía no es más que una larga meditación sobre la muerte. O volviendo a Castaneda y su preparacion del guerrero: tal vez sea que la propia conciencia de que la muerte siempre nos anda, de un modo u otro, a la caza, es la que nos hace justamente no tener tiempo para adherirnos demasiado a nada. Podemos morir. Es mas, sabemos que moriremos... pues a mi las manos se me llenan de ansias ante esta certeza y no hago mas que alejarme de la tonteria que representaria cerrar el puño a la vida! Y es que no veo en esto la necesidad de olvidarnos de los placeres ni de aquellos seres que acompasan la posibilidad de que esos placeres nos envuelvan en sus bellos deleites. Todo lo contrario. Leo, en esta conciencia de la muerte que se me escribe en los mares de la comprension y en el consecuente desapego actitudinal a que conllevaria, una razon mas que plena para lujuriosamente probar todos los matizados sabores con que puede degustarse el trago de estar vivo. Siento, en esta conciencia de finitud que arrastra a un no-poder liarnos realmente a nada porque el tiempo apremia, una exquisita causa para desear mas, para tocar mas y mejor, para rozar mas y mejor, para darse mas y mejor, para entregarse mas y mejor a las dichas que puedan trazar el mapa de nuestros goces. Justamente, veo una noble razon para evitar el ascetismo de la renuncia, y mas razones aun para aumentar nuestros entrecruzamientos con los placeres.


De alli que contra lo que sí cargo es contra la idea de que la atracción, y las ataduras derivadas de algunas de nuestras pasiones sean algo a combatir. En este punto, el budismo miente, y desde un punto de vista biopolítico, queda al desnudo que a través del desapego (y otro nucleo básico de ideas y preceptos) se logra un modo de inculcación subjetiva que magnifica el “sabor de la pobreza”, el talento de no-tener, la “belleza” de renunciar a la materialidad. En este mundo asiático en el que vivo, en el que puedo palpar su rostro diario plagado de pobreza con nula movilidad social (un rostro repujado desde hace milenios, por otra parte) la resignación es un factor de amansamiento. Y este discurso búdico-religioso que glorifica la insignificancia del mundo material, a su modo demoniza el consumo de objetos, condena las ataduras, y advierte contra el aferramiento al “tener”, termina siendo necesario para mantener calmos y no-reclamantes a millones de seres. La hilacha de este aspecto del desapego como mentira domesticadora de la religión budista queda al desnudo cuando uno pretende mesurar la inmedible cantidad de oro de los templos. O cuando uno comprende que los Lamas han sido los grandes dueños de los latifundios asiáticos compartiendo los dividendos de un modo de vida semiesclavista junto a las monarquías locales. Por otra parte, como si se tratara de una especie de efecto boomerang que la globalización ha acentuado pero que ya existía desde antes, no he visto poblaciones más arrojadas al consumo (electrónicos, tecnología, relojes, ropa, carteras, zapatos o cualquier tipo de chuchería) que los tailandeses, los chinos, los japoneses… todas naciones budistas!!! Resulta evidente que la supuesta “paz” y alegría suprema practicada con el también supuesto mandato del desapego material son una más de las fachadas de esta cultura a la que muchos occidentales han idealizado desde la ignorancia de occidente siempre ávida de comprar algún nuevo modelito de vida-creencias cuando se agotaron ya las propias.


¿Qué rescato por encima de las mentiras del discurso político budista?


Pues creo que hay para rescatar bastante, si uno tiene la paciencia de separar la paja del trigo, y luego llevar lo rescatado en ese lento acto hacia las aguas agitadas de nuestra propia cultura.


Me gusta pensar que a veces -a veces- viene bien imaginarnos como sobrevolando las propias experiencias, ser una especie de asombrados testigos silenciosos de nosotros mismos. Ese sobrevolar nos pone en perspectiva y nos ayuda a desdramatizar o perspectivizar lo que estamos viviendo. Para intentar este sobrevuelo se necesita cierto grado sano de desapego.


Creo que el horror vacui aún nos respira en la nuca. Tememos al vacío. Ergo, llenamos estúpidamente con lo que sea, con lo que haya, nuestras preciosas y preciadas vidas. Malelegimos, constantemente. Y encima somos unos cobardes que tendemos a persistir en las consecuencias de la mala elección. Nos dejamosacompañar malamamente, en honor al llenado, por terror al vacío, por pánico a la soledad. Hay quienes practican el ridículo orgullo de enunciar sus posesiones (títulos, saberes, abundancia monetaria, propiedades, familia, mujeres conquistadas, o lo que sea que “mida” el cuánto que la sociedad marca como parámetro de éxito) mientras patean debajo de la cama o hunden en el ahogado silencio nocturno de su almohada, los fracasos, los errores, las fragilidades, las mentiras autorelatadas, la incomodidad, la equivocación, el dolor del displacer. Creo que darse la posibilidad del desapego es empezar a perder el temor al vacío, casi comenzar a valorar las posibilidades de estar vacío. Después de todo, como el loco lindo de Osho decía, sólo cuándo uno está vacío como una vasija receptiva, la vida puede derramarse dentro de uno. Metáfora algo… femenina, pero vale si se la piensa más ampliamente considerando la existencia de nuestro entero ser como el moldeamiento interminable de una vasija. Desapegarse es ver la propia vida como esa vasija a veces llena, a veces vacía. Desapegarse es ser el alfarero de eso mismo en constriucción que vamos siendo.


La concepción de que todo en este universo es radicalmente efímero puede colaborar a causar lo que se llama “Vairagya” o indiferencia hacia ciertos disfrutes de este mundo. No me gusta demasiado esto de ejercer la indiferencia, pero admito que ocasionalmente ese es el único camino con el que toleramos las esperas que nos pueden conducir al placer. Sólo bajo cierta indiferencia hacia los placeres que deseamos experimentar podemos soportar el tiempo y espacio que nos separa de la realización del placer. Indiferencia como modo de tolerar el aplazamiento del placer, no como renuncia a lo que nos deleita.


Desapegarse no implica abandono de responsabilidades, ni ejercer un ramplón desapego físico del mundo. No se trata de idealizar el desapego y mirar como una meta posible la huída a una cueva solitaria en medio del Himalaya. No significa afeitarse el cabello, o peinarse el pelo en un rodete, ni envolverse en túnicas azafranadas, caminar con sandalias de cuero, ni andar comiendo hojas y haciendo fuego con palitos cargando un kamandal (vasija) de cáscara de la calabaza o de coco en los brazos en busca de agua pura de deshielo. El desapego es netamente actitudinal. Es trabajar en torno a las conexiones que nos hacen aferrarnos dolorosamente a algo, a alguien. La mente es voluble, nuestro cerebro está sometido a oleadas bioquímicas sobre las que poco podemos hacer para manejarlas, nuestro psiquismo está gobernado por leyes que exceden al control, la conciencia y la razón. De allí que, en tamaña volubilidad, la agitación existencial es considerable, y a esto hay que sumarle que los objetos son ellos mismos volubles e impermanentes, perecederos, perdidizos, rompibles, quebrables, finitos. En este punto el budismo y el estoicismo tienen grandes puntos de juntura. Ambos destacan el intenso trabajo que debe realizarse en torno a adquirir una mente más aquietada, una vida capaz de recuperar y permanecer en la tranqüilitas. El desapego, como concepto y manojo de observaciones acerca de la red relacional en la que nos estamos moviendo, colaboraría en la obtención de tal intermitente serenidad.


Saber morar en cada momento pleno de nuestra vida, tanto como saber morar en la ausencia de esos atesorados momentos. Saber que los estados de la vida se suceden, ninguno permanece, y por ende, a ninguno apegarnos.


Contrario a lo imaginativamente podría dibujarse uno en la mente, creo que el desapego es una roca, una roca vacía sobre el mar, en medio de los vientos movedizos de nuestros apegos. A veces somos ese ser parado en medio del piélago de la existencia, con nuestros tiritantes pies desnudos apoyados sobre la roca vacía, sintiendo los rigores y sensaciones vacilantes de esos vientos que nos pegan duramente en todo el cuerpo. Otras, debemos aprender a mirar todo ese juego visual y sensitivo que componemos entre las brisas fuertes, la roca vacua y las turbulencias del oleaje. Mirar, mirándonos, como un pájaro guerrero en pleno vuelo.



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1 comentario:

  1. Este del apego me pareció brillante.
    Me gusto lo de los oleajes bioquimicos, las mentiras auto relatadas. A veces lo primero me produce lo segundo.
    Veo que siempre encontrás la expresión justa. Aparte les pegaste un poco a los nativos, ahi yo me estoy en primera fila aplaudiendote de pie. Esa parte que decís de los occidentales que se fascinan con el budismo esta barbara... No se porque me hizo acordar a Richard Gere... Te conté que lo conocí?
    Un beso.

    Omar

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