martes, 25 de mayo de 2010

Los modos de la distancia



Los modos de la distancia





"No pocas veces ya he dicho adiós;
conozco las horas desgarradoras de la despedida."


Friedrich Nietzsche




Distanciarse. Abrir un espacio dentro del tiempo. Incluso, retirar el cuerpo… y el espíritu.


Cuántos “modos de la distancia” existen?

Por cuántos fractales de eso llamado “distanciamiento” pasamos a lo largo de una vida?

Podemos seguir siendo los mismos –sueño de la inalterada identidad…- al sacar la cabeza por el final del túnel de cada nuevo distanciamiento? 

Qué se replica de nosotros en cada réplica de la distancia que nos acontence? Qué se pierde de nosotros en cada réplica de la distancia que nos acomete?




Nos distanciamos de tanta cosa mientras dura cada singular existir: uno debe aprender a alejarse gradualmente de la infancia y sus solicitudes (o al menos eso demanda explícitamente el mandato de la madurez…). También ha de entrenarse al alma en soportar la dureza de esas distancias tristes que a veces surgen, paradojalmente, en la mismísima cercanía.  Cercanas lejanías.

Luego está el duro oficio existencial de distanciarse de seres amados, sea porque la muerte nos los guadaña, sea porque los laberintos de las decisiones unilaterales o mutuas nos ponen ante encrucijadas en las que sólo resta el sano apartamiento físico.

Para colmo de males los humanos no estamos muy bien preparados para sobrevivir en soledad: todos necesitamos del apego a otro para la supervivencia, es el otro quien apuntala nuestros primeros devenires. Necesitamos de la cercanía de otros “animales humanos” para nutrirnos, para educarnos, para emocionarnos, para enfrentar la enfermedad, para desafiar la muerte. Lo curioso es que necesitamos casi de igual modo desapegarnos de esos mismos otros también para sobrevivir. Para experimentar la belleza (y los inciertos sinsabores) de la autonomía, para levantar saludables vuelos propios, para seguir deseando hay que adquirir un saber de la distancia. Lecciones pendulares…

Oscilamos –muchas veces a nuestro entero pesar- entre apegarnos y soltarnos, aferrarnos y dejar ir. Juegos de espejos en los que se multiplican los fractales de la cercanía tanto  como los del lejanía.  Somos el soporte de esta tensión siempre irresuelta entre el lazo que une y el corte que desanuda.

Y hay distancias salvadoras, resurrectivas, imprescindibles. 
Suceden cuando aquello de lo que nos alejamos es tóxico para nuestra vitalidad y atenta de algún modo contra ésta. Entonces la distancia se vuelve  salvífica. Mucho de eso de lo que nos alejamos irá a parar entonces a las merecidas tierras frías del olvido infinito. Y esto es así puesto que también la distancia es un elemento clave que ayuda a congelar lo que nos daña (o a quien nos daña) o a desactivar las tramas repetitivas e infames de relaciones que alimentan el dolor, el resentimiento, la enfermedad. Nuevamente la distancia nos pone en tensión entre dos polos, en este caso los de la salud y la enfermedad, e incluso los de la vida y la muerte. Distanciarse será allí entonces, el estado propio que toma el tiempo del convalescĕre.


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