Amigos
nómades, esteparios espíritus libres...
Gabi Romano
"...yo amo a aquel cuya alma se prodiga"
Friedrich Nietzsche
Friedrich Nietzsche
No puedo andar
en manada. No sé. No me sale. No.
Prefiero lo
primitivo y la aridez de la soledad más huraña que aceptar presencias que han entrado
en las fauces de cualquier modo de estandarización. Optaré siempre por un
terremoto existencial análogo a un 9.5 en la escala Richter antes que dejar que
me fijen las alas en el telgopor ordenado de las voluntades entomológicas. No
hay costo que deba detener a uno si el precio que se nos está exigiendo pagar
involucra a la mismísima libertad de ser quien se es.
Me importan
relativamente poco y nada los sosiegos sociales, soy alérgica a los consuelos
colectivistas diseñados para piaras, y tengo bajísima tolerancia a cualquiera que pretenda
venderme el aura beatífica con que tiende a marketinearse la indiscernibilidad
de ciertas infelices unidades gregarias. Frente a las variaciones monótonas de convenciones bendecidas
masivamente, sigo siendo sanguíneamente pirrónica. Entre “pertenecer” y “ser”
iré indefectiblemente tras el riesgo ontológico.
No hago lazo
fácilmente, y difícilmente pueda alguien ponerme una brida. No me molesta que otros opten por algún
tipo de entrega en fascículos de su autonomía a fin de que sus existencias sean
editadas por hechiceros de la conciencia, aunque sí me irrita cuando se
autoejemplifican como herederos de dudosas virtudes no sujetas a discusión
alguna. Allá ellos y los usos intrumentales a los que se presten. Siendo que no
concibo arquitecturizarse a sí mismo por fuera de una constante crítica diaria
sobre lo que se hace y se piensa, lo que se edifica y lo que se procrastina, lo
que se cree y lo que se ignora, soy capaz de ahogarme de desesperación ante la
cerrazón del otro. Tal vez sea esa
la principal razón por la cual prefiero salir a nadar sola en aguas abiertas.
Por mi parte me quedo siempre con el apocalipsis de mi mismidad en perpetua
inquietud antes que con cualquier versión del paraíso compartido. Anarca y
confusa, jamás previsible y ni gobernable. Desatada, suelta, y probablemente
inmoral, pero así me elijo antes que adaptada a una moralina en ruinas o
amordazada por dogmáticas exigencias con pretensiones de irrevocabilidad.
Cuánto más
pedagógicas me han resultado siempre las violentas y sinceras demencias de mis
propios vulcanismos antes que las supuestas educativas serenidades patológicas
que exudan de las planicies de tantos amesetamientos colectivos! Cuánto más he
aprendido de mis propios desgobiernos que de cargarme a cuestas los disfraces
de la modelización aceptada! Cuánto..!
Antes muerta
que socializada.
Se trata esto
de un encomio del cocooning?
No,
simplemente intento resumir enunciativamente las preferencias a las que me
conduce mi propia incapacidad físico-espiritual para soportar la estupidez
crónica y practicar el fetichismo de la hipocresía universalizada. La medianía
me aburre -en el mejor de los casos-, o me saca completamente de quicio -en el
peor de ellos. Me conozco inasimilable, inapropiable, resistente a cualquier
sombra de dominio que intente proyectar opacidades propietarias sobre mi
persona.
Frente a todo
el cansador meteorismo de fachadas e inautenticidades
comprables/vendibles/regalables, definitivamente adhiero a ser solar. He sido
solar desde que me recuerdo en la infancia, optando por mí misma y mi bolsa de
crayones antes que por ir a las fiestas de cumpleaños de semidesconocidos
diablillos en las que era capaz de permanecer sentada en una pequeña silla
antes que desdibujada en juegos que parecían estar hechos para alegrar neuronas
de infrahumanos. Estructuralmente termino metida hacia adentro si no hay nadie
o nada "afuera" con lo que valga la pena realmente tomar contacto.
Introspectivismo de supervivencia ante el sinsentido. Autoprotección
radicalmente sana ante las máquinas de inculcación de normalidad enfermiza.
Sin embargo
estoy lejos de ser hermética y menos considerarme de poco habla. Amo como pocas
otras cosas los deleites de un buen diálogo. Pero conversar (al menos en mis
términos) requiere de un ser afín a la propia locura, de un mapa de arenas
movedizas comunes, de una afinación cordal en alta comunión. Sino, cuánto más
tengo con el mundo interno de mis propios murmullos interiores disparatados o
sublimes! Cuánto más obtengo y aprendo con escuchar los pájaros que retornan
por las tardes a sus árboles, con seguir a las abejas que curiosean las
corolas, con estar atenta al viento y sus cambios de pentagrama! Quién puede
ser el grandísimo necio, ciego y sordo que sostenga que un ser solitario está
“solo”? No hay soledad si el oído se apoya en los flujos animados por la vida y
la muerte que permanentemente nos rodean.
Y si de
compañías humanas se trata, en este punto es bueno recordar que hasta los
perros cínicos sabían cuidar de los bienes de la amistad sin por ello renunciar
un milímetro de su autonomía. Cultivadores de un tipo de amistad peculiar,
claro está, no sujeta a normativas convencionales ni a pactos uniformizantes,
los andrajosos seguidores de Diógenes sabían apreciar la belleza de lo básico y
compartir esas gratificantes elementariedades sabiamente con espíritus afines.
Incluso hasta el amor entre cínicos supuso, no sólo la precondición amistosa
con el otro, sino el compromiso de ruptura con todo formalismo: baste para ello
recordar las antisociales bodas entre el costroso Crates y la nobilísima
Hiparquía, quienes felices y radiantes se dedicaron a hacer el amor en la plaza
pública en señal de celebración. Festejo en la desposesión, inter-cambio de
flujicidades sexuales donde sea que sean preciso ser intercambiadas (Henry
Miller y June Mansfiled rodarían por similares sendas eróticas muchos siglos
más tarde...)
La amistad es,
sí, una forma de amor.
Sé que mi
pequeño hato de rebeladas almas amigas está compuesta por amables seres
emboscados, lobos de las estepas, tirabombas de palabras, montañeses que no se
gastan en simpatizar con los imbéciles, caminantes nómades, electrones libres, anarquistas irredentos.
Lógicamente tengo pocos amigos tan raros como maravillosos en un número
inversamente proporcional a las obvias legiones de antiamigos que, francamente,
me ne fregan.
La amistad
entre emboscados es aristocráticamente generosa: se da lo que se tiene, y no
sólo lo que se puede. Se da al otro sacando del infinito bolsillo de las
prodigalidades simbólicas, nunca desde lo que sobra o desde el resto: se trata
de "dar dándose" únicamente desde lo mejor de sí. Y no porque se pida
explícitamente nada, pues incluso sucede que la amistad entre espíritus libres
no suele pedir demasiado. Lo que se ofrece se da casi sin darse cuenta de tal
dación porque la sobreabundancia no es de objetos sino de "mundos"
(con lo cual se elimina felizmente cualquier nauseabunda forma disimétrica de
caridad material). La amistad entre lobos es solidariamente feroz: nadie ha de
atacar a un lobo amigo sin correr el serio riesgo de ser despellejado por la pequeña
fraternidad de aulladores. Entre electrones libres lo amistoso forma delicadas
partículas que dan lugar a elementos nobles, raros, inclasificables. Ser amigo
de caminantes hace que siempre se esté atento a múltiples senderos abiertos y
se desechen los corredores cerrados donde el aire ausente todo lo enrarece.
Tener amigos nómades nos arranca de la cómodas quietudes adquiridas y nos hace
sentir mejor armados ante las tormentas de arena con que el destino indiseñado
nos confronta. Y siempre pero siempre esta aristocracia amistosa ha de preferir
las cuevas de la noche para el encuentro, las madrugadas activamente
dialogadas, los vinos siempre descorchados a tiempo, las caricias para el
paladar, los placeres dionisíacos, la música como refugio para los males o como
danza que celebra los bienes.
Me place el
tiempo ganado o perdido entre wanderers, caballeros andantes, damas
afrodisíacas, rolling stones, viajeros pariendo dimensiones alternas de las que nos reiremos a pata
ancha a la mañana siguiente tambaleando entre las ruinas de la resaca. Sólo
entre esos espíritus liados por el afán de libertad y el hambre de transmutar
valores es que concibo darme al arte de
esculpir la roca dura de la amistad. Por debajo de esa vara, prefiero
refugiarme en las bondades de mi ermita.
Como Heracles
ante sus trabajos, como Odiseo ante las naufragantes consecuencias de su propia
altivez arrogante, como el mirmidón Aquiles esquivando imponderables flechas,
como el desapegado Siddharta sentado bajo el árbol, siempre estamos
descomunalmente solos al enfrentar nuestras disfuncionales brumas endógenas o
las zarpas inclementes de las circunstancias exógenas.
Nada hay más
arduo que no dejarse a sí mismo reposar en los pusilánimes decorados de la
justicia, en los microinfiernos del sistema de salud, en las amargas farsas
religiosas: sé tu mejor juez, tu propio sanador, tu único sacerdote sagrado. A
partir de ese punto, sí, arraigar la amistad. Una amistad que se debe saber
retirar a tiempo de los atentados constantes que tienden a banalizarla,
instrumentalizarla e incluso moralizarla.
Ser amigo es
co-afirmarse mutuamente con un ser afín, bajo el cielo común de la exigencia
ético-política de ser soberano de sí. Partiendo de ese insoslayable punto de
anclaje de uno mismo en uno mismo, entonces sí, vagar de a dos, juntarse en
temporales bandadas de solitarios que dejan de serlo sin extraviar el tesoro de
cada unicidad. Compartir es disponerse a seguir siendo rotundamente quien se
sea intersectando activamente territorios sintientes, pensantes y sensibles con
el otro.
Se puede ser
amigo entre esclavos, claro está. Pero cuánto más alto es el vuelo de dos aves
que bien saben ser Amos de sus propios vuelos..!
A mis amigos y
amigas, por siempre incorregibles espíritus libres, gracias por ser y estar.
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