lunes, 9 de julio de 2012

Chamfort: goza y haz gozar?




Chamfort: goza y haz gozar?





Gabi Romano



Sébastien Roch Nicolas (Chamfort) es retomado, recreado y recuperado por Michel Onfray a través de la postulación del llamado "imperativo categórico hedonista", a saber:




“Goza y haz gozar,
sin hacer daño ni a ti ni a nadie,
he aquí toda moral”.



A primera vista resulta un postulado grato, tentador, irrechazable de algún modo. Bajo esta "orden hedónica" uno imagina una deliciosa promesa de placer sensualista intenso y saludable. Como "imperativo" es de los pocos que dan ganas de obedecerlo sin cuestionamientos. 


Pero, rumiado un rato, el escepticismo no tarda en ganar la pulseada por sobre la intencionalidad inicial de entregarse a pregonarlo como una buena nueva para los sentires. Me pregunto, ¿posee este  desafiante imperativo chamfortiano un horizonte de realizabilidad auténtico? 


Para empezar el placer propio no siempre concuerda con el placer del otro. Aún entre dos seres atraídos por los misteriosos hilos del deseo puede suceder esa discordancia en tempo, y en forma también. No siempre lo que se desea nos place, aunque lo que nos place sí nos puede mantener en estado deseante. Pero aún eso que conjuntamente deseamos y nos place, no siempre satisface pareja y uniformemente. Si nuestros intercambios deseantes han de basarse en sostener y autoimponernos garantizar nuestro propio placer en primera instancia -como saludable y egoístamente debe ser, por otra parte- esto definitivamente no cierra en muchas ocasiones con aquello de "sin hacer daño a nadie". Los placeres propios son de uno y para uno, en primera instancia. Por ello las búsquedas hedónicas pueden o no concordar con los placeres y búsquedas hedónicas del otro. Sí, el deseo nada entiende de justicia, es así nomás la cosa. 
 
Los encuentros voluptuosamente vitalistas, potentes y potenciantes de nuestro deseo pueden intersectar hermosamente con el otro, en cuyo caso se entrelaza lo que a ambos les produce placer con lo que decodifican y ofrecen como goces al otro. Estaremos así gozosamente com-placiéndonos y co-donando satisfacciones en una suerte de ritornello circular de goces. Pero esta maravilla de experiencia no está siempre al alcance de nuestras intersecciones e intercambios. 


Hallar el propio camino hacia lo placentero y no detenerse, seguirlo hasta sus últimas consecuencias,  es justamemte algo completamente regido por la singularidad de los propios circuitos de goce. Y esos circuitos de goce pueden perfectamente dejar al otro en estado de tristeza, daño, insatisfacción, pena o sencillamente apartado circunstancialmente de mí, excluirlo porque se ha hallado lo placentero en otro - con otro intercambio intersubjetivo. Inversamente, el otro puede dejarlo a uno a un lado de sus propios devenires hedónicos. Disfrutar y entregarse a un benéfico fluir de satisfacciones no es en sí moralmente bueno ni malo. Incluso puede resultar muy vitalizante. Pero donde el planteo resbala es en el plano de la propiedad privada de los sentires: los revolucionarios de todas las épocas han obviado elaborar las dificultades de desprivatizar los títulos de propiedad que detentamos todos cuando se trata de nuestros lazos de amor. Probablemente Sartre ha sido de los pocos que trató de pensar con algo de rigurosidad intelectual qué sucede en esa tierra belicosa en que los lazos con alguien se baten a duelo entre el sentido de apropiación del otro y las contradicciones abrumadoras que cada "propietario" experimenta en sí mismo cuando admite que el deseo es inenjaulable.   

Seguramente, en muchos casos, la intencionalidad de realizar la propia hedonicidad no parte de la mala fe ni de la voluntad de dañar (pues sólo se ha tratado de responder adecuadamente a nuestro impredecible maquinamiento deseante) pero el daño al otro puede produce igual, incluso más allá de esa falta de voluntad manifiesta de generarle maliciosamente dolor o sufrimiento. El tema de amar múltiplemente -que nada tiene que ver con la moda del polyamori y similares, sino con la condición natural de la subjetividad de no poder anclar la nave del deseo amoroso a ningún puerto de manera constante ni perpetua- pone en visibilidad las dificultades reales de practicar este simpático y lúdico imperativo hedonista que defiende Onfray y postulara Chamfort en la segunda mitad del siglo XVIII.

La tensión del amor se juega en esta filosa ética del deseo cuyo apriori conceptual supone la imposibilidad realista de adherirse a un sólo y único objeto de satisfacción placentera. La lente caleidoscópica de los Amores Múltiples suele ayudarme a observar con crítica acidez hasta las buenas intenciones de los filósofos más cancheros y rebeldes de la actualidad. Seguiré con la lupa en mano y el caleidoscopio escéptico filtrándo lo que me entra por las retinas, sospechando de las postulaciones libertarias más audaces antes que adhiriendo frívolamente a sus aparentes grititos de desenfado. No parece quedar otra vía más que la sincera revisión de conexiones y cortocircuitos entre la condición humanamente natural del amar múltiple, la búsqueda de un hedonismo no destructivo y las problemáticas del deseo.

Mientras dejo por aquí un retrato de Chamfort, pues nunca está de más quitar del "anonimato visual de rostros" a los filósofos y hombres del pensamiento (al menos uno empieza a ubicar una frase, una idea, un decir en una cara personalizable y un cuerpo otrora real del que provino ese encadenamiento de palabras o conceptos). A la filosofía le viene bien corporizarse después de tanto idealista veneno platónico: devolver el cuerpo al acto filosofante, emergerlo del lugar de interdicción al que lo condenó el ascetismo horrorizado de los vaivenes de la materia y los ecos grises de la filosofía tradicional.


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