Siento como si el deseo siempre estuviera ligado a lo imposible, a cierta ansia hundida en la inconcretabilidad inmediata, y a veces, definitivamente mediata. Pero, de qué hablamos cuando hablamos de lo imposible?
Me pregunto si lo imposible se encuentra en ese “no lugar” que le es tan propio sólo porque nosotros, insignificantes decodificadores de signos visibles, no tenemos acceso real-visual a él. Será que lo imposible es tal porque no logramos adjetivar algo con la corona de la realización, con la certeza aparente de lo fáctico, con la pereza cómoda de lo acomodable a la duración? Es que lo imposible es próximo al instante y su fugacidad estructural y por eso casi no poseemos registro memorizable de su breve advenimiento? Lo imposible, o un pájaro que desconoció el sacro valor protectivo de las jaulas. Lo inasible, lo perdidizo, lo inacabado. Lo imposible, sólo un vuelo sin registro en los radares oficiales de los apuntes del cronista. Un hilván pendiente del que se pende en estado invisible. Un suspenso que ha perdido la ruta del retorno. Lo imposible como lo no posible de hacerse posible.
Acudo a pensar lo imposible con las viejas y gastadas armas de la palabra (qué otras sino me quedan más que aquellas de las que a veces me provee mi insurrección en el silencio) y puede entonces que para pensar lo imposible haya que despellejar la expresión misma, y estilete en mano, ver que nos depara un primer desencastre del término en cuestión. Imposible, léase im-(prefijo negativo) posible (radical común). O sea que parto a este viaje por lo imposible con el optimismo de llegar a algún puerto que me indique que en eso im-posible habita lo posible, o sino -mi plan B, porque siempre es bueno hasta en estado de optimismo conservar una dosis de escepticismo con respeto a las expectativas- al menos llegar a merodear por qué tipo puente compartido transitan ambas expresiones, lo imposible-lo posible. Así planteado, me sumerjo en esta bisagra.
Lo posible siempre está ligado a la posibilidad de acceso, a cierta lógica desde la que puedo hallar la llave de la accesibilidad para que algo se haga “hecho”. En todo posible hay una maraña no siempre fácilmente desentrañable de condiciones llamadas “reales” que permiten, justamente, que lo posible suceda. Hay condiciones de posibilidad. Condiciones y posible son dos términos que suelen encabalgarse en el discurso común cuando se expeta que se comprendan hechos. Y pareciera que allí, en esa pradera de condiciones que se me regala a la vista, en ese estado en que las cosas encajan con armónica sencillez y casi modestia, allí, se ha de suceder lo posible. Lo posible emerge, entonces, pero emerge porque hay condiciones facilitadoras para esa emergencia. Habrá mejores condiciones facilitadoras para un “posible” como también puede haber condiciones facilitadoras empobrecidas -o incluso hasta adversas en cuyo caso la pradera se hace desierto pero lo central aquí es que sigue siendo territorio posibilitante- para el mismo “posible”. Insistamos, se trata siempre de condiciones que posibilitan la emergencia de lo posible.
Pero lo posible no es un acontecimiento.
Lo posible sucede sin mancillar demasiado -o incluso a veces nada- el orden. Puede incomodar al orden en el peor de los casos, pero el suceder de lo posible en sí mismo no quiebra el orden de lo instituido. Pocas cosas menos subversivas hay que lo posible. Lo posible se monta en la llaneza de “lo que hay”. Lo posible es sólo lo posible. Y no más. Aclaro que no se trata de tautologizar, sino de afirmar que en la posibilidad no hay voltaje, ni vibración. Hay lo que hay. Por supuesto que, para total consuelo desesperado de los que se empeñan en sostener que en lo posible hay elección, existe el discurso. O el relato, mejor dicho. Lo que decimos sobre lo posible puede estar tallado con las palabras de la libertad, de la elección. Pero ya se sabe que un narcisismo que no puede admitir estar herido por sus propias humanas carencias, encuentra en el lenguaje el recurso perfecto para enmascarar su angustia intramitable. Así, el lenguaje como encubrimiento.
Lo posible, ligado como está al empobrecimiento inadmisible de saber que se está jugando con las apocadas cartas de “lo que hay”, no es un tablero apto para las intensidades. Antes bien, al estar poniendo la potencia en un plano cargado de limitaciones (hay lo que hay) lo posible finalmente termina por depotenciar a sus jugadores y empujar sus cuerpos más tarde o más temprano, al pozo ciego de las pasiones tristes. En el círculo cerrado de “lo que hay”, las precondiciones para el resentimiento aúllan su triunfo una vez más.
Lo posible deja a la linealidad temporal en paz consigo misma, dado que su suceder está aferrado a la idea de “consecuencia” y sus metonimias: lo posible, lo brotante, lo causal. Un brotar consecuente con sus circunstancias, tal como sale la raíz de la semilla, el tallo de la tierra, el fruto de la madurez de cierto factum objetivo, de eso se trata el orden de la posibilidad.
Lo posible es un fruto. Fruto de las circunstancias que lo posibilitaron. Fruto porque es un resultado, un punto dentro de una hilera de puntos. Uno más. Más visible tal vez. Pero uno más. Es la resultante de condiciones aportadas por la gentileza racional que posee cierto costado de lo real, o por lo azaroso irracional que se abisma en su otra cara.
Nuestros posibles son nuestros frutos.
Frutos tibios algunos.
Fríos, otros.
Podridos por dentro, una importante cantidad de ellos.
Cosechamos nuestros posibles como el hombre de campo levanta la vendimia: con finalidades mediante, con fines que justifican la tarea de conservar nuestros frutos-posibles. E incluso, hay que decirlo, trabajamos arduamente para preservar nuestros posibles: sacamos créditos, hacemos horas extras, soportamos incomodidades, y incluso… nos sacrificamos inmolándonos por nuestros conquistados frutos. Ay del hombree!!! Qué animalillo de carga!!! Qué ser imposibilitado para desmentir su propia estupidez!!! En nombre de sus posibles se cuelga la cadena al cuello y hasta sonríe para la foto!!!
Cada biografía, en última instancia, no es más que la enunciación ordenada de esos aparentemente singulares “posibles” que advinieron como tales en una vida vista como un plano. Los posibles permiten mapear una vida, seguirla como si se tratara de una cosa que anda marcando con sus pisadas “reales” lo real. Lo posible, es asimismo lo irrefutable. La Verdad, en el sentido más desfachatadamente sustancialista, es lo constatable, aquello que no puede fácticamente modificarse ya (aunque nuevamente resalto que siempre se dispone de la posibilidad de la interpretación y sus “maleabilidades” hermeneúticas a través de las que decir sentidos siempre nuevos aunque no ilimitados en número sobre un mismo hecho, esto para bienestar y larga vida de los psicoanalistas). Siempre puede “des-relarse” un relato y de esto tenía bastante para decir el por mí recordado dramaturgo rosarino Jorge Vidoletti.
¿Si hay elección de nuestros posibles?
Mi tentación a una respuesta radicalizada me muerde los talones.
Diría “-No”.
Digo “-No”.
No parece haber demasiado de libre elección en los posibles. Hay algo de pseudoelección, si se quiere. De cierto “natural” escoger que, finalmente visto con mirada aguda, no es tal. Pero esto es discutible. Aunque me inclino a ver la elección de nuestros posibles mas bien como un menú de opciones (que puede ser más ancho para algunos y muy estrecho para otros, o variar para la misma persona a lo largo de su vida) pero opciones al fin, que esperan como tales, ser optadas. Se opta, no se elige. Y se esas opciones se siembra el terreno de la posibilidad.
Optar es propio de la logicidad de lo posible.
No se trata aquí, de modo alguno, de libertad.
Cualquiera podría intentar comenzar a refutar lo anterior diciendo que ha elegido su oficio, su carrera, ha elegido tener el color de su perro, escogió una esposa, su casa, su hijo, ha elegido sus viajes, su barrio para vivir, su periódico para leer, ha elegido su partido político a quién votar, su presidente, su marca de auto, el tabaco que fuma, el vino que bebe… y así, un sinfín de elecciones que podrían ordenarse por el grado de trascendencia con que cada uno las ubica en el mundito de sus valoraciones personales -dado que la elección de un programa favorito de TV no estaría en la misma casilla de la elección de una pareja, bah, eso creo aunque he visto algunos casos que bien podrían desmentir esta jerarquía-. Elegir no es un verbo justamente exento de matices, pero elegir es muy otra cosa que abrir el menú (haciendo como que no se abre, claro está, no vaya a ser que la mirada de los otros advierta mis esclavitudes a los destinos preformateados). Pero vuelvo a hacer notar que optar no es elección. Porque se opta siempre desde un “disponible”, y de ese disponible surge y emana lo posible. Sé que suena duro para los cultores del “Yo decido”, “Yo elegí”, “Yo he sido libre”, pero en lo que hace a elecciones estrictamente hablando, hay mucho menos de libertad de lo que suponíamos aquellos que hemos crecido con el Existencialismo aún demasiado cercano a nuestras espaldas. Ya no se trata de pensar en seres cuyas libertades están histórico-social-económicamente situadas. Se trata de que eso que llamamos “libertad de elección” se llevaba de maravillas con la ilusión de un sujeto fuerte, autocentrado, decididor, prevalentemente racional, en estado de control, afirmado en su conciencia, identitariamente siempre igual a sí mismo. Rasgado este modelo de sujeto quedaron a la vista las hilachas sueltas no ya del sujeto mismo, sino de su sujeción. Sujetado a su desconocido caos interno, débil ante el poderío inmanejable de sus pasiones, frágil ante el espectáculo de los valores dominantes siempre en estado de reciclamiento, descentrado de sí mismo, sumido en múltiples “opciones de ser y hacer”, deshegemonizado por saberse sujetado a condicionantes inmanejables (los escenarios económicos, su inconciente, los valores duros aún vigentes, su propia neurobiología desconocida, sus ignotos vaivenes químico-cerebrales, etc.) este sujeto ha dejado de serlo para pasar a ser un sujetado sujeto a la información de sus sujeciones pero sin poder hacer con ellas no mucho más que cargarlas, como la roca de Sísifo. Lejos de controlar este multiuniverso contextual e íntimo que los configura, los seres del siglo XXI reorganizan su libertad perimetrándola en opciones: elegir un nickname para jugar a las identidades, optar por una marca para creer que se está eligiendo un objeto, o más lejos aún, escoger un estilo de vida creyendo elegir un modo de existir.