Wabi Sabi
Nada es permanente, nada es completo, nada es perfecto
Hace poco me crucé con una noción oriental (otra más
de entre las que afortunadamente me han ido “encontrando” a mí a lo largo del
tiempo). Se trata de Wabi Sabi.
Como suele ocurrirme en todos estos casos,
inmediatamente noté que no contaba con ninguna referencia en mi limitado mapita
de ideas-representaciones que lograra siquiera arrimarme a los alrededores
semánticos de ese concepto. En mi camino hacia develar este nuevo enigma
oriental y motivada por ese inicial extravío des-orientante -resumible en un
“qué-diablos-puede-querer-decir-esto”- fui encontrando una maravillosa serie de
referencias sobre la idea de Wabi Sabi.
Wabi Sabi resume tres simples verdades sobre la existencia,
verdades que, no por su simpleza, nos resultan del todo plenamente
comprensibles ni mucho menos
rápidamente aceptables.
1-Nada es permanente
2-Nada es completo
3-Nada es perfecto
A primera vista, estos enunciados
constituyen una tríada de verdades relativamente simples.
Pero aún suponiendo que efectivamente
estas tres aseveraciones sean verdaderas, no resulta nada fácil tolerar las
consecuencias que implica aceptarlas: continuamos penando por el apego a
aquello que se niega a permanecer, insistimos en armar completudes imposibles,
y más de una vez tenemos una muy baja tolerancia a la frustración que nos
produce toparnos con cualquiera de las muestras irrefutables en las que lo
imperfecto se nos muestra con todo su impudoroso esplendor.
Nada permanece, ni es completo, ni es perfecto. Y aún así, a sabiendas de todo ello, la intensidad siempre nos espera por ahí, microscópicamente agazapada, para sorprendernos gratamente y dejarnos suspendidos por un instante entre la nostalgia, la belleza y la plenitud de lo indecible. Bienvenidos al universo Wabi Sabi...
-La permanente impermanencia
Desde que el “Oscuro de Efeso”, allá por el lejano
siglo VI a.C., observara que no hay ente que escape del devenir, ni del cambio
y ni de la fluencia, pues no resulta ni nuevo ni sorprendente afirmar que nada
permanece. Sin embargo, en la práctica, integrar esta idea en la vida
cotidiana y en nuestras relaciones afectivas no parece ser cosa sencilla. O acaso hay alguien que no haya
sufrido por un amor finalmente desalado que en su momento fue percibido bajo el
aura de lo mágicamente eterno? A cierta edad y pasadas ya algunas experiencias,
damos por sentado que no es posible mantener la pasión en su pico más alto por
mucho tiempo (de hecho, nuestros fantásticos neurotransmisores colapsarían si
produjeran de manera continua dosis masivas de dopamina, norepinefrina o
serotonina). Las pasiones, aún aquellas que deseamos sean inextinguibles,
decaen. No podemos sostenernos por mucho tiempo en la cresta de la ola
pasional, aún si así lo quisiéramos.
En otros planos de la vida las manifestaciones del decaimiento
producido por la conjunción entre impermanencia, materia y tiempo tampoco es
algo fácilmente negable. No sólo no hay “salud absoluta”, sino que
indefectiblemente se va tropezando con los signos de la decadencia corporal,
más tarde o más temprano. No importa cuan patéticamente desesperadas sean las
ansias vanas de conservar la juventud, el esplendor que irradia una mirada a
los veinte años irremediablemente se va perdiendo con el curso del tiempo... y
no hay lifting ni botox ni hilos de oro que puedan devolver esa chispa de
mocedad definitivamente extraviada entre las decenas de calendarios ya pasados.
Admitimos que el estado físico “saludable” no es una constante, tanto como
sabemos que la enfermedad y la muerte rondan por doquier. Sin embargo las
formas de decadencia del cuerpo, la vejez, y la cesación de nuestra existencia
o de la quienes nos rodean no son asuntos para los que estemos nunca demasiado
bien “preparados”.
Del mismo modo, aunque en otro plano,
los objetos tampoco permanecen. Sea el dinero que se suele ir más rápido de lo
que viene, sea el lustre de aquel mueble de madera que alguna vez brilló y
décadas más tarde va opacándose aunque nuestra percepción apenas lo note
cotidianamente.
Por lo tanto, si algo sabemos que permanece, es la
impermanecia... independientemente de que podamos o no soportar en nosotros
mismos y/o en lo/los que nos rodean los efectos de esta afirmación.
-Incompletudes varias
De igual modo es innegable que nada está completo,
ni lo estará ni lo estuvo jamás. Nuestras completudes suelen ser imaginarias,
fantaseadas o anheladas, pero raramente ratificadas por lo fáctico.
Al respecto, recuerdo que Deleuze juega con una
metáfora muy interesante y apropiada para revertir la negativizada idea de que
lo incompleto es algo “poco deseable”. Imaginemos un tablero-rompecabezas de
completamiento compuesto por figuras fragmentarias móviles de cuyo ensamble
debería surgir una imagen finalmente completa. La clave de este tipo de puzzle
es que, a fin de
permitirnos el movimiento de las piezas, siempre debe quedar una casilla vacía…
vacío e incompletud estructural que, justamente, es lo que permite que el resto
de las piezas se muevan, hallen su lugar, cambien de posición y logre armarse
la figura. Sin la casilla vacía, sin esa no-completud, sería inimaginable el
movimiento en base al cual crear una forma posible. Todo muy bien hasta aquí,
verdad? Pero, hace una década atrás nos preguntábamos en los seminarios sobre
“Filosofía del Vacío” quién realmente soporta el vacío sin que esa casilla vacante le
genere angustia? En la historia del pensamiento occidental, el vacío tuvo
siempre mala prensa: fue asociado durante siglos con la ausencia, la ausencia
asociada a su vez con la incompletud, y la incompletud subjetivamente ligada
con la angustia. Hacia el siglo XVII hubo incluso una expresión que, en
aquellos días, operaba como un principio dogmático en la ciencia y a través del
cual se ratificaba ese pánico a “lo que nos falta”, a la nada. Me refiero a la
noción de “horror vacui”.
La incompletud no muestra reparos a la hora de
morderle los talones a cualquier item de nuestra (interminable) lista de
idealidades. Si tenemos una pareja, ni él ni ella han de ser completamente lo
que anhelábamos; si conseguimos ese ansiado empleo que siempre quisimos, la
imaginería ideal contrastará en no pocos aspectos con la realidad desidealizada
del dia a día laboral; si tenemos hijos –aún siendo hijos deseados, queridos,
amorosamente buscados- los devenires de las relaciones paterno-filiales se
parecerán más a un camino sinuoso donde las afectividades combinaran momentos
de inimaginable alegría junto con otros de tono emocional amargo, desencantado
o frustrante.
Y es que los eventos más aufóricamente dichosos que
hemos atravesado en la vida no son del orden de lo completo. En todo caso, si
tenemos algo de suerte y enfocamos la cuestión con un tono existencial
vitalista, sí serán del orden de lo intenso… pero eso es muy otra cosa. Allí
donde la intensidad no requiere de completudes, la idealidad sí. No existe
“ideal” que logra acercarse a su propia
realización debe a la fuerza dejar fuera de sí la completud maravillante
que lo alimentaba mientras aún era parte de nuestras ensoñaciones. La ausencia,
la casilla vacía, lo “que falta”, el vacío, la falla, todo ello es parte de la
imposible completud. Lo real es incompleto. En compensación, la incompletud
estructural nos obsequia un tornasolado abanico móvil de intensidades,
intensidades que serán por siempre desconocidas para los idealistas practicantes
del frío y petrificado culto a la idealidad.
-Imperfecta-mente
Aunque nos repitamos como un mantra que nada es
perfecto, nos comportamos con una pueril actitud semiimplacable con todo
aquello –o aquellos- cuya imperfección se nos aparece frente a todos y cada uno
de nuestros sentidos. Esto, comenzando por el esfuerzo sisífico que es medirnos
a nosotros mismos con la inalcanzable vara de una perfección cuya búsqueda
obsesiva puede resultar desde agotadora a enfermiza.
La búsqueda de la perfección como una asíntota que de
antemano se nos presente como una sana aspiración (cuya realización total
imposible no invalida en modo alguno el esfuerzo válido de trabajar sobre sí
mismo para tender a una mejora continua de quienes vamos siendo) es algo bien
diferente de la obcecada presión que puede imponer un ideal de perfección que
logra mantener su ilusorio poder bajo la luz distorsionadora que proyecta aún
cierta persistente idealización infantil. Idealizar es un proceso mental
completamente lógico y esperable mientras somos infantes. Es de esperar que con
el advenimiento de los años, nuestra racionalidad se afile y pula, y a través
de ella nos despojemos de las caprichosas deformaciones idealistas a fin de
transmutarlas en aspiraciones con sustento en lo real. Sin embargo, este
proceso pareciera no producirse en la mayoría de los adultos, quedando de esta
manera anclados a imágenes perfectas elevadas a la categoría de “mitos
personales” que, de poder ser sometidas a un reflexivo análisis racional, se
derretirían como las alas de Ícaro… y caerían a la dura realidad sin piedades
mediadoras.
Somos mejorables, por ser imperfectos.
Somos un work in progress porque no estamos finalizados.
Somos una potencialidad realizable porque nuestra
identidad es pasible de ser enriquecida, nutrida, expandida.
Somos elevables porque no nacemos como seres
consumados.
Somos aspirantes a una excelencia en nuestras obras y
acciones porque hay infinitas vetas de nuestra individualidad que requieren
pulido, trabajo, esfuerzo, desarrollo, superación, .
Somos resilientemente reparables porque podemos hacer
del daño, el dolor, la adversidad, la equivocación, una oportunidad para la
virtud del saber aprender.
Somos la posibilidad de un esplendor transitorio
porque podemos arrojar luz hasta hacer arder nuestras oscuridades, hasta ser
los fénixes renacidos de las cenizas en las cuales sepultar nuestras más
neuróticas penumbras.
En suma, somos todo lo anterior por obra y gracia de
nuestras benditas imperfecciones.
-Wabi Sabi, una microestética de vida
Wabi Sabi es el modo profundo a través del cual se manifiesta,
no sólo el saber veritatitivo de estas tres afirmaciones que acabamos de
exponer, sino también una forma sensible de aceptarlas, apreciarlas,
experimentarlas, habitarlas.
Se trata de una estética de vida. Un sensible y
apacible estado de la mente que podemos alcanzar no sólo con el pre-requisito
de aceptar estas tres básicas verdades, sino apreciando ocasionalmente ciertos
minúsculos instantes. Quien entra (o cae) en estado de Wabi Sabi
redimensiona corpúsculos de la realidad: lo que para otros es
irrelevante, no-visible, insignificante se vuelve microscópica belleza
conmovedora.
La experiencia de Wabi Sabi es una experiencia en slow motion.
La mentecuerpo deja de estar disociada, y de ese modo, lo que
vemos es re-visto en su apariencia y más allá de esta.
Se dice que el estado en que nos
sumimos bajo la belleza del Wabi Sabi es
imposible de ser explicado o verbalizado. ¿Quién puede “decir-hablar-relatar”
lo que ha vivenciado al tocar con la yema de los dedos las páginas de un viejo
diario personal escrito por una abuela amadísima cuya existencia acaba de
apagarse? ¿Quién puede describir con precisión lo que ha sentido en ese
instante sublime en que ha sido testigo visual involuntario de la caída de la
última hoja seca de aquel árbol bajo el cual la infancia propia alguna se
escurrió mansamente? ¿Quién puede usar signos linguísticos para poner en
palabras la última mirada con la que “dialogamos” -sin pronunciar un solo
sonido- con ese ser que hoy ya no continua en este espacio-tiempo en el que
nosotros aún pervivimos?
Wabi Sabi es una sensación provocada por la súbita percepción de un
fragmento, de una pequeñez, de una insignificancia que cobra una relevancia
inesperada.
Y es más que eso. Entregarse a esa
sensación presupone haber internalizado la relevancia vital de aquellas tres
verdades con las comenzamos este post. Pero asimismo, se trata de algo que
escapa a la mera adquisición de esos saberes, se trata de algo que excede el
límite de la mente para comprometer todo nuestro extenso aparato sensible. Esas
tres verdades incorporadas desde el punto de vista lógico-racional, se vuelven
vivencia sensorial. Enclaje entre saberes, sentires, memorias, emocionalidad.
Desantinomización de superficie y profundidad, de neuronas y epidermis, de
pensamiento y sensación.
Wabi Sabi es saber-sentir, pensar-experimentar sin que haya una división
entre ese saber y ese sensación, entre ese razonar y su concomitante experiencia
sensible donde el razonamiento se ratifica y amplifica.
-La memoria de un vestigio (o los
vestigios de la memoria)
En la estética Wabi Sabi cada pequeña cosa cuenta, cada microscópica presencia se torna
flujo de memorias entre nostálgicas y apaciguantes. Un diminuto detalle
aparentemente insignificante estalla con una calma tal que nos atrapa y nos
mece.
En un universo atestado de infinitos
perceptos a los cuales jamás podríamos “atender” en forma total, de pronto algo se recorta y toma relieve, una cosilla se desmarca
transformándose en una especie de molécula de agua a través de la cual vemos en
aumento lo que nadie (ni siquiera nosotros mismos en otro estado) podría ver.
No se trata de un fenómeno alucinatorio ni de un efecto de deformación de lo
real, sino todo lo contrario: de lo que se trata es de un detenimiento
infrecuente que nos deja prendidos como una abrojo humano de un detallito
absurdo, de una nadeidad que usualmente habríamos pasado por alto. Esa
astilla de realidad es hiperrealista, de hecho. Y producto de esa percepción
fugaz y atomizada de algo (el percepto puede
ser un sonido, un olor, la esquirla parcial de una imagen, etc.) entramos por
unos instantes brevísimos en un mundo minimalista que nos abre la ocasión para
rememorar y sentir.
En estado de Wabi Sabi quedamos como “colgados” de una nimiedad, incapaces de explicar
con exactitud todo lo que se mueve internamente en tan poco tiempo y por tan
fugaz estímulo.
Esa ráfaga tan inesperada como
inaprensible de un perfume, esa nota musicial perdida de su pentagrama, ese
pedacito ínfimo cuya fracción anuncia un objeto que jamás veremos por completo,
todo ello opera como un transporte: nos lleva “hacia adentro” y “hacia atrás”,
pero también nos asoma a un intuitivo “hacia delante” y “hacia afuera”. Se
trata de algo que con una deliciosa nostalgia sin palabras nos devuelve al aula
de nuestra escuela, o a la cocina de la abuela, o a las ásperas manos tan
seguras como protectivas de nuestro padre, o al primer libro de cuentos que la
voz de nuestra madre nos hubo leído, o a los besos de un amante inolvidable, o
a la risa de aquella amiga cómplice de correrías juveniles. Lo que gatilla
el Wabi Sabi es algo mínimo que, sin
embargo, maximiza nuestra conexión con lo rememorativo. Es algo frágil
incluso, escaso, exiguo y no por ello menos fuerte, embargador, pleno.
-Fugacidades en el ciclo de la vida
y la muerte
Puede ser la forma curiosa de un
rústico trozo de madera, un pétalo que se ha escapado perdidamente de su
corola, la delicada transparencia del papel de arroz, el murmullo de un modesto
e ignoto arroyo cercano a la montaña, la breve presencia aérea del sonido de
una guitarra que suena quien sabe dónde, un color imposible de ser humanamente
concebido pintando súbitamente el cielo de una tarde cualquiera, la armonía de
una lluvia viajando sencillamente por el vidrio de una ventana. Todas éstas son
expresiones de pequeña belleza transitoria que pacientemente aguardan a que
nuestros atareados sentidos las descubran pese a su inherente fugacidad y su
frágil finura.
El Wabi Sabi combina la atención al
fragmento impermanente y sencillo con la intimidad insondable de nuestros
laberintos de memorias. Y esa combinación se produce, no de un modo
entristecedor, sino calmo y sereno, haciendonos converger en el mismo proceso
existencial donde el fragmento va fluyendo hasta, incluso, desaparecer. La gota
de lluvia no caerá de nuevo, el aroma no estará en el aire un minuto más tarde,
el pájaro aquel que ni siquiera alcanzamos a ver no volverá a cantar en ese
instante preciso en que quedamos conmovidos por la repentina armonía de su
melodía. Nada de esto volverá a pasar, y nosotros no podremos replicar esa
bella turbación sensible pues, por definición, nos movemos en un mundo
heracliteano donde ni las aguas del río son las mismas, ni los que nos bañamos
en ellos tampoco. Todas y cada una de estas fugacidades se inscriben dentro de
la circularidad propia de los procesos de la vida y la muerte. De allí que la
experiencia Wabi Sabi no sea apenas una vivencia sobre la
fragmentariedad sino más bien una experimentación temporalmente opuesta a la
duración que, sin embargo, nos remite indefectiblmente a los ciclos vitales, a
lo que es y está pero dejará dejará en algún
momento de ser y estar.
En Wabi Sabi se conjuga lo que aquí y
ahora certeramente vibra con lo que perderá su pulso en el porvenir inmediato,
desapareciendo. De allí que la sensación de Wabi Sabi tenga un dejo de nostalgia, o incluso pueda dejarnos
ocasionalmente con una serena minimelancolía. La película “Belleza
Americana” (American Beauty) retrata un perfecto
momento Wabi Sabi en la anodina filmación casera que realiza uno de sus
protagonistas de una insignificante bolsa de plástico moviéndose en y con el
viento. La expresión del protagonista y de la joven a quien muestra el anodino
video ilustran de manera impecable un estado de Wabi Sabi.
Los fragmentos nimios de los que
transitoriamente a veces nos quedamos prendidos pueden metaforizar la
intensidad de la expansión pero no menos su reverso contráctil. Una
microporción de lo real puede ponernos en contacto involuntariamente con la
plenitud de lo inabarcable a través del prisma de cualquiera de sus
diminutísimas partículas. Una gajo sensorial desprendido al azar de quién sabe
donde nos recuerda la impetuosa velocidad de crecer junto a la lentitud
desacelerante de lo que va pereciendo. Una fracción de materia nos pone frente
a la fascinante cualidad creativa de lo habiente, y a su no menos maravilloso
retorno descompositivo que la conducirá a terminar siendo una mota de polvo en
el espacio. Un grano de sal nos cuenta sin palabras no sólo sobre la profunda
fuerza incansable del océano, sino también sobre la liviandad de la espuma cuyo
destino final es invisibilizarse en la orilla. Ciclos y más ciclos en donde el
retorno, la creación, el origen y el final giran unos trás otros sin mucho más
propósito que el de extasiarnos a aquellos que, locamente, gustamos de
atravesarlos con los ojos a veces encandiladamente abiertos, inquietos,
interrogantes… y otras serenamente entrecerrados, apaciguados, reservados.
-Historia de dos palabras
Originalmente, la palabra “Wabi” aludía a la idea poética de la
tristeza y desasosiego que acompañan a aquellos que deciden vivir en una
soledad vigorosamente introspectiva y para ello resuelven efectuar un
transitorio “retornar a la naturaleza”. Es necesario resaltar que se trataba de
una noción que refiere a una soledad autolegida, completamente voluntaria,
similar a la que Nietzsche describe en su Zaratustra resuelto a vivir en el
aislamiento de la montaña, o a la que efectivamente llevó adelante Henry David
Thoreau en el bosque cercano a Walden Pond, rehusándose a comparecer ante los
parámetros sociales mansamente aceptados: “Fui a los bosques porque quería
vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver
si no podía aprender lo que ella tenia que enseñar, no sea que cuando estuviera
por morir descubriera que no había vivido.”
Definitivamente Thoreau fue un Wabi person: alguien que “es quien es”, que vive
acorde y armónicamente consigo mismo es un individuo Wabi.
Alquien que no se encuentra autoresentidamente
insatisfecho consigo mismo, es un individuo Wabi.
Alguien que sabe y puede vivir en paz con no
demasiado, sin quejarse victimizadamente de su destino, sin culpar a otros de
su sino, alguien que sabe dar lo mejor de sí en medio de la circunstancia que
le toque ir viviendo, es un individuo Wabi.
Alguien que aprende a manejar lo antes y mejor
posible cualquiera de sus “desbordes” sin ser controlado ni por la ira, ni por
enojo, ni por el ansia de poder, ni por la frustración, haciendo un esfuerzo
interno por apaciguar estas desagradables muestras de exceso, ése que trabaja
duramente para ser mejor y dar o mejor de sí mismo cada vez y en cada
circunstancia, libre de lo que Spinoza llamaría “pasiones descompositivas”, es
un individuo Wabi.
En virtud de lo anterior es que existió una antigua y
natural conexión entre la filosofía samurai y los estados de Wabi Sabi (conexión que no exploraremos en este
post pero que esperamos poder indagar a futuro).
Etimológicamente, Wabi
significaba asimismo "frío", también "delgado",
“desolado” y/o "marchitado". Sin embargo, la raíz “wa” viene al rescate de estas
significaciones sombrías dado que aquélla refiere a la idea de “armonía”,
“paz”, “tranquilidad”, “equilibrio”. Cuanto más atrás vamos en el tiempo,
mayores son las connotaciones negativas (habrá que esperar hasta el siglo XIII
y el XVI para ver variaciones significativas en eéste término). En efecto, “Wabi”
solía ser aplicado en forma peyorativa dada esa asociación primigenia
con la falta de alegría, la sensación de desolación y lo que está en proceso de
transformarse en marchito. Paralelamente se le añade a este significado originario
una cierta crítica velada al mal gusto de quienes practicaban en aquellos
tiempos la ostentación como vidriera de su vulgaridad, de allí que antiguamente
se encuentre reforzado el nexo de la palabra Wabi con los que poseen poco y llevan una
vida sencilla. Wabi
fue así desplazándose lentamente hacia cualidades que el budismo considera
positivas pues aluden al desprendimiento de la ilusión material y al desapego
de lo terreno.
Por su parte, “Sabi”, también es una expresión cuyas connotaciones han ido
variando a lo largo de los siglos. Literalmente su significado podría
traducirse como “el florecer del tiempo”. Desde este punto de vista “Sabi” refiere a la forma en que todo ente
natural se desarrolla, alcanza un esplendor, comienza a atravesar etapas en las
que “pierde su chispa”, se desluce. Sea encanecer o enmohecerse, todo lo
viviente va perdiendo brillo con el paso del tiempo. La belleza y su breve
momento de florecimiento, es ineluctablemente algo fugaz. “Sabi” irá así siendo asociada a “envejecer”, abriendo un
acercamiento semántico con los procesos inherentes al final natural de todo
ciclo vital. Hacia el siglo XIII “Sabi” evocará, asociativamente, una forma particular de
placer hallable en las cosas que van poniéndose viejas, que van perdiendo
lozanía, que van difuminando su color, se “oxidan”. Aplicada a los objetos, la
palabra “Sabi” se
usará, sin embargo, para referirse a aquellas cosas que con los años cobran
atractivo, no pierden su elegancia, y ganan en dignidad o valor. Un detalle
interesante es que algo “Sabi no puede ser adquirido a través de una compra. Se
trata más bien de una especie de “regalo” –simple y modesto, pero peculiarmente
bello- que el tiempo nos ofrece como efecto testimonial de su paso.
De este modo, los objetos Wabi Sabi son bañados por el aura de una sutil
nostalgia, del mismo modo en que pueden ser cosas que en su proceso de
construcción o elaboración resultaron singularmente imperfectas o incompletas,
dotando a tal objeto de una gracia inimitable. El desgaste o los efectos de los
arreglos que se efectúan con el fin de reparar piezas rotas pueden bien
destinar a esa misma pieza a ser un potencial Wabi Sabi. Y nuevamente retornamos a nuestro
inicio: un objeto Wabi Sabi es serenamente apreciado y apreciable no por su perfección, no por su
completud lozana, no por su imperturbabilidad ante al paso del tiempo.
Justamente se le apreciará por todo lo contrario: por sus cualidades
imperfectas, por sus inimitables fallas de origen, por las marcas insutiles que
la edad le imprima, por la impermanencia que se hace evidente ante la
posibilidad de su rotura parcial o total, por su constancia en recordanos que
cosas y seres existen, y como parte indiscernible de esa existencia, alguna vez
dejarán de existir.
-Individualismo Wabi Sabi
En japonés, Wabibito es el nombre que se le da a la persona Wabi Sabi. Wabibito es el individuo que experimenta el Wabi
Sabi.
Recordemos que, en concordancia con lo que
representa, la experiencia Wabi Sabi es rotundamente intransferible, es única e
irrepetible. Por ende, jamás puede hablarse de masa, grupo, colectivo, manada
y/o muchedumbre cuando se trata de Wabi Sabi. El Wabi Sabi es siempre y estrictamente algo propio de un
individuo.
Wabibito es un término que abarca no sólo a quien vivencia Wabi
Sabi, sino que se lo
emplea como expresión para definir a todo aquel que puede vivir bien. Y “bien”, en este contexto, debe ser entendido
como un estilo de vida prevalentemente sereno, con un balance existencial en el
que la apacibilidad es siempre mayor que la desdichas propias de la desmesura
flemática. Ser capaz de un buen vivir, implica aquí haberse apartado todo cuanto más se
pueda de la deformada y enfermiza actitud de alimentar resentimientos u odios. Bien, indica asimismo que ese individuo no
alberga pasiones vengativas, ni anda rumiando iras, ni desparrama quejumbrosas
lamentaciones sobre su existencia. Y si cualquiera de estas humanas –…demasiado
humanas- inclinaciones
le acaecieran, trata de inmediatamente apartarse de las representaciones con
que aquéllas vienen asociadas, poniéndoles un coto inmediato que les impida
crecer y provocarle mortificaciones de cualquier índole. En este sentido, un
individuo Wabibito
sigue de alguna forma los sanos preceptos del antiguo estoicismo greco-romano,
sin saberlo. De allí que un Wabibito aprecie y cultive la tranquilitas animae
(tranquilidad del alma) por
encima de cualquier forma de intemperancia que lo aqueje o lo amenace alterar.
No es de extrañar, que el individuo Wabibito se las arregla para vivir con poco, sin
necesitar demasiado. No se trata de la moderna condena al consumo ni al
bienestar. Se trata de un asunto más antiguo y de tipo ético: saber dónde
parar, dónde decir basta, hasta dónde vale la pena ambicionar, saber como
administrar lo que se tiene (cuando se tiene) y administrar lo mejor que se
pueda igualmente la escasez (cuando no se tiene). Es más un ejercicio de
atención moral en la que uno es llamado a cuidar de sí mismo evitando los
problemas propios de cualquier exceso. El punto aquí es la demasía como exceso,
o el exceso como signo de desborde antiético capaz de atentar contra la tan
apreciada y antemencionada tranquilitas. Pues si el exceso de quien ambiciona más de la
cuenta hace que el sosiego se pierda, entonces es conveniente revisar donde
habría que detener la ambición. Insistamos en que el asunto aquí no es que ambicionar sea inapropiado ni algo malo
en sí mismo, sino que es preciso estar alerta respecto del riesgo de excederse
y extraviar la serenidad en esa desmesura.
-Lejos de la obscenidad del poder
Algunos autores han asociado –erróneamente- el Wabi
Sabi al mito buenista
de la “sana pobreza”. Pues no se trata de venerar la pobreza sino más bien de
administrar adecuadamente lo que se tiene. El Wabi Sabi trata de remover de nuestras
valoraciones el terrible peso que impone la adquisición febril de objetos, pero
no porque consumir sea tampoco inherentemente “malo” ni porque los objetos
producidos tampoco lo sean. Muy por el contrario, algunos de estos objetos nos
permiten simplificar nuestras cotidianas pesadumbres… yo sin ir más lejos,
jamás podría estar dedicada durante el tiempo que me insume escribir este
artículo si un tecnológico objeto llamado “lavarropas” no estuviera lavando la
ropa por mí, o sin un horno que esté cocinando la comida por mí, o sin un trozo
de queso que iré a comer en un rato sin necesidad de tener que ir al río a
lavar, al bosque a juntar leña para calentar alimentos, u ocuparme de una vaca
de la que obtener los lácteos y derivados que consumo. Ergo, la tecnología y
los logros civilizatorios, lejos de ser demonizados, han de ser apreciados como
cómplices necesarios para liberar energías que podemos destinar a otras
acciones más plácidas, más gratificantes, más elevadas.
El punto de la sencillez y la simpleza alude a evitar
(o al menos no caer en la trampa) de que los objetos de consumo pueden
transformarse en una meta en sí misma, pues una existencia completamente
focalizada en consumir difícilmente pueda evitar terminar consumiéndose a sí
misma, conduciendo así a una frenética desmesura.
De lo que sí se trata es de manejarse éticamente
respecto de la riqueza, sobre todo cuando ésta se vuelve obscena acumulación
indecente de dinero, o cuando es evidente que estamos frente a una adquisición
de bienes mal habidos. Sea en el antiquísimo Japón del siglo XV con sus señores
feudales omnipotentes, o en nuestros países actuales infectados de una casta
política parásita y desvergonzadamente corrupta, la problemática del ciudadano
común era similar: cómo preservar la libertad individual del control de los
burócratas, cómo trabajar y ganarse el pan con dignidad sin que una banda de
mafiosos en control del aparato gubernamental le exijan pagar tributos
(tributos que lejos de llegar a ser un aporte colectivo para paliar las
necesidades de los que menos poseen terminan en los bolsillos de los
funcionarios), cómo vivir en paz sin la prepotencia del poder respirándole en
la nuca.
En Oriente, la respuesta a ello fue la actitud del
individuo Wabi Sabi:
simpleza, vida solitaria, austeridad, actitud contemplativa, alejamiento de toda fuente de
poder central. La vanalidad patética de los poderosos -cuyo patrimonio era
directamente proporcional al mal gusto inelegante con que ostentaban sus
riquezasde tramposa procedencia- fue una crítica política tácita propia de los
esos estoicos orientales que fueron los Wabibitos.
-Cuida tus bienes, sé agradecido
La actitud Wabi Sabi hacia los bienes o los objetos, hacia el trabajo, o
hacia los vínculos y relaciones que traman nuestra cotidianeidad podria
sintetizarse en cuidar, valorar y agradecer lo que se tiene. Cuidar lo que hay,
sea escaso, poco o justo; siempre apreciar a aquellos que –habiéndolo así
decidido voluntariamente- nos rodean en nuestra vida; y ser generosamente
agradecido por lo que vamos pudiendo lograr.
Dado que nuestro tiempo vital es escaso, limitado
-e incluso a veces trágicamente breve- es saludable propiciar momentos en los
que detenerse. Bajar un cambio en la velocidad. No es necesario volver a
las cuevas prehistóricas, ni caer en la la estupidez del protagonista de “Into
The Wild” (me
disculparán aquellos que han gustado de la historia o de la película). No. Se
trata de ser sabio, no un rebelde que comete tantas imbecilidades que
finalmente como conscuencia termina con aquello que “decía” más amar: su propia
vida! Aunque por supuesto, nadie debe impedirle cometer a nadie cuanta
imbecilidad se le cruce por la cabeza, en tanto y en cuanto no atente contra
los derechos del resto de los individuos.
La perspectiva que abre Wabi Sabi obliga a revisar nuestra existencia
como principales y únicos administradores del (más escaso) bien, que es nuestra
irrepetible existencia.
Una existencia desperdiciada, malograda, quejumbrosa,
agresivamente voraz de poder, sub-realizada, enfermiza, fanatizada bajo
cualquier forma de colectivismo rebañizante es un insulto a la maravillante
posibilidad que tenemos de estar, aquí y ahora, vivos.
Por eso mismo una vida extraviada en el mareo de
los excesos es, así, una existencia mal administrada. No importa que esos
excesos se llamen borrachera, fanatismo religioso o politico, estupidez
ideológica colectiva, workaholism, vagancia crónica, o el irrefrenable deseo de
complicarse la vida complicándosela malignamente a los demás. Todos esos son
modos de expresión del exceso. Y en la medida en que cualquiera de ellos nos
aleja de una inteligente y mesurada administración de nuestro frágiles y
limitados recursos vitalistas, es sencillamente, una reverenda cagada para sí
mismo y para los otros.
-¿Conectividad solitaria?
En estado de Wabi Sabi, nos descolectivizamos. Somos más
individuos que nunca… y sin embargo estamos en una intensa conexión con la
existencia. Lo cual, por otra parte demuestra una vez más, que el respeto
que debemos tenernos como individuos únicos y singulares, lejos de aislarnos
atómicamente, nos lleva a conectarnos con nuestro entorno de una manera más
profunda y significativa.
Sin embargo, desde ya, el factor “soledad” aparece en
estado de Wabi Sabi
claramente.
Es preciso en este punto aclarar que se
trata aquí de una soledad que se aparta transitoriamente del vértigo de las
superficies para re-conectar a ese particular sí mismo con la cadena de
nimiedades con que su irrepetible existencia fue configurándose. Y en ese
encadenamiento, lejos de estar temerosamente solo, se reencuentra a través de
una soledad rememorativa con seres, cosas, sensibilidades que lo devuelven a su
silente mnemo-biografía.
El Wabi Sabi es una especie de ancla que, no por solitaria, es
menos crucial para darnos un punto de referencia desde el cual saber dónde
estamos, quienes vamos siendo, y cómo “fuimos siendo” hasta llegar a nuestro
laberíntico hoy.
El querido y bien recordado Thomas
Szasz decía que el aburrimiento es la sensación de que todo es una pérdida de
tiempo mientras que, por el contrario, en estado de serenidad, nada lo es.
Siendo así, disponernos a las experiencias de Wabi Sabi como quien se entrega a un extraordinario modo de conjugar
serenidad, conectividad es una inteligente sensación de entrelazamiento con
pedacitos de micromundos que enhebramos de un modo íntimo, personal, y
estéticamente sabio.
En Wabi Sabi la mente es cuerpo y el cuerpo es mente, y en esa
indiscernible sociedad limitada por las reglas del tiempo y el espacio, tales
reglas se sobrepasan, permitiéndonos aceptar con plenitud los confines
personales de esta finita existencia que llevamos adelante junto con la
infinita eternidad de sabernos parte de un universo insondable.
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