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lunes, 19 de septiembre de 2011

Aprendiendo de las pasiones




Aprendiendo de las pasiones





“La única libertad posible se realiza a través
del conocimiento de las propias pasiones”

Baruch Spinoza
Filósofo holandés
(1632-1677)



Tal vez el mayor maestro en el campo de la pasionalidad haya sido el holandés Baruch Spinoza.
O al menos es por lejos, mi predilecto cuando se trata de tomar por los caminos -y precipicios- a que nos conducen las pasiones.

Entrar en los textos de Spinoza conmueve, decía Deleuze. Y cuán cierto!

El conmovido no es sino aquel que se ha otorgado el permiso de ser-movido-de-lugar por una fuerza que sabe que lo excede, que lo puede, que lo toma transitoriamente como delicado rehén. Los conmovidos participan, por decirlo de alguna manera, de una consternación que los modifica.
A veces hay seres que nos conmueven.
A veces hay situaciones que nos conmueven.
A veces hay imágenes que nos conmueven.
A veces hay sentimientos que nos conmueven.
A veces hay filósofos cuyo pensar nos conmueve. Este último es el caso de Spinoza.

Y Spinoza conmueve porque, literalmente, nos mueve de lugar.




-Cuando se quiere ser el mago, y se termina siendo el penoso conejo

Los textos de Spinoza ofrecen respuestas para un mejor vivir, cosa algo infrecuente en estas épocas invadidas por el hiperderecho a la pregunta e inversamente yermas en los terrenos en que debería existir cierta obligación de dar respuestas precisas. La filosofía, cuando escapa en determinados temas a aquello de "dar respuesta" se pierde en una atmósfera de vaguedades de la que no se logra sacar nada en limpio. No se trata de que la filosofía sea útil (eso se lo pueden pedir a un BlackBerry), ni precisa (para eso está el rigor de la ciencia) ni práctica (eso lo esperamos del funcionamiento de la canilla de la cocina) ni cómoda (para eso están las zapatillas viejas). Pero nada de esto impide que la filosofía ofrezca algunas pistas para vivir diferente, después de todo es la crítica audaz del filósofo la que se encuentra en mejor posición para destituir del universo de lo humano la mala siembra, la mentira, los absurdos bajo los cuales se sufre y/o se perece.

La lectura de Spinoza invita, de cierto modo, a preguntarnos sobre ese inasible e inmemorial objetivo de la filosofía que ha sido y es tratar de “saber sobre sí mismo” con el fin de alcanzar un devenir intensamente mejorado. En su invitación, nos ofrece elucidantes respuestas en torno a qué consiste la pasión.

Y, admitámoslo, tal vez la lluvia incesante de libros de autoayuda y la proliferación de toda una cultura de soporte del Yo no estén dando cuenta sino de lo perdidos que estamos respecto de la construcción de ese sí mismo que se escabulle con frecuencia bajo los falsos ropajes del narcisismo. 

Nos hemos sacado los dogmas de la sujeción a un modelo de existencia monocorde... inmenso logro de las subjetividades libertarias. Pero resulta que quedamos desnudos y tiritando ante las coordenadas alteradas que implica que todas las opciones estén abiertas. Si hasta hace casi un siglo atrás "se era quien se debía ser" (o sea, un sujeto sujetadamente homogéneo cuya radical libertad para vivir como quiera era considerada una exigencia sacrílega que atentaba contra el buen funcionamiento de la comunidad) hoy estamos ante el desconcierto del “puedes ser cualquier cosa”. De ahí a la sensación de ligero desamparo identitario no hay más que un paso.

Nadie sabe casi nada de sí mismo. Incluso, aunque se afirme lo contrario.
No avanzamos mucho en este punto desde los griegos en adelante. Y al menos con respecto a la preocupación por saber quién y cómo ser, los presocráticos nos siguen llevando grandes ventajas pese a más de 2500 años de distancia entre ellos y nosotros.

Si corremos un par de cortinas de humo discursivas, aquello que alguien cree saber de sí es puro invento: nos hemos vuelto expertos en discursear frente al espejo un relato de sí convincente para justificar neurosis, escapismos, mediocridades, cobardías, inlucidez, apatía, estupidez.  Los relatos con que nuestro tramposo narcisismo se mantiene de pie frente a ese espejo vanidoso son eso mismo, efectos de un espejismo. De hecho lo más interesante y a la vez trágico es que se puede funcionar desde esos insensatos espejismos!

Claro, hasta que un día los espejismos dejan de sernos funcionales y empezamos de a poco, o de repente, a colapsar.  Entonces una maldita lluvia de meteoros se cae sobre nuestra cabeza y el show de las preguntas tsunámicas no se hace esperar: -Era esto lo que quiero hacer por el resto de mi vida? -Dónde han quedado mis proyectos personales? -Estoy satisfecho con mi trabajo? -Hacia donde estoy yendo? -Es esta pareja con quien realmente quiero pasar el resto de mi tiempo en este mundo? -Quiero pasar mi día en una oficina sintiéndome el engranaje de una máquina que me está matando lentamente? -Es esto en lo que se han transformado mis sueños? Qué vida de mierda estoy viviendo?  


En resumidas cuentas, se quiso ser el mago pero algo le jugó un truco complicado al anhelo y nos descubrimos como un conejo apretado dentro de una galera... mientras, los demás aplauden -con suerte- o encima nos silban por no lucir siempre bien ni hacer las cosas a tiempo. Entonces, como émulos de Michel Douglas, tenemos nuestro "momento falling down" y creemos que estamos al borde de encarnar sin miramientos nuestro propio y demente “Día de Furia”. Ese temor al desgobierno de sí bajo la captura del enojo irascible indica a las claras que no sabemos hasta donde podemos soportar una situación angustiante, ni mucho menos sabemos como poder contrarestarla. En suma, poco sabemos sobre casi nada. Y si supiéramos lo que debemos saber y entender más y mejor, los psicoanalistas habrían dejado de existir como subespecie curadora hace ya largo tiempo, y las editoriales no publicarían para llenar frondosos anaqueles con exitosos manuales para desorientados existenciales.

Qué hacer?
Algunos hacen nada. Casi todos. Tragan saliva y siguen, caminando hacia el calvario de los dromedarios.
Otros estallan. Malamente.
Muchos mandan todo al carajo, sin poder al día siguiente siquiera abrir un ojo de la resaca. 
Un pequeño e insignificante número de seres trata de pensar en las causas de su malestar para intentar el arduo y poco garantizado trabajo de remover las razones del desastre.

Por mi parte creo que tal vez un poco de Spinoza básico nos desmarearía, tal vez nos aporte alguna pista para no llegar a perder los estribos a lo William Foster, y hasta quien sabe tal vez nos quite algo de la nausea que se experimenta ante la fascinación por los recetarios, los ritos de los chamanes de la psique, o las ganancias que vamos dejando los fines de semana en manos de nuestros pseudosalvadores dealers.




-La ira de Aquiles

La ira como pasión furiosa es un asunto muy tempranamente abordado por la filosofía.

Aquiles es objeto de Menis, la cólera de los dioses. Decir que el héroe de Troya es movido por la ira, es decir que sus fibras se mueven enfurecidas por los dioses. Aclaremos que en el mundo antiguo no es lo mismo la ira de los dioses que la ira de un mortal. En efecto, los griegos usaban la palabra “thumos” para referirse a la mera agitación enojosa de los humanos, diferenciándola de ese modo de “Menis”, la ira divina.

Aquiles encolerizado tal vez haya sido uno de los ejemplos más citados de iracundo actuando fuera de sí. En su caso, la ira se enciende cuando la esclava Briseida le es arrebatada por Agamenón. Aunque el máximo momento de desborde debe situarse ante la experiencia de la muerte: el héroe descubre que su amado compañero Patroclo había caído muerto en batalla bajo la espada de Héctor y estalla furioso. A los gritos exigirá a Héctor que se presente a luchar cuerpo a cuerpo. Aquiles quiere venganza. Una venganza que no le devolverá el pulso a su querido Patroclo. Venganza siempre inconclusa, haga lo que haga, incluso hasta cuando destruya el cuerpo de Héctor con sus armas y lo arrastre impiadosamente alrededor de los muros troyanos. 
La ira perniciosa del héroe de “La Ilíada” ha sido analizada muchas veces por el ojo filosófico, alertando casi siempre sobre lo mal que pueden guiarnos las pasiones en sus arrebatos aunque el elemento racional (justificativo, digamos) también pueda observarse en ese comportamiento violento.

No se trata de deslegitimar los motivos de la ira (de hecho la ira siempre tiene sus “razones” si escarbamos un poco en los hilos de aconteceres encadenados del eventual iracundo) y sobre todo si estamos ante la muerte de quien se ama. En tal caso, la furia es absolutamente justificada por tratarse de una situación emocional extrema.

Por lo tanto no se trata de pensar en la ira en sí y sus siempre posibles disparadores y/o legitimidad, sino de analizar las acciones a las que conduce la furia desatada. Desde allí mismo podríamos también pensar en las infinitas consecuencias de la ira de Poseidón haciendo naufragar a Ulises y creando a partir de allí todo el relato odiseico. O, para no olvidarnos de la relación entre ira y venganza femenina, recordar a la desatada de Medea.

Ivonne Bordelois sostiene que la ira de Aquiles es la primer pasión con que se inaugura nuestra civilización occidental. Pienso que si es así, mal comienzo hemos tenido como cultura civilizada...

Platón hablará de “educar la cólera” pues la considera como una especie de reservorio de enorme energía. Destacará incluso la particular forma de cólera de los jóvenes, aunque no dejará de pensar en las pasiones como enfermedades del alma. Pero pensemos que Platón escribe en tiempos en que la guerra era la norma y la paz una excepción a la que incluso algunos veían como “desvigorizante”. Por eso justificará el uso de la ira en tanto ésta sirve como energía pasional para ser canaliza en la guerra y en la ambición. Curiosamente en una línea similar los escolásticos y, particularmente, el supuesto "santo" de Tomás de Aquino también justifican como pasión peculiar a la ira: si la intención de reparar una injusticia es justificada, la ira es la que desata la necesaria venganza reparatoria (en este sentido me pregunto si habrán leído a Aquino y su ideal vengativo los políticos iracundos arengadores de la eterna punición a sus enemigos... pero eso es otra línea para abrir a futuro en este abanico de las pasiones).




Pasiones para “saber” vivir mejor

Por qué las pasiones, siendo tan volubles e intensas, sin embargo podrían aportarnos un cierto saber indispensable para vivir mejor?

Porque para saber qué nos puede orientar hacia un mejor vivir hay que saber sobre las propias pasiones. Saber qué nos apasiona y qué nos desapasiona.
Saber cuáles son los efectos de esas pasiones sobre uno mismo y sobre los demás.
Saber por qué valdría la pena intentar llevar adelante ciertas pasiones si es que estas nos conducen a una existencia más intensa.
Saber en quien nos podemos transformar cuando hay bella y buena pasión de por medio.
Saber con pasión y desde la pasión, quien se es y se desea ser.


Porque, realmente sabemos quién uno es?
Sabemos en verdad quien somos?

Por momentos parecería que sabemos mejor quien no somos y/o quien no deseamos ser y/o quien hemos dejado de ser. Para variar, la respuesta desde la negativa es más rápida y clara que aquella definición de sí mismo que uno busca elaborar afirmativamente.

Si es que no sabemos exactamente quien somos, por cuál vía podríamos acceder hacia ese saber de sí? Pues Spinoza propone definitivamente la vía de las pasiones como un modo de acceso a ese saber de sí. Conocer nuestra pasionalidad nos ayuda en el dar forma es esa escabullente respuesta sobre nosotros mismos.




La pasión como devenir

Veamos algunas pistas spinozianas:

-Contrario a toda una larga tradición demonizante de las pasiones, Spinoza apuesta a un viraje en la connotación de lo pasional. Spinoza positiviza la pasión. Propone una suerte de colaboración de las pasiones y los afectos a fin de llegar desde ahí a una comprensión racional de sí y de los que nos rodean. La pasión se vuelve positiva mediadora en la libre voluntad de desear conocerse a sí mismo.

-No se trata de condenar las pasiones, ni de acallarlas, ni de atemperarlas bajo la fusta del control, ni de olvidarlas con el somnífero mortal del ascetismo. Se trata de comprender la pasionalidad singular de cada uno, dibujar con la propia mano el mapa de las pasiones personales para hacerlas jugar a favor del desarrollo de todas las potencialidades que haya en un ser. Las pasiones se ponen así, del lado de la sobreabundancia de vida y del habitar esa sobreabundacia a fin de volvernos más y mejores.

-Sólo tirándonos de cabeza en las propias pasiones a fin de entenderlas vívidamente podremos saber cuales de entre ellas son debilitantes pasiones inútiles, cuales son pasiones innecesarias, cuales pasiones venenosas. Sí, porque no se trata de decir que todo lo pasional es bueno para alguien ni mucho menos, sino de tamizar con inteligencia de entre el manojo semi-indistinto de lo pasional qué nos hace bien, qué nos mejora como seres, y darnos cuenta asimismo de qué pasiones nos hacen decaer, empobrecernos, entristecernos, enfermar.

-Se trata de disminuir el efecto que esas “no buenas” pasiones que nos marcan dolorosamente el alma con el ritmo debilitante de la tristeza, y aumentar la expansión y construcción de aquellas pasiones “alegres” a través de las cuales nos sentimos más expandidos, más potentes. Apostar a latir, no a disecarse. Cultivar las pasiones en que tocamos la dicha.

-Transformar las pasiones tristes en pasiones alegres es la constante tarea ética del sujeto. Para qué? Pues para alcanzar un estado de existencia mejor, más satisfactorio. Después de todo nuestras acciones serán equivocadas en la medida que sigamos alimentando el perverso juego de padecer nuestras pasiones decadentes, y al mismo tiempo nuestras acciones serán acertadas en la medida en que empecemos a alimentar el benéfico juego de sembrar ahí donde nacen nuestras pasiones ascendentes.

-Las pasiones “deben” ir de la mano de un mayor despliegue de nuestro potencial. Si no lo hacen estamos en la trampa del pathos, del sufrimiento mórbido, de ese carcinoma lento que se cuece en los recovecos del resentimiento. Enfermamos por causa de permanecer demasiado adheridos a nuestras pasiones tristes. Recobramos la salud cuando nos sacudimos tanto como podemos la tristeza y nos ponemos en mayor contacto con la alegría, con lo que nos produce alegría. Me detengo un instante: qué es lo alegre? No lo que produce risa necesariamente (aunque la risa sincera no es más que la exteriorización de la alegría del alma), tampoco lo que da placer (hay placeres de superficie que no llegan jamás a rozar la plenitud, y recordemos también que hay placeres sumamente retorcidos que se alejan por completo de la alegría). Lo alegre es aquello que intuimos/creemos/sentimos nos permite expandir nuestras potencias hacia un horizonte de realizabilidad concreto. A la luz de la alegría potenciadora cobran dimensión casi perfecta la risa y el placer.




Alegres, potentes, expandidos, poderosos

Para Spinoza, la alegría es la pasión clave, básica, estructural de la que se hace posible derivar otras pasiones también positivas para alcanzar mayores estadios de plenitud existencial. Lo extraordinario de una buena pasión (que por eso llamamos "alegre") es, según su propias palabras, que a través de ella podemos pasar "a un estado de mayor perfección". En este sentido se puede sostener que, por ejemplo, un buen amor nos perfecciona, mientras que un mal amor (y por eso, pasionalmente "triste"), nos im-perfecciona. En la alegría de las buenas pasiones crecemos en mútiples direcciones, nos volvemos existencialmente más ágiles, nos entusiasmamos impetuosamente.

Somos alegres cuando somos más potentes porque hay potencia en aquello que nos alegra.
Somos mejores cuando más podemos y mejor hacemos.
Somos combustible de la propia felicidad cuando sentimos que algo/alguien nos expande.
Somos fuertes bajo el poder de la alegría.


En contraposición, la tristeza es la pasión que nos mata, de a poquito o de un golpazo. Nos aminora, nos arruga, nos comprime, nos retrae, nos detiene, nos paraliza, nos daña. De la tristeza y por ella caemos en nuestras zonas de oscuridad paralizante, perdiendo así preciosas y no muchas oportunidades de ser feliz, de sanar, de amar, de saltar y tirarse por la pendiente de algún imperceptible arcoiris que nuestra opacidad nos impide apreciar en su justeza. En suma, en la tristeza perdemos. Y en todas las pasiones inauténticas que se engarzan al decaimiento y la jodida repetición de lo mismo nos volvemos estúpidos, nos atontamos, nos echamos a perder en el peor de los sentidos. Sólo lo que es benéficamente diferente nos vuelve a la vida gratamente.  


Somos tristes cuando perdemos potencia porque perdemos potencia estando tristes.
Somos peores cuando menos podemos y peor hacemos.
Somos infames boicoteadores del propio bienestar cuando dejamos que algo/alguien nos contraiga.
Somos débiles bajo la tiranía de la tristeza.


Spinoza se desembaraza de Platón y su uso de las pasiones iracundas con utilidad belicosa.
Spinoza piensa la libertad desde una política de la alegría
Spinoza conmueve porque, en definitiva, la transparencia de su ética vitalista está más cerca de las formas del buen amor que del enfrentamiento, la guerra, la soledad y el odio.


La aritmética pasional que se desprende de Spinoza definitivamente nos ofrece respuestas cuando creemos haber perdido como Teseo la punta del hilo dentro del propio laberinto de afectos y afecciones.



Más amorosa alegría, menos odiosa tristeza.

Más pasión razonada, menos irracional desapasionamiento.

Más Eros, menos Thanatos.

Más libido, menos bombas.

Más libertad responsable, menos insana cobardía.

Más diferencia, menos repetición de lo mismo.

Más aphrodisia, menos soledad.





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domingo, 29 de mayo de 2011

viernes, 22 de abril de 2011

Hiparco, la alegría hedonista



Hiparco, la alegría hedonista




"La alegría ha sido llamada el buen tiempo del corazón."

Samuel Smiles
(1812-1904)
Escritor escocés




La biografía de este filósofo antiguo, como la de muchos otros "olvidados" por el hegemón académico y su prolijamente excluyente enciclopedismo, es una auténtica bruma.


Comencemos por no confundirlo con otro Hiparco, el de Nicea (quien fuera inventor de la trigonometría, reconocido astrónomo, importante geógrafo, matemático, y hombre de ciencia cuyo apego por la lógica formal ha formado parte de las seguras razones por las que resultó bastante más conocido y afamado que el Hiparco que hoy nos convoca).


Volvamos a la neblinosa vida de nuestro Hiparco, el que nos atrae desde la curiosidad reivindicante.

Los retazos de información que se tiene de Hiparco, el alegre hedonista, son escasos o directamente nulos en muchos manuales de filósofos respetablemente célebres. Lo que tenemos a mano se halla simplemente reducido casi de manera única a lo que nos cuenta el invaluable chusma de Diógenes Laercio en su tan citada “Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”. Allí se infiere que nuestro amigo, el hedónico Hiparco, se hallaba junto a Demócrito al momento de la muerte del filósofo tracio. Cito la escenografía en el lecho de muerte de Demócrito (no puedo evitar imaginar como una escena de una comedia desfachatadamente tragicómica, al uso de Aristófanes, este fragmento relatado por Laercio):


“Murió Demócrito, como dice Hermipo, en esta forma: como fuese ya muy anciano y se viese vecino a partir de esta vida, a su hermana, que se lamentaba de que si él moría en la próxima festividad de los tesmoforios, no podría ella dar a la diosa los debidos cultos, le dijo que se consolase. Mandóle traer diariamente algunos panes calientes, y aplicándoselos a las narices, conservó su vida durante las fiestas; pero pasados sus días, que eran tres, terminó su vida sin dolor alguno, a los ciento nueve años de edad, como dice Hiparco”.




Teniendo en cuenta la notable indigencia de datos biográficos y de formación un tanto contradictorios sobre Hiparco, lo que sí podemos considerar es que, efectivamente, es considerado como discípulo de Demócrito. También se sabe que ha sido Hiparco el autor de un pequeño tratado de corte hedonista. Tal librejo sensualista, más cerca de nuestros días, ha sido rescatado por Michel Onfray en su libro “Las sabidurías de la Antigüedad – Contrahistoria de la Filosofía I” (Anagrama, Colección Argumentos).


Qué me ha parecido llamativamente un “relieve de pensamiento” a recuperar de entre las ideas que ha esculpido este ignoto -e ignorado- filósofo antiguo?

Pues, en principio algo bien básico (y no por ello menos resaltable): me ha gustado inmensamente el hecho de que que Hiparco utilice la metáfora del “viaje” como una imagen adecuada para describir lo que él considera que es la existencia.




El viaje de la vida

Los viajes como metáfora de la vida que se ha vivido, que se va viviendo.

El “viaje” es una de las más bellas representaciones a las que acudir para transmitir cierto grado de comprensión sensible acerca de los laberintos, perdiciones, amplitudes, retos o derrotas por los que transita un ser viviente.

Es que, verdaderamente, una vida es como un viaje.

Los hay cortos, eternizables y poderosos, como lo fue la vida de Aquiles. Los hay largos, serenamente denunciantes y prolíficos al modo de Saramago. Hay viajesvidas escandalosos al estilo de Diógenes. Los hay aleccionadores, si seguimos las pisadas de un Deleuze, de un Sócrates. Los hay brillantes, rebeldes y violentamente arrebatados de este mundo, al estilo de Hipatía de Alejandría. Los hay intelectualmente intensísimos y provocadores como evoca la sola mención de un Nietzsche. Los hay desesperadamente poéticos y suicidas al modo de Alejandra Pizarnik  Viajes. Vidas. Y muertes.

El valor de tomar esta imagen del viajar como metáfora vital implica a su vez toda una serie de resonancias asociativas. Juego de metonimia con el mar, con el ponto y sus misterios, con el peligro y el coraje de la travesía, con aventurarse a lo desconocido, con la destreza del navegante, con la tekné mixturada con la sapiencia que debe alquimizar sabiamente quien se hace mar adentro de la vida. El viaje encierra toda una cadena de representaciones ligadas a las partidas y las llegadas, a los avatares del destino y las acechanzas que en medio del camino puede depararnos el “jugado movimiento” que es tomar la existencia como un abismo al que vale la pena lanzarse.

Viajar implica trabajar desde/en sí mismo, en lo temido y en lo ansiado, desaprendiendo el mapa conocido a cambio de lanzarse a una cartografía enigmática en la que se deberá aprender una adecuada valoración de lo pasajero y/o de lo definitivo, pero cuya meta no siempre coincide con ese resultado relativísimo al que denominamos “llegada”. Se trata de comprender, desde esta metáfora, la crucial importancia para un ser de darse un tiempo para la apuesta a la aventura de construir un sentido para su propia existencia, de otorgarse a sí un espacio para el moldeo singularizado de su propia subjetividad.

El “viaje” es, in summa, posibilitador de la andanza, de la celebrable capacidad de nomadizarse y abrir líneas de fuga que burlen el ceñimiento que termina imponiendo cualquier clase de fijismo.




Hiparco, un viaje posible

Tomar entonces la vida misma como viaje es colocar todo ese puñado de bio-representaciones que confluyen en un ser como si las dispusiéramos sobre una delicada seda semitransparente. Comprender toda esa complejidad que compone lo vivido por alguien -complejidades algunas evidentes y otras acalladas en el silencio intimista de lo que una vida relatada nunca "dice" ni dirá de sí misma- es desplegar esa seda cargado de hechos-datos-huellas a la luz del pensar. Pensar y biografiar la vida de alguien como viaje es, en sí, también un singular periplo.

Seguir el derrotero de signos y rutas por las que ha transitado un filósofo poco reconocido y divulgado menos aún, implica igualmente analizar situaciones puntuales en la existencia histórica e historizable de un ser singular, describir su obra sin despegar quirúrgicamente el tejido vital que duerme entre las ideas y conceptos por los que ha surcado su pensamiento. Las trayectorias y decisiones electivas que configuran el mapa de vida de un filósofo han de tomarse como los puertos que ha tocado la nave inquiriente de su existencia. Su legado, los mundos en los que ha anclado y des-anclado .

Hiparco...

Hiparco es griego, lo cual es otra manera de decir que ha nacido y crecido en un universo geográfico afín al agua, a la sal, a las embarcaciones, a los puertos, a lo isleño, a lo esclavizante y a lo aristocrático. Ser griego es ser subjetivado por una trama de microrelatos cargados de hazañas, batallas, ciudadanos, guerreros, barcos, anclas, cordajes, muertes, heroísmos, playas, dioses, goces, sangre, templos, vino, banquetes, y temperancias. Todo teñido por la brisa constante de las costas marinas. Hiparco era, en tal contexto, un hombre conocedor de las travesías. Y si la vida es travesía, habrá que considerar que lo que él llama “vivir” es habitar lo mejor posible el breve trayecto que nos toque recorrer con este cuerpo tan gozoso como padeciente, tan ávido de eternidad como acotadamente mortal. Porque, digámoslo con Hiparco, la vida siempre resulta demasiado breve. Incluso a veces, hasta brevísima.

Para colmo los buenos momentos no suelen ser tantos ni tan durables en el balance contable final si los comparamos con los malos momentos, con lo que se puede sufrir (o se ha sufrido). Los nefastos eventos que nos laceran a través de los dolores que de ellos emanan, suelen ser no pocos: enfermares de nuestro cuerpo, la tristeza en que nos podemos llegar a sumir al pasar por fuertes sufrimientos afectivos, desgracias inesperadas a que nos someten ciertos implacables peligros propios del simple hecho de “estar” dentro del estado que impone la naturaleza del planeta (cataclismos impredecibles, terremotos, tormentas destructivas, erupciones, plagas, pestes…).

Hiparco “sabe” que el viaje siempre es complicado y que nuestra humana condición es asimismo altamente precaria, vulnerable. Somos seres afectables por el dolor, seres doliente y a la vez productores de dolor. Estamos potencialmente expuestos a diversas formas y grados de dolor, muchos de ellos simpletamente inevitables o apenas pervenibles. De ahi, desde esta afirmación en la cual ni se niega, pero tampoco se cultiva el dolor, Hiparco ha de fundar su filosofar.





Guía hiparquiana del buen vivir 

Veamos ahora entonces tres planos de sugerencias para un mejor vivir que se desprenden de los planteos hiparquianos. Son breves, más una suerte de post-it prácticos que un tratado de aires solemnes. Tal breviario vitalista que nos ha legado el filósofo hedonista no es, pese a su simpleza, en absoluto falto de profundidad. Tal como veremos a continuación, las enseñanzas de Hiparco apuntan a remover innúmeros daños y limitaciones que ha impuesto la llamada “moral de esclavos” imperante aún en nuestra decadente sociedad:




1- Presentificar la existencia.

Esto es, primeramente, comenzar a practicar un apego mayor al presente.
Estarse aquí. Estarse ahora.
Un aferrarse al “bien” (en el sentido de "lo que es bueno para uno") del instante actual.
Volverse habitante del “ahora” del “aquí mismo”, de eso simple pero valioso que anida en algún rincón de lo que actualmente acontece. Utilizar el razonamiento, el pensar razonante, para seleccionar de entre la posible pesada basura cotidiana que a veces debemos enfrentar, lo que hace bien. Lo que nos hace bien En otras palabras, tender a la alegría, abrazar con afirmación poderosa la fugacidad positiva y positivizante que se nos anda escabullendo en algún punto del instante presente. Ser livianamente presentistas.

La espera de lo futuro –esa vana promesa que, de llegar, suele acudir a nosotros inmersa en un aura de imperfección frustrante, siempre a destiempo, siempre menos maravillosa de lo que nuestra fantasía dibujaba- es más que una apuesta a la esperanza, una certeza plena de desilusión.  Expectar conlleva a la decepción, a la tristeza del que desespera por no haber alcanzado a hallar aquello imaginario que tanto anhelaba desde el perfeccionismo infantil que tiraniza a la mente con sus mandatos de perfección. Ser menos narcisistas redunda a veces en ser menos esclavos psíquicos tutelados por la crueldad de un Super Yo impacientemente implacable.

Ni pasado ni futuro, eso nos contagia Hiparco.  

El pasado es un extravío entre las tinieblas de lo irrepetible y la nostalgia, mientras que el futuro es promesa inllegada cargada de altas dosis de incertidumbre o frustración.
Quien no se deja seducir por el poder melancólico de la anoranza ni por el poder de embrujo que posee la promesa de “lo que vendrá” se autoinmuniza de algún modo contra el dolor del desencanto.
Como buen hedonista Hiparco recomienda focalizarse en el disfrute del momento presente y considerar la actualidad en sí misma como fuente de la que extraer dicha para el alma y para el cuerpo. Cómo? No hay ruta definida. Ni ingrediente mágico. Pero este llamado a la actualidad del acontecer es parte del imperativo ético para Hiparco. Presentificar la existencia. Dotar de un valor intenso y saludable al fragmento de ciertos instantes.




2- Descentralizar la quejosa idea de “Por qué a mí..?”

La fascinación por la queja no es sólo patrimonio de las histéricas. O en todo caso, vendría bien historizar la histeria más prolijamente como problemática que de ninguna manera escapa a los atravesamientos de los poderes, la dominación, el culto a la debilidad como virtud, las estrategias de gobernabilidad, etc. Sin ir más lejos, toda nuestra cultura judeo-cristiana posee un hechizo espiritual por el sufrimiento, una atracción (que limita llamativamente con el morbo) por la figura de la víctima, un imán hacia lo doliente (si sabrán de esto los exitosos poetas románticos de todos los tiempos!), un bajo gusto por la práctica constante del lamento.

Hiparco, antecediendo en siglos a Spinoza y a Deleuze, alerta ya sobre el peligro enfermante de "cultivar la tristeza".

Primeramente, dejar de considerar que el quantum de acontecimientos negativos que suceden “sólo” nos suceden a nosotros. Es cierto que quién, sino cada uno de nosotros mismos, puede definir con lujo de detalles lo que es sufrir un embate del destino, lo que es pasar por la tremenda dolencia que implica atravesar determinadas pérdidas, lo que es temer o haber vivido ingratos peligros, lo que es afrontar con dolor inenarrable las desgracias emocionales o físicas que nos haya tocado padecer, lo que es sobrellevar enfermedades o duelos significativos. El dolor (cómo y cuánto algo nos hace doler) es algo totalmente intransferible. Del mismo modo es completamente cierto que sólo uno puede ser el mejor -y único- portavoz del relato de la mismidad en desgracia. Pero aún dando todo lo anterior por verdadero, no es menos cierto que todo ser vivo debe enfrentarse a la enfermedad, o a la injusticia, o a la decadencia física, o a la maldad, o al sufrir, o a las variadas caras que desafortunadamente asume el infortunio. Nadie es quien para enarbolarse como único destinatario de los modos del dolor.

Todos, en tanto humanos, somos atravesados por la condición sufriente, de maneras diversas, con intensidades diversas -y desde ya- con armas materiales-físicas-situacionales completamente distintas y desiguales para luchar contra ese sufrir (incluso los recursos para enfrentar  ciertos dolores están, políticamente, distribuidos en forma trágicamente inequitativa). 

Somos singulares para dar voz y poner en estado de discurso al también singular dolor que nos aqueje. Pero nadie está excluido de los circuitos múltiples por los que el dolor toma forma y recorre cada existencia. 

Nuestra narrativa del padecer sólo puede ser puesta en signos-palabras por cada quien (incluso habría que acotar que hay quienes siquiera pueden ponerle voz propia, signos audibles, a lo que duele, a lo que duela). El sufrir, insistamos una vez más, es definitivamente una experiencia triste no transferible. El dolor nunca es auténticamente algo narrable si quien escoge los decires es una bocavoz otra, o tercera. Pero pese a todo esto, de ningún modo somos los únicos en remar con exclusividad las pesadas aguas en que flota la “condena” del dolor.

El dolor y los infortunios son universales, aunque desde ya es remarcable que las condiciones para afrontar esos reveses están pésimamente distribuidas y esto es un hecho tan real como la universalidad del sufrimiento.

El punto a que nos lleva Hiparco con su llamado a dejar de considerarnos el “ombligo de las desgracias” es que la soberbia de la víctima suele ser apabullante, y voraz (éste es un punto de vista de gran incorrección política en nuestra época, por cierto, asunto que trabajará con gran maestría y coraje Pascal Bruckner en algunos de sus recomendables escritos).

Por momentos hasta pareciérame que existen gentes capaces de entrar en competencia a ver quién ha pasado por mayor dolor, por peor injusticia o por mayor aflicción. El deporte de los lamentos es ampliamente practicado en casi todo el mundo. Es que existe una especie de "pain score" cuyo puntaje mayor otorga el primer premio al más virtuoso?  A veces escucho, casi al borde de la verguenza ajena, a quienes contabilizan sus dolores como si se hallarán batiéndose con otros imaginarios sufrientes en un concurso de lamentaciones, de manera tal que quien acumule mayor padecimiento se vería coronado por un aura de beata virtud. O lo que es más deleznable, al más convincentemente quejumbroso se le permitirá ejercer una despiadada sed de castigo-venganza-resarcimiento ad infinitum bajo el nombre de “derecho de la víctima”. Subsidios estatales, licencias laborales, indemnizaciones lavadoras de culpas, o hasta puestos gubernamentales forman parte de la cadena de trofeos que pueden llegar a llevarse las “mejores víctimas”. Porque en este punto es una obligación distinguir que entre víctimas que se autoinsuflan el carácter de tales a través del recurrente recurso de la queja como “caso resarcible”, y víctimas reales. Las primeras terminan quitándole los justos derechos a las víctimas reales que sí han pasado calladamente incluso por peores infiernos terrestres arropadas con el manto invisible del silenciamiento forzado las más de las veces. Este sobrepoblamiento discursivo de víctimas invencionadas justamente genera efectos completamente injustos para con las ya extensas cantidades de víctimas que sí son reales. Estas últimas deben, revictimizadamente, “hacer fila” en busca de justicia, mezcladas en el largo corredor de modernos quejosos con derecho a indemnización que ha fortalecido la falaz administración de igualdades pseudodemocrátista.


Hiparco es quien nos recuerda que el mundo y sus seres han sido susceptibles de enfermar, padecer y perecer desde siempre. Somos animales frágiles y fragilizables. Un poderoso virus puede poner en severo jaque a nuestro sistema de defensas, una piedra al azar puede partirnos la cabeza en una turística práctica de trekking, un tonto accidente doméstico puede poner fin a las funciones de la médula espinal de un desprevenido mortal que inocentemente se duchaba para ir rutinariamente a su trabajo, un grupo de células puede rebelarse malformándose y acabar con un cuerpo sano en cuestión de meses, una bala puede pasar por el parabrisas de nuestro auto en medio de la violencia de un inesperado robo, un dolor afectivo puede hacer mella en nuestro corazón literalmente, un desastre natural puede terminar con un hogar, despedazar una familiar, abatir a todo un pueblo en apenas minutos.  Todo esto forma también parte del curso de la vida misma y sus remolinos. Placas tectónicas moviéndose bajo nuestros pies, hélices genéticas predeterminando enfermedades, estilos de vida muy expuestos a la somatización del stress, el azar entre las probabilidades accidentológicas, los índices de criminalidad crecientes.

Tantas cosas hacen al incremento de nuestra ya natural fragilidad! Somos parte de un azar inmanejable, del mismo modo que no podemos controlar los genes que nos mapean, ni la matriz simbólica en la que hayamos nacido y crecido (y me refiero a las otras matrices también: la matriz económica, la matriz religiosa, la matriz social). Estas matrices no son escogibles, ni los problemas y limitaciones que impone tal procedencia. Lo que sí es cierto es que nadie puede privarnos de la libertad de elegir qué podemos hacer con esas matrices una vez que las asumimos y hemos pasado por el -a veces- también penoso proceso de admitirlas y reconocerlas.

Nadie nos ha destinado como portadores especiales de dolores.
No merecemos el sufrimiento para expiar ningún pecado original acometido por ancestros imaginarios.
No vinimos a esta vida para que nuestra carne padezca.
Excepto que nos creamos que tal (divina?) designación sufriente se ha enfocado hacia nuestra persona por un designio del más allá a fin de ser puestos a prueba en nuestra tolerancia al sufrir. Hay quienes suponen con fervor que hay alguna “voluntad” aleccionadora supernatural en esos dolores que nos toca pasar, o que existe algún invisible ser supremo que gusta de escoger “especiales sufridores” (o especialistas en sufrimiento) para que llenen su currículum con un "Master en Desgracias", y así sus almas ganen un boleto en primera clase, directo y postrero a algún lugar privilegiado dentro de la pirámide organizacional que parece prometer la fábrica ultraterrena de bienaverturanza celestial.

Ni dolientes especialmente seleccionados por ningún hado ni ningún dios imaginario, ni pecadores designados para ser repetidamente desgraciados y con ello pagar el peaje a ningún paraíso postmortem.

Hiparco nos devuelve a la simpleza pagana.
Y a la modestia mortal de hacernos ver como lo que somos: brevísimas motas cargadas de latido apenas flotando en la infinita vastedad de un universo que carece de fin y de sentido.  Y esta modestia de vernos como la nimiedad que somos realmente, es al mismo tiempo un acto nada humilde. No es humilde porque deberíamos ver en este jubiloso azar que es haber salido de la nada al existir, un privilegio estadístico, un llamado a honrar con inmensa gratitud alegre y gozosa el hecho de estar vivos.

Aprender a ser lo que somos: insignificantes granillos de arena en el vasto y medanoso universo. Eso somos. Aunque también debemos ser dadores constantes de sentidos pasionales que bañen a esa misma vida sin sentido ni destino prefijado con un aura alegre de afirmación, libertad y terrena voluptuosidad placentera.



3- Perspectivizar el dolor

Los dolores deben ser “medidos” (por usar una expresión más o menos explicativa) como retos propios a los que estamos sometidos todos los humanos en mayor o menor proporción sólo por el hecho de habitar como especie este planeta y sus “irregularidades”. Irregularidades que el discurso dominante llamará asimismo “inequidad”, o "desastre ecológico", o "hambre" o "pobreza extrema", o "guerra", o "intolerancia"... o “daños colaterales”.

La heterogénea distribución de acceso a la materia devenida “bienes”, variedades de geografías con variedades de peligros climatológicos, exposición diferenciada a los factores naturales, adversidades culturales-sociales-económicas francamente inhumanas imponen severas restricciones a la voluntad de alegre afirmación con que todo humano debería poder honrar el mero hecho sublime de estar vivo.

Recordar siempre que hay otros que la pasan peor que uno no es un consuelo ni muy efectivo ni muy práctico, pero ocasionalmente sirve para que no olvidemos que no tenemos un contrato de exclusividad con el sufrir (ni con el placer, dicho sea de paso), y menos aún habrá coronamiento para el “mejor sufridor” ni una necesaria justicia post-terrena que ampare finalmente al “mayor quejoso” de los infortunios existenciales que haya atravesado.

Vivo ahora en una región del Africa subsahariana, y algunas geografías -y producciones de subjetividad derivadas de tales geografías, culturas, desgobierno, violentamientos, hambrunas desesperantes, guerras sin tregua- ponen aún más las cosas en escala. Ver a un joven morir de hambre en Zimbawe, ver a un bebe enfermo de Malaria en Etiopía -uno de los que se muere cada 30 segundos en Africa-, ver camas llenas de pre-muertos de SIDA en Namibia, o conocer a una mujer en Johannesburg que tal vez pase a formar parte de las estadísticas de violación -teniendo en cuenta que una mujer es violada cada 26 segundos en Sudáfrica- todo esto hace que, indefectiblemente una tenga el deber de poner, cuanto menos, el dolor propio en perspectiva... 




4- El pasaje del vaso vacío al “vaso medio lleno”

Sí, se trata de recuperar las representaciones que afirmen las fuerzas ascendentes y limitar el poder enfermante de aquellas representaciones que tiendan a debilitarnos, a quitarnos potencia, a ser objeto de las fuerzas descendentes.
Y justamente practicar esta "selectividad existencial" duramente sobre todo cuando arrecian grandes tormentas-tormentos cargados de tentáculos de negatividad. En momentos difíciles nos resulta mucho más arduo dar con sentidos positivos que nos conduzcan a aprender de los reveses que se viven en la amistad, en el amor, en el trabajo, en la familia. Podemos perder posesiones-objetos, dinero, propiedades- ver como se va desdibujando una antaño valorada amistad, conocer el enojo doliente que acarrea una punzante traición, experimentar la ponzoña de que se difunda una venenosa mentira sobre nuestra persona o sobre nuestros seres queridos, sentir el desgarro inconmensurable de un desengaño amoroso, o perder en manos de la muerte a quien tanto se ha amado. Sin dudas, ante tales escenarios de dolor, será saludable darse un hondo tiempo para las lágrimas, todo el necesario… pero pasado el duelo, hay que duelar el duelo mismo. En algún momento asomar la cabeza fuera del pozo oscuro y soportar otra vez -al principio es un literal soportar- el encuentro con la luz. Luego de  haber llorado todo lo necesario de ser llorado, hay que recuperar el hilo conductor del trabajo sobre sí mismo.

Hallar tal vez una explicación semiarticulada para lo que pasó, a veces forma parte de la sutura.
Pensar en qué horizonte nuevo se abrirá luego de que esa misma herida avance en su proceso de cicatrización también forma parte del túnel de salida del sufrir.
Otras veces, quizás perder nuestros bienes nos resulte en algún sentido liberador o en algún aspecto nos haga redimensionar otras formas de valor que la sujeción a la materialidad no nos permitía apreciar.
Tal vez el amigo que nos dio la espalda y se aleja nunca había sido tal, o se ha desfasado de nuestro recorrido en un punto tal que el lazo afectivo-amistoso no era ya más sostenible.
Acaso la traición nos enfrente de una vez por todas a las cegueras y falsas creencias que jamás nos hubiéramos atrevido a mirar del otro, por temor, por inseguridad, por cobardía o por comodidad.
Quién sabe si fortalecerse luego de una infamia y de estoicamente haber sido objeto de la maldad de injuriarnos no nos vuelvan finalmente más pulidos de espíritu, más capaces de ponernos de pie y mostrar desde el ejemplo lo que es luchar por la propia dignidad, pudiendo gradualmente ir sintiendo que se ha adquirido mayor valentía al haber sido uno capaz de calzarse las sandalias de David y derribar con la gomera de la verdad al Goliat que con sus mentiras nos pretendió denostar.
Tal vez tras la hecatombe del desengaño apreciemos en su justa medida ese terreno de pequeñez inauténtica en que mora el traidor y re-aprendamos lo que es la grandeza ética de aquellos que realmente son capaces del don de la lealtad.
Quizás perder lo intensamente amado nos lleve a cobijar en la calidez de la memoria lo mejor de lo vivido con ese particular ser, y a re-evaluar que aún nos queda la belleza de los instantes únicos que todavía podemos seguir compartiendo con los que nos acompañan sin mascaradas por entre este trayecto que es persevar en la existencia.

Entonces, transmutar el dolor en alegría.
Virar de las pasiones tristes hacia estados que propicien y produzcan alegrías.
Pegar un golpe de timón en un resquicio -aunque éste sea muy pequeño- que nos de la tempestad.
Y como un Odiseo sacudido en el Odre de los vientos, gritar en busca de un sentido posible flotando escondido entre los restos del naufragio, entre los despojos en que nos sentimos apenas suspendidos luego de que una mayúscula vuelta de campana puso patas para arriba nuestra nave vital.




Hacia un jubileo pagano

Para Hiparco, finalmente, la vida debe ser ocasión de júbilo “nos toque bailar con lo que nos toque bailar”. La filosofía, para este casi anónimo discípulo de Demócrito, es el camino que nos permite poner en perspectiva todo: ubicar en la vanalidad y en cuidadoso distanciamiento a lo trivial, aceptar en su punto medio lo inmodificable, acercarnos sin rodeos al presente cuando éste está investido por el bien de la dicha, o extraer del barro doliente la diamantina lección de vivir la vida sin dilaciones.

Hiparco nos quiere jubilosos, lo cual quiere decir, habitando con prevalencia la dicha. Ser plenariamente indulgentes en lo que hace a proveernos de pequeños o grandes placeres. Recobrar la libertad en la gracia de danzar lo que se viva, siempre, como si se tratara de una potente fiesta, trágica fiesta del existir.
Sensualizarnos.
Hedonizarnos con refinada sensibilidad.

Adquirir una relación de contacto con la vida tal, que jamás renunciemos al alimento del goce y al regocijo delicado pero intenso de todos los sentidos.
El disfrute de los instantes felices, y la puesta en destaque de los buenos momentos fugaces pero potentes serán para Hiparco la mejor garantía de una vida “lo más placentera posible” (tal el encabezado del capítulo que Onfray le dedica en su libro) y este será a la vez el mejor antídoto a que podamos acudir ante las ponzoñas del destino, el declinar de nuestros cuerpos y la dolencia que imponen las desgracias.


Hiparco, o cómo hacer de estar vivo una celebración enhebrada por la pasionalidad alegre que emana del placer de crear, construir, producir, preservar, cuidar, modelar y elegir en total libertad deseante buenos momentos…



(Me gusta Hiparco, sobre todo en la llamada "Semana Santa". Que bien conste).






Imagen:
"La alegría de vivir" (1905-1906)
Henry Matisse



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miércoles, 20 de abril de 2011

En la tristeza estamos perdidos - Gilles Deleuze


En la tristeza estamos perdidos
Gilles Deleuze




"La tristeza no vuelve inteligente.
En la tristeza estamos perdidos.
Por eso los poderes tienen necesidad de que los sujetos estén tristes."



Gilles Deleuze
 
 
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