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domingo, 12 de octubre de 2014

Carta de Despedida (Henry Miller a Anaïs Nin)

 


Carta de Despedida
(Henry Miller a Anaïs Nin)



Mi querida Anaïs:

¿Qué son las despedidas sino saludos disfrazados de tristeza? Lo mismo que el deseo y el placer de verte mientras te desnudas y te envuelves en las sábanas. Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte. Nunca me amaste o me amaste demasiado o me admiraste como la niña que toma una lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas y cómo, en un esfuerzo incasable y lleno de fatiga, cargan enormes migajas de pan. Qué son aquellas noches lluviosas en medio de la cama de un hotel. Qué el recuerdo de nuestros pasos por la calle, en el teatro o en la sala de conciertos. Qué son los recuerdos de los celos y de tus amantes y de June y de mis amantes.

Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.

Mi querida Anaïs, ma petite, ma jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño cuando June se acerca cariñosa y cuando paso por los grandes aparadores. Te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós,

Henry



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sábado, 23 de febrero de 2013

Un espíritu desconfinado - Carta de Emile Cioran sobre Borges



Un espíritu desconfinado

Carta de Emile Cioran sobre Borges





París, 10 de diciembre de 1976




Querido amigo:

El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus “admiradores'', de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.


Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.


Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio ``cultural'' de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.


Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.


Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.


Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.


E.M. Cioran
 




(El resaltado en negrita es mío...)

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martes, 31 de enero de 2012

Borramientos brillantes


Borramientos brillantes




“Borges, para ser Borges, tuvo que aprender a borrar a Borges.”



Marietta Gargatagli
(De “Una escritura muy cercana a una conversación amable”
En “Revista ñ”, 14/11/2011)
Imagen: Malena Peralta

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sábado, 18 de junio de 2011

A un año de la partida de José Saramago



A un año de la partida de José Saramago






“Siempre acabamos llegando a donde nos esperan”

José Saramago
De “El año de la muerte de Ricardo Reis




Hace exactamente un año atrás, el 18 de junio de 2010, moría el escritor portugués José Saramago.
Nos dejaba en el recuerdo y la memoria una vida plena de lucidez, una obra literaria en completa armonía con sus ideas, con su historia, con sus principios. Nos legó un modelo: el de un parrhesiasta de la letras.

Habiendo aprendido a leer en portugués siendo yo ya una mujer bastante crecidita, me he podido dar el lujo de tener varios inolvidables paseos de novela por su obra en su lengua original. Con un estilo de escritura único, limpio, y elevadamente poético a la vez, retrató la dureza del hambre y la miseria medieval en “Memorial do Convento” (1982). También rememoro hoy los sinsabores de los trabajadores de Lavre que pinta con pulcra grandeza en “Levantado do Chao ” (publicado en 1980). Y cómo omitir en el repaso esa bella novela de amor espectral sobre el atormentado Fernando Pessoa y sus iluminadas sombras heterónimas magistralmente narrada en “O ano da morte de Ricardo Reis” (1984).


Portador tenaz de una pluma nunca indiferente a las variadas formas que adopta la mentira, Saramago denuncia la superstición y critica sin medias tintas los embustes colectivamente instalados. En esa línea, nos entregó en 1991 el polémico e imprescindible "O evanghelo segundo Jesus Cristo" (“El evangelio según Jesucristo”). Ese libro le costó una suerte de autoexilio en el que partió de su Portugal natal, país  donde el gobierno lo acusó de “ofender a los católicos”, a vivir en la isla de Lanzarote (Canarias).
Ensaio sobre a cegueira” publicado en 1995 imagina el escenario de una epidemia de ceguera blanca: los egoísmos que desata la búsqueda de la supervivencia, los temores, las responsabilidades asumidas y no asumidas, la indiferencia, todo aparece en medio de esa escenografía de contagio de cegueras. En 2004 arremete contra los límites democráticos. “Mal tiempo para votar”, nos dice con una si-no-metáfora su personaje de "Ensaio sobre a lucidez" (“Ensayo sobre la lucidez”). Y en casi nada se equivoca.

Preocupado, inquietado por asuntos filosóficos atemporales, Saramago deja las semillas de sus reflexiones personales dar fruto en la boca de sus personajes. Estos son abrumados por los límites en el uso de la libertad, practican la valentía anónima, sienten el aire fresco de la alegría o la modesta esperanza, padecen la incapacidad de “ver”, se interrogan acerca del compromiso, remueven los mantos sagrados que cubren a los dioses, exploran el cuerpo, ponen en entredicho a la muerte misma.

Matsuo Bashō (poeta japonés del siglo XVII considerado el padre de los haikus) tenía una expresión particular para denominar la fusión entre verdad, honestidad y poética: “fuga no makoto”. Saramago ha tenido el coraje de practicar esa “fuga no makoto” cabalgando como un Quijote peninsular entre las decepciones del siglo XX y las desorientaciones del siglo XXI.

Tremendo pensador Saramago.
Corroe.
Fustiga.
Aúlla.
Nunca quita sus pies ni sus manos del barro de las trincheras.
Exige del lector el -cada día más- subversivo acto de pensar más. Mejor. Aún.
Inmenso escritor Saramago.

Alterador de puntuaciones, de gramáticas pre-establecidas, omitiendo comas-puntos-espacios-comillas, creó la magia de inventar sentido en párrafos larguísimos capaces de durar toda una página. Dueño de una prosa extremadamente singular, su lectura sin respiro oxigena el don de libertad creativa del escritor sin restarle, con esta particular estilística, significado al rompecabezas que va tallando el sacudido -lógicamente sacudido- lector.

Se lo extraña a Saramago.
Se lo extraña opinando, escribiendo, pensando, debatiendo, haciendo pensar. Viviendo.

Como él mismo decía, se llega finalmente adonde se es esperado. Y siendo esto así, Saramago sigue llegando desde sus páginas repletas de verdades y/o desde imaginarias narrativas invitantes siempre a la reflexión. Y ahí mismo, entre sus palabras (donde sino..!) es donde lo seguiremos esperando y encontrando.

A un año de su muerte, recordarlo es una añoranza sólo apenas mitigable releyendo sus libros. Herencia sagrada de quien, como pocos, hizo de su vida un heroico acto de sinceridad hecha escritura.

Larga vida a Saramago.


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jueves, 16 de junio de 2011

16 de junio: "Bloomsday" - Celebrando el "Ulises" de Joyce



16 de junio
"Bloomsday"
(celebrando el "Ulises" de Joyce)





"Amor entre lápidas. Romeo. Sepulcrales aderezos de placer.
En medio de la muerte estamos en la vida. Los extremos se tocan."



"Ulises" 
James Joyce
(Dublín, 2 de febrero de 1882 – Zúrich, 13 de enero de 1941)


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sábado, 30 de abril de 2011

Ernesto Sábato - Hechos y deshechos in memoriam...


Ernesto Sábato
Hechos y deshechos in memoriam...



"La memoria es una gran traidora."
Anais Nin



He leído algunos libros de Ernesto Sábato. No muchos. Debo admitir que ninguno de ellos logró nunca "tomarme por asalto” el alma. Tal vez porque cuando lo comencé a leer ya había estado completamente enamorada de demasiadas lecturas de Julio Cortazar. Poco puede hacer una para desmaravillarse de una intensa “Rayuela”, o de “Final del juego”, o de una “Casa tomada” y entregarse así como así a otras lecturas que encuentra desde el inicio mismo del relato menos encandilantes.

Lo último que leí de Sábato fue “Antes del fin” hace ya unos pares de años atrás. Tampoco me cautivó en aquella ocasión. Ya resignada pensé entonces que en literatura, como en ciertas pasiones o determinadas “elecciones” amorosas, nadie nos puede obligar a que un libro o un autor nos guste, nos plazca, nos atrape. Para los lectores ese hechizo acontece, o no.



Me desperté con la noticia de que el escritor Ernesto Sábato, un hombre que casi llegó a cumplir los 100 años, falleció.
30 de abril de 2011.

He leído en los medios muchas notas referidas a su muerte, muchas frases dichas por el prolífico hombre de letras de Santos Lugares, y he leído mensajes en las redes recordándolo con tristeza y nostalgia.


A riesgo de que muchos se enojen quisiera decir que mi recuerdo de Sábato contiene algunas memorias que hoy muchos parecen no querer mencionar.
Será por esa inercia beatífica con que la mayoría de la gente envuelve a los muertos?
Será porque a nadie le gusta que mencionen los yerros, contradicciones o tremendos equívocos de juicio cometidos desde la pluma o las cuerdas vocales de sus escritores predilectos?

Cierto es que la memoria tiene el filoso don de crear algunas... incomodidades.
O al menos eso es lo que sucede cuando rememoramos de un modo más o menos completo la obra y la vida de los hombres públicos. Sin recortes. Sin omisiones. Los hechos, y los deshechos.


Partamos de un rol invaluable debido al cual manifiesto mi inmenso agradecimiento a Ernesto Sábato: su activa participación en la elaboración meticulosa y doliente de ese testimonio escalofriante sobre la tortura y desaparición forzada de personas durante la dictadura militar argentina compilada en el “Nunca más”. Su rol, no sólo como presidente de la “Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas” (CONADEP) sino como prologador de ese texto escalofriante que recogió con tremendo valor el horror vivido por los detenidos y desaparecidos durante la dictadura fue y será algo que distintas generaciones de argentinos deberán por siempre agradecer a Sábato. Obviamente, también hay que hacer extensiva la gratitud a hombres de una integridad moral y cívica ya casi en triste desuso como el cardiocirujano René Favaloro, o el lúcidísimo Gregorio Klimovsky quienes también formaron parte de los miembros de la Comisión.


Hoy ha muerto Sábato.
El mismo hombre de gruesos lentes que entregara, el 20 de septiembre de 1984 en un emotivísimo acto y con sus propias manos, el Informe de la CONADEP al presidente de la restituída democracia argentina, Raúl Alfonsín.


Para muchos este día de su muerte marcará el inicio de la ausencia de un hacedor de los derechos humanos.
Para muchos también, la ida de un querido escritor.
Para otros, la partida de un amigo, de un pensador, de un observador nacional.


Pero aún en este día luctuoso me es preciso también recordar (verbo que muy MUY mal conjugamos los argentinos) aquel -lamentablemente famoso- almuerzo entre el propio Sábato y el dictador Videla en 1976. Más precisamente el almuerzo del 19 de mayo de 1976. Exactamente dos meses después de haberse instaurado el sanguinario gobierno de facto de la dictadura. Exactamente dos semanas después del secuestro del escritor Haroldo Conti quien hasta hoy forma parte de la extensa lista de desaparecidos.

En aquel almuerzo del '76 participaron el asesino Jorge Rafael Videla, el escritor Jorge Luis Borges, el sacerdote jesuita Leonardo Castellani, y Horacio Ratti (quien era por entonces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores) además de Ernesto Sábato quien ya era un hombre maduro de más de sesenta años.
Dijo Sábato sobre aquel encuentro de mediodía:

" Es imposible sintetizar una conversación de dos horas en pocas palabras, pero puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, culturales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación. Hubo un altísimo grado de comprensión y de respeto mutuo, y en ningún momento la conversación descendió a la polémica literaria e ideológica y tampoco caímos en el pecado de caer en banalidades; cada uno de nosotros vertió sin vacilaciones su concepción personal de los temas abordados. Fue una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura. El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresiono la amplitud de criterio y la cultura del presidente."



Hay quien sostiene que ese no fue el único ni último encuentro entre Sábato y los militares. Que ha habido más de tales almuerzos, cenas, reuniones. Lo que consta es que ese encuentro del 19 de mayo efectivamente se realizó y que sus declaraciones al respecto fueron publicadas en los medios. En 1978, Sábato mismo explicaría su (curiosa) posición con respecto a la dictadura argentina en un articulo de la revista alemana "Geo":

"La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos (...) Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un estado de derecho. Porque entre tanto, los crímenes de la extrema izquierda eran respondidos con salvajes atentados de represalia de la extrema derecha. Los extremistas de izquierda habían llevado acabo los mas infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes (...) Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país: las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control".


Lamentablemente, lo que muchos han tratado de ver como un “desliz” ideológico de Sábato tenía ya un antecedente similar. En 1966, cuando el repulsivo Gral Onganía derrocó al gobierno del presidente Illia, también fueron estos los desafortunados dichos del escritor hoy fallecido:

“Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente (…) Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación”.


Un mes después de la llegada de Onganía al poder nada había de esa "fuerza sin alarde" menos aún de la "firmeza sin prepotencia" de la que hablara Sábato. Y sino habría que preguntarle cómo "vivieron" estas declaraciones del escritor los heridos y detenidos durante la sangrienta "Noche de los Bastones Largos". Onganía y sus animales uniformados poco tuvieron de serenidad mientras propinaban brutales golpizas y disponían arbitrarias detenciones de cientos de estudiantes, docentes y graduados de las universidades que reclamaban por la Reforma Universitaria. Fue este otro... error de interpretación sabatiano?

Pero hay que llevar el reloj aún un poquito más atrás, pues ese no fue el primer cheque en blanco que Sábato firmara a un golpista.

En 1955, respecto de la “Revolución libertadora” que derrocara a Juan Domingo Perón, decía el mismo Sábato en apoyo a los militares antiperonistas:

“En toda revolución hay vencidos.
En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo.”



Esta posición de apoyo a los golpistas de la brutal "Libertadora" le valió que el mismísimo Gral Aramburu le ofreciera ponerse al frente de la revista “Mundo Argentino”. Un peligroso premio a la obsecuencia? Muy posiblemente. Tiempo después Sábato calificaría al propio Aramburu como un “hombre honesto” (sic), aún pese a admitir y denunciar aquél las torturas cometidas por los militares en los sótanos del Congreso.


Incoherencias ideológicas?

Traspiés en la interpretación de la realidad nacional?

Errores juveniles? Luego, errores de madurez?

Inocente e increíble simpatía visceral por el orden militar?

Nublamiento sucesivo en el juicio racional de hechos políticos feroces?

Hipocresía de un pseudointelectual inmaduro y semiciego?



Cómo ubicar estos eventos dentro de la misma biografía del hombre de bien que presidió la CONADEP?

Nada puedo concluir.
No es mi intención llegar a una respuesta reflexiva cerrada y menos aún tajante sobre la vida y obra de Sábato. Pero me resulta imposible no mencionar estos hechos que me resultan tan contradictorios con sus otras posturas prodemocráticas, antimilitaristas, projusticia. Y si debo elegir un día para recordar con honestidad hechos-dichos-circunstancias es el día de hoy puesto que la mayoría parece querer poner en la sombra de los deshechos inmencionables estas contradicciones tremendas e inolvidables sucedidas en la vida del escritor.


De pronto pienso en los griegos. Siempre vuelvo en los laberintos de mi cabeza a los viejos griegos. Aquellos tomaban en cuenta, a la hora de juzgar a sus amados u odiados muertos, la coherencia con que esa persona había entramado lo vivido, lo dicho, lo hecho.
La armonía entre la vida vivida, el conjunto de decires que acompañaron ese existir, y la obra realizada era para ellos la vara de oro con la que había de medirse el valor justo de un hombre público.


Pero no estamos en la Grecia antigua.
Lejos, demasiado lejos, ha quedado esa vara de oro medidora de coherencias vitales.
Y del mismo modo, poco y nada sabemos de armonías, al igual que mucho dilapidamos en discursos mitologizadores al momento de elegir palabras que comprendan y eternicen discursivamente la muerte de un hombre.

Lo que es indiscutible es que resulta un acertado ejercicio para la autenticidad -casi, digamos, constituye un deber del buen pensar de hoy y siempre- tener buena memoria haciendo asimismo uso crítico de ella. Sobre todo cuando se trata de relaciones complejas entre escritores, literatura, política y roles cívicos.

Recordar de la manera más completa y sincera a quienes veneramos como escritores y/o a quienes reconocemos como hombres públicos que han gravitado en la historia de nuestro país es un acto sano. Sus hechos proclamables en pulido bronce, y sus deshechos indisculpables que con ganas tiraríamos al cesto de basura de la historia.
En efecto, recordar es un acto sano para reconstruir la historia biográfica de alguien siempre y cuando se respete la mayor completud de hechos y actos vividos en esa vida. Recordar es intentar un máximo de exhaustivización. Evitar omisiones es del mismo modo una tarea del recuerdo auténtico. Rememorar, sí, pero sin borrar las tensiones disonantes que también ha dejado ese mismo ser entre las huellas -impresentables a veces- de sus equivocadas interpretaciones.

Ser menos amplificadores de los -incluso indiscutibles- aciertos de un escritor permite recorrer sus decires y escrituras con menos “voluntad mitificadora” y más justicia realista a la hora de despedirlo ante la inexorable muerte.

Don Ernesto Sábato no debería ser la excepción a estas reglas de la "buena memoria"...


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domingo, 14 de noviembre de 2010

Alejandra Pizarnik, la analizante y llamadora de ausencias



“Nombre de lo que me muerde”


Por Marcelo Percia





Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura. (Texto extractado de “Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis”, Alción Editora, publicado en el suplemento “Psicología” de Página/12, 30 de abril de 2009).

 


Suele llamarse analizante a la persona que se analiza con un psicoanalista. En este texto el término va más allá de esa circunstancia. Alejandra Pizarnik (que tiene esa experiencia desde muy joven) participa, en otro sentido, de lo que me gustaría llamar la ilusión intelectual argentina en el psicoanálisis como experiencia del pensar.

El psicoanálisis como inmersión de quienes quieren conocerse, como ideal desculpabilizador del deseo, como figuración de un mundo familiar menos represivo, como experiencia del yo destronado, como imagen de una mismidad lejana, ajena, exiliada, como creencia liberadora de sentido, como contemplación trágica del pasado, como pregunta por la crueldad humana, como denuncia del malestar moral de nuestro tiempo, como asunto de subjetividades migrantes, extranjeras, discriminadas. El psicoanálisis como utopía de la diferencia.

La expresión Alejandra Pizarnik, la primera analizante en castellano no significa que ella sea la paciente que inaugura la lista de nuestro record internacional de analizados; quiere decir que ella, la que se sabe nacida en las palabras, es maestra excepcional para pensar una práctica cada vez más profesionalista. Llamo profesionalista a una actividad que ve en el psicoanálisis sólo una profesión. Un trabajo de rutinas, pacientes, consultorios, libros y revistas especiales, congresos, supervisiones, redes de derivación, amparos institucionales, plataformas publicitarias, estrategias de reconocimiento. ¿Es otra cosa?

Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura; en las preguntas sobre cómo tramamos relaciones con el lenguaje, con las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos y del mundo; con la idea de porvenir, con los asuntos de la vida: el dolor y el sufrimiento, el deseo y la muerte.

No se puede imponer a los psicoanalistas que aprendan a escuchar, como diría Pizarnik, “con una esponja en los oídos”, ni obligar a que profesores dicten en clases universitarias que “por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”, pero sería una lástima privarse de esas ideas.

Entonces, decir que leo a Alejandra Pizarnik como primera analizante en castellano es un modo de avisar que encuentro –en ella que afirmó que Freud es un poeta trágico– a una maestra de analistas.

Que Alejandra Pizarnik anotara en sus Diarios cosas que piensa sobre su propio psicoanálisis tiene y no tiene relación con el asunto. Es cierto que esas menciones se presentan como citas, pero no es allí donde ella habla mejor como analizante. Incluso cuando indago las desventuras de esa mujer joven sólo busco aprender a leer el manifiesto de su enseñanza.

La afirmación de que Alejandra Pizarnik es la primera analizante en castellano no necesita ser probada contando cosas de su intimidad o coleccionando circunstancias biográficas (historias de familia, judaísmo, aventuras sexuales, viajes, lecturas, depresiones, noches de insomnio, internaciones, intentos de suicidio o su muerte a los treinta y seis años por exceso de pastillas para dormir). Esos desechos de su vida apenas interesan aquí. No se recorta su estar analizante para engrosar la lista de casos clínicos.

“Primera analizante” puede leerse, entonces, como: mujer afectada por el lenguaje. Sensibilidad que sabe que su dolencia es cosa hecha de palabras, que percibe que las mismas palabras que dan qué pensar pueden ser tormentos, espejismos, ruidos, en los que no (se) piensa nada. O dicho de otra forma, primera no porque no haya otra antes que ella, sino porque no falta a la cita cuando es llamada a pensarse en el lenguaje. Porque sabe que la máquina de pensar es artilugio vacío y, a la vez, lleno de piezas que pueden volverse locas. Que puede darse máquina con pensamientos que la gozan, con obsesiones que la dominan, con voces que traman sufrimientos de los que, por momentos, quiere desprenderse.

No leo a Pizarnik como visionaria o testigo lúcido del psicoanálisis de su época. El sentido de la vista o su punto de vista no están en juego. Interesa Pizarnik como oído poético dislocador de una cultura que aloja al psicoanálisis como práctica del cuidado de sí.

Interesa su mirada como lo imprevisto en esa práctica. Interesa ella misma como arremetedora que alerta sobre lo que les pasa a quienes no hacen lo correcto, sobre los peligros que acechan a quienes se arriesgan a la desapropiación de sí.

Lo que queda pendiente no es la pregunta de qué pudo o no pudo el psicoanálisis hacer por Alejandra Pizarnik, sino qué puede hacer a los psicoanalistas la lectura de su obra. Leer a Pizarnik es una decisión.

Habría muchos otros modos de nombrarla: la mujer de la existencia venidera, la llamadora de ausencias, la que desespera del lenguaje, la que se aloja partida, la que arremete viajera, la enamorada de las ruinas, la que hace el mundo palabra por palabra, la que se siente deletreada por un semianalfabeto, la que vive desnuda como si llevara un traje de vidrio, la que tiene deseos de huir hacia un país más hospitalario, la inlúcida que sabe que ama sombras, la que escribe con humor “mi amante es obscena porque me toca la hora”, la que se da cuenta de que cumple una pena por nada, la del lenguaje alejandrino, la que va hacia no hay dónde, la que intenta nacerse sola, la que pregunta cómo es posible no saber tanto, la niña santa y lujuriosa, la que pide ser curada de algo que no se cura, la que advierte que habla para amueblar el escenario vacío del silencio, la que siente que el envejecimiento del rostro ha de ser una herida de espantoso cuchillo, la reina en el exilio, la que simpatiza con todos los sufrimientos, la que piensa que la felicidad consiste en estar a salvo del pronombre yo, la supliciada, la que fue demasiado lejos en su soledad. De todos los modos de llamarla, elijo este: Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis.



Esperadora

Pizarnik es el nombre de una esperadora infatigable. Escribe en su diario en marzo de 1961: “Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir. De esto moriré, de espera oxidada, de polvo aguardador”.

La espera, si no se confunde con la esperanza de que suceda algo, puede pensarse como dar tiempo o darse tiempo de llegada. Eso que solemos llamar el sí mismo es una existencia venidera.

La espera del analizante tiene algo de ir al encuentro de una verdad que nunca llega. Pero, una espera que es ir hacia lo que no se alcanza no es, necesariamente, impulso insatisfecho, tensión que frustra, expectativa fatigada.

¿Y una espera oxidada? Parecería una espera marchita, deslucida, sin frescura. Una espera que se consume dolida de eso que no llega. Como en A la hora señalada, que no es la película de la espera, sino la del cumplimiento de una amenaza. La urgencia de un plazo corrompe la espera. La impaciencia no es impulso de deseo; puede ser su lastre, su cautiverio.

Muchas veces, lo que una persona que se analiza espera no es la espera, sino consumar una esperanza, conquistar una felicidad custodiada de palabras, conjurar la desgracia en todas sus formas por medio del pensamiento. ¿Una especie de religión?

Quizá Pizarnik pida que el psicoanálisis le ofrezca lo que no tiene: una fórmula de felicidad. Razones de acogida a dudas de la existencia, ahora, expresadas en primera persona de un singular en el que se celebra a sí misma. Pero también percibe, en su expectativa de sentirse mejor, una ilusión de autorreforma, una maniobra de corte y confección para forzar su coincidencia con la imagen que le gustaría alcanzar.

Tal vez aquella espera oxidada, ese polvo aguardador, sean pulsaciones tristes, ansiosas, descreídas de su existencia venidera.

No se vive así como así en situación de espera; la esperanza se cuela por todas partes. El juego de la esperanza puede decirse en tres pasos. Primero, se inventa (a medida de la propia ilusión) un absoluto distante, caprichoso y salvador. Segundo, se vive en la incertidumbre (dado que el absoluto es caprichoso y distante). Tercero, se aguarda con fe (a veces portándose bien) la llegada eventual de la salvación.

Practicante de la espera no quiere decir dogma de un ir hacia sin una meta; tampoco doctrina de me da lo mismo qué pueda pasar. La escritora es practicante de la espera porque trata de deshacer en ella misma la tentación de someterse a un absoluto.

Alejandra Pizarnik analizante, más allá de todo psicoanálisis, porque es una mujer que escribe sobre lo que le pasa. Analizante porque se sabe enferma de una especie de maldición amorosa: se siente poseída por lo que no puede poseer. Analizante porque sale al encuentro de lo que no llegará, porque se sabe abandonada. Escribe en marzo de 1961: “Y he aquí lo que me mata, he aquí la forma de mi enfermedad, el nombre de lo que me muerde como un tigre crecido súbitamente en mi garganta, nacido de mi llamado”.

Llamadora de ausencias, Alejandra Pizarnik se pregunta por qué no la atraen quienes se enamoran de ella o por qué su fascinación por el abandono o por qué se empecina en llamar a quien no habrá de venir o por qué la entristece alguien que llega con deseos de verla.

Alejandra Pizarnik, una llamadora de ausencias. Pero no porque haga citas que fracasan, sino porque da de sí la voz que convoca un lenguaje. Pensar es precisamente eso: llamar a que las palabras acudan, solicitar que se apersonen en las sensaciones, las emociones, la belleza, la angustia.

Analizante, también, porque piensa su existencia como misterio. Escribe en su diario, en el verano de 1956: “No comprendo el anhelo de ‘lo fantástico’, ni a la literatura de ‘misterio’. Es que ¿es posible hallar más misterio que en la propia existencia?”.

Admite que desconoce lo que le pasa, que duda sobre el sentido de sus actos, que de su boca salen cosas que la sorprenden, que sus deseos la visitan como parientes desconocidos.

Escribe cinco años después, cuando declara su mayor obsesión después del amor y la escritura, anotando entre paréntesis su propia voz en tercera persona: “El más grande misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me suicido? En vano alegar mi pereza, mi miedo, mi olvido (se olvida de suicidarse). Tal vez por eso siento, de noche, cada noche, que me he olvidado de hacer algo, sin darme cuenta de qué. Cada noche me olvido de suicidarme”.

No dice que quiere suicidarse, se pregunta por qué no se suicida. El suicidio no parece un deseo, sino una fatalidad. Entonces, cada noche se olvida de lo inevitable. Tal vez así, en el olvido, diga su deseo de vivir.

Alejandra Pizarnik toma, a su manera, el problema que Camus –quien, en El mito de Sísifo, afirma que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio– designa como el misterio más radical de la existencia: “¿Por qué elijo vivir pudiendo decidir mi muerte?”. Como si vivir fuera una decisión que el olvido toma todos los días. El olvido como cesación de la muerte.

Escribe en su diario, en octubre de 1957: “No soy más que una humilde muchacha desnuda que espera que lo Otro le dicte palabras bellas y significativas, con suficiente poder como para izar sus pobres tribulaciones y para dar validez a lo que de otra manera serían desvaríos”.

La proeza del decir no consiste en realizar una sustancia mentada ni en la voluntad de hablar, sino en el impulso de ceder la iniciativa a lo expresado, de confiar la cuestión del hablar a la astucia de las palabras.

Dejar la iniciativa a lo dicho es admitir que las palabras pronunciadas se adelantan a las palabras pensadas o transportan inventivas de sentido no previstas en la decisión de hablar. Oscar del Barco (Juan L. Ortiz, poesía y ética, ed. Alción, 1996), a propósito del poeta Juan L. Ortiz, escribe: “La extinción de lo humano no está produciéndose por el lado sublime del exceso sino por el lado maligno de la llamada ‘programación total’ y del ‘control total’. Pienso en la alternativa que representan el poeta y el místico, quienes saben que no son y viven como noseres. Habita el que es sin ser, porque el habitar exige el despojo de toda iniciativa. Es el sueño de Mallarmé, su propuesta de darle ‘la iniciativa a las palabras’, de que las palabras sin ‘dueño’ sean las que abren el sentido sin sentido ‘humano’ que es el poema. El habitar adquiere así característica de advenimiento”. Pizarnik sabe que pierde la conducción de lo que dice cuando escribe o que es sobrepasada por el flujo de las palabras.



La primera

Pero, ¿por qué primera si lo que se dice sobre ella podría afirmarse, también, de otras escritoras y otros escritores en castellano? Su obra poética y su prosa derraman intimidad, pero no porque permitan espiar sus secretos (su interioridad desnuda), sino porque es la obra de una mujer que intima con el lenguaje. Pizarnik traba y trama amistad con las palabras: intenta ligarse ella misma en todo lo que escribe y tiene la mala intención de estar en el decir.

Así mismo, los Diarios (y parte de su correspondencia publicada) constituyen una escritura infrecuente en nuestra lengua. En sus páginas fragmentarias no hace alarde o culto de sí, como suele ocurrir en autobiografías o memorias. Ofrece su diario de escritora como lugar de experimentación de ella misma en el lenguaje, como espacio para pensarse en relación a sus lecturas y como demora para anotar lo que siente. Hasta el final no deja de preguntarse por el deseo, el amor, la angustia, la soledad. Cada vez intenta nombrar lo que no puede decir. No censura hechos que teme confesar ni secretos que la inquietan. Prueba escucharse pensar lo que le pasa. Escribe como una analizante que se hace destinataria de sus palabras.


Un año antes de su muerte publica El infierno musical. Cito de allí un texto que se llama “La palabra que sana”. Propongo leerlo como manifiesto de su enseñanza: “Esperando que un mundo sea de-senterrado por el lenguaje, alguien canta en el lugar en el que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.

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