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sábado, 27 de octubre de 2012

La distancia, las almas, los esfuerzos - Paul Claudel (“Partage de midi”)




 

La distancia, las almas, los esfuerzos  

Paul Claudel (“Partage de midi”)







“Distantes, dejando de pesar el uno sobre el otro, 
¿acarrearemos nuestras almas con esfuerzo?”



Paul Claudel
En “Partage de midi”
(1905)



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lunes, 18 de abril de 2011

Paradojas de la lejanía



Paradojas de la lejanía




“No se recuerdan los días,
se recuerdan los momentos.”

Cesare Pavese



Lejos. Cerca.
Juegos arbitrarios, arbitrarios juegos de la relatividad.

Tan cerca se puede estar en lo lejano como lejanísimo sentirse en la cercanía. Por lo que la lejanía es, entonces, asunto inherente a la sensibilidad. Lo lejano ha de sentirse al igual que sentimos-experimentamos estar cerca. Sin embargo lo que experimentamos bajo estos dos modos y sus paradojas da cuenta ampliamente de que el par cercano/lejano no siempre concuerda ni con la lógica ni con las leyes físicas.


Lejano es una aparente categoría propia y/o devenida de la distancia. Y siendo que la distancia compromete al espacio y al tiempo, se esta lejos de un cierto “tiempo” o de un determinado “lugar”. Aunque por las maravillas conjugatorias esto también implica que se puede estar en “un punto lejano del tiempo”. Luego, lejanía es, a su vez, una expresión que anímicamente se asocia al apartamiento, al enfriamiento afectivo, y a una serie de sensaciones que van desde el estiramiento de un lazo a su completo desapego respecto de este último. Hume incluso afirmaba que la distancia hace que disminuya la fuerza de algo, y de modo contrario, el acercamiento a cualquier objeto (aunque ese acercamiento no se manifieste abiertamente a los sentidos) opera sobre la mente con “un influjo que imita al de una impresión inmediata”. Digamos que, allí donde la distancia quita fuerza, la cercanía la restituye...

Lo cercano, al menos si nos atenemos a su versión emocionalmente positiva, nos empuja la mente a aquello que nos hubo de envolver dentro de una cierta atmósfera familiar, cálida, propicia para nutrirnos (alimentaria y/o simbólicamente). Se requiere cercanía para amamantar a una cría, para reconocer primaria y primitivamente su olor, sus marcas corporales inconfundibles. Cerca de otros acontece la atracción, o el rechazo. Cerca, en el límite de pieles de lo que se mezcla en confusos flujos, abrazamos amatoriamente el cuerpo de otro. Lo cercano permite enviar y recibir señales precisas acerca de lo que intuimos como potencialmente bueno para nosotros mismos (en cuyo caso afirmaremos el deseo de seguir aproximándonos) o de lo contrario, en ciertas cercanías detectamos lo que potencialmente puede ser peligroso para nuestra integridad (en este otro caso deberíamos activar rápidamente nuestros mecanismos de desaproximación, si es que estamos instintualmente más o menos sanos). Pero ya sabemos que nuestro alto grado de civilidad guarda una relación perversa directamente proporcional con los instintos que dejamos en el camino: somos civilizados a costo de limar buena parte de nuestras señales instintuales. Una vez más la domesticación de la animalidad humana ocurre a expensas de silenciar o desmentir las valiosas señales que evolutivamente el cuerpo posee-y-envía como parte del cableado ancestral de nuestro entero sistema nervioso preparado para asegurar la supervivencia. Olvidamos instintos -o al menos le bajamos el volumen a muchos de ellos a punto tal de casi ni siquiera oírlos- a fin de volvernos educados, adaptados, civilizados, pacientes, en suma, estúpidamente dormidos.

De este modo, ese animal enfermo, enfermizo e incorregiblemente enfermable llamado “humano” insiste en quedarse cerca de aquello que lo daña, de aquello que lo debilita, de aquello que incluso hasta lo mata. Lentamente perder nuestras señales de alerta nos termina activando a niveles tóxicos nuestras pulsiones de muerte. Increíblemente en el reverso de esta misma moneda, nos desaproximamos anestesiadamente de aquello que nos contagia una irradiante potencia, nos alejamos temerosamente de lo que activa desmesuradamente el deseo, nos distanciamos de esas fuertes cercanías que abrirían una -peligrosa?- ventana a inciertos placeres intensos.
Preferimos al educado bicho ascético antes que al gozoso animal hedonista.
Indudablemente la moral aún goza de buena prensa, incluso en los laberintos interioristas de nuestras aparentemente liberales mentes del siglo XXI. Morimos de una muerte muy previa a nuestra finitud corporal: morimos por haber asesinado muy previamente las modalidades más vitalistas del propio deseo.


A esta altura resulta una obviedad que algo falla en el curso de la mayoría de las existencias. Y no se trata sólo de paradojas de la relatividad espacio-temporal.


El consuelo -retorcido consuelo si los hay- es justamente acudir a la paradoja de la lejanía.
Sucede así que, lejos, añoramos lo que “amorosamente” experimentamos como cercano-necesario-bueno alguna vez, procurando retener en ese/esos recuerdo/s revivido/s emocionalmente repetidamente la esquivada potencia de un lazo que quizá cobardemente hemos dejado en una distancia física autoimpuesta. En otros casos, demasiado cerca de aquello de lo cual alguien no puede distanciarse, la defensa de unos instintos debilitados imponen estertoreamente una “lejanía desapegada” a fin de -otra vez, de modo nítidamente retorcido- lograr ejecutar un modo perversamente realizable de distanciamiento, un distanciamiento que ese sujeto no logra poner en acto desde lo real.


Pero veamos por qué podemos pensar que las paradojas de la lejanía nos cuidan.
Ellas, las paradojas que se vivencian cuando se transitan ciertas lejanías, delatan la infinita necesidad de sentirnos protegidos por “buenas cercanías”. Cercanías que quizá no nos acompañen en una dimensión material ni física (como aclaraba acertadamente Hume), pero que no por ello dejan de seguir siendo nutricias, apaciguantes, placenteras pese a su irremediable distancia en lo que hace a poder experimentarlas realmente-materialmente desde nuestros sentidos.

Y tambien las paradojas de la lejanía nos exponen a nuestras faltas, nuestras fisuras, nuestros agujeros inquietantes.
Ellas desnudan las dolorosas perforaciones por los que nuestra aparente nave cotidiana -amarrada en sus rutinas previsibles, sus adaptativos acomodamientos, sus tranquilizadoras creencias ilusorias- hace agua. Se podrá argumentar sobre este punto que ninguna nave que sale a mar abierto vuelve sin alguna avería que atender. Pero me estoy refiriendo específicamente a la distancia desapegante que tornean a ciertos lazos cercanos cuando en éstos hay tanto tejido roto ya, que poco y nada queda por reparar. Permanecer en esa rotura -porque ya de lazo casi nada queda- revela ninguna otra cosa más que la infeliz cobardía de un apartamiento que el sujeto no se atreve a iniciar, ni mucho menos a sostener. En tales esclavizantes situaciones existenciales, el deseo se desvanece, perdurando sólo la voluntad de desaproximación pero sin haber un alejamiento real ni mucho menos un rompimiento del lazo ya debilitado y/o prácticamente inexistente. La pasión deviene “pasión triste” en palabras de Spinoza. Y la vida -que no es otra cosa que un conciente esfuerzo gozoso de honrar nuestras profundamente bellas pasiones- deviene del mismo modo puro acontecer de lo triste.



Las paradojas de la lejanía muestran cuan terriblemente difícil es practicar el sencillo lema de “estar aquí y ahora”. La cabeza humana es infinitamente traidora: estando “aquí” se desliza como una serpiente venenosa hacia un “allá” inexistente, perdido ya, o irrealizable por contrafáctico. Y a veces no se trata de una falta de voluntad por permanecer en ese real y sincero “aquí” sino de un apenas súbito signo indiscreto que irrumpe en medio de la sucesión de “ahoras” empujando las cuerdas del pecho hacia otro espacio-tiempo que se ha escapado entre los dedos como un médano de serena arena inasible. Los pies pierden ancla en lo real y... recordamos añorantemente.


Otras veces, en las negociaciones entre las lejanías por las que optamos y las cercanías que hemos elegido nos inundan otro tipo de recuerdos: los recuerdos de lo que no fue. Recuerdos “if...”. Memorias paradojales para distanciamientos paradojales.
Se puede “recordar” lo que no sucedió?
Definitivamente sí. E incluso hay quienes, como Kierkegaard han visto en este acto de invencionar memorias un modo de alcanzar estados imaginarios de auténtica perfección.
Los recuerdos, su sustancia, está conformada por hechos -certezas comprobables- acopladas a una enorme cantidad de datos imaginativos adicionados por nuestra fantasía, nuestros anhelos, incluso nuestros temores. La sustancia de los recuerdos está tramada más con las hebras frágiles de la imaginería personal que con el acero de lo real. La textura de lo recordado y de lo recordable está dibujada sobre el papel de arroz de nuestras indelebles emociones y afecciones. Justamente por eso podemos “recordar” lo que nunca sucedió... pero deseamos de algún modo que hubiera sucedido.
Por qué persistimos en aproximarnos, en hacer cercanía con esos recuerdos insucedidos? Porque pese a no haber sido nunca acabadamente materializables en lo real han tenido un indiscutible valor para nosotros: lo deseado no fácticamente realizado nos hubo de contagiar, en su momento, una intensa dosis de “pasión alegre”, nos hizo experimentar dosis variables de entusiasmo, de fuerza, de potencia. Eso que evocamos en nuestra memoria “no fáctica” sí tuvo seguros efectos en la facticidad de nuestras emociones compositivas. Esa es la marca propia de los recuerdos paradojales. Recuerdos que no nublan el cristal de los sueños, como decía el hispano poeta José Hierro. Son esos benévolos estados de potencia los que la rememoración de los recuerdos paradojales buscan reeditar placenteramente.



Lejos. Cerca.

Lejana cercanía. Cercana lejanía.
La sensible emoción desabotonando la blusa de las memorias imperdibles.



Y después de todo, o ante todo, mi propia memoria etimológica desenterrando sin aviso previo el latino verbo “recordar”, perfecta intersección del prefijo “re” (volver a... ) y “cor”-”cordis” (corazón). Recordar. Casi, un antiguo despertar.
Volver a pasar la música de la memoria por las cuerdas del corazón.
 Lejos. Cerca.
Otra vez las vueltas en espiral del corazón.
Paradojas sintientes de la distancia.




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jueves, 3 de junio de 2010

David Gilmour - "Marooned" (abandonado) y un lamento de Ariadna

David Gilmour - "Marooned"
(-abandonado-)
y un lamento de Ariadna






"Digámoslo de una vez:
no se trata de evitar el dolor, porque el dolor es inevitable;
se trata de elegir las consecuencias."

Maurice Maeterlinck
(Escritor francés, 1862-1949)




Recuerdo entre estos sonidos a Ariadna. Cómo no he de hacerlo...!
Ariadna, sola. Y más que sola, desolada
Ariadna bajo un manto de lágrimas, escondida, minúscula. Una piedrita de sal.
Está agotada, extenuada, perdida. Cae dormida.
Una Ariadna empequeñecida por la tristeza, tras el desgarro que representa en su joven vida la incomprensible huída del héroe Teseo. Ariadna no se explica, no logra armar signos con lo poco que le ha quedado que no es mucho más que la sustancia salina de su desesperación. 

Tampoco puede anticiparse a la bella contingencia que la espera en el destino futuro, cuando llegue danzando entre címbalos y flautas un divino Dionisos y le extienda su mano. No. No es tiempo todavía para la esperanza. No aún.  No podría mover sus labios para intentar pronunciar siquiera "esperanza", no podría aunque se lo propusiera, como si el sentido  apaciguante de imaginar algún futuro expectante hubiera partido también junto con las naves del muchacho ateniense. Por el momento sólo puede entregarse a la pena. 

Ahora es cuando la devora una grisura insondable, una llaga oceánica que la espanta y a la vez posee.  Abandonada en la isla de Naxos, preguntándose una y otra vez por imposibles respuestas, padece su pasión. Los navíos partieron, con su héroe  abordo, y sin ella. Eso es lo único que puede repetirse en su mente. El único hecho que le consta y por el que sufre. Dolor infinito ante lo irreversible... Ariadna no sólo ha perdido a su hombre sino algo peor:  siente que con Teseo se ha extraviado asimismo el don de la palabra. En efecto, no halla palabras. Tal vez no las hay ante ciertos abismos. Simplemente.

Y sin embargo, Ariadna se expresa. 
Los sonidos lamentados de su garganta la expresan, dicen por ella. Lenguaje del llanto sobre el que debe por un tiempo aprender a armar sus armonías y notas. Música llorada.

Si Ariadna hubiera tenido una Fender Stratocaster y la partitura de este magnánimo tema  de Pink Floyd compuesto por David Gilmour y Rick Wright, habría sacado de entre su desesperación la intención de tocar  para sí misma este sublime lamento...












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jueves, 27 de mayo de 2010

"Una carta de mujer" - Marceline Desbordes-Valmore




"Una carta de mujer"
Marceline Desbordes-Valmore

 Douai, 20 de junio de 1786 – París, 23 de julio de 1859




Te escribo, aunque ya sé que ninguna mujer
debe escribir;
lo hago, para que lejos en mi alma puedas leer
como al partir.

No he de trazar un signo que en ti mejor grabado
no exista ya.
De quien se ama, el vocablo cien veces pronunciado
nuevo será.

La dicha sea contigo; yo sólo he de esperar,
y aunque distante,
yo me siento ir a ti para ver y escuchar
tu paso errante.

¡Jamás la golondrina al cruzar el sendero
pueda apartarte!
Será mi fiel cariño que pasará ligero
para rozarte…

Tú te vas, como todo se va… Su éxodo emprenden
la luz, la flor;
el estío te sigue; las tormentas sorprenden
mi triste amor.

De esperanza y zozobra suspira mientras tanto
el que no ve…
Repartámoslo bien: a mí me queda el llanto,
a ti la fe.

Yo no quiero que sufras, que está muy arraigado
mi amor por ti.
Quien desea dolores para el ser adorado
guarda odio a sí.

¡Cuán divino es! Mas, esperad.




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Imagen:
"La última carta"
Lucía Delcompare Narváez

México, 1997
Fuente: http://luciadelcompare.artelista.com/

miércoles, 26 de mayo de 2010

El cuerpo amado en la distancia: un affectio “sin-sentidos”



El cuerpo amado en la distancia: un affectio “sin-sentidos”





Adoptados por lo abierto, estarcidos por lo invisible,
nosotros éramos una victoria que no requería jamás fin.


René Char
De “Los primeros instantes”








-Pasionalidad a distancia, distancias en la pasión


Existe una experiencia cuyo aporte es clave para definir formas y tonalidades específicas al fresco que pinta con su color el pincel de la distancia . Se trata de practicar la incercanía de lo amado, de aquello que aún se ama y que sin embargo –por determinadas circunstancias propias de los derroteros vitales de cada ser- se desvanece  en la distancia.

Distancia de lo amado.
Distancia del amado.
Distancia en lo amado.

En este modo tan particular  que asume el alejamiento, los sentidos son forzados a privarse de la tangibilidad y estimulante cercanía  de alguien primordial para nuestros afectos. Y utilizo específicamente la expresión “afecto” (affectio) puesto que pienso en esta noción basculando entre Spinoza y Deleuze. Nos dice este último:

“Un efecto es, en primer lugar, la huella de un cuerpo sobre otro,
el estado de un cuerpo en tanto que padece la acción de otro cuerpo”


Cuando la proximidad se interrumpe y vivimos un distanciamiento físico de ese cuerpo-signo amado, la potencia propia pasa por un proceso de variación intenso.

Esta variación en la potencia que la lejanía nos hace experimentar se produce tanto porque no podemos experienciar sensaciones “en-sobre ese cuerpo” deseado (utilizo en este contexto la palabra “sensaciones” en el sentido de efectos instantáneos que produce el cuerpo amado sobre el propio), sino también porque en forma recíproca la capacidad de afectar físicamente al otro por parte de uno se encuentra  en suspenso, interrumpida.


Probablemente pocas cosas cuesten tanto (en el sentido estrictísimo del verbo “costar”: pagar un precios por ello; esforzarse; desvelarnos; causarnos dificultades; e incluso producirnos algún daño) como para salir entero de este modo “amoroso”de la distancia.

Hay quienes se desgarran de dolor, e incluso odian a quien han dicho amar.
Otros se paralizan emocionalmente  y se deprimen.
Algunos apelan a una más o menos sutil negación de los efectos  “tristes” devenidos de la ausencia.
Muchos, tienden a ubicar a aquel ser amado ahora distante en una suerte de ausencia con efectos idealizantes . El viejo atajo del idealismo por vía de la carencia.  Y ya sabemos que el idealismo aumenta en proporción directa a la distancia que nos separa del problema,  tal como decía con gran acierto  John Galsworthy.



Como sea, distanciarse entristece.
En tanto amamos somos sujetos a la circularidad de la pasión y sus padeceres: nos hallamos, nos encontramos, amamos, nos apasionamos, volamos en la potencia de la alegría, luego nos alejamos, nos volvemos tristes, la vitalidad decae,  lo que era amor se vuelve des-encuentro  descompositivo… y repetimos el circuito otra vez…


En palabras de Eugenio Trias desde su “Tratado de la pasión" (Mondadori, España, 1998):


“El sujeto se constituye a través del oscuro trabajo de la pasión que se manifiesta en repeticiones. Es lo que Freud denomina “compulsión a la repetición”, que es una instancia que procede con independencia de la conciencia, a modo de un automatismo. Por ello, la pasión es lo que el sujeto padece, es lo que actúa a favor del sujeto y también en su contra. Nos amamos y nos odiamos. Queremos y odiamos. Es decir, sus efectos dependen del interjuego del Eros y la pulsión de muerte. Al preguntarnos ¿En qué se diferencia desde el psicoanálisis, el deseo de la pasión? Podemos decir brevemente, que el deseo es la forma inmediata de manifestarse la pasión. Lo que se nos da en forma de pasión aparece en nosotros bajo el modo de deseo. Es decir, el sujeto deseante es el sujeto pasional, que no ha alcanzado su determinación plena.”







-La lejanía y los amantes estarcidos


Amar es un intenso juego de pieles, de roces, de viscosas superficies profundas. El potente  instante del aquí y ahora del que se nutre la afección erótico-amorosa es arrebatado por este modo de la distancia  imponiéndose un inexorable y completo alejamiento  táctil.

Entonces, como es posible amar en la distancia?

Dicha posibilidad amatoria supone desarrollar al menos, una ilógica tolerancia a la pérdida de experimentación del otro desde los sentidos. La distancia es aquí una rotunda intangibilidad. Definitivamente el otro no-es, fáctica y materialmente hablando.  No-está-aquí. Separarse es resignarse (al menos temporalmente) a volvernos  invisibles al otro y que el otro adquiera a su vez la consistencia inmaterial de un fantasma. A esto alude precisamente René Char en su poema: quines aman y se distancian quedan "estarcidos por lo invisible". Bellísima metáfora para capturar el "modo" en que la distancia recorta el cuerpo amado y lo baña con el esmalte invisible de una líbido "sin sentidos"... 

No nos veremos” dicen frecuentemente y con amargura los amantes distanciados.
No ver.
No verse.
Terrible prueba para estos seres tan dependientes de la óptica que somos. No poder verse resulta un inmenso desafío para nuestro psiquismo, tan entrenado como está en materia de la mirada y sus soportes.

Nuevamente volvemos a Spinoza y el impacto en el cuerpo: si toda afección está unida a una “imagen de cosa” el hecho de  no ver-no tocar-no estar condiciona y transmuta la potencia del afecto. La alegría, la tristeza, el deseo (si bien no dejan de producir afección) quedan reconfiguradas inevitablemente bajo el efecto de la lejanía.

Más aún. Si mirar, ver, percibir tienen como sustancia a la luz, no resulta nada extraño que quienes se aman y deben dejar de verse apelen a explicar su estado anímico con metáforas marcadas por la oscuridad, lo umbrío, lo apagado.

…toda distancia es una suerte de eclipse. 




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"Toda distancia es una suerte de eclipse."





"Toda distancia es una suerte de eclipse."


Gabi R.




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Image: http://i35.tinypic.com/2dvjuz5.jpg 




martes, 25 de mayo de 2010

Los modos de la distancia



Los modos de la distancia





"No pocas veces ya he dicho adiós;
conozco las horas desgarradoras de la despedida."


Friedrich Nietzsche




Distanciarse. Abrir un espacio dentro del tiempo. Incluso, retirar el cuerpo… y el espíritu.


Cuántos “modos de la distancia” existen?

Por cuántos fractales de eso llamado “distanciamiento” pasamos a lo largo de una vida?

Podemos seguir siendo los mismos –sueño de la inalterada identidad…- al sacar la cabeza por el final del túnel de cada nuevo distanciamiento? 

Qué se replica de nosotros en cada réplica de la distancia que nos acontence? Qué se pierde de nosotros en cada réplica de la distancia que nos acomete?




Nos distanciamos de tanta cosa mientras dura cada singular existir: uno debe aprender a alejarse gradualmente de la infancia y sus solicitudes (o al menos eso demanda explícitamente el mandato de la madurez…). También ha de entrenarse al alma en soportar la dureza de esas distancias tristes que a veces surgen, paradojalmente, en la mismísima cercanía.  Cercanas lejanías.

Luego está el duro oficio existencial de distanciarse de seres amados, sea porque la muerte nos los guadaña, sea porque los laberintos de las decisiones unilaterales o mutuas nos ponen ante encrucijadas en las que sólo resta el sano apartamiento físico.

Para colmo de males los humanos no estamos muy bien preparados para sobrevivir en soledad: todos necesitamos del apego a otro para la supervivencia, es el otro quien apuntala nuestros primeros devenires. Necesitamos de la cercanía de otros “animales humanos” para nutrirnos, para educarnos, para emocionarnos, para enfrentar la enfermedad, para desafiar la muerte. Lo curioso es que necesitamos casi de igual modo desapegarnos de esos mismos otros también para sobrevivir. Para experimentar la belleza (y los inciertos sinsabores) de la autonomía, para levantar saludables vuelos propios, para seguir deseando hay que adquirir un saber de la distancia. Lecciones pendulares…

Oscilamos –muchas veces a nuestro entero pesar- entre apegarnos y soltarnos, aferrarnos y dejar ir. Juegos de espejos en los que se multiplican los fractales de la cercanía tanto  como los del lejanía.  Somos el soporte de esta tensión siempre irresuelta entre el lazo que une y el corte que desanuda.

Y hay distancias salvadoras, resurrectivas, imprescindibles. 
Suceden cuando aquello de lo que nos alejamos es tóxico para nuestra vitalidad y atenta de algún modo contra ésta. Entonces la distancia se vuelve  salvífica. Mucho de eso de lo que nos alejamos irá a parar entonces a las merecidas tierras frías del olvido infinito. Y esto es así puesto que también la distancia es un elemento clave que ayuda a congelar lo que nos daña (o a quien nos daña) o a desactivar las tramas repetitivas e infames de relaciones que alimentan el dolor, el resentimiento, la enfermedad. Nuevamente la distancia nos pone en tensión entre dos polos, en este caso los de la salud y la enfermedad, e incluso los de la vida y la muerte. Distanciarse será allí entonces, el estado propio que toma el tiempo del convalescĕre.


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