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domingo, 12 de octubre de 2014

Carta de Despedida (Henry Miller a Anaïs Nin)

 


Carta de Despedida
(Henry Miller a Anaïs Nin)



Mi querida Anaïs:

¿Qué son las despedidas sino saludos disfrazados de tristeza? Lo mismo que el deseo y el placer de verte mientras te desnudas y te envuelves en las sábanas. Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte. Nunca me amaste o me amaste demasiado o me admiraste como la niña que toma una lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas y cómo, en un esfuerzo incasable y lleno de fatiga, cargan enormes migajas de pan. Qué son aquellas noches lluviosas en medio de la cama de un hotel. Qué el recuerdo de nuestros pasos por la calle, en el teatro o en la sala de conciertos. Qué son los recuerdos de los celos y de tus amantes y de June y de mis amantes.

Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.

Mi querida Anaïs, ma petite, ma jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño cuando June se acerca cariñosa y cuando paso por los grandes aparadores. Te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós,

Henry



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martes, 30 de octubre de 2012

Breves glorias... inevitables obsesiones - Sheila Sullivan


 Breves glorias... inevitables obsesiones
  Sheila Sullivan





"El sexo está involucrado, 
la ilusión predomina, 
la obsesión es inevitable, 
el grado de control consciente es muy modesto, 
y el tiempo de gloria breve’.



Sheila Sullivan



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miércoles, 28 de diciembre de 2011

Edna St. Vincent Millay: "My candle burns at both ends" (First Fig - 1920)




“First Fig”
(1920)
Edna St. Vincent Millay



My candle burns at both ends;
    it will not last the night;
but oh, my foes, and oh, my friends
    It gives a lovely light!



Mi vela se quema por los dos extremos;
la noche no llegará a terminar;
pero ah, mis enemigos, y ah, amigos míos
da una luz adorable!





Edna St. Vincent Millay
(Maine, 1892- New York, 1950)
Poeta lírica, dramaturga y feminista estadounidense 
Premio Pulitzer de Poesía, 1926


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martes, 4 de octubre de 2011

Charles Bukowski a través del fuego






"What matters most is how well you walk through the fire."


"Lo que más importa es cuan bien camines a través del fuego."



Charles Bukowski






Imagen:
Siyaj K'ak' - Símbolo maya cuyo significado es "nacido de/en el fuego"


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lunes, 26 de septiembre de 2011

lunes, 19 de septiembre de 2011

Aprendiendo de las pasiones




Aprendiendo de las pasiones





“La única libertad posible se realiza a través
del conocimiento de las propias pasiones”

Baruch Spinoza
Filósofo holandés
(1632-1677)



Tal vez el mayor maestro en el campo de la pasionalidad haya sido el holandés Baruch Spinoza.
O al menos es por lejos, mi predilecto cuando se trata de tomar por los caminos -y precipicios- a que nos conducen las pasiones.

Entrar en los textos de Spinoza conmueve, decía Deleuze. Y cuán cierto!

El conmovido no es sino aquel que se ha otorgado el permiso de ser-movido-de-lugar por una fuerza que sabe que lo excede, que lo puede, que lo toma transitoriamente como delicado rehén. Los conmovidos participan, por decirlo de alguna manera, de una consternación que los modifica.
A veces hay seres que nos conmueven.
A veces hay situaciones que nos conmueven.
A veces hay imágenes que nos conmueven.
A veces hay sentimientos que nos conmueven.
A veces hay filósofos cuyo pensar nos conmueve. Este último es el caso de Spinoza.

Y Spinoza conmueve porque, literalmente, nos mueve de lugar.




-Cuando se quiere ser el mago, y se termina siendo el penoso conejo

Los textos de Spinoza ofrecen respuestas para un mejor vivir, cosa algo infrecuente en estas épocas invadidas por el hiperderecho a la pregunta e inversamente yermas en los terrenos en que debería existir cierta obligación de dar respuestas precisas. La filosofía, cuando escapa en determinados temas a aquello de "dar respuesta" se pierde en una atmósfera de vaguedades de la que no se logra sacar nada en limpio. No se trata de que la filosofía sea útil (eso se lo pueden pedir a un BlackBerry), ni precisa (para eso está el rigor de la ciencia) ni práctica (eso lo esperamos del funcionamiento de la canilla de la cocina) ni cómoda (para eso están las zapatillas viejas). Pero nada de esto impide que la filosofía ofrezca algunas pistas para vivir diferente, después de todo es la crítica audaz del filósofo la que se encuentra en mejor posición para destituir del universo de lo humano la mala siembra, la mentira, los absurdos bajo los cuales se sufre y/o se perece.

La lectura de Spinoza invita, de cierto modo, a preguntarnos sobre ese inasible e inmemorial objetivo de la filosofía que ha sido y es tratar de “saber sobre sí mismo” con el fin de alcanzar un devenir intensamente mejorado. En su invitación, nos ofrece elucidantes respuestas en torno a qué consiste la pasión.

Y, admitámoslo, tal vez la lluvia incesante de libros de autoayuda y la proliferación de toda una cultura de soporte del Yo no estén dando cuenta sino de lo perdidos que estamos respecto de la construcción de ese sí mismo que se escabulle con frecuencia bajo los falsos ropajes del narcisismo. 

Nos hemos sacado los dogmas de la sujeción a un modelo de existencia monocorde... inmenso logro de las subjetividades libertarias. Pero resulta que quedamos desnudos y tiritando ante las coordenadas alteradas que implica que todas las opciones estén abiertas. Si hasta hace casi un siglo atrás "se era quien se debía ser" (o sea, un sujeto sujetadamente homogéneo cuya radical libertad para vivir como quiera era considerada una exigencia sacrílega que atentaba contra el buen funcionamiento de la comunidad) hoy estamos ante el desconcierto del “puedes ser cualquier cosa”. De ahí a la sensación de ligero desamparo identitario no hay más que un paso.

Nadie sabe casi nada de sí mismo. Incluso, aunque se afirme lo contrario.
No avanzamos mucho en este punto desde los griegos en adelante. Y al menos con respecto a la preocupación por saber quién y cómo ser, los presocráticos nos siguen llevando grandes ventajas pese a más de 2500 años de distancia entre ellos y nosotros.

Si corremos un par de cortinas de humo discursivas, aquello que alguien cree saber de sí es puro invento: nos hemos vuelto expertos en discursear frente al espejo un relato de sí convincente para justificar neurosis, escapismos, mediocridades, cobardías, inlucidez, apatía, estupidez.  Los relatos con que nuestro tramposo narcisismo se mantiene de pie frente a ese espejo vanidoso son eso mismo, efectos de un espejismo. De hecho lo más interesante y a la vez trágico es que se puede funcionar desde esos insensatos espejismos!

Claro, hasta que un día los espejismos dejan de sernos funcionales y empezamos de a poco, o de repente, a colapsar.  Entonces una maldita lluvia de meteoros se cae sobre nuestra cabeza y el show de las preguntas tsunámicas no se hace esperar: -Era esto lo que quiero hacer por el resto de mi vida? -Dónde han quedado mis proyectos personales? -Estoy satisfecho con mi trabajo? -Hacia donde estoy yendo? -Es esta pareja con quien realmente quiero pasar el resto de mi tiempo en este mundo? -Quiero pasar mi día en una oficina sintiéndome el engranaje de una máquina que me está matando lentamente? -Es esto en lo que se han transformado mis sueños? Qué vida de mierda estoy viviendo?  


En resumidas cuentas, se quiso ser el mago pero algo le jugó un truco complicado al anhelo y nos descubrimos como un conejo apretado dentro de una galera... mientras, los demás aplauden -con suerte- o encima nos silban por no lucir siempre bien ni hacer las cosas a tiempo. Entonces, como émulos de Michel Douglas, tenemos nuestro "momento falling down" y creemos que estamos al borde de encarnar sin miramientos nuestro propio y demente “Día de Furia”. Ese temor al desgobierno de sí bajo la captura del enojo irascible indica a las claras que no sabemos hasta donde podemos soportar una situación angustiante, ni mucho menos sabemos como poder contrarestarla. En suma, poco sabemos sobre casi nada. Y si supiéramos lo que debemos saber y entender más y mejor, los psicoanalistas habrían dejado de existir como subespecie curadora hace ya largo tiempo, y las editoriales no publicarían para llenar frondosos anaqueles con exitosos manuales para desorientados existenciales.

Qué hacer?
Algunos hacen nada. Casi todos. Tragan saliva y siguen, caminando hacia el calvario de los dromedarios.
Otros estallan. Malamente.
Muchos mandan todo al carajo, sin poder al día siguiente siquiera abrir un ojo de la resaca. 
Un pequeño e insignificante número de seres trata de pensar en las causas de su malestar para intentar el arduo y poco garantizado trabajo de remover las razones del desastre.

Por mi parte creo que tal vez un poco de Spinoza básico nos desmarearía, tal vez nos aporte alguna pista para no llegar a perder los estribos a lo William Foster, y hasta quien sabe tal vez nos quite algo de la nausea que se experimenta ante la fascinación por los recetarios, los ritos de los chamanes de la psique, o las ganancias que vamos dejando los fines de semana en manos de nuestros pseudosalvadores dealers.




-La ira de Aquiles

La ira como pasión furiosa es un asunto muy tempranamente abordado por la filosofía.

Aquiles es objeto de Menis, la cólera de los dioses. Decir que el héroe de Troya es movido por la ira, es decir que sus fibras se mueven enfurecidas por los dioses. Aclaremos que en el mundo antiguo no es lo mismo la ira de los dioses que la ira de un mortal. En efecto, los griegos usaban la palabra “thumos” para referirse a la mera agitación enojosa de los humanos, diferenciándola de ese modo de “Menis”, la ira divina.

Aquiles encolerizado tal vez haya sido uno de los ejemplos más citados de iracundo actuando fuera de sí. En su caso, la ira se enciende cuando la esclava Briseida le es arrebatada por Agamenón. Aunque el máximo momento de desborde debe situarse ante la experiencia de la muerte: el héroe descubre que su amado compañero Patroclo había caído muerto en batalla bajo la espada de Héctor y estalla furioso. A los gritos exigirá a Héctor que se presente a luchar cuerpo a cuerpo. Aquiles quiere venganza. Una venganza que no le devolverá el pulso a su querido Patroclo. Venganza siempre inconclusa, haga lo que haga, incluso hasta cuando destruya el cuerpo de Héctor con sus armas y lo arrastre impiadosamente alrededor de los muros troyanos. 
La ira perniciosa del héroe de “La Ilíada” ha sido analizada muchas veces por el ojo filosófico, alertando casi siempre sobre lo mal que pueden guiarnos las pasiones en sus arrebatos aunque el elemento racional (justificativo, digamos) también pueda observarse en ese comportamiento violento.

No se trata de deslegitimar los motivos de la ira (de hecho la ira siempre tiene sus “razones” si escarbamos un poco en los hilos de aconteceres encadenados del eventual iracundo) y sobre todo si estamos ante la muerte de quien se ama. En tal caso, la furia es absolutamente justificada por tratarse de una situación emocional extrema.

Por lo tanto no se trata de pensar en la ira en sí y sus siempre posibles disparadores y/o legitimidad, sino de analizar las acciones a las que conduce la furia desatada. Desde allí mismo podríamos también pensar en las infinitas consecuencias de la ira de Poseidón haciendo naufragar a Ulises y creando a partir de allí todo el relato odiseico. O, para no olvidarnos de la relación entre ira y venganza femenina, recordar a la desatada de Medea.

Ivonne Bordelois sostiene que la ira de Aquiles es la primer pasión con que se inaugura nuestra civilización occidental. Pienso que si es así, mal comienzo hemos tenido como cultura civilizada...

Platón hablará de “educar la cólera” pues la considera como una especie de reservorio de enorme energía. Destacará incluso la particular forma de cólera de los jóvenes, aunque no dejará de pensar en las pasiones como enfermedades del alma. Pero pensemos que Platón escribe en tiempos en que la guerra era la norma y la paz una excepción a la que incluso algunos veían como “desvigorizante”. Por eso justificará el uso de la ira en tanto ésta sirve como energía pasional para ser canaliza en la guerra y en la ambición. Curiosamente en una línea similar los escolásticos y, particularmente, el supuesto "santo" de Tomás de Aquino también justifican como pasión peculiar a la ira: si la intención de reparar una injusticia es justificada, la ira es la que desata la necesaria venganza reparatoria (en este sentido me pregunto si habrán leído a Aquino y su ideal vengativo los políticos iracundos arengadores de la eterna punición a sus enemigos... pero eso es otra línea para abrir a futuro en este abanico de las pasiones).




Pasiones para “saber” vivir mejor

Por qué las pasiones, siendo tan volubles e intensas, sin embargo podrían aportarnos un cierto saber indispensable para vivir mejor?

Porque para saber qué nos puede orientar hacia un mejor vivir hay que saber sobre las propias pasiones. Saber qué nos apasiona y qué nos desapasiona.
Saber cuáles son los efectos de esas pasiones sobre uno mismo y sobre los demás.
Saber por qué valdría la pena intentar llevar adelante ciertas pasiones si es que estas nos conducen a una existencia más intensa.
Saber en quien nos podemos transformar cuando hay bella y buena pasión de por medio.
Saber con pasión y desde la pasión, quien se es y se desea ser.


Porque, realmente sabemos quién uno es?
Sabemos en verdad quien somos?

Por momentos parecería que sabemos mejor quien no somos y/o quien no deseamos ser y/o quien hemos dejado de ser. Para variar, la respuesta desde la negativa es más rápida y clara que aquella definición de sí mismo que uno busca elaborar afirmativamente.

Si es que no sabemos exactamente quien somos, por cuál vía podríamos acceder hacia ese saber de sí? Pues Spinoza propone definitivamente la vía de las pasiones como un modo de acceso a ese saber de sí. Conocer nuestra pasionalidad nos ayuda en el dar forma es esa escabullente respuesta sobre nosotros mismos.




La pasión como devenir

Veamos algunas pistas spinozianas:

-Contrario a toda una larga tradición demonizante de las pasiones, Spinoza apuesta a un viraje en la connotación de lo pasional. Spinoza positiviza la pasión. Propone una suerte de colaboración de las pasiones y los afectos a fin de llegar desde ahí a una comprensión racional de sí y de los que nos rodean. La pasión se vuelve positiva mediadora en la libre voluntad de desear conocerse a sí mismo.

-No se trata de condenar las pasiones, ni de acallarlas, ni de atemperarlas bajo la fusta del control, ni de olvidarlas con el somnífero mortal del ascetismo. Se trata de comprender la pasionalidad singular de cada uno, dibujar con la propia mano el mapa de las pasiones personales para hacerlas jugar a favor del desarrollo de todas las potencialidades que haya en un ser. Las pasiones se ponen así, del lado de la sobreabundancia de vida y del habitar esa sobreabundacia a fin de volvernos más y mejores.

-Sólo tirándonos de cabeza en las propias pasiones a fin de entenderlas vívidamente podremos saber cuales de entre ellas son debilitantes pasiones inútiles, cuales son pasiones innecesarias, cuales pasiones venenosas. Sí, porque no se trata de decir que todo lo pasional es bueno para alguien ni mucho menos, sino de tamizar con inteligencia de entre el manojo semi-indistinto de lo pasional qué nos hace bien, qué nos mejora como seres, y darnos cuenta asimismo de qué pasiones nos hacen decaer, empobrecernos, entristecernos, enfermar.

-Se trata de disminuir el efecto que esas “no buenas” pasiones que nos marcan dolorosamente el alma con el ritmo debilitante de la tristeza, y aumentar la expansión y construcción de aquellas pasiones “alegres” a través de las cuales nos sentimos más expandidos, más potentes. Apostar a latir, no a disecarse. Cultivar las pasiones en que tocamos la dicha.

-Transformar las pasiones tristes en pasiones alegres es la constante tarea ética del sujeto. Para qué? Pues para alcanzar un estado de existencia mejor, más satisfactorio. Después de todo nuestras acciones serán equivocadas en la medida que sigamos alimentando el perverso juego de padecer nuestras pasiones decadentes, y al mismo tiempo nuestras acciones serán acertadas en la medida en que empecemos a alimentar el benéfico juego de sembrar ahí donde nacen nuestras pasiones ascendentes.

-Las pasiones “deben” ir de la mano de un mayor despliegue de nuestro potencial. Si no lo hacen estamos en la trampa del pathos, del sufrimiento mórbido, de ese carcinoma lento que se cuece en los recovecos del resentimiento. Enfermamos por causa de permanecer demasiado adheridos a nuestras pasiones tristes. Recobramos la salud cuando nos sacudimos tanto como podemos la tristeza y nos ponemos en mayor contacto con la alegría, con lo que nos produce alegría. Me detengo un instante: qué es lo alegre? No lo que produce risa necesariamente (aunque la risa sincera no es más que la exteriorización de la alegría del alma), tampoco lo que da placer (hay placeres de superficie que no llegan jamás a rozar la plenitud, y recordemos también que hay placeres sumamente retorcidos que se alejan por completo de la alegría). Lo alegre es aquello que intuimos/creemos/sentimos nos permite expandir nuestras potencias hacia un horizonte de realizabilidad concreto. A la luz de la alegría potenciadora cobran dimensión casi perfecta la risa y el placer.




Alegres, potentes, expandidos, poderosos

Para Spinoza, la alegría es la pasión clave, básica, estructural de la que se hace posible derivar otras pasiones también positivas para alcanzar mayores estadios de plenitud existencial. Lo extraordinario de una buena pasión (que por eso llamamos "alegre") es, según su propias palabras, que a través de ella podemos pasar "a un estado de mayor perfección". En este sentido se puede sostener que, por ejemplo, un buen amor nos perfecciona, mientras que un mal amor (y por eso, pasionalmente "triste"), nos im-perfecciona. En la alegría de las buenas pasiones crecemos en mútiples direcciones, nos volvemos existencialmente más ágiles, nos entusiasmamos impetuosamente.

Somos alegres cuando somos más potentes porque hay potencia en aquello que nos alegra.
Somos mejores cuando más podemos y mejor hacemos.
Somos combustible de la propia felicidad cuando sentimos que algo/alguien nos expande.
Somos fuertes bajo el poder de la alegría.


En contraposición, la tristeza es la pasión que nos mata, de a poquito o de un golpazo. Nos aminora, nos arruga, nos comprime, nos retrae, nos detiene, nos paraliza, nos daña. De la tristeza y por ella caemos en nuestras zonas de oscuridad paralizante, perdiendo así preciosas y no muchas oportunidades de ser feliz, de sanar, de amar, de saltar y tirarse por la pendiente de algún imperceptible arcoiris que nuestra opacidad nos impide apreciar en su justeza. En suma, en la tristeza perdemos. Y en todas las pasiones inauténticas que se engarzan al decaimiento y la jodida repetición de lo mismo nos volvemos estúpidos, nos atontamos, nos echamos a perder en el peor de los sentidos. Sólo lo que es benéficamente diferente nos vuelve a la vida gratamente.  


Somos tristes cuando perdemos potencia porque perdemos potencia estando tristes.
Somos peores cuando menos podemos y peor hacemos.
Somos infames boicoteadores del propio bienestar cuando dejamos que algo/alguien nos contraiga.
Somos débiles bajo la tiranía de la tristeza.


Spinoza se desembaraza de Platón y su uso de las pasiones iracundas con utilidad belicosa.
Spinoza piensa la libertad desde una política de la alegría
Spinoza conmueve porque, en definitiva, la transparencia de su ética vitalista está más cerca de las formas del buen amor que del enfrentamiento, la guerra, la soledad y el odio.


La aritmética pasional que se desprende de Spinoza definitivamente nos ofrece respuestas cuando creemos haber perdido como Teseo la punta del hilo dentro del propio laberinto de afectos y afecciones.



Más amorosa alegría, menos odiosa tristeza.

Más pasión razonada, menos irracional desapasionamiento.

Más Eros, menos Thanatos.

Más libido, menos bombas.

Más libertad responsable, menos insana cobardía.

Más diferencia, menos repetición de lo mismo.

Más aphrodisia, menos soledad.





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lunes, 1 de agosto de 2011

El fuego de la palabra




"Las palabras también son fuego en otro estado."


Cristina Pérez
(San miguel de Tucumán, 1973)
Escritora y periodista argentina


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viernes, 17 de junio de 2011

Todo hueco es trinchera (microhistoria fotográfica del "Beso de Vancouver"



Todo hueco es trinchera
(microhistoria fotográfica del "Beso de Vancouver")





“El ruido de un beso no es tan retumbante como el de un cañón,
pero su eco dura mucho más.”

Oliver Wendell Holmes





Vancouver, Canadá.
Miércoles 15 de junio de 2011.

Era la final de la Liga Profesional de Hockey sobre hielo (NHL). Jugaban los “Canucks” de la fría Vancouver contra los “Bruins” de Boston.
Los locales perdieron 4 a 0.
En vista de los desafortunados resultados, los hinchas canadienses, enardecidos por la derrota, salieron a las calles a expandir su furia por el centro de la ciudad enloquecida. La policía, como suele hacerlo en tales casos de desmesura pasional colectiva, salió a reprimir a los hinchas iracundos. Hubo más de 100 heridos.

Scott Jones, de 29 años, en el suelo de una calle de Vancouver besa a su novia, Alexandra Thomas, una licenciada en ingeniería medioambiental. Ambos habían ido a ver la final de Hockey. Y los dos salieron lastimados atrapados en medio de los incidentes. Ella recibió un golpe de un escudo policial.

Una foto de ese instante lo muestra a él besándola amorosamente, tirados ambos en medio de la acera. Quizá la besó para consolarla, quizá para hacerle sentir que toda iba a estar bien, quizá para seguir amándola pese a toda adversa circunstancia.

Richard Lam -de la agencia Getty- fue el periodista que captó con su cámara el instante de amor en medio de la trifulca urbana. El "Beso de Vancouver" quedó, a partir de ese momento de mágica captura que sólo logra producir el buen arte fotográfico, eternizado para la posteridad.

Como dice el viejo proverbio: en el amor y la guerra, todo hueco es trinchera.


(Make love, no war dude!)




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viernes, 13 de mayo de 2011

Pasiones esclavas, pasiones libertarias



Pasiones esclavas, pasiones libertarias




“Podría simular una pasión que no sintiera,
pero no podría simular una que me arrastrar como el fuego”

Oscar Wilde





Las pasiones.


Bifrontes.
Multicolores. O incoloras.

Transgresoras. O funcionales.
Constantes e intermitentes.

Bajas, o sublimes.
Inoportunas, o just-in-time.

Alegres. O tristes.

Bienvenidas pasiones.
Arrogantes, pendencieras, insumisas.
Temidas pasiones.
Oscuras, tanáticas, fragilizantes.

Esclavizantes. O maravillosamente libertarias.

Hay que ser digno de las propias pasiones. Al menos de las bellas pasiones.
Luego me pregunto, qué hay de digno en la pasión?

El ser apasionado inversamente se ha de repreguntar: quién ha de ser digno de esta -mi- pasión. Quiénes son depositarios objeto-sujeto de nuestras entrañables pasiones?

Sean como sean, nos plazcan o nos languidezcan, nos pongan de pie o nos pretendan de rodillas, siempre los mil rostros de las pasiones.



-Saber de sí, saber de las propias pasiones

Pensar sobre uno mismo es desenrollar con gentil delicadeza y larga paciencia el mapa de las propias pasiones. Detenerse a observar cara a cara las más absurdas e inexplicables, mirarse también a través del reflejo que nos ofrecen las más elevadas y respetables, y poner sobre la mesa sin más excusa que la brutal honestidad tanto a aquellas pasiones bajas e irracionables como a las más altas y virtuosas. Porque, convengamos, no es lo mismo apasionarse por una camiseta de fútbol que poseer una auténtica pasión científica por descifrar el genoma humano. Qué aleja y qué eleva una de otra? Qué parámetro tomamos cuando decimos que una pasión es “baja” y otra “elevada”? Entran las pasiones en las clásicas distribuciones morales? Existe algún otro modo -aún incluso dicotómico- que ubique las pasiones dentro de otros ductos menos condenatorios, menos sensibles a las bajezas y grandezas, siempre tan relativas ellas?


Cada pasión narra sin palabras un relato subjetivo y personalísimo sobre aquel que vivencia ese apasionamiento.
El riesgo? Exponer nuestras pasiones, nos expone.

Quien resuelve pensar acerca de ese doblez se transforma en algo así como un explorador que ha de lanzarse en medio de un vendaval a reconocer huellas sobre un territorio que, de alguna manera, le resulta familiar aunque ligeramente caótico. Sabemos de nuestras pasiones, pero no nos gusta meternos -y menos que otro se meta- demasiado a hacer “análisis crítico” de ellas. Por esta razón, entre otras, la mayoría de la gente lleva adelante su existencia -con sus respectivas pasiones- sin introspectar mucho sobre este asunto.

Sin embargo, un saber acerca de nuestras pasiones nos puede poner en nuestras propias manos un mapa bastante exhaustivo y auténtico sobre uno mismo. Que el mapa guste o no, que se ajuste al gusto del otro o no, que sea más encajable dentro de los mandatos sociales o sencillamente bastante inadaptado respecto de éstos, eso es otro asunto. Lo es?

Apasionarse con saber sobre uno mismo implica necesariamente una cierta voluntad por “querer saber”combinada por una otra pasionalidad: la pasión de llevar a cabo esa exhuberante empresa inacabada que es construirse a sí mismo conociéndose. Y no cejar en el esfuerzo.

En esa exploración pasional de las pasiones -valga el juego de palabras- revisar las condiciones en que se presenta el mapa de lo que nos intensifica la sangre es un modo de cartografiar la propia historia de uno. Caben allí los variados trazados, las múltiples marcas con que nos han cincelado todos nuestros singulares trayectos pasionales: desde las coloridas exuberancias de la alegría a las tristezas abrazadas inútilmente, desde las placenteras transgresiones a las microsumisiones afectivamente toleradas.

Todo lo que ha consumido la semiestable fogata de lo pasional en una vida redunda en una forma inacabada en la que se precipita: lo que somos. Quienes somos. Cartografía de sí. Mapa del presente hecho con la pura-impura tinta que escribe la historia de todas las pasiones pasiones pasadas, atravesadas, barrenadas. Racconto de los universos pasionales en que nos hemos ido embarcado. O naufragado.


Rutas de la pasión.
Rostros de la pasión.
Los olvidos de la pasión.
La memoria de la pasión.

Todo ello, un cuerpo de la pasión desde las pasiones de un cuerpo.



-Pasiones que hablan, pasiones que revelan

La pasión.
Siempre, la perpetua ida y venida de las pasiones, puesto que hasta la tristeza es un tipo de pasión (al menos si nos plantamos a pensar desde el terreno de ideas sembrado por Baruch Spinoza).

Si de pasiones se trata, entonces es preciso comprender en qué/dónde nos suman y qué/dónde nos restan. Su aritmética, nuestra aritmética. Cómo nos aportan, de qué modo nos moldean, y también cómo pueden destruirnos o simplemente dañarnos. Su arquitectura, nuestra arquitectura. Qué pasiones mostramos con altivo orgullo narcisista, y cuáles escondemos temerosos de la sanción social, del castigo, de la vergüenza. Sus laberintos, nuestros laberintos.

En efecto, de esa intelección sobre las propias pasiones es posible poder concluir con un cierto tipo de saber sobre sí mismo. Un saber transitorio, y probablemente sujeto a resignificaciones personales que advendrán -o no- con el tiempo y los años. Pero se trata, sin dudas, de una forma de saber. Y al menos con ese material incandescente entre manos, acercarnos al templo de Apolo en Delfos y arrimarnos con mayor sinceridad al frontispicio que inquiría “γνωθι σεαυτόν” (gnōthi seauton -conócete a tí mismo).

Porque las pasiones nos revelan. Nos pintan. Nos dan tono, o nos empalidecen.

Las pasiones no pueden sino “hablar” sobre quiénes somos.
Desde el color o la grisura, cada pasión “nos deja revelados” ante la mirada de los demás y ante la propia. Espejo de sí y ante el otro. En la pasión nos abrimos a la relacionalidad, y por eso mismo, nos fragilizamos. Salimos del cocoon para envolvernos en una interactividad pasional con seres, con actividades, con haceres, con acciones, con objetos. Las pasiones nos fragilizan porque nos muestran sin filtro, sin mediaciones justificatorias, sin excusas. Somos en pasión.

Las pasiones, esos oscuros corceles que tanto preocupaba domesticar a Platón, no deberían ser aplacadas por ninguna voluntad ascética, sino más bien comprendidas a través del fino hilo de nuestra racionalidad a fin de ponerlas al servicio del ser. Si es que eso -esa heroica tarea que es torcer desde la razón lo que pulsa en las venas- es posible...

Un sagrado “decir sí” a las pasiones.
Pero en tanto esa aceptación, esa afirmación traiga con ella cierta reflexión sobre las pasiones a fin de seleccionarlas, encauzarlas, e incluso si fuera necesario, aplacar a algunas de ellas. Conocer cada una de nuestras pasiones para darles el máximo de aprovechamiento a aquellas que propicien encuentros compositivos, encuentros afectivamente de tono ascendente. Afirmar y reafirmar las pasiones que nos acerquen a estados emocionales que nos permitan “componer”... y precisamente, que no nos des-compongan. Hacer que las pasiones jueguen a favor de uno mismo, y no en contra.



-Not passion's slave...

Es innegable que hay pasiones que arrastran al individuo a los márgenes más peligrosamente instintuales, a la irracionalidad misma, e incluso a una potencial autodestrucción. Pero acaso podemos negar que los instintos, los furores de los sentidos y la irracionalidad forman parte de la “materia” humana? No parece estar en nuestras limitadas manos controlar totalmente la naturaleza bravía de ciertas pasionalidades, pero sí es nuestra responsabilidad irrenunciable comprender las consecuencias de soltarles totalmente las riendas, o en su defecto, intentar concientemente manejarlas. Se trata esto de una ilusión de control del “Yo”? No, de ningún modo, puesto que sabemos que el “Yo” es una instancia bastante menos funcional de lo que se nos ha hecho creer desde los discursos cartesianos vanagloriadores de una razón falsamente consistente.
Podemos menos de lo que queremos.
Tenemos mucha menos voluntad conciente que aquella de la que nos jactamos neciamente. Pero aún en la limitación de nuestra funcionalidad racional siempre hay una bisagra real -y realizable- desde la que efectuar una comprensión conciente de lo que hacemos (o de lo que resolvemos no hacer), incluso, con nuestra alocadas pasiones.

En todo caso, la preocupación por dominar responsablemente ciertas pasiones debería ser vista a la luz de un imperativo ético más abarcativo que justifica ese tal dominio: no es bueno ser esclavo de nada.

Estamos, en este punto, tocando el problema político de la servidumbre: a quién hemos de servir, a nuestras pasiones? A su errancia? A su inconstancia? A su volatilidad? O, en otro extremo, a quién servimos cuando seguimos como perros indigentes cierta cerrada tosudez como si se tratara del único hueso que nos salvará la vida? Porque hay pasiones de mierda (permítaseme que extravíe el vocabulario prolijo por un instante...) que nos hacen meternos en callejones sin salida bajo el arrogante lema infantilista que reza “lo hice porque así lo sentí”.

Si la pasión esclaviza (esto es, si el camino de lo pasional puede llevar a quedar “dependiendo de...”, o bien “subordinado a...” ) esa definitivamente es una posición subjetiva poco recomendable para un espíritu libertario. Las pasiones nos pueden volver esclavos de ellas mismas. Cierto. Pero no menos cierto es que algunas pasiones (o regulando esas mismas que sin control nos ponen en estado de indigna servidumbre) nos liberan, tienen el "don" de ayudarnos con su potencia a desprendernos de los grilletes imaginarios o reales a los que encadenamos tercamente la salud deseante.

Spinoza apostará al aspecto cognitivo de las pasiones, al rol del entendimiento en ese proceso de liberación: debemos aprender sobre nuestras pasiones para entender, luego y por la vía de ese mismo conocimiento, poder ser más libres.

Entender como modo de expandir la potencia de acción del ser.

Entender las pasiones (querer “escuchar” lo que las pasiones vehiculizan y lo que nos provocan) permite actuar de un modo menos ciego, de un modo menos encandilado con los mandatos morales pero más comprometido con una ética del placer singularizada, propia, soberana.

Entender para ser menos súbditos, sea de erráticas apetencias, sea de estáticos mandatos que paralizen. Entender mejor la pasión para no “repetir compulsivamente”, diría el viejo Freud.

Entender las pasiones para ser más un poco más dueños de una libertad personal -frágil, oscilante, a veces demasiado tenue y quebradiza- pero siempre realizable.


Libremente pasionales.

Pasionalmente libres.

 
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"Los razonables han durado, los apasionados han vivido" - Nicolás Chamfort





"Los razonables han durado,
los apasionados han vivido"



Nicholas Sébastien Roch-Chamfort
Escritor francés
(1741-1794)


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Imagen:
Símbolo "pasión" (jounestsu)
Caligrafía japonesa (kanji)


miércoles, 20 de abril de 2011

En la tristeza estamos perdidos - Gilles Deleuze


En la tristeza estamos perdidos
Gilles Deleuze




"La tristeza no vuelve inteligente.
En la tristeza estamos perdidos.
Por eso los poderes tienen necesidad de que los sujetos estén tristes."



Gilles Deleuze
 
 
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domingo, 26 de septiembre de 2010

Ese amoroso y doméstico animal político llamado “humano”


 
Ese amoroso y doméstico animal político llamado “humano




“Algunos de los hombres más salvajes son las mejores mascotas.”
 

De la siempre provocadora Mae West
(“Bella de los noventa”, 1934)






Nuestros más entrañables vínculos… nos domestican?
Amar a otro ser implica aplicar sobre éste cierta micropolítica “voluntad de domesticación”?
Pueden los vínculos amorosos ser pensados como eficaces herramientas de rebañización social?
Cómo intervienen los juegos de poder en los lazos vinculares?
Serían los lazos, por la vía de la domesticidad, un asunto pensable desde el punto de vista político? 
Son nuestros osados y tercos deseos pasibles de ser domesticados?




-El amor “pactado” del animal humano


Vincularse y coexistir en forma estrecha con alguien requiere acordar cierto marco que regule esa relacionalidad. Desafortundamente, para nuestro “lado dionisíaco”, no todo es gozoso devenir ni puro principio del placer. Apolo siempre nos anda apurando el tranco sinuoso de nuestro derrotero desiderativo con sus cuadriculadas espuelas: el dios de las formas nos recuerda que estamos bajo el imperio y peso del “tú debes”. No olvidemos que es Apolo mismo, en su multietimológico origen, el dios de la vida política (al menos según el gramático alejandrino Hesiquio),  también quien guía divinamente las manadas, siendo considerado a su vez dios de la colonización. 
Meterse en las fomas-formalidades de los pactos, efectivamente, nos volvería plenos animales políticos y nos… rebañizaría? 
Son los pactos un medio de “colonización” cultural a través del cual entramos de cabeza a cumplimentar los mandatos más ciegos de nuestra sociedad y a encadenarnos al poder?

Cuando la frágil pasionalidad vira hacia la –aparentemente más sólida- categoría de la relacionalidad se vuelve menester fijar mínimos marcos, establecer reglas, poner mesura y templanza a la vasta bravura caotizante de las errancias deseantes. 
Los pactos sedentarizan lo que el deseo nomadiza. 
Las flechas certeras de Apolo nos fijan a la entomología social con eficacia asombrosa. Pasamos del desorden del éxtasis sensible a la armonía ordenada racionalmente. De los brazos de Dionisio a la cabeza de Apolo. De los universos del devenir al mundo pacto.

Nuestra “tragedia” estructural, constitutiva, elementarísima, consiste justamente en buena medida en hallar inestables equilibrios dentro de ese tironeo inmortal que batallan, bajo nuestro nombre propio, las subversivas fuerzas desordenadoras de la pasión contra las fuerzas milicianas compuestas por los principios ordenadores de la prudente racionalidad. Y viceversa. 
Sobre este encuadre general en que se monta el sustrato de nuestros trágicos devenires, el principio de realidad triunfa llevándose de maravillas con el orden que ejecutan los pactos y contratos.

Afectivamente hablando, somos todos/as hacedores concientes (e in-concientes) de pactos de amor. Todo vínculo amoroso entomologizado como “relación” posee su propio y singular stock de reglas eficaces y efectivas a la hora de organizar las conductas, orientar ciertos comportamientos y elidir ciertos impulsos. Desde esas reglas dichas y/o no dichas, desde la letra grande y la letra de hormiga de los pactos habrán de regularse los intercambios afectivos, emocionales, sexuales, económicos, etc. que tendremos con nuestros eventuales otros significativos.




-Obediencias, acatamientos y… líneas de fuga vitales

Los pactos se acatan, se aceptan, se cumplen. Por suerte –aunque no sin grandes dificultades- también pueden revisarse, reconfigurarse, rehacerse e incluso hasta disolverse.

El animal humano está “formateado” psicológica-cognitiva-emocionalmente para deambular dentro de diversos tipos de pactos. En otras palabras, estamos preparados para acatar y subsumirnos a los pactos. Por qué? Sencillamente porque aprendemos muy tempranamente y de manera básica que esos “acuerdos” con el otro nos preservan, nos aportan un marco imprescindible para sobrevivir. También, como curiosamente ya veremos más adelante, contamos con una igualmente vital capacidad para resistirlos. Desacatar, desobedecer, incumplir pactos es asimismo algo inherente al ser en su mundo relacional. En ocasiones, subvertir la posición de uno dentro de un determinado pacto (e incluso abandonar un pacto, huir de él) resulta ser, a todas luces, también un acto de supervivencia. Doble rostro de Jano de los pactos.

Ubicarse a sí mismo en un pacto es aceptar algún grado de limitación en la propia libertad, y a la vez, solicitar que el otro acepte de igual modo un grado de limitación sobre los usos de su libertad.

Pactar es negociar, aceptar y asentir en ciertos asuntos, aunque lo hagamos en proporciones disímiles y de maneras no siempre demasiado claras.

El animal humano es un ser de pactos.
Los necesita para ordenar el desorden de sus pulsiones, de sus voluptuosas pasiones, de su extraña y hasta tirana fisiología silente.
Ganamos orden, perdemos animalidad.
Nos volvemos civilizadamente domésticos enlazando y adecuando los deseos al poder, tal como decía con total lucidez don Enrique Marí.
Todo pacto descaotiza…  al menos hasta que deja de hacerlo…

Ocurre, como ya observáramos, que para el sujeto ordenado-sujetado por sus pactos estos mismos pueden volverse en su contra. Los mismos pactos que otrora lo ayudaron en lo “micro” a dar orden a la caótica de sus flujos de deseo y sus impulsos nerviosos, al mismo tiempo lo limitan, lo estrechan, lo cerrojan en esa invisible celda “macro” cuyo objetivo final es la adaptación social al medio. Hay pactos que lejos de colaborar con la supervivencia, juegan su juego para el lado de las pulsiones de muerte.  



-La "dación" y la imposible igualdad

Un error (o debería decir ilusión?) que abunda en las creencias que se activan en aquellos que se envuelven intensamente en alguna clase de pacto afectivo es el mito de la justa igualdad. 
La ilusión de reciprocidad en el plano afectivo es, tal vez, la peor semilla de resentimiento potencial existente en un vínculo. Se malsupone que en tales pactos intravinculares debería existir una cierta “justicia” e igualdad respecto de las proporciones de libertad que cada pactante entrega para que justamente ese pacto sea viable. Y de idéntica manera se alimenta la ilusión de que, tratándose de amor y afectividad, debemos ser coronados con una  idealista correspondencia mutua. Demandamos, tácita  o explícitamente,  que se nos trate desde una virtuosa reciprocĭtas . Error de errores!

No existe ni igualdad ni reciprocidad en tal entrega de la libertad. Ni debería porque existir alguna!
Fundamentalmente, tal errónea búsqueda reclamante de justa igualdad y reciproca correspondencia es  un equívoco porque la “dación” no es un fenómeno capturable desde el derecho a la aequitas.
Ejemplificando, podríamos decir que una madre no debería esperar un “justo retorno” de lo que ha dado a-por sus hijos en nombre del amor. Lo que ha dado lo ha dado. Punto. Sin esperas de un “retorno”, de un justo “vuelto”. Tomando otro ejemplo desde otro territorio amoroso, el amante no debería ajusticiar simbólicamente a su amado en nombre de un sollozante “todo lo que yo te he dado” si el amado decidiera desterritorializar su deseo y nomadizarse erótica y/o amatoriamente.

La dación es un fenómeno complejo pero imprescindible a la hora de intentar comprender la i-lógica de los lazos.

Se “da”, nos “damos”, porque la potencia de ese efecto era -o es- tal que no podemos ni desconocerla ni reservárnosla. El afecto es una dación porque nos desborda hacia el otro.  Pero en crudos términos  hay que sincerarse y reconocer que el otro no nos ha obligado a que lo amemos.  En todo caso lo hemos amado porque la intensidad del afecto era tal que nos empujó a revelar ese irracional desborde de nuestro sentir a quien amamos. Y qué otra cosa inteligente puede hacerse ante un desborde afectivo que entregarse a la comunicabilidad de ese desbordar?! El asunto aquí es que lo que el otro nos dé, ese “caudal” de dación que nos llegará del otro, no sólo no es previsible sino que no es ni exigible ni demandable. Cosa triste demandar dación. E inútil, por cierto. Incluso –horror vacui!- podría hasta no haber retorno afectivo alguno por parte del otro. 
Sí, el amor es una incertidumbre conjugada bajo condiciones de alta probabilidad de desbalance.
Pactamos porque es justamente "bajo pacto" que se intenta introducir la claúsula que garantice la igualdad emocional, la justicia afectiva, la reciprocidad amorosa. El pacto introduce en los vínculos una ilusión -o un pack de éstas- allí donde justamente la realidad nos muestra que no es posible ni viable ni lo recíproco, ni lo justo ni la correspondencia, ni la igualdad. Por eso, en el propio vientre el pacto está la serpiente de su fracaso. Pactamos para tratar de docilizar la animalidad sin garantías que subyace bajo nuestra civilidad y sus vínculos fundantes. Pactamos en la relacionalidad para transitoriamente hacer emerger la posibilidad ficticia de la seguridad amorosa. Pactamos buscando domesticar lo más indomesticable del animal humano: su deseo.      


 
-Una riesgosa puerta a la inautenticidad tras el muro de la tristeza

El reclamo de “justicia en la igualdad” que de alguna manera reclaman reprochonamente aquellos que participan de un pacto amoroso es absurdo por doble vía: el amor no entiende de justicia y menos de igualación. Salvo que querramos ilusionarnos con ello… lo cual siempre es una opción balsámica posible, aunque falsa. 
Lo que es verdad, duramente verdad, es que no habría razones reales para fundamentar por qué exigir que en los pactos afectivos deba existir alguna forma de justa reciprocidad. Las únicas razones que podemos esgrimir para exigir reciprocidad en los afectos son aquellas pseudorazones de orden moral. Digamos que “estaría bien” dar si se ha recibido. Pero no hay obligación ninguna de hacerlo. No hay ningún deber de dar nada a cambio. De hecho, quien da afectivamente obligado por razones morales obra con inautenticidad. Esa dacíon forzada es de origen insentido, irreal, inauténtico. Lógicamente,  está repleto de menesterosos emocionales que ante la posibilidad de quedarse sin siquiera la ficción del amor, prefieren aceptar el disfraz de una dación falsificada. Cuestión de tolerancia a la mentira. O cuestión de triste indigencia afectiva, vaya uno a saber. Como sea,  pretender moralizar  el campo amatorio ha causado estragos psicológicos, tristeza, dolor y enfermedad.

Fuera de las ficciones de utilería de la moralidad, lo cierto y comprobable en la fenomenología de los lazos afectivos es que nadie da ni se da por igual. Menos aún podemos mensurar ni lo que damos ni lo que nos es dado.

El amor, el afecto, escapa a la lógica de lo cuantificable.

Una concepción del “alma humana” como asunto político subyace en todos estas elucidaciones en las que se enlazan los asuntos de la pasión, del deseo, de la sujeción, de la gobernabilidad de sí y de los otros. Zôon politikón…
Sí podemos afirmar que, tratándose de asuntos en torno al amor y la afección, resulta viable pensar en términos de efectos de intensidad, renunciando con ello mismo a cualquier estúpida intención cuantitativa por estéril e improcedente, y a cualquier voluntad de igualdad, por errada e ilusoria.  Definitivamente hay que decir que nos equivocamos brutalmente cuando pretendemos decodificar algún afecto en términos de “menos y mases” –o peor aún- reclamar resentidamente desde esa lógica absurda y románticamente ficticia de la justicia amorosa. No hay balanza ni unidad de medida para volver cuantificable lo que hemos dado, ni lo que hemos recibido afectivamente hablando.

Amar es un fenómeno de intensidades,
fuerzas, 
potencias,
cruces de poderes.
Hay, indefectiblemente, quien puede más que otro en esos desequilibrios del dar-darse.

Amar es enredarse en un incierto juego de fuerzas y múltiples poderes. Pactar en el amor es una de las caras del prisma micropolítico de las subjetividades. Somos animales políticos, somos animales de pacto. Ergo, somos humanos pactadores en estado político. Domésticos animales políticos infinitamente humanos, vastamente errados, fugazmente equilibrados.


Hay una política del amor, inevitablemente siempre la hay.



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