Ese amoroso y doméstico animal político llamado “humano”
“Algunos de los hombres más salvajes son las mejores mascotas.”
De la siempre provocadora Mae West
(“Bella de los noventa”, 1934)
Nuestros más entrañables vínculos… nos domestican?
Amar a otro ser implica aplicar sobre éste cierta micropolítica “voluntad de domesticación”?
Pueden los vínculos amorosos ser pensados como eficaces herramientas de rebañización social?
Cómo intervienen los juegos de poder en los lazos vinculares?
Serían los lazos, por la vía de la domesticidad, un asunto pensable desde el punto de vista político?
Son nuestros osados y tercos deseos pasibles de ser domesticados?
-El amor “pactado” del animal humano
Vincularse y coexistir en forma estrecha con alguien requiere acordar cierto marco que regule esa relacionalidad. Desafortundamente, para nuestro “lado dionisíaco”, no todo es gozoso devenir ni puro principio del placer. Apolo siempre nos anda apurando el tranco sinuoso de nuestro derrotero desiderativo con sus cuadriculadas espuelas: el dios de las formas nos recuerda que estamos bajo el imperio y peso del “tú debes”. No olvidemos que es Apolo mismo, en su multietimológico origen, el dios de la vida política (al menos según el gramático alejandrino Hesiquio), también quien guía divinamente las manadas, siendo considerado a su vez dios de la colonización.
Amar a otro ser implica aplicar sobre éste cierta micropolítica “voluntad de domesticación”?
Pueden los vínculos amorosos ser pensados como eficaces herramientas de rebañización social?
Cómo intervienen los juegos de poder en los lazos vinculares?
Serían los lazos, por la vía de la domesticidad, un asunto pensable desde el punto de vista político?
Son nuestros osados y tercos deseos pasibles de ser domesticados?
-El amor “pactado” del animal humano
Vincularse y coexistir en forma estrecha con alguien requiere acordar cierto marco que regule esa relacionalidad. Desafortundamente, para nuestro “lado dionisíaco”, no todo es gozoso devenir ni puro principio del placer. Apolo siempre nos anda apurando el tranco sinuoso de nuestro derrotero desiderativo con sus cuadriculadas espuelas: el dios de las formas nos recuerda que estamos bajo el imperio y peso del “tú debes”. No olvidemos que es Apolo mismo, en su multietimológico origen, el dios de la vida política (al menos según el gramático alejandrino Hesiquio), también quien guía divinamente las manadas, siendo considerado a su vez dios de la colonización.
Meterse en las fomas-formalidades de los pactos, efectivamente, nos volvería plenos animales políticos y nos… rebañizaría?
Son los pactos un medio de “colonización” cultural a través del cual entramos de cabeza a cumplimentar los mandatos más ciegos de nuestra sociedad y a encadenarnos al poder?
Cuando la frágil pasionalidad vira hacia la –aparentemente más sólida- categoría de la relacionalidad se vuelve menester fijar mínimos marcos, establecer reglas, poner mesura y templanza a la vasta bravura caotizante de las errancias deseantes.
Cuando la frágil pasionalidad vira hacia la –aparentemente más sólida- categoría de la relacionalidad se vuelve menester fijar mínimos marcos, establecer reglas, poner mesura y templanza a la vasta bravura caotizante de las errancias deseantes.
Los pactos sedentarizan lo que el deseo nomadiza.
Las flechas certeras de Apolo nos fijan a la entomología social con eficacia asombrosa. Pasamos del desorden del éxtasis sensible a la armonía ordenada racionalmente. De los brazos de Dionisio a la cabeza de Apolo. De los universos del devenir al mundo pacto.
Nuestra “tragedia” estructural, constitutiva, elementarísima, consiste justamente en buena medida en hallar inestables equilibrios dentro de ese tironeo inmortal que batallan, bajo nuestro nombre propio, las subversivas fuerzas desordenadoras de la pasión contra las fuerzas milicianas compuestas por los principios ordenadores de la prudente racionalidad. Y viceversa.
Nuestra “tragedia” estructural, constitutiva, elementarísima, consiste justamente en buena medida en hallar inestables equilibrios dentro de ese tironeo inmortal que batallan, bajo nuestro nombre propio, las subversivas fuerzas desordenadoras de la pasión contra las fuerzas milicianas compuestas por los principios ordenadores de la prudente racionalidad. Y viceversa.
Sobre este encuadre general en que se monta el sustrato de nuestros trágicos devenires, el principio de realidad triunfa llevándose de maravillas con el orden que ejecutan los pactos y contratos.
Afectivamente hablando, somos todos/as hacedores concientes (e in-concientes) de pactos de amor. Todo vínculo amoroso entomologizado como “relación” posee su propio y singular stock de reglas eficaces y efectivas a la hora de organizar las conductas, orientar ciertos comportamientos y elidir ciertos impulsos. Desde esas reglas dichas y/o no dichas, desde la letra grande y la letra de hormiga de los pactos habrán de regularse los intercambios afectivos, emocionales, sexuales, económicos, etc. que tendremos con nuestros eventuales otros significativos.
Afectivamente hablando, somos todos/as hacedores concientes (e in-concientes) de pactos de amor. Todo vínculo amoroso entomologizado como “relación” posee su propio y singular stock de reglas eficaces y efectivas a la hora de organizar las conductas, orientar ciertos comportamientos y elidir ciertos impulsos. Desde esas reglas dichas y/o no dichas, desde la letra grande y la letra de hormiga de los pactos habrán de regularse los intercambios afectivos, emocionales, sexuales, económicos, etc. que tendremos con nuestros eventuales otros significativos.
-Obediencias, acatamientos y… líneas de fuga vitales
Los pactos se acatan, se aceptan, se cumplen. Por suerte –aunque no sin grandes dificultades- también pueden revisarse, reconfigurarse, rehacerse e incluso hasta disolverse.
El animal humano está “formateado” psicológica-cognitiva-emocionalmente para deambular dentro de diversos tipos de pactos. En otras palabras, estamos preparados para acatar y subsumirnos a los pactos. Por qué? Sencillamente porque aprendemos muy tempranamente y de manera básica que esos “acuerdos” con el otro nos preservan, nos aportan un marco imprescindible para sobrevivir. También, como curiosamente ya veremos más adelante, contamos con una igualmente vital capacidad para resistirlos. Desacatar, desobedecer, incumplir pactos es asimismo algo inherente al ser en su mundo relacional. En ocasiones, subvertir la posición de uno dentro de un determinado pacto (e incluso abandonar un pacto, huir de él) resulta ser, a todas luces, también un acto de supervivencia. Doble rostro de Jano de los pactos.
Ubicarse a sí mismo en un pacto es aceptar algún grado de limitación en la propia libertad, y a la vez, solicitar que el otro acepte de igual modo un grado de limitación sobre los usos de su libertad.
Pactar es negociar, aceptar y asentir en ciertos asuntos, aunque lo hagamos en proporciones disímiles y de maneras no siempre demasiado claras.
El animal humano es un ser de pactos.
Los necesita para ordenar el desorden de sus pulsiones, de sus voluptuosas pasiones, de su extraña y hasta tirana fisiología silente.
Ganamos orden, perdemos animalidad.
Nos volvemos civilizadamente domésticos enlazando y adecuando los deseos al poder, tal como decía con total lucidez don Enrique Marí.
Nos volvemos civilizadamente domésticos enlazando y adecuando los deseos al poder, tal como decía con total lucidez don Enrique Marí.
Todo pacto descaotiza… al menos hasta que deja de hacerlo…
Ocurre, como ya observáramos, que para el sujeto ordenado-sujetado por sus pactos estos mismos pueden volverse en su contra. Los mismos pactos que otrora lo ayudaron en lo “micro” a dar orden a la caótica de sus flujos de deseo y sus impulsos nerviosos, al mismo tiempo lo limitan, lo estrechan, lo cerrojan en esa invisible celda “macro” cuyo objetivo final es la adaptación social al medio. Hay pactos que lejos de colaborar con la supervivencia, juegan su juego para el lado de las pulsiones de muerte.
Ocurre, como ya observáramos, que para el sujeto ordenado-sujetado por sus pactos estos mismos pueden volverse en su contra. Los mismos pactos que otrora lo ayudaron en lo “micro” a dar orden a la caótica de sus flujos de deseo y sus impulsos nerviosos, al mismo tiempo lo limitan, lo estrechan, lo cerrojan en esa invisible celda “macro” cuyo objetivo final es la adaptación social al medio. Hay pactos que lejos de colaborar con la supervivencia, juegan su juego para el lado de las pulsiones de muerte.
-La "dación" y la imposible igualdad
Un error (o debería decir ilusión?) que abunda en las creencias que se activan en aquellos que se envuelven intensamente en alguna clase de pacto afectivo es el mito de la justa igualdad.
Un error (o debería decir ilusión?) que abunda en las creencias que se activan en aquellos que se envuelven intensamente en alguna clase de pacto afectivo es el mito de la justa igualdad.
La ilusión de reciprocidad en el plano afectivo es, tal vez, la peor semilla de resentimiento potencial existente en un vínculo. Se malsupone que en tales pactos intravinculares debería existir una cierta “justicia” e igualdad respecto de las proporciones de libertad que cada pactante entrega para que justamente ese pacto sea viable. Y de idéntica manera se alimenta la ilusión de que, tratándose de amor y afectividad, debemos ser coronados con una idealista correspondencia mutua. Demandamos, tácita o explícitamente, que se nos trate desde una virtuosa reciprocĭtas . Error de errores!
No existe ni igualdad ni reciprocidad en tal entrega de la libertad. Ni debería porque existir alguna!
Fundamentalmente, tal errónea búsqueda reclamante de justa igualdad y reciproca correspondencia es un equívoco porque la “dación” no es un fenómeno capturable desde el derecho a la aequitas.
Ejemplificando, podríamos decir que una madre no debería esperar un “justo retorno” de lo que ha dado a-por sus hijos en nombre del amor. Lo que ha dado lo ha dado. Punto. Sin esperas de un “retorno”, de un justo “vuelto”. Tomando otro ejemplo desde otro territorio amoroso, el amante no debería ajusticiar simbólicamente a su amado en nombre de un sollozante “todo lo que yo te he dado” si el amado decidiera desterritorializar su deseo y nomadizarse erótica y/o amatoriamente.
La dación es un fenómeno complejo pero imprescindible a la hora de intentar comprender la i-lógica de los lazos.
Se “da”, nos “damos”, porque la potencia de ese efecto era -o es- tal que no podemos ni desconocerla ni reservárnosla. El afecto es una dación porque nos desborda hacia el otro. Pero en crudos términos hay que sincerarse y reconocer que el otro no nos ha obligado a que lo amemos. En todo caso lo hemos amado porque la intensidad del afecto era tal que nos empujó a revelar ese irracional desborde de nuestro sentir a quien amamos. Y qué otra cosa inteligente puede hacerse ante un desborde afectivo que entregarse a la comunicabilidad de ese desbordar?! El asunto aquí es que lo que el otro nos dé, ese “caudal” de dación que nos llegará del otro, no sólo no es previsible sino que no es ni exigible ni demandable. Cosa triste demandar dación. E inútil, por cierto. Incluso –horror vacui!- podría hasta no haber retorno afectivo alguno por parte del otro.
No existe ni igualdad ni reciprocidad en tal entrega de la libertad. Ni debería porque existir alguna!
Fundamentalmente, tal errónea búsqueda reclamante de justa igualdad y reciproca correspondencia es un equívoco porque la “dación” no es un fenómeno capturable desde el derecho a la aequitas.
Ejemplificando, podríamos decir que una madre no debería esperar un “justo retorno” de lo que ha dado a-por sus hijos en nombre del amor. Lo que ha dado lo ha dado. Punto. Sin esperas de un “retorno”, de un justo “vuelto”. Tomando otro ejemplo desde otro territorio amoroso, el amante no debería ajusticiar simbólicamente a su amado en nombre de un sollozante “todo lo que yo te he dado” si el amado decidiera desterritorializar su deseo y nomadizarse erótica y/o amatoriamente.
La dación es un fenómeno complejo pero imprescindible a la hora de intentar comprender la i-lógica de los lazos.
Se “da”, nos “damos”, porque la potencia de ese efecto era -o es- tal que no podemos ni desconocerla ni reservárnosla. El afecto es una dación porque nos desborda hacia el otro. Pero en crudos términos hay que sincerarse y reconocer que el otro no nos ha obligado a que lo amemos. En todo caso lo hemos amado porque la intensidad del afecto era tal que nos empujó a revelar ese irracional desborde de nuestro sentir a quien amamos. Y qué otra cosa inteligente puede hacerse ante un desborde afectivo que entregarse a la comunicabilidad de ese desbordar?! El asunto aquí es que lo que el otro nos dé, ese “caudal” de dación que nos llegará del otro, no sólo no es previsible sino que no es ni exigible ni demandable. Cosa triste demandar dación. E inútil, por cierto. Incluso –horror vacui!- podría hasta no haber retorno afectivo alguno por parte del otro.
Sí, el amor es una incertidumbre conjugada bajo condiciones de alta probabilidad de desbalance.
Pactamos porque es justamente "bajo pacto" que se intenta introducir la claúsula que garantice la igualdad emocional, la justicia afectiva, la reciprocidad amorosa. El pacto introduce en los vínculos una ilusión -o un pack de éstas- allí donde justamente la realidad nos muestra que no es posible ni viable ni lo recíproco, ni lo justo ni la correspondencia, ni la igualdad. Por eso, en el propio vientre el pacto está la serpiente de su fracaso. Pactamos para tratar de docilizar la animalidad sin garantías que subyace bajo nuestra civilidad y sus vínculos fundantes. Pactamos en la relacionalidad para transitoriamente hacer emerger la posibilidad ficticia de la seguridad amorosa. Pactamos buscando domesticar lo más indomesticable del animal humano: su deseo.
-Una riesgosa puerta a la inautenticidad tras el muro de la tristeza
El reclamo de “justicia en la igualdad” que de alguna manera reclaman reprochonamente aquellos que participan de un pacto amoroso es absurdo por doble vía: el amor no entiende de justicia y menos de igualación. Salvo que querramos ilusionarnos con ello… lo cual siempre es una opción balsámica posible, aunque falsa.
El reclamo de “justicia en la igualdad” que de alguna manera reclaman reprochonamente aquellos que participan de un pacto amoroso es absurdo por doble vía: el amor no entiende de justicia y menos de igualación. Salvo que querramos ilusionarnos con ello… lo cual siempre es una opción balsámica posible, aunque falsa.
Lo que es verdad, duramente verdad, es que no habría razones reales para fundamentar por qué exigir que en los pactos afectivos deba existir alguna forma de justa reciprocidad. Las únicas razones que podemos esgrimir para exigir reciprocidad en los afectos son aquellas pseudorazones de orden moral. Digamos que “estaría bien” dar si se ha recibido. Pero no hay obligación ninguna de hacerlo. No hay ningún deber de dar nada a cambio. De hecho, quien da afectivamente obligado por razones morales obra con inautenticidad. Esa dacíon forzada es de origen insentido, irreal, inauténtico. Lógicamente, está repleto de menesterosos emocionales que ante la posibilidad de quedarse sin siquiera la ficción del amor, prefieren aceptar el disfraz de una dación falsificada. Cuestión de tolerancia a la mentira. O cuestión de triste indigencia afectiva, vaya uno a saber. Como sea, pretender moralizar el campo amatorio ha causado estragos psicológicos, tristeza, dolor y enfermedad.
Fuera de las ficciones de utilería de la moralidad, lo cierto y comprobable en la fenomenología de los lazos afectivos es que nadie da ni se da por igual. Menos aún podemos mensurar ni lo que damos ni lo que nos es dado.
El amor, el afecto, escapa a la lógica de lo cuantificable.
Fuera de las ficciones de utilería de la moralidad, lo cierto y comprobable en la fenomenología de los lazos afectivos es que nadie da ni se da por igual. Menos aún podemos mensurar ni lo que damos ni lo que nos es dado.
El amor, el afecto, escapa a la lógica de lo cuantificable.
Una concepción del “alma humana” como asunto político subyace en todos estas elucidaciones en las que se enlazan los asuntos de la pasión, del deseo, de la sujeción, de la gobernabilidad de sí y de los otros. Zôon politikón…
Sí podemos afirmar que, tratándose de asuntos en torno al amor y la afección, resulta viable pensar en términos de efectos de intensidad, renunciando con ello mismo a cualquier estúpida intención cuantitativa por estéril e improcedente, y a cualquier voluntad de igualdad, por errada e ilusoria. Definitivamente hay que decir que nos equivocamos brutalmente cuando pretendemos decodificar algún afecto en términos de “menos y mases” –o peor aún- reclamar resentidamente desde esa lógica absurda y románticamente ficticia de la justicia amorosa. No hay balanza ni unidad de medida para volver cuantificable lo que hemos dado, ni lo que hemos recibido afectivamente hablando.
Amar es un fenómeno de intensidades,
fuerzas,
potencias,
cruces de poderes.
Hay, indefectiblemente, quien puede más que otro en esos desequilibrios del dar-darse.
Amar es enredarse en un incierto juego de fuerzas y múltiples poderes. Pactar en el amor es una de las caras del prisma micropolítico de las subjetividades. Somos animales políticos, somos animales de pacto. Ergo, somos humanos pactadores en estado político. Domésticos animales políticos infinitamente humanos, vastamente errados, fugazmente equilibrados.
Hay una política del amor, inevitablemente siempre la hay.
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