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sábado, 8 de diciembre de 2012

El espinazo de una montaña bañada de luz cambiante - Patti Smith en honor a Robert Mapplethorpe




El espinazo de una montaña bañada de luz cambiante

(Patti Smith en honor a Robert Mapplethorpe)





 “¿De qué habrían de culparme? 
¿De ser un hombre que deseaba nada menos que 
abrazar el espinazo de una montaña bañada de luz cambiante?”

 

"El Mar de Coral"
Patti Smith
(Editorial Lumen)


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sábado, 27 de octubre de 2012

La distancia, las almas, los esfuerzos - Paul Claudel (“Partage de midi”)




 

La distancia, las almas, los esfuerzos  

Paul Claudel (“Partage de midi”)







“Distantes, dejando de pesar el uno sobre el otro, 
¿acarrearemos nuestras almas con esfuerzo?”



Paul Claudel
En “Partage de midi”
(1905)



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jueves, 10 de mayo de 2012

Las afinidades electivas - Johann Wolfgang von Goethe





Las afinidades electivas
Johann Wolfgang von Goethe



“A aquellas naturalezas que cuando se encuentran rápidamente  se amalgaman y se determinan mutuamente, las denominamos afines. En los cuerpos alcalinos y ácidos, que aunque son opuestos, o tal vez justamente por eso, se buscan y se apoderan mutuamente del modo más decidido, modificándose y formando juntos un nuevo cuerpo, esta afinidad es muy llamativa. (…) en realidad los casos complejos son lo más interesantes. Sólo con ellos se pueden conocer los distintos grados de afinidad y aprender los distintos tipos de relaciones, próximas, lejanas, débiles o fuertes. Las afinidades sólo empiezan a ser verdaderamente  interesantes  cuando provocan separaciones.  (…) En efecto, y por cierto que esos casos son los más interesantes y sorprendentes, aquellos en los que se puede ver de modo plástico como la atracción, la afinidad, el abandono, y la reunión se entrecruzan de modo simétrico”



“Las afinidades electivas”
Título original “Die Wahlverwandtschaften”
Fragmento de la novela del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe


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lunes, 18 de abril de 2011

Paradojas de la lejanía



Paradojas de la lejanía




“No se recuerdan los días,
se recuerdan los momentos.”

Cesare Pavese



Lejos. Cerca.
Juegos arbitrarios, arbitrarios juegos de la relatividad.

Tan cerca se puede estar en lo lejano como lejanísimo sentirse en la cercanía. Por lo que la lejanía es, entonces, asunto inherente a la sensibilidad. Lo lejano ha de sentirse al igual que sentimos-experimentamos estar cerca. Sin embargo lo que experimentamos bajo estos dos modos y sus paradojas da cuenta ampliamente de que el par cercano/lejano no siempre concuerda ni con la lógica ni con las leyes físicas.


Lejano es una aparente categoría propia y/o devenida de la distancia. Y siendo que la distancia compromete al espacio y al tiempo, se esta lejos de un cierto “tiempo” o de un determinado “lugar”. Aunque por las maravillas conjugatorias esto también implica que se puede estar en “un punto lejano del tiempo”. Luego, lejanía es, a su vez, una expresión que anímicamente se asocia al apartamiento, al enfriamiento afectivo, y a una serie de sensaciones que van desde el estiramiento de un lazo a su completo desapego respecto de este último. Hume incluso afirmaba que la distancia hace que disminuya la fuerza de algo, y de modo contrario, el acercamiento a cualquier objeto (aunque ese acercamiento no se manifieste abiertamente a los sentidos) opera sobre la mente con “un influjo que imita al de una impresión inmediata”. Digamos que, allí donde la distancia quita fuerza, la cercanía la restituye...

Lo cercano, al menos si nos atenemos a su versión emocionalmente positiva, nos empuja la mente a aquello que nos hubo de envolver dentro de una cierta atmósfera familiar, cálida, propicia para nutrirnos (alimentaria y/o simbólicamente). Se requiere cercanía para amamantar a una cría, para reconocer primaria y primitivamente su olor, sus marcas corporales inconfundibles. Cerca de otros acontece la atracción, o el rechazo. Cerca, en el límite de pieles de lo que se mezcla en confusos flujos, abrazamos amatoriamente el cuerpo de otro. Lo cercano permite enviar y recibir señales precisas acerca de lo que intuimos como potencialmente bueno para nosotros mismos (en cuyo caso afirmaremos el deseo de seguir aproximándonos) o de lo contrario, en ciertas cercanías detectamos lo que potencialmente puede ser peligroso para nuestra integridad (en este otro caso deberíamos activar rápidamente nuestros mecanismos de desaproximación, si es que estamos instintualmente más o menos sanos). Pero ya sabemos que nuestro alto grado de civilidad guarda una relación perversa directamente proporcional con los instintos que dejamos en el camino: somos civilizados a costo de limar buena parte de nuestras señales instintuales. Una vez más la domesticación de la animalidad humana ocurre a expensas de silenciar o desmentir las valiosas señales que evolutivamente el cuerpo posee-y-envía como parte del cableado ancestral de nuestro entero sistema nervioso preparado para asegurar la supervivencia. Olvidamos instintos -o al menos le bajamos el volumen a muchos de ellos a punto tal de casi ni siquiera oírlos- a fin de volvernos educados, adaptados, civilizados, pacientes, en suma, estúpidamente dormidos.

De este modo, ese animal enfermo, enfermizo e incorregiblemente enfermable llamado “humano” insiste en quedarse cerca de aquello que lo daña, de aquello que lo debilita, de aquello que incluso hasta lo mata. Lentamente perder nuestras señales de alerta nos termina activando a niveles tóxicos nuestras pulsiones de muerte. Increíblemente en el reverso de esta misma moneda, nos desaproximamos anestesiadamente de aquello que nos contagia una irradiante potencia, nos alejamos temerosamente de lo que activa desmesuradamente el deseo, nos distanciamos de esas fuertes cercanías que abrirían una -peligrosa?- ventana a inciertos placeres intensos.
Preferimos al educado bicho ascético antes que al gozoso animal hedonista.
Indudablemente la moral aún goza de buena prensa, incluso en los laberintos interioristas de nuestras aparentemente liberales mentes del siglo XXI. Morimos de una muerte muy previa a nuestra finitud corporal: morimos por haber asesinado muy previamente las modalidades más vitalistas del propio deseo.


A esta altura resulta una obviedad que algo falla en el curso de la mayoría de las existencias. Y no se trata sólo de paradojas de la relatividad espacio-temporal.


El consuelo -retorcido consuelo si los hay- es justamente acudir a la paradoja de la lejanía.
Sucede así que, lejos, añoramos lo que “amorosamente” experimentamos como cercano-necesario-bueno alguna vez, procurando retener en ese/esos recuerdo/s revivido/s emocionalmente repetidamente la esquivada potencia de un lazo que quizá cobardemente hemos dejado en una distancia física autoimpuesta. En otros casos, demasiado cerca de aquello de lo cual alguien no puede distanciarse, la defensa de unos instintos debilitados imponen estertoreamente una “lejanía desapegada” a fin de -otra vez, de modo nítidamente retorcido- lograr ejecutar un modo perversamente realizable de distanciamiento, un distanciamiento que ese sujeto no logra poner en acto desde lo real.


Pero veamos por qué podemos pensar que las paradojas de la lejanía nos cuidan.
Ellas, las paradojas que se vivencian cuando se transitan ciertas lejanías, delatan la infinita necesidad de sentirnos protegidos por “buenas cercanías”. Cercanías que quizá no nos acompañen en una dimensión material ni física (como aclaraba acertadamente Hume), pero que no por ello dejan de seguir siendo nutricias, apaciguantes, placenteras pese a su irremediable distancia en lo que hace a poder experimentarlas realmente-materialmente desde nuestros sentidos.

Y tambien las paradojas de la lejanía nos exponen a nuestras faltas, nuestras fisuras, nuestros agujeros inquietantes.
Ellas desnudan las dolorosas perforaciones por los que nuestra aparente nave cotidiana -amarrada en sus rutinas previsibles, sus adaptativos acomodamientos, sus tranquilizadoras creencias ilusorias- hace agua. Se podrá argumentar sobre este punto que ninguna nave que sale a mar abierto vuelve sin alguna avería que atender. Pero me estoy refiriendo específicamente a la distancia desapegante que tornean a ciertos lazos cercanos cuando en éstos hay tanto tejido roto ya, que poco y nada queda por reparar. Permanecer en esa rotura -porque ya de lazo casi nada queda- revela ninguna otra cosa más que la infeliz cobardía de un apartamiento que el sujeto no se atreve a iniciar, ni mucho menos a sostener. En tales esclavizantes situaciones existenciales, el deseo se desvanece, perdurando sólo la voluntad de desaproximación pero sin haber un alejamiento real ni mucho menos un rompimiento del lazo ya debilitado y/o prácticamente inexistente. La pasión deviene “pasión triste” en palabras de Spinoza. Y la vida -que no es otra cosa que un conciente esfuerzo gozoso de honrar nuestras profundamente bellas pasiones- deviene del mismo modo puro acontecer de lo triste.



Las paradojas de la lejanía muestran cuan terriblemente difícil es practicar el sencillo lema de “estar aquí y ahora”. La cabeza humana es infinitamente traidora: estando “aquí” se desliza como una serpiente venenosa hacia un “allá” inexistente, perdido ya, o irrealizable por contrafáctico. Y a veces no se trata de una falta de voluntad por permanecer en ese real y sincero “aquí” sino de un apenas súbito signo indiscreto que irrumpe en medio de la sucesión de “ahoras” empujando las cuerdas del pecho hacia otro espacio-tiempo que se ha escapado entre los dedos como un médano de serena arena inasible. Los pies pierden ancla en lo real y... recordamos añorantemente.


Otras veces, en las negociaciones entre las lejanías por las que optamos y las cercanías que hemos elegido nos inundan otro tipo de recuerdos: los recuerdos de lo que no fue. Recuerdos “if...”. Memorias paradojales para distanciamientos paradojales.
Se puede “recordar” lo que no sucedió?
Definitivamente sí. E incluso hay quienes, como Kierkegaard han visto en este acto de invencionar memorias un modo de alcanzar estados imaginarios de auténtica perfección.
Los recuerdos, su sustancia, está conformada por hechos -certezas comprobables- acopladas a una enorme cantidad de datos imaginativos adicionados por nuestra fantasía, nuestros anhelos, incluso nuestros temores. La sustancia de los recuerdos está tramada más con las hebras frágiles de la imaginería personal que con el acero de lo real. La textura de lo recordado y de lo recordable está dibujada sobre el papel de arroz de nuestras indelebles emociones y afecciones. Justamente por eso podemos “recordar” lo que nunca sucedió... pero deseamos de algún modo que hubiera sucedido.
Por qué persistimos en aproximarnos, en hacer cercanía con esos recuerdos insucedidos? Porque pese a no haber sido nunca acabadamente materializables en lo real han tenido un indiscutible valor para nosotros: lo deseado no fácticamente realizado nos hubo de contagiar, en su momento, una intensa dosis de “pasión alegre”, nos hizo experimentar dosis variables de entusiasmo, de fuerza, de potencia. Eso que evocamos en nuestra memoria “no fáctica” sí tuvo seguros efectos en la facticidad de nuestras emociones compositivas. Esa es la marca propia de los recuerdos paradojales. Recuerdos que no nublan el cristal de los sueños, como decía el hispano poeta José Hierro. Son esos benévolos estados de potencia los que la rememoración de los recuerdos paradojales buscan reeditar placenteramente.



Lejos. Cerca.

Lejana cercanía. Cercana lejanía.
La sensible emoción desabotonando la blusa de las memorias imperdibles.



Y después de todo, o ante todo, mi propia memoria etimológica desenterrando sin aviso previo el latino verbo “recordar”, perfecta intersección del prefijo “re” (volver a... ) y “cor”-”cordis” (corazón). Recordar. Casi, un antiguo despertar.
Volver a pasar la música de la memoria por las cuerdas del corazón.
 Lejos. Cerca.
Otra vez las vueltas en espiral del corazón.
Paradojas sintientes de la distancia.




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domingo, 26 de septiembre de 2010

Ese amoroso y doméstico animal político llamado “humano”


 
Ese amoroso y doméstico animal político llamado “humano




“Algunos de los hombres más salvajes son las mejores mascotas.”
 

De la siempre provocadora Mae West
(“Bella de los noventa”, 1934)






Nuestros más entrañables vínculos… nos domestican?
Amar a otro ser implica aplicar sobre éste cierta micropolítica “voluntad de domesticación”?
Pueden los vínculos amorosos ser pensados como eficaces herramientas de rebañización social?
Cómo intervienen los juegos de poder en los lazos vinculares?
Serían los lazos, por la vía de la domesticidad, un asunto pensable desde el punto de vista político? 
Son nuestros osados y tercos deseos pasibles de ser domesticados?




-El amor “pactado” del animal humano


Vincularse y coexistir en forma estrecha con alguien requiere acordar cierto marco que regule esa relacionalidad. Desafortundamente, para nuestro “lado dionisíaco”, no todo es gozoso devenir ni puro principio del placer. Apolo siempre nos anda apurando el tranco sinuoso de nuestro derrotero desiderativo con sus cuadriculadas espuelas: el dios de las formas nos recuerda que estamos bajo el imperio y peso del “tú debes”. No olvidemos que es Apolo mismo, en su multietimológico origen, el dios de la vida política (al menos según el gramático alejandrino Hesiquio),  también quien guía divinamente las manadas, siendo considerado a su vez dios de la colonización. 
Meterse en las fomas-formalidades de los pactos, efectivamente, nos volvería plenos animales políticos y nos… rebañizaría? 
Son los pactos un medio de “colonización” cultural a través del cual entramos de cabeza a cumplimentar los mandatos más ciegos de nuestra sociedad y a encadenarnos al poder?

Cuando la frágil pasionalidad vira hacia la –aparentemente más sólida- categoría de la relacionalidad se vuelve menester fijar mínimos marcos, establecer reglas, poner mesura y templanza a la vasta bravura caotizante de las errancias deseantes. 
Los pactos sedentarizan lo que el deseo nomadiza. 
Las flechas certeras de Apolo nos fijan a la entomología social con eficacia asombrosa. Pasamos del desorden del éxtasis sensible a la armonía ordenada racionalmente. De los brazos de Dionisio a la cabeza de Apolo. De los universos del devenir al mundo pacto.

Nuestra “tragedia” estructural, constitutiva, elementarísima, consiste justamente en buena medida en hallar inestables equilibrios dentro de ese tironeo inmortal que batallan, bajo nuestro nombre propio, las subversivas fuerzas desordenadoras de la pasión contra las fuerzas milicianas compuestas por los principios ordenadores de la prudente racionalidad. Y viceversa. 
Sobre este encuadre general en que se monta el sustrato de nuestros trágicos devenires, el principio de realidad triunfa llevándose de maravillas con el orden que ejecutan los pactos y contratos.

Afectivamente hablando, somos todos/as hacedores concientes (e in-concientes) de pactos de amor. Todo vínculo amoroso entomologizado como “relación” posee su propio y singular stock de reglas eficaces y efectivas a la hora de organizar las conductas, orientar ciertos comportamientos y elidir ciertos impulsos. Desde esas reglas dichas y/o no dichas, desde la letra grande y la letra de hormiga de los pactos habrán de regularse los intercambios afectivos, emocionales, sexuales, económicos, etc. que tendremos con nuestros eventuales otros significativos.




-Obediencias, acatamientos y… líneas de fuga vitales

Los pactos se acatan, se aceptan, se cumplen. Por suerte –aunque no sin grandes dificultades- también pueden revisarse, reconfigurarse, rehacerse e incluso hasta disolverse.

El animal humano está “formateado” psicológica-cognitiva-emocionalmente para deambular dentro de diversos tipos de pactos. En otras palabras, estamos preparados para acatar y subsumirnos a los pactos. Por qué? Sencillamente porque aprendemos muy tempranamente y de manera básica que esos “acuerdos” con el otro nos preservan, nos aportan un marco imprescindible para sobrevivir. También, como curiosamente ya veremos más adelante, contamos con una igualmente vital capacidad para resistirlos. Desacatar, desobedecer, incumplir pactos es asimismo algo inherente al ser en su mundo relacional. En ocasiones, subvertir la posición de uno dentro de un determinado pacto (e incluso abandonar un pacto, huir de él) resulta ser, a todas luces, también un acto de supervivencia. Doble rostro de Jano de los pactos.

Ubicarse a sí mismo en un pacto es aceptar algún grado de limitación en la propia libertad, y a la vez, solicitar que el otro acepte de igual modo un grado de limitación sobre los usos de su libertad.

Pactar es negociar, aceptar y asentir en ciertos asuntos, aunque lo hagamos en proporciones disímiles y de maneras no siempre demasiado claras.

El animal humano es un ser de pactos.
Los necesita para ordenar el desorden de sus pulsiones, de sus voluptuosas pasiones, de su extraña y hasta tirana fisiología silente.
Ganamos orden, perdemos animalidad.
Nos volvemos civilizadamente domésticos enlazando y adecuando los deseos al poder, tal como decía con total lucidez don Enrique Marí.
Todo pacto descaotiza…  al menos hasta que deja de hacerlo…

Ocurre, como ya observáramos, que para el sujeto ordenado-sujetado por sus pactos estos mismos pueden volverse en su contra. Los mismos pactos que otrora lo ayudaron en lo “micro” a dar orden a la caótica de sus flujos de deseo y sus impulsos nerviosos, al mismo tiempo lo limitan, lo estrechan, lo cerrojan en esa invisible celda “macro” cuyo objetivo final es la adaptación social al medio. Hay pactos que lejos de colaborar con la supervivencia, juegan su juego para el lado de las pulsiones de muerte.  



-La "dación" y la imposible igualdad

Un error (o debería decir ilusión?) que abunda en las creencias que se activan en aquellos que se envuelven intensamente en alguna clase de pacto afectivo es el mito de la justa igualdad. 
La ilusión de reciprocidad en el plano afectivo es, tal vez, la peor semilla de resentimiento potencial existente en un vínculo. Se malsupone que en tales pactos intravinculares debería existir una cierta “justicia” e igualdad respecto de las proporciones de libertad que cada pactante entrega para que justamente ese pacto sea viable. Y de idéntica manera se alimenta la ilusión de que, tratándose de amor y afectividad, debemos ser coronados con una  idealista correspondencia mutua. Demandamos, tácita  o explícitamente,  que se nos trate desde una virtuosa reciprocĭtas . Error de errores!

No existe ni igualdad ni reciprocidad en tal entrega de la libertad. Ni debería porque existir alguna!
Fundamentalmente, tal errónea búsqueda reclamante de justa igualdad y reciproca correspondencia es  un equívoco porque la “dación” no es un fenómeno capturable desde el derecho a la aequitas.
Ejemplificando, podríamos decir que una madre no debería esperar un “justo retorno” de lo que ha dado a-por sus hijos en nombre del amor. Lo que ha dado lo ha dado. Punto. Sin esperas de un “retorno”, de un justo “vuelto”. Tomando otro ejemplo desde otro territorio amoroso, el amante no debería ajusticiar simbólicamente a su amado en nombre de un sollozante “todo lo que yo te he dado” si el amado decidiera desterritorializar su deseo y nomadizarse erótica y/o amatoriamente.

La dación es un fenómeno complejo pero imprescindible a la hora de intentar comprender la i-lógica de los lazos.

Se “da”, nos “damos”, porque la potencia de ese efecto era -o es- tal que no podemos ni desconocerla ni reservárnosla. El afecto es una dación porque nos desborda hacia el otro.  Pero en crudos términos  hay que sincerarse y reconocer que el otro no nos ha obligado a que lo amemos.  En todo caso lo hemos amado porque la intensidad del afecto era tal que nos empujó a revelar ese irracional desborde de nuestro sentir a quien amamos. Y qué otra cosa inteligente puede hacerse ante un desborde afectivo que entregarse a la comunicabilidad de ese desbordar?! El asunto aquí es que lo que el otro nos dé, ese “caudal” de dación que nos llegará del otro, no sólo no es previsible sino que no es ni exigible ni demandable. Cosa triste demandar dación. E inútil, por cierto. Incluso –horror vacui!- podría hasta no haber retorno afectivo alguno por parte del otro. 
Sí, el amor es una incertidumbre conjugada bajo condiciones de alta probabilidad de desbalance.
Pactamos porque es justamente "bajo pacto" que se intenta introducir la claúsula que garantice la igualdad emocional, la justicia afectiva, la reciprocidad amorosa. El pacto introduce en los vínculos una ilusión -o un pack de éstas- allí donde justamente la realidad nos muestra que no es posible ni viable ni lo recíproco, ni lo justo ni la correspondencia, ni la igualdad. Por eso, en el propio vientre el pacto está la serpiente de su fracaso. Pactamos para tratar de docilizar la animalidad sin garantías que subyace bajo nuestra civilidad y sus vínculos fundantes. Pactamos en la relacionalidad para transitoriamente hacer emerger la posibilidad ficticia de la seguridad amorosa. Pactamos buscando domesticar lo más indomesticable del animal humano: su deseo.      


 
-Una riesgosa puerta a la inautenticidad tras el muro de la tristeza

El reclamo de “justicia en la igualdad” que de alguna manera reclaman reprochonamente aquellos que participan de un pacto amoroso es absurdo por doble vía: el amor no entiende de justicia y menos de igualación. Salvo que querramos ilusionarnos con ello… lo cual siempre es una opción balsámica posible, aunque falsa. 
Lo que es verdad, duramente verdad, es que no habría razones reales para fundamentar por qué exigir que en los pactos afectivos deba existir alguna forma de justa reciprocidad. Las únicas razones que podemos esgrimir para exigir reciprocidad en los afectos son aquellas pseudorazones de orden moral. Digamos que “estaría bien” dar si se ha recibido. Pero no hay obligación ninguna de hacerlo. No hay ningún deber de dar nada a cambio. De hecho, quien da afectivamente obligado por razones morales obra con inautenticidad. Esa dacíon forzada es de origen insentido, irreal, inauténtico. Lógicamente,  está repleto de menesterosos emocionales que ante la posibilidad de quedarse sin siquiera la ficción del amor, prefieren aceptar el disfraz de una dación falsificada. Cuestión de tolerancia a la mentira. O cuestión de triste indigencia afectiva, vaya uno a saber. Como sea,  pretender moralizar  el campo amatorio ha causado estragos psicológicos, tristeza, dolor y enfermedad.

Fuera de las ficciones de utilería de la moralidad, lo cierto y comprobable en la fenomenología de los lazos afectivos es que nadie da ni se da por igual. Menos aún podemos mensurar ni lo que damos ni lo que nos es dado.

El amor, el afecto, escapa a la lógica de lo cuantificable.

Una concepción del “alma humana” como asunto político subyace en todos estas elucidaciones en las que se enlazan los asuntos de la pasión, del deseo, de la sujeción, de la gobernabilidad de sí y de los otros. Zôon politikón…
Sí podemos afirmar que, tratándose de asuntos en torno al amor y la afección, resulta viable pensar en términos de efectos de intensidad, renunciando con ello mismo a cualquier estúpida intención cuantitativa por estéril e improcedente, y a cualquier voluntad de igualdad, por errada e ilusoria.  Definitivamente hay que decir que nos equivocamos brutalmente cuando pretendemos decodificar algún afecto en términos de “menos y mases” –o peor aún- reclamar resentidamente desde esa lógica absurda y románticamente ficticia de la justicia amorosa. No hay balanza ni unidad de medida para volver cuantificable lo que hemos dado, ni lo que hemos recibido afectivamente hablando.

Amar es un fenómeno de intensidades,
fuerzas, 
potencias,
cruces de poderes.
Hay, indefectiblemente, quien puede más que otro en esos desequilibrios del dar-darse.

Amar es enredarse en un incierto juego de fuerzas y múltiples poderes. Pactar en el amor es una de las caras del prisma micropolítico de las subjetividades. Somos animales políticos, somos animales de pacto. Ergo, somos humanos pactadores en estado político. Domésticos animales políticos infinitamente humanos, vastamente errados, fugazmente equilibrados.


Hay una política del amor, inevitablemente siempre la hay.



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jueves, 9 de septiembre de 2010

Domesticación, lazo y cautividad


Domesticación, lazo y cautividad






“La esclavitud más denigrante es la de ser esclavo de uno mismo.”

Séneca



Leer inspira. Y vaya que si lo hace!
Agradezco esos estados en que, inesperadamente, un texto viejo-nuevo-revisitado-fragmentado despierta en mí zigzagueantes preguntas. Textos que me invitan a levar anclas, y echarme a navegar (incluso imprevistamente y con poco equipaje) entre las aguas quietas de lo que damos por cierto, o por el arremolinado oleaje de las propias sensaciones encontradas, de los propios sentires contrapuestos que se mueven sin mi consentimiento y lentamente al contrario de las agujas del reloj. Sí, me gustan los textos que en su aparente simpleza, provocan.
El fragmento del post anterior (gracias miles, Sara Heredia Gallego por haberlo seleccionado hace unos meses atrás desde tu muro de Facebook) es de “El Principito” de Antoine De Saint-Exupéry. Allí dialogan el zorro y el famoso muchachito de rubios cabellos. Un fragmento que quizá, condense como pocos el espíritu de ese clásico libro sin edad y para todas las edades.

Anduve así atrapada por el “asunto” vital que se juega en ese dialogo: los lazos.

Y particularmente, por la domesticación que genera un lazo.

Domesticar… vaya palabra con su carga de ambivalencias.

En mi casa tengo una perra, fiel y adorable, a quien quiero como tal vez nunca antes había querido a una mascota. Ella es mi querido “animal doméstico”. Me sigue por todas partes: cocino, y está a mi lado; escribo, y se tira a mis pies; leo, y se queda al lado de mi silla; me espera feliz moviendo su cola y dando regocijantes saltos de alegría cuando regreso a mi hogar; la alimento, la baño, la cuido, juego con ella… mi perra es mi lazo más puro con un adorable bicho domesticable.



-Domesticar, esa cautividad…

Sin embargo, en el terreno de la relacionalidad entre humanos, particularmente la palabra “domesticar” me despierta como intuitivamente un rechazo: cierto tufillo hay en ella muy elocuente que alude a falta de libertad, a límite en la autonomía personal, a control sobre la exhuberancia de los deseos, a dominación.

El domesticador, en efecto, domina a lo domesticado.

En lo intervincular no me place en absoluto percibir los estragos de la domesticación. El verbo “domesticar” atenta contra la libertad personal, y con ella, contra el deseo.

Veo demasiado rápidamente entre las brumas de “lo domesticable” imágenes de bridas, sonidos a viejos rigores, malolientes polillas de autoridad, diseños de vidas prefabricados en hojas cuadriculadas, cabezas bajas en actitud de sumisión. Domesticar me gatilla imágenes de filas, rutas, recorridos rectilíneos y movimientos uniformes, rebaños impersonales. Gusto a cautela mezclado con dosis de temor, peinados engominados y manadas de seres hechos en serie... domesticados a gusto del consumidor.

Llevada a escoger, sin dudas prefiero la completa falta de garantías y exceso de riesgos de la insumisión.

El precipicio incierto que es caer en los usos múltiples de la libertad, la promesa gestante que duerme en la hoja en blanco del que se aparta del camino prefijado de antemano, la incertidumbre del trayecto que se atreve a no establecerse fines previos. Los altos precios de llevar la cabeza en alto, libremente, son tan indomésticos como el galope bravío bajo cielo abierto, el vuelo solitario del águila y el cabello tan desordenado como sueltas las ideas. 

Bien se me podrá discutir que he abierto la expresión “domesticar” desde su lado muy descalificante y duramente pesimista. Seguramente. Pero,  acaso hay un bright side de la domesticidad? Cuesta creerlo…

Para contrarrestar este pre-juicio mío, tan hostil a la domesticación, me arrojaré a las fauces de este asunto, intentando no tener otra que la simple meta de explorar, sentir, adivinar qué implica el domesticamiento. Incluso –valga el desagrado- tomaré contacto con mis propias cadenas. Porque es este terreno, todos estamos atados a la "columna" (palabra que Nietzsche  toma para metaforizar el asunto de la sujeción y a esclavitud del individuo) de lo domesticable,. Algunos lo están más, otros menos, pero no hay quien no tenga en algún punto colocado algún tipo de grilletes…

Quizás, hasta confío encuentre un costado lumínico (como lo hace el Principito con su amada rosa) que me termine arrimando a este asunto de la domesticación con una sonrisa plácida. Lo intentaré. 
Ab imo rectore, y al menos en un primer momento, definitivamente me he sincerado aclarando que tengo no las mejores representaciones y sensaciones en mí respecto de este tema. Representaciones y sentidos que se desencadenan sin ninguna simpatía hacia los fenómenos de la domesticación, excepto obviamente los ligados a aquellos sentimientos de los que disfruto con mi querida perra “Almendra”.   

Mis primeras cavilaciones en torno a este terrritorio (i-)lógico de los lazos arrojan las siguientes inquietudes sobre la mesa de discusión:
-Somos los mortales humanos animales domesticables por definición?
-Qué, quién, cómo y cuándo podemos reconocer nítidas situaciones de domesticación subjetiva?
-Es el lenguaje una forma primordial de domesticación?
-Por qué "debemos" hacer lazo? Acaso son nuestros lazos una necesidad para la supervivencia?
-Siempre domestican los lazos o es posible pensar en lazos que no domestiquen?
-Llegado cierto punto, es posible afirmar que nosotros mismos nos "auto-domesticamos"?
-Qué juegos se traman entre libertad, autonomía, lazo y dominación?
-Qué peligros traen consigo ciertos poderosos nudos que nos enlazan a determinados seres significativos?
-Podría un "des-enlace" poner en riesgo la vida de un sujeto? Acaso hay lazos que matan?
-Por qué amar "crea lazo" y cómo han de conjugarse el deseo de enlazarse y la voluntad de dominio?
 

Con una tenue luz de un pabilo frente a mis ojos medio insomnes me interno en estos parajes claroscuros de la domesticación, no sin antes reposar por un instante en “La palabra áurea” de “El caminante y sus sombra” de Nietzsche:


“Al hombre se le pusieron muchas cadenas, a fin de que olvidase comportarse como un animal: y verdaderamente él se ha vuelto más apacible, espiritual, alegre y sensato que todos los animales. Pero ahora sufre por el hecho de haber llevado cadenas tanto tiempo, y por haberle faltado por tanto tiempo el aire sano y el libre movimiento; pero estas cadenas son, lo repetiré una vez más, los errores graves y a la vez sensatos de las ideas morales, religiosas y metafísicas. Sólo cuando la enfermedad de las cadenas sea superada, la primera gran meta será alcanzada verdaderamente: la separación del hombre de los animales.”


Pienso, al menos por ahora y hasta aquí, que si la domesticación (en tanto moldeo, adaptación, represión, inhibición instintual y condición de cohabitabilidad humana “funcional”) es un proceso inherente a la subjetivación, no será como decía Fénelon, que habrá que considerar como el más libre de todos los hombres a aquel que pueda ser libre dentro de la esclavitud?


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martes, 7 de septiembre de 2010

Crear lazos (Fragmento "El Principito" - Antoine De Saint-Exupéry)


Crear lazos
(Fragmento "El Principito"
  Antoine De Saint-Exupéry)



Entonces apareció el zorro.

-Buenos días -dijo el zorro.

-Buenos días -respondió cortésmente el principito, que se dio vuelta, pero no vio nada.

-Estoy acá -dijo la voz- bajo el manzano...

-¿Quién eres? -dijo el principito-. Eres muy lindo...

-Soy un zorro -dijo el zorro.

-Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-. ¡Estoy tan triste!...

-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-. No estoy domesticado.

-¡Ah! Perdón -dijo el principito. Pero, después de reflexionar, agregó:

-¿Qué significa «domesticar»?

-No eres de aquí -dijo el zorro-. ¿Qué buscas?

-Busco a los hombres -dijo el principito-. ¿Qué significa «domesticar»?

-Los hombres -dijo el zorro- tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También crían gallinas. Es su único interés. ¿Buscas gallinas?

No -dijo el principito-. Busco amigos. ¿Qué significa «domesticar»?

-Es una cosa demasiado olvidada -dijo el zorro-. Significa «crear lazos».

-¿Crear lazos?

-Sí -dijo el zorro-. Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...

-Empiezo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... Creo que me ha domesticado...

-Es posible -dijo el zorro-. ¡En la Tierra se ve toda clase de cosas...!

-¡Oh! No es en la Tierra -dijo el principito. El zorro pareció muy intrigado:

-¿En otro planeta?

-Sí.

-¿Hay cazadores en ese planeta?

-No.

-¡Es interesante eso! ¿Y gallinas?

-No.

-No hay nada perfecto -suspiró el zorro. Pero el zorro volvió a su idea:

-Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...

El zorro calló y miró largo tiempo al principito:

-¡Por favor... domestícame! -dijo.

-Bien lo quisiera -respondió el principito-, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.

-Sólo se conocen las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!

-¿Qué hay que hacer? -dijo el principito.

-Hay que ser muy paciente -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...

Al día siguiente volvió el principito. -Hubiese sido mejor venir a la misma hora -dijo el zorro-. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito? -dijo el principito.

-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días: una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:

-¡Ah!... -dijo el zorro-. Voy a llorar.

-Tuya es la culpa -dijo el principito-. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te domesticara...

-Sí-dijo el zorro.

-¡Pero vas a llorar! -dijo el principito.

-Sí-dijo el zorro.

-Entonces, no ganas nada.

-Gano -dijo el zorro-, por el color de trigo. Luego, agregó:

-Ve y mira nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver nuevamente a las rosas:

-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún -les dijo-. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Y las rosas se sintieron bien molestas.

-Sois bellas, pero estáis vacías -les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.

Y volvió hacia el zorro:

-Adiós -dijo.

-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

-Lo esencial es invisible a los ojos -repitió el principito, a fin de acordarse.

-El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.

-El tiempo que perdí por mi rosa... -dijo el principito, a fin de acordarse.

-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-. Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...

-Soy responsable de mi rosa... -repitió el principito, a fin de acordarse.


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