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lunes, 19 de noviembre de 2012

Ninguna de tus neuronas sabe quien eres…ni le importa






“Ninguna de tus neuronas sabe quien eres…ni le importa.
Las neuronas toman las decisiones 10 segundos antes que tú…”



Eduard Punset


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miércoles, 25 de abril de 2012

Enamorarse no existe?





Enamorarse no existe?




Gabi Romano



"El amor es dar lo que no se tiene a aquel que no lo es."
Jacques Lacan


Sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible.”
Marcel Proust
“La prisionera”





Enamorarse no existe.

O al menos eso sostienen los lacanianos desde cierta lectura de lo que acontece en el proceso de enamoramiento.  Guiada por un espíritu bastante más sintético y bajo una mirada filo-psi, escribí hace ya algunos años una ligeramente oscura frase: “Amor es nada”. El sentido de la misma es una larga hebra de ideas que aún continuo devanando.

La neurobiología  ha dicho y sigue diciendo mucho en dirección contraria a lo anterior: enamorarse no sólo existe
sino que tal fenomenología afectiva trae consigo una densísima catarata de intensos efectos físicos, hormonales, bioquímicos, psicológicos, anímicos.  Lejos de nada, el enamoramiento  es, existe, y sobre él hay mucho que investigar aún.

Pareciera ser prudente considerar las lecturas de unos y otros sin decretar la hegemonía de ninguno de los dos. Esquivar las tricheras de la interpretación encriptada en las que se  zambullen los partidarios de la secta psicoanalítica liderada por el sacerdote Jacques Lacan por un lado. Por otro lado, evitar suscribir demasiado a prisa a los papers que abundan entre los prolíficos amantes del neopositivismo, corriente que ha tomado en las últimas décadas al cerebro como centro y dominio supremo a la hora de seguir trazas para explicarlo todo. Las sutilezas del flechazo de amor tal vez se encuentren más a resguardo de un pensar seriamente reflexivo en una delicada combinación de saberes que no son ni totalmente adjudicables a los laicos argumentos rebuscados que rezan los seguidores de la religión psicoanalítica,  ni completamente  dependientes de los aportes de cuanto scanner utiliza el pancerebrismo del siglo XXI.

No me explayaré, al menos en esta ocasión, sobre los alcances de las observaciones cerebrológicas del enamoramiento pues ya lo he hecho en otros posts referidos a la problemática amorosa. Prefiero hoy direccionar el pensamiento en torno a la otra ruta, esa que sostiene la inexistencia del enamoramiento visto éste en clave lacaniana. Creo que ciertos elementos del pensar lacaniano pueden aportar una interesante dimensión para dilucidar  esa extrañeza extrañamente infrecuente que es caer enamorado/a,  y sobre todo, comprender el sentido y rol clave que el error posee en esa irrecusable caída.     



-El enamorado, ese narcisista equivocado

La lectura psicanalítica lacaniana  sugiere que enamorarse no existe puesto que en la raíz de tal fenómeno hay un equívoco fundante. O sea, nos enamoramos con un (o varios) error/errores de base: identificamos en forma equivocada “algo” en el ser que amamos y ese “algo” no es en absoluto nada que tenga que ver con la realidad de quien ese otro verdaderamente es.

Cuando caemos enamorados, ese sujeto a quien amamos toma un relieve tal que se distingue (al menos para nosotros) de entre todo el vasto universo de sujetos posibles de ser amados. El psicoanálisis dirá que más bien sucede que nos creemos que el ser amado posee una especie de excendente,  un plus, una diferencia significativa que lo vuelve recortable de entre todo el resto de seres que nos rodea. Enamorados inventamos la uniqueness del amado.  Pero “eso”, ese “algo” hechizante que creemos advertir en el otro es “algo” que en verdad,  el otro no tiene. Los lacanianos llamarán a ese no-se-qué “objet petit a”.

Es lo que nos atrae.  Incluso ese no-se-qué ni siquiera es (estrictamente hablando) un “algo” del otro que esté en el campo de visión de quien se enamora. Lo que atrae es, literalmente, algo de lo que uno ni siquiera tiene idea. El deseo es causado por un no-sabemos-qué del cual, para colmo, no tenemos idea. Sí, el amor es antilógico si esperamos hallar en él prolijidades aristotélicas. Das ding (la cosa) del amor se escapa a nuestro registro racional.  En la otra trinchera de las interpretaciones acerca del enamoramiento, los neurobiólogos dirán que las feromonas compatibles entre el enamorado y su objeto de amor componen buena parte del misterio de esa atracción sin objeto real. Nos enamoramos no de alguien, sino de su composición de feromonas?
   
Volvamos al equívoco basal -ese algo que es ciertamente nada- que desde el psicoanálisis sería lo que hace que admiremos y deseemos tener-poseer  a la persona de la cual nos enamoramos.  Ese ser único y especial merece el amor de ese otro ser único y especial que es el enamorado.  El enamorado es un narciso que ha hallado su objeto. En “Historias de Amor” Julia Kristeva dice:


“El amor es el tiempo y el espacio en el que el “Yo” se concede
el derecho a ser extraordinario.”







-Amo en ti algo más que a ti… y que ni siquiera existe!

Entre el narcisismo y una feroz idealización bulletproof, pareciera entonces que no nos enamoramos de alguien por quien realmente es, sino que lo amaremos a causa de ese “objeto petit a” que a su vez nos causa el deseo. Los destellos agalmáticos de eso
que amamos en quien amamos hace que nos enamoremos…  por causa de algo que no existe! Desconcertante, no?

El señuelo del amor es nada más y nada menos que una ficción que primero nos empuja hacia ese cierto otro (y no hacia algún otro otro) y nos anzuela a ese ser en particular. Pero en sí lo que provoca  nuestro desear, como razón y causa real, es inexistente. El otro no tiene aquello que le atribuyo tener. 

Ficcionamos a quien amamos cargándolo sin querer con nuestra amatoria imaginería representacional.  Lacan, en el Seminario 11 dirá:


“Amo en ti algo más que a ti¨


Pero veamos las consecuencias más complicadas a que nos expone este error de base del enamoramiento, esta equivocación fundacional en los movimientos de la pasión amorosa.

Constituye una queja insistente y bien conocida aquella que, en boca de los enamorados, les hace decir, palabras más palabras menos, lo siguiente: “x no es capaz de darme lo que deseo”. Indudablemente si la demanda del amor está basada en algo que en verdad el amado/a no posee, el enamorado entonces se verá en el callejón sin salida de esperar/reclamarle ese excedente ilusorio que el amado nunca ha tenido. El amado no podrá dar lo que el amante le reclama porque ese pedido, esa solicitud va dirigida a alquien que en verdad él no es, a alguien que no existe.





-Condenados al desencantamiento

Pedir y esperar lo que el otro nunca ha tenido ni ha sido ni será es un camino que sólo puede desembocar en diversos grados de frustración, queja y desencanto. Los divanes de los psicoanalistas rebozan de analizantes necesitados de recrear, en pos de una cura, sus penares de amor.   

Desde este punto de vista,  y ya en el inicio mismo del fenómeno amatorio, el enamorado es un condenado al desencantamiento por investir inercialmente a quien ama de un atributo mágico que éste nunca ha tenido ni tendrá.  El otro no tiene ese “algo” que le reclamamos, no lo tiene ni escondido ni en estado germinal. Aquello (su “eso”) que le da relieve entre los otros no es más que una construcción ficcional que le ha atribuido el Yo del enamorado al inicio del enamoramiento.  Nada más.

El amor, en cierta medida, nace así condenado a su propio fracaso puesto que la discordancia entre lo que el otro es y lo que creo que es genera una brecha insoslayable que siempre se nos aparecerá delante de los ojos con la forma de un hiato, un espacio irrellenable, un vacío de sentido. Nos desencantamos producto del proceso mismo de enamorarse y ese desencatamiento es a la vez también producto directo de la sustancia equívoca  misma en que nace la pasión.
 
Las cuerdas del enamoramiento se mueven en un teatro de máscaras poderosamente atractivas.




-Y en cada flecha de Eros, el exceso y la carencia

Catherine Millot dirá que el objeto causa de deseo ocupa el lugar del vacío y es inapresable porque es en sí él mismo una pequeña nada.

Amor es nada, una vez más y tal como aquella vieja frase con que me desperté alguna mañana hace años merodeándome la cabeza.

Nos enamoramos entonces por causa del vacío?

Más allá de que nos enamoramos mediante y mediando un malentendido, amamos asimismo una inexistencia, finalmente una nada?

Es el enamoramiento algo que siempre nace bajo el signo de nuestra propia sombra deshabitada?

Deleuze pelea en muchos momentos de su obra contra esta idea que liga al vacío y al deseo. Propondrá en cambio una teorización muy diferente que considera no ya al deseo como esclavo del vacío sino al deseo como producción,  como afirmación, pero dejaremos por hoy a un lado esta interesante cuestión que nos llevaría por otras avenidas.
Que deseamos aquello de lo que carecemos  viene siendo una afirmación sostenida desde Platón en adelante. No olvidemos que el diálogo “El Banquete” la sacerdotisa Diotima recrea el mito del nacimiento de Eros poniendo en articulación la complementariedad y oposición que ya se da en el propio origen de éste. Eros nace producto de un encuentro a la salida de un banquete en el que Penía  -la pobreza, la carencia-  esperaba las sobras en la puerta del jardín y logra astutamente unirse a Poro –el recurso, la abundancia-  cuando éste salía del banquete bastante borracho. Eros nace fruto de la combinación entre exceso y miseria, de la amalgama entre la riqueza y la carencia informe que se vale de la astucia para existir. Las sensaciones contrarias, la ambivalencia, la complementariedad de estados antagónicos se harán presentes en distintas proporciones en los diversos momentos que atraviesa  el cuerpo enamorado.




-La “separtición” del enamorado

Sin embargo allí mismo, en esa condena del amor mora también su posibilidad de supervivencia  y su alimento. Por un lado, si el objeto causa de deseo desaparece, el enamoramiento se evaporía. Y sin embargo, cuando se presentifica ese “objeto a” que causa que deseemos pero a la vez no sabemos de qué se trata, nos angustiamos como nos angustia siempre cualquier epifanía del vacío.

Vivimos el amor en estado de “separtición”, para usar una palabra del vocabulario neológico de Lacan.

En el amor nos sentimos de a ratos invencibles... y de a ratos en estado miserable puesto que nos sabemos fatalmente a merced del otro, y ese otro es para colmo alguien de quien percibimos de alguna manera el espejismo básico que lo constituye (espejismo al que, sin embargo, no queremos renunciar ni nos atrevemos a deshechar).

Ante el desorden del enamoramiento hay una frenética salida igualmente inútil a la que se suele acudir cada vez con mayor frecuencia: resguardarse en la mayor de nuestras ficciones favoritas, la autonomía del Yo. En otras palabras, ante la zozobra del enamoramiento salimos corriendo. Ocultarnos, huir como un Borges desesperado en busca de un refugio tan contrafóbico como estéril suele ser una fantasiosa y estúpida maniobra del Yo para salvaguardarse de las mareas de la pasión. Pero a veces el antídoto autonomista de poco sirve. A veces, dependiendo de la abrumadora intensidad del enamoramiento, nada sirve de nada. No hay escondite que valga. El objeto causa de deseo seguirá igualmente ahí,  maldito sea, causando ese dulce estrago llamado justamente “deseo”!          




 -Del malentendido enamorado a la metáfora del amor

Para Lacan la salida a este equívoco de base en que nos ubica el enamoramiento no se encuentra en lo que pueda hacer por sí solo quien ama, sino en un desplazamiento de lugares. Fundamentalmente un cambio de posición en ese a quien denominamos “el amado”.  

El que ama no puede salir de la propia trampa involuntaria en que ese enamoramiento surgió si no es con un cambio en el ser amado. Nuestro psiquismo es un material profundamenete conectivo: lo que el otro haga resuena en mí tanto como lo que yo haga genera resonancias en el otro.

Veamos en qué consiste la trampa en la que el enamorado, como mosca en la miel, no puede mover sus pasos. Si el error es no sólo la cuna sino el basamento mismo de continuidad del enamoramiento,  amaremos sí y sólo sí somos capaces de perpetuar la bella mentira con que hemos investido al otro. Y si desinvestimos al otro de su magia, si pretendemos que el otro sea pura verdad sin el error de la creencia con que otrora lo investimos, eso mismo sería equivalente a clavarle un puñal al enamoramiento mismo cuya lumbre requiere del oscuro aceite de la ficción. O al menos lo anterior es lo que secretamente (inconcientemente?) tememos. NO queremos quitarle al otro su máscara porque con ella se esfumaría la intensidad del fenómeno de enamoramiento. Preferimos el precio de ver los hilos antes que la pérdida del amor. Y no estamos errados suponiendo eso. La verdad del otro envenenaría la fuente misma en la que abreva el enamoramiento pues éste se alimenta de fulgores provenientes de lo-que-no-es, de una obsesión refulgente que emana de lo que el-otro-no-es, de lo que ilusoriamente hemos hecho que sostenga a quien amamos como único, especial, a medida… de nuestra neurosis.

Existe entonces algún viraje posible tal que el enamoramiento gane en representaciones algo más ajustadas a lo real del otro y a la vez la continuidad del lazo no quede en entredicho?

Es posible que ese viraje lo constituya desplazarse desde el mágico malentendido del enamoramiento a la riesgosa metáfora de dos que se aman?
     



 -Intercambiando ficciones

Enamorarse no existe. Cierto.

El enamoramiento es una mágica película construída por las necesidades de nuestra  astuta psique más o menos siempre en estado carente, y cuyo obsesivo argumento está cargado de falacias e irrealidades. Así es.

Y cuando nos enamoramos lo hacemos dando lo que no somos ni tenemos a alguien que en realidad no es tal. No menos cierto también.

Enamorados creemos ofrecer al otro algo que al otro le falta y éste cree ofrecernos a nosotros algo que nos resultaba crucialmente faltante. Suena fuerte imaginar entonces que el enamoramiento es un proceso de intercambio de ficciones entre dos carentes igualmente ávidos de una porción de irrealidad que los haga algo más… felices? Si para Jean-Luc Marion el fenómeno erótico es un fenómeno cruzado, el cruzamiento del enamoramiento se establece sobre un cruce no sólo fundado en vacíos mutuos sino presagiando el abismo insoluble del desencuentro.        

Enamorados creemos estar navegando la promesa de un encuentro cuando más bien estamos hundidos en la precariedad de un desencuentro mutuo, y empantanados.

El enamoramiento es, en esta dimensión teórica,  la frágil intersección temporal  e intensa de dos que no saben quienes son, no tiene mucha idea de qué carecen, y menos aún comprenden cómo poder resolver esa supuesta carencia que los roe por dentro abrazándose uno al otro. Complicado…  y sin embargo enamorarse es. Sucede.


 

-Cuando el otro mueve  (o no) su heroica ficha
 
Si la salida a este embrollo no se encuentra en quien ama (pues la verdad del otro destrozaría  esa imago que nos anzuela al él como ser amable, y a su vez persistir en el error nos lleva a detectar en diversos momentos que justamente el otro no hace lo que querríamos que haga porque le demandamos de acuerdo a quien “inventamos” que es y en verdad no es) sólo nos resta como primera medida poner la esperanza en alguna otra parte pero no en uno mismo. En cuestiones de amor no hay Barón de Münchhausen que pueda rescatarse de los pelos a sí mismo del pozo en que ha caído. 

La salida estará, al menos en esta parte del enredo, en lo que haga (o deshaga) el amado.
Sí, desafortunadamente para el enamorado, una vez más destrabar el enigma estará en manos del amado...

Es el amado el único que puede salirse de su posición.
Es de él de quien esperamos que se salga del lugar de “objeto de amor” y se desplace hacia una posición de “sujeto que ama”. Por qué la esperanza está allí? Porque por definición un objeto no tiene la facultad de amar, y sí la tiene únicamente un sujeto. Mientras los objetos son incapaces de amar,  los sujetos sí pueden arrojarse a las aguas de una pasión, activamente.  

No se trata  penélopemente de esperar que el otro nos ame, sino de que se active un corrimiento  en el otro y pase de ser objeto de nuestro amor (amor siempre equivocado, ya lo sabemos) y él nos coloque ahora como objeto de su propio equívoco de amor.

Que el otro se vuelva  sujeto de amor y abandone así su posición inicial de objeto amado implica que ahora es él quien deberá investir al enamorado de una ficción, de un error,  de una magia divinamente mentirosa pero extremadamente imprescindible para seguir jugando el juego del enamoramiento.

Lógicamente, en este punto, amar es un acto heroico a asumir por parte del amado, y como todo acto heroico, bien podría acontecer que nunca suceda, que el amado nunca se atreva, que el otro nunca pueda o no quiera, que nunca desee investir del amoroso error del enamoramiento al amante. 

Si el otro no nos baña con la inexistencia de una representación irreal que nos recorte (ahora a nosotros tal como antes lo hicimos con él) de entre todos los otros objetos que podría amar, en ese caso, el juego quedará interrumpido. Pero si el otro se atreve y desea -y nos devuelve algo del juego de investimiento en que antes nosotros nos jugamos- estamos en tránsito hacia una forma diferente de la pasión. O al menos, hemos agregado un factor de realizabilidad más a las precondiciones que se requieren para lo que Lacan llamará proceso de inversión de lugares, o más aún, metáfora del amor.





-Como Edipos en Colona

Quemada la nave del enamoramiento como artificio entre los leños confusos de la ficcionalización del otro y del descubrimiento de sus máscaras, qué nos queda?

Acaso queda del Fenix del enamoramiento alguna ceniza con que encender el lazo de oro del amor?

Como errante Edipo en Colona,  al enamorado que “ha visto” (y se ha visto a sí mismo) más allá de los deslumbres iniciales de la pasión enamorada, le queda saber que seguirá siendo un eterno ciego, pero ahora con los ojos bien abiertos.
Eso queda.  Y no es poco. Y es bastante desafiante.

Atravesar el enamoramiento, soportar el desencuentro y las fallas diferenciales de ambos partícipes del pacto erótico inicial, nadar en la zozobra de la intensidad para reestablecerla de un modo menos desencontrado, todo eso queda. Y si es eso ni más ni menos lo que nos queda, sólo podemos desear correr el riesgo de permanecer con ese otro haciendo lazo aunque ya hayamos percibido los rasgos de disonancia entre ese -a quien ahora seguimos deseando estar unidos- y aquel mismo amado de quien ayer nos enamoramos en plena ceguera del error.

Cuánto tiempo toma todo esto?
En asuntos amatorios el tiempo se vuelve una categoría algo infecunda, algo estéril. El enamoramiento y la trasmutación de éste en amor posible es propio de “sucederes” y los sucederes no se contabilizan bajo la matemática precisa de los minutos, los días, las semanas sino que se deslizan bajo el imperativo de los acontecimientos ajenos a las sustancias mensurables. En el suceder del amor lo que realmente cuenta son los aconteceres.
El proceso del enamoramiento y sus tranfiguraciones relacionales configuran un suceder basado en la intensidad.
Aquí no sirve el tiempo como unidad de medida ni las cantidades como objetivación de lo que  entre esas dos subjetividades se cuece. 




-La transmutación, ese riesgo cargado de coraje

Virar enamoramiento en amor, aunque debamos aprender a incluir en éste último la potencial sombra entre las sombras: la de la pérdida.  Porque amar es arriesgarse a perder,  desde saber que se puede perder a quien se ama a saber que se puede llegar a perder el amor mismo. Sin incorporación de la pérdida no hay modo de lanzarse a amar ni de saltar las vallas de espejismos del enamoramiento. 

Qué garantía  existe de que el enamoramiento podrá transfigurarse en amor? Ninguna. Ni la más mínima.

En el amor se trata  siempre de un riesgo. Y para correr riesgos hay que estar dispuesto a tomar la aventura con coraje. Sino, no hay forma. No la hay. 

No creo que las neurociencias abunden en analizar esta faceta de intercambiabilidad  de inexistencias y equívocos que funda la posibilidad de un enamoramiento cruzado.

El psicoanálisis parece aún,  seguir teniendo lo suyo para aportar en el troquelado de la fenomenología del amor, su realizabilidad, el rol fundacional del engaño, los errores sublimes y/o las condiciones de posibilidad subjetivas que hacen que entre dos el enamoramiento sea una lúdica relacional pasible de ser transmutada en amor. O no.




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domingo, 14 de noviembre de 2010

Alejandra Pizarnik, la analizante y llamadora de ausencias



“Nombre de lo que me muerde”


Por Marcelo Percia





Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura. (Texto extractado de “Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis”, Alción Editora, publicado en el suplemento “Psicología” de Página/12, 30 de abril de 2009).

 


Suele llamarse analizante a la persona que se analiza con un psicoanalista. En este texto el término va más allá de esa circunstancia. Alejandra Pizarnik (que tiene esa experiencia desde muy joven) participa, en otro sentido, de lo que me gustaría llamar la ilusión intelectual argentina en el psicoanálisis como experiencia del pensar.

El psicoanálisis como inmersión de quienes quieren conocerse, como ideal desculpabilizador del deseo, como figuración de un mundo familiar menos represivo, como experiencia del yo destronado, como imagen de una mismidad lejana, ajena, exiliada, como creencia liberadora de sentido, como contemplación trágica del pasado, como pregunta por la crueldad humana, como denuncia del malestar moral de nuestro tiempo, como asunto de subjetividades migrantes, extranjeras, discriminadas. El psicoanálisis como utopía de la diferencia.

La expresión Alejandra Pizarnik, la primera analizante en castellano no significa que ella sea la paciente que inaugura la lista de nuestro record internacional de analizados; quiere decir que ella, la que se sabe nacida en las palabras, es maestra excepcional para pensar una práctica cada vez más profesionalista. Llamo profesionalista a una actividad que ve en el psicoanálisis sólo una profesión. Un trabajo de rutinas, pacientes, consultorios, libros y revistas especiales, congresos, supervisiones, redes de derivación, amparos institucionales, plataformas publicitarias, estrategias de reconocimiento. ¿Es otra cosa?

Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura; en las preguntas sobre cómo tramamos relaciones con el lenguaje, con las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos y del mundo; con la idea de porvenir, con los asuntos de la vida: el dolor y el sufrimiento, el deseo y la muerte.

No se puede imponer a los psicoanalistas que aprendan a escuchar, como diría Pizarnik, “con una esponja en los oídos”, ni obligar a que profesores dicten en clases universitarias que “por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”, pero sería una lástima privarse de esas ideas.

Entonces, decir que leo a Alejandra Pizarnik como primera analizante en castellano es un modo de avisar que encuentro –en ella que afirmó que Freud es un poeta trágico– a una maestra de analistas.

Que Alejandra Pizarnik anotara en sus Diarios cosas que piensa sobre su propio psicoanálisis tiene y no tiene relación con el asunto. Es cierto que esas menciones se presentan como citas, pero no es allí donde ella habla mejor como analizante. Incluso cuando indago las desventuras de esa mujer joven sólo busco aprender a leer el manifiesto de su enseñanza.

La afirmación de que Alejandra Pizarnik es la primera analizante en castellano no necesita ser probada contando cosas de su intimidad o coleccionando circunstancias biográficas (historias de familia, judaísmo, aventuras sexuales, viajes, lecturas, depresiones, noches de insomnio, internaciones, intentos de suicidio o su muerte a los treinta y seis años por exceso de pastillas para dormir). Esos desechos de su vida apenas interesan aquí. No se recorta su estar analizante para engrosar la lista de casos clínicos.

“Primera analizante” puede leerse, entonces, como: mujer afectada por el lenguaje. Sensibilidad que sabe que su dolencia es cosa hecha de palabras, que percibe que las mismas palabras que dan qué pensar pueden ser tormentos, espejismos, ruidos, en los que no (se) piensa nada. O dicho de otra forma, primera no porque no haya otra antes que ella, sino porque no falta a la cita cuando es llamada a pensarse en el lenguaje. Porque sabe que la máquina de pensar es artilugio vacío y, a la vez, lleno de piezas que pueden volverse locas. Que puede darse máquina con pensamientos que la gozan, con obsesiones que la dominan, con voces que traman sufrimientos de los que, por momentos, quiere desprenderse.

No leo a Pizarnik como visionaria o testigo lúcido del psicoanálisis de su época. El sentido de la vista o su punto de vista no están en juego. Interesa Pizarnik como oído poético dislocador de una cultura que aloja al psicoanálisis como práctica del cuidado de sí.

Interesa su mirada como lo imprevisto en esa práctica. Interesa ella misma como arremetedora que alerta sobre lo que les pasa a quienes no hacen lo correcto, sobre los peligros que acechan a quienes se arriesgan a la desapropiación de sí.

Lo que queda pendiente no es la pregunta de qué pudo o no pudo el psicoanálisis hacer por Alejandra Pizarnik, sino qué puede hacer a los psicoanalistas la lectura de su obra. Leer a Pizarnik es una decisión.

Habría muchos otros modos de nombrarla: la mujer de la existencia venidera, la llamadora de ausencias, la que desespera del lenguaje, la que se aloja partida, la que arremete viajera, la enamorada de las ruinas, la que hace el mundo palabra por palabra, la que se siente deletreada por un semianalfabeto, la que vive desnuda como si llevara un traje de vidrio, la que tiene deseos de huir hacia un país más hospitalario, la inlúcida que sabe que ama sombras, la que escribe con humor “mi amante es obscena porque me toca la hora”, la que se da cuenta de que cumple una pena por nada, la del lenguaje alejandrino, la que va hacia no hay dónde, la que intenta nacerse sola, la que pregunta cómo es posible no saber tanto, la niña santa y lujuriosa, la que pide ser curada de algo que no se cura, la que advierte que habla para amueblar el escenario vacío del silencio, la que siente que el envejecimiento del rostro ha de ser una herida de espantoso cuchillo, la reina en el exilio, la que simpatiza con todos los sufrimientos, la que piensa que la felicidad consiste en estar a salvo del pronombre yo, la supliciada, la que fue demasiado lejos en su soledad. De todos los modos de llamarla, elijo este: Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis.



Esperadora

Pizarnik es el nombre de una esperadora infatigable. Escribe en su diario en marzo de 1961: “Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir. De esto moriré, de espera oxidada, de polvo aguardador”.

La espera, si no se confunde con la esperanza de que suceda algo, puede pensarse como dar tiempo o darse tiempo de llegada. Eso que solemos llamar el sí mismo es una existencia venidera.

La espera del analizante tiene algo de ir al encuentro de una verdad que nunca llega. Pero, una espera que es ir hacia lo que no se alcanza no es, necesariamente, impulso insatisfecho, tensión que frustra, expectativa fatigada.

¿Y una espera oxidada? Parecería una espera marchita, deslucida, sin frescura. Una espera que se consume dolida de eso que no llega. Como en A la hora señalada, que no es la película de la espera, sino la del cumplimiento de una amenaza. La urgencia de un plazo corrompe la espera. La impaciencia no es impulso de deseo; puede ser su lastre, su cautiverio.

Muchas veces, lo que una persona que se analiza espera no es la espera, sino consumar una esperanza, conquistar una felicidad custodiada de palabras, conjurar la desgracia en todas sus formas por medio del pensamiento. ¿Una especie de religión?

Quizá Pizarnik pida que el psicoanálisis le ofrezca lo que no tiene: una fórmula de felicidad. Razones de acogida a dudas de la existencia, ahora, expresadas en primera persona de un singular en el que se celebra a sí misma. Pero también percibe, en su expectativa de sentirse mejor, una ilusión de autorreforma, una maniobra de corte y confección para forzar su coincidencia con la imagen que le gustaría alcanzar.

Tal vez aquella espera oxidada, ese polvo aguardador, sean pulsaciones tristes, ansiosas, descreídas de su existencia venidera.

No se vive así como así en situación de espera; la esperanza se cuela por todas partes. El juego de la esperanza puede decirse en tres pasos. Primero, se inventa (a medida de la propia ilusión) un absoluto distante, caprichoso y salvador. Segundo, se vive en la incertidumbre (dado que el absoluto es caprichoso y distante). Tercero, se aguarda con fe (a veces portándose bien) la llegada eventual de la salvación.

Practicante de la espera no quiere decir dogma de un ir hacia sin una meta; tampoco doctrina de me da lo mismo qué pueda pasar. La escritora es practicante de la espera porque trata de deshacer en ella misma la tentación de someterse a un absoluto.

Alejandra Pizarnik analizante, más allá de todo psicoanálisis, porque es una mujer que escribe sobre lo que le pasa. Analizante porque se sabe enferma de una especie de maldición amorosa: se siente poseída por lo que no puede poseer. Analizante porque sale al encuentro de lo que no llegará, porque se sabe abandonada. Escribe en marzo de 1961: “Y he aquí lo que me mata, he aquí la forma de mi enfermedad, el nombre de lo que me muerde como un tigre crecido súbitamente en mi garganta, nacido de mi llamado”.

Llamadora de ausencias, Alejandra Pizarnik se pregunta por qué no la atraen quienes se enamoran de ella o por qué su fascinación por el abandono o por qué se empecina en llamar a quien no habrá de venir o por qué la entristece alguien que llega con deseos de verla.

Alejandra Pizarnik, una llamadora de ausencias. Pero no porque haga citas que fracasan, sino porque da de sí la voz que convoca un lenguaje. Pensar es precisamente eso: llamar a que las palabras acudan, solicitar que se apersonen en las sensaciones, las emociones, la belleza, la angustia.

Analizante, también, porque piensa su existencia como misterio. Escribe en su diario, en el verano de 1956: “No comprendo el anhelo de ‘lo fantástico’, ni a la literatura de ‘misterio’. Es que ¿es posible hallar más misterio que en la propia existencia?”.

Admite que desconoce lo que le pasa, que duda sobre el sentido de sus actos, que de su boca salen cosas que la sorprenden, que sus deseos la visitan como parientes desconocidos.

Escribe cinco años después, cuando declara su mayor obsesión después del amor y la escritura, anotando entre paréntesis su propia voz en tercera persona: “El más grande misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me suicido? En vano alegar mi pereza, mi miedo, mi olvido (se olvida de suicidarse). Tal vez por eso siento, de noche, cada noche, que me he olvidado de hacer algo, sin darme cuenta de qué. Cada noche me olvido de suicidarme”.

No dice que quiere suicidarse, se pregunta por qué no se suicida. El suicidio no parece un deseo, sino una fatalidad. Entonces, cada noche se olvida de lo inevitable. Tal vez así, en el olvido, diga su deseo de vivir.

Alejandra Pizarnik toma, a su manera, el problema que Camus –quien, en El mito de Sísifo, afirma que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio– designa como el misterio más radical de la existencia: “¿Por qué elijo vivir pudiendo decidir mi muerte?”. Como si vivir fuera una decisión que el olvido toma todos los días. El olvido como cesación de la muerte.

Escribe en su diario, en octubre de 1957: “No soy más que una humilde muchacha desnuda que espera que lo Otro le dicte palabras bellas y significativas, con suficiente poder como para izar sus pobres tribulaciones y para dar validez a lo que de otra manera serían desvaríos”.

La proeza del decir no consiste en realizar una sustancia mentada ni en la voluntad de hablar, sino en el impulso de ceder la iniciativa a lo expresado, de confiar la cuestión del hablar a la astucia de las palabras.

Dejar la iniciativa a lo dicho es admitir que las palabras pronunciadas se adelantan a las palabras pensadas o transportan inventivas de sentido no previstas en la decisión de hablar. Oscar del Barco (Juan L. Ortiz, poesía y ética, ed. Alción, 1996), a propósito del poeta Juan L. Ortiz, escribe: “La extinción de lo humano no está produciéndose por el lado sublime del exceso sino por el lado maligno de la llamada ‘programación total’ y del ‘control total’. Pienso en la alternativa que representan el poeta y el místico, quienes saben que no son y viven como noseres. Habita el que es sin ser, porque el habitar exige el despojo de toda iniciativa. Es el sueño de Mallarmé, su propuesta de darle ‘la iniciativa a las palabras’, de que las palabras sin ‘dueño’ sean las que abren el sentido sin sentido ‘humano’ que es el poema. El habitar adquiere así característica de advenimiento”. Pizarnik sabe que pierde la conducción de lo que dice cuando escribe o que es sobrepasada por el flujo de las palabras.



La primera

Pero, ¿por qué primera si lo que se dice sobre ella podría afirmarse, también, de otras escritoras y otros escritores en castellano? Su obra poética y su prosa derraman intimidad, pero no porque permitan espiar sus secretos (su interioridad desnuda), sino porque es la obra de una mujer que intima con el lenguaje. Pizarnik traba y trama amistad con las palabras: intenta ligarse ella misma en todo lo que escribe y tiene la mala intención de estar en el decir.

Así mismo, los Diarios (y parte de su correspondencia publicada) constituyen una escritura infrecuente en nuestra lengua. En sus páginas fragmentarias no hace alarde o culto de sí, como suele ocurrir en autobiografías o memorias. Ofrece su diario de escritora como lugar de experimentación de ella misma en el lenguaje, como espacio para pensarse en relación a sus lecturas y como demora para anotar lo que siente. Hasta el final no deja de preguntarse por el deseo, el amor, la angustia, la soledad. Cada vez intenta nombrar lo que no puede decir. No censura hechos que teme confesar ni secretos que la inquietan. Prueba escucharse pensar lo que le pasa. Escribe como una analizante que se hace destinataria de sus palabras.


Un año antes de su muerte publica El infierno musical. Cito de allí un texto que se llama “La palabra que sana”. Propongo leerlo como manifiesto de su enseñanza: “Esperando que un mundo sea de-senterrado por el lenguaje, alguien canta en el lugar en el que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.

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