domingo, 14 de noviembre de 2010

Alejandra Pizarnik, la analizante y llamadora de ausencias



“Nombre de lo que me muerde”


Por Marcelo Percia





Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura. (Texto extractado de “Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis”, Alción Editora, publicado en el suplemento “Psicología” de Página/12, 30 de abril de 2009).

 


Suele llamarse analizante a la persona que se analiza con un psicoanalista. En este texto el término va más allá de esa circunstancia. Alejandra Pizarnik (que tiene esa experiencia desde muy joven) participa, en otro sentido, de lo que me gustaría llamar la ilusión intelectual argentina en el psicoanálisis como experiencia del pensar.

El psicoanálisis como inmersión de quienes quieren conocerse, como ideal desculpabilizador del deseo, como figuración de un mundo familiar menos represivo, como experiencia del yo destronado, como imagen de una mismidad lejana, ajena, exiliada, como creencia liberadora de sentido, como contemplación trágica del pasado, como pregunta por la crueldad humana, como denuncia del malestar moral de nuestro tiempo, como asunto de subjetividades migrantes, extranjeras, discriminadas. El psicoanálisis como utopía de la diferencia.

La expresión Alejandra Pizarnik, la primera analizante en castellano no significa que ella sea la paciente que inaugura la lista de nuestro record internacional de analizados; quiere decir que ella, la que se sabe nacida en las palabras, es maestra excepcional para pensar una práctica cada vez más profesionalista. Llamo profesionalista a una actividad que ve en el psicoanálisis sólo una profesión. Un trabajo de rutinas, pacientes, consultorios, libros y revistas especiales, congresos, supervisiones, redes de derivación, amparos institucionales, plataformas publicitarias, estrategias de reconocimiento. ¿Es otra cosa?

Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura; en las preguntas sobre cómo tramamos relaciones con el lenguaje, con las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos y del mundo; con la idea de porvenir, con los asuntos de la vida: el dolor y el sufrimiento, el deseo y la muerte.

No se puede imponer a los psicoanalistas que aprendan a escuchar, como diría Pizarnik, “con una esponja en los oídos”, ni obligar a que profesores dicten en clases universitarias que “por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”, pero sería una lástima privarse de esas ideas.

Entonces, decir que leo a Alejandra Pizarnik como primera analizante en castellano es un modo de avisar que encuentro –en ella que afirmó que Freud es un poeta trágico– a una maestra de analistas.

Que Alejandra Pizarnik anotara en sus Diarios cosas que piensa sobre su propio psicoanálisis tiene y no tiene relación con el asunto. Es cierto que esas menciones se presentan como citas, pero no es allí donde ella habla mejor como analizante. Incluso cuando indago las desventuras de esa mujer joven sólo busco aprender a leer el manifiesto de su enseñanza.

La afirmación de que Alejandra Pizarnik es la primera analizante en castellano no necesita ser probada contando cosas de su intimidad o coleccionando circunstancias biográficas (historias de familia, judaísmo, aventuras sexuales, viajes, lecturas, depresiones, noches de insomnio, internaciones, intentos de suicidio o su muerte a los treinta y seis años por exceso de pastillas para dormir). Esos desechos de su vida apenas interesan aquí. No se recorta su estar analizante para engrosar la lista de casos clínicos.

“Primera analizante” puede leerse, entonces, como: mujer afectada por el lenguaje. Sensibilidad que sabe que su dolencia es cosa hecha de palabras, que percibe que las mismas palabras que dan qué pensar pueden ser tormentos, espejismos, ruidos, en los que no (se) piensa nada. O dicho de otra forma, primera no porque no haya otra antes que ella, sino porque no falta a la cita cuando es llamada a pensarse en el lenguaje. Porque sabe que la máquina de pensar es artilugio vacío y, a la vez, lleno de piezas que pueden volverse locas. Que puede darse máquina con pensamientos que la gozan, con obsesiones que la dominan, con voces que traman sufrimientos de los que, por momentos, quiere desprenderse.

No leo a Pizarnik como visionaria o testigo lúcido del psicoanálisis de su época. El sentido de la vista o su punto de vista no están en juego. Interesa Pizarnik como oído poético dislocador de una cultura que aloja al psicoanálisis como práctica del cuidado de sí.

Interesa su mirada como lo imprevisto en esa práctica. Interesa ella misma como arremetedora que alerta sobre lo que les pasa a quienes no hacen lo correcto, sobre los peligros que acechan a quienes se arriesgan a la desapropiación de sí.

Lo que queda pendiente no es la pregunta de qué pudo o no pudo el psicoanálisis hacer por Alejandra Pizarnik, sino qué puede hacer a los psicoanalistas la lectura de su obra. Leer a Pizarnik es una decisión.

Habría muchos otros modos de nombrarla: la mujer de la existencia venidera, la llamadora de ausencias, la que desespera del lenguaje, la que se aloja partida, la que arremete viajera, la enamorada de las ruinas, la que hace el mundo palabra por palabra, la que se siente deletreada por un semianalfabeto, la que vive desnuda como si llevara un traje de vidrio, la que tiene deseos de huir hacia un país más hospitalario, la inlúcida que sabe que ama sombras, la que escribe con humor “mi amante es obscena porque me toca la hora”, la que se da cuenta de que cumple una pena por nada, la del lenguaje alejandrino, la que va hacia no hay dónde, la que intenta nacerse sola, la que pregunta cómo es posible no saber tanto, la niña santa y lujuriosa, la que pide ser curada de algo que no se cura, la que advierte que habla para amueblar el escenario vacío del silencio, la que siente que el envejecimiento del rostro ha de ser una herida de espantoso cuchillo, la reina en el exilio, la que simpatiza con todos los sufrimientos, la que piensa que la felicidad consiste en estar a salvo del pronombre yo, la supliciada, la que fue demasiado lejos en su soledad. De todos los modos de llamarla, elijo este: Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis.



Esperadora

Pizarnik es el nombre de una esperadora infatigable. Escribe en su diario en marzo de 1961: “Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir. De esto moriré, de espera oxidada, de polvo aguardador”.

La espera, si no se confunde con la esperanza de que suceda algo, puede pensarse como dar tiempo o darse tiempo de llegada. Eso que solemos llamar el sí mismo es una existencia venidera.

La espera del analizante tiene algo de ir al encuentro de una verdad que nunca llega. Pero, una espera que es ir hacia lo que no se alcanza no es, necesariamente, impulso insatisfecho, tensión que frustra, expectativa fatigada.

¿Y una espera oxidada? Parecería una espera marchita, deslucida, sin frescura. Una espera que se consume dolida de eso que no llega. Como en A la hora señalada, que no es la película de la espera, sino la del cumplimiento de una amenaza. La urgencia de un plazo corrompe la espera. La impaciencia no es impulso de deseo; puede ser su lastre, su cautiverio.

Muchas veces, lo que una persona que se analiza espera no es la espera, sino consumar una esperanza, conquistar una felicidad custodiada de palabras, conjurar la desgracia en todas sus formas por medio del pensamiento. ¿Una especie de religión?

Quizá Pizarnik pida que el psicoanálisis le ofrezca lo que no tiene: una fórmula de felicidad. Razones de acogida a dudas de la existencia, ahora, expresadas en primera persona de un singular en el que se celebra a sí misma. Pero también percibe, en su expectativa de sentirse mejor, una ilusión de autorreforma, una maniobra de corte y confección para forzar su coincidencia con la imagen que le gustaría alcanzar.

Tal vez aquella espera oxidada, ese polvo aguardador, sean pulsaciones tristes, ansiosas, descreídas de su existencia venidera.

No se vive así como así en situación de espera; la esperanza se cuela por todas partes. El juego de la esperanza puede decirse en tres pasos. Primero, se inventa (a medida de la propia ilusión) un absoluto distante, caprichoso y salvador. Segundo, se vive en la incertidumbre (dado que el absoluto es caprichoso y distante). Tercero, se aguarda con fe (a veces portándose bien) la llegada eventual de la salvación.

Practicante de la espera no quiere decir dogma de un ir hacia sin una meta; tampoco doctrina de me da lo mismo qué pueda pasar. La escritora es practicante de la espera porque trata de deshacer en ella misma la tentación de someterse a un absoluto.

Alejandra Pizarnik analizante, más allá de todo psicoanálisis, porque es una mujer que escribe sobre lo que le pasa. Analizante porque se sabe enferma de una especie de maldición amorosa: se siente poseída por lo que no puede poseer. Analizante porque sale al encuentro de lo que no llegará, porque se sabe abandonada. Escribe en marzo de 1961: “Y he aquí lo que me mata, he aquí la forma de mi enfermedad, el nombre de lo que me muerde como un tigre crecido súbitamente en mi garganta, nacido de mi llamado”.

Llamadora de ausencias, Alejandra Pizarnik se pregunta por qué no la atraen quienes se enamoran de ella o por qué su fascinación por el abandono o por qué se empecina en llamar a quien no habrá de venir o por qué la entristece alguien que llega con deseos de verla.

Alejandra Pizarnik, una llamadora de ausencias. Pero no porque haga citas que fracasan, sino porque da de sí la voz que convoca un lenguaje. Pensar es precisamente eso: llamar a que las palabras acudan, solicitar que se apersonen en las sensaciones, las emociones, la belleza, la angustia.

Analizante, también, porque piensa su existencia como misterio. Escribe en su diario, en el verano de 1956: “No comprendo el anhelo de ‘lo fantástico’, ni a la literatura de ‘misterio’. Es que ¿es posible hallar más misterio que en la propia existencia?”.

Admite que desconoce lo que le pasa, que duda sobre el sentido de sus actos, que de su boca salen cosas que la sorprenden, que sus deseos la visitan como parientes desconocidos.

Escribe cinco años después, cuando declara su mayor obsesión después del amor y la escritura, anotando entre paréntesis su propia voz en tercera persona: “El más grande misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me suicido? En vano alegar mi pereza, mi miedo, mi olvido (se olvida de suicidarse). Tal vez por eso siento, de noche, cada noche, que me he olvidado de hacer algo, sin darme cuenta de qué. Cada noche me olvido de suicidarme”.

No dice que quiere suicidarse, se pregunta por qué no se suicida. El suicidio no parece un deseo, sino una fatalidad. Entonces, cada noche se olvida de lo inevitable. Tal vez así, en el olvido, diga su deseo de vivir.

Alejandra Pizarnik toma, a su manera, el problema que Camus –quien, en El mito de Sísifo, afirma que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio– designa como el misterio más radical de la existencia: “¿Por qué elijo vivir pudiendo decidir mi muerte?”. Como si vivir fuera una decisión que el olvido toma todos los días. El olvido como cesación de la muerte.

Escribe en su diario, en octubre de 1957: “No soy más que una humilde muchacha desnuda que espera que lo Otro le dicte palabras bellas y significativas, con suficiente poder como para izar sus pobres tribulaciones y para dar validez a lo que de otra manera serían desvaríos”.

La proeza del decir no consiste en realizar una sustancia mentada ni en la voluntad de hablar, sino en el impulso de ceder la iniciativa a lo expresado, de confiar la cuestión del hablar a la astucia de las palabras.

Dejar la iniciativa a lo dicho es admitir que las palabras pronunciadas se adelantan a las palabras pensadas o transportan inventivas de sentido no previstas en la decisión de hablar. Oscar del Barco (Juan L. Ortiz, poesía y ética, ed. Alción, 1996), a propósito del poeta Juan L. Ortiz, escribe: “La extinción de lo humano no está produciéndose por el lado sublime del exceso sino por el lado maligno de la llamada ‘programación total’ y del ‘control total’. Pienso en la alternativa que representan el poeta y el místico, quienes saben que no son y viven como noseres. Habita el que es sin ser, porque el habitar exige el despojo de toda iniciativa. Es el sueño de Mallarmé, su propuesta de darle ‘la iniciativa a las palabras’, de que las palabras sin ‘dueño’ sean las que abren el sentido sin sentido ‘humano’ que es el poema. El habitar adquiere así característica de advenimiento”. Pizarnik sabe que pierde la conducción de lo que dice cuando escribe o que es sobrepasada por el flujo de las palabras.



La primera

Pero, ¿por qué primera si lo que se dice sobre ella podría afirmarse, también, de otras escritoras y otros escritores en castellano? Su obra poética y su prosa derraman intimidad, pero no porque permitan espiar sus secretos (su interioridad desnuda), sino porque es la obra de una mujer que intima con el lenguaje. Pizarnik traba y trama amistad con las palabras: intenta ligarse ella misma en todo lo que escribe y tiene la mala intención de estar en el decir.

Así mismo, los Diarios (y parte de su correspondencia publicada) constituyen una escritura infrecuente en nuestra lengua. En sus páginas fragmentarias no hace alarde o culto de sí, como suele ocurrir en autobiografías o memorias. Ofrece su diario de escritora como lugar de experimentación de ella misma en el lenguaje, como espacio para pensarse en relación a sus lecturas y como demora para anotar lo que siente. Hasta el final no deja de preguntarse por el deseo, el amor, la angustia, la soledad. Cada vez intenta nombrar lo que no puede decir. No censura hechos que teme confesar ni secretos que la inquietan. Prueba escucharse pensar lo que le pasa. Escribe como una analizante que se hace destinataria de sus palabras.


Un año antes de su muerte publica El infierno musical. Cito de allí un texto que se llama “La palabra que sana”. Propongo leerlo como manifiesto de su enseñanza: “Esperando que un mundo sea de-senterrado por el lenguaje, alguien canta en el lugar en el que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.

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