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miércoles, 13 de enero de 2016

Wabi Sabi - Nada es permanente, nada es completo, nada es perfecto





Wabi Sabi
Nada es permanente, nada es completo, nada es perfecto





Gabi Romano


Hace poco me crucé con una noción oriental (otra más de entre las que afortunadamente me han ido “encontrando” a mí a lo largo del tiempo). Se trata de Wabi Sabi.

Como suele ocurrirme en todos estos casos, inmediatamente noté que no contaba con ninguna referencia en mi limitado mapita de ideas-representaciones que lograra siquiera arrimarme a los alrededores semánticos de ese concepto. En mi camino hacia develar este nuevo enigma oriental y motivada por ese inicial extravío des-orientante -resumible en un “qué-diablos-puede-querer-decir-esto”- fui encontrando una maravillosa serie de referencias sobre la idea de Wabi Sabi.

Wabi Sabi resume tres simples verdades sobre la existencia, verdades que, no por su simpleza, nos resultan del todo plenamente comprensibles ni mucho menos  rápidamente aceptables.


1-Nada es permanente
2-Nada es completo
3-Nada es perfecto


A primera vista, estos enunciados constituyen una tríada de verdades relativamente simples. 

Pero aún suponiendo que efectivamente estas tres aseveraciones sean verdaderas, no resulta nada fácil tolerar las consecuencias que implica aceptarlas: continuamos penando por el apego a aquello que se niega a permanecer, insistimos en armar completudes imposibles, y más de una vez tenemos una muy baja tolerancia a la frustración que nos produce toparnos con cualquiera de las muestras irrefutables en las que lo imperfecto se nos muestra con todo su impudoroso esplendor.

Nada permanece, ni es completo, ni es perfecto. Y aún así, a sabiendas de todo ello, la intensidad siempre nos espera por ahí, microscópicamente agazapada, para sorprendernos gratamente y dejarnos suspendidos por un instante entre la nostalgia, la belleza y la plenitud de lo indecible. Bienvenidos al universo Wabi Sabi...    







-La permanente impermanencia

Desde que el “Oscuro de Efeso”, allá por el lejano siglo VI a.C., observara que no hay ente que escape del devenir, ni del cambio y ni de la fluencia, pues no resulta ni nuevo ni sorprendente afirmar que nada permanece. Sin embargo, en la práctica, integrar esta idea en la vida cotidiana y en nuestras relaciones afectivas  no parece ser cosa sencilla. O acaso hay alguien que no haya sufrido por un amor finalmente desalado que en su momento fue percibido bajo el aura de lo mágicamente eterno? A cierta edad y pasadas ya algunas experiencias, damos por sentado que no es posible mantener la pasión en su pico más alto por mucho tiempo (de hecho, nuestros fantásticos neurotransmisores colapsarían si produjeran de manera continua dosis masivas de dopamina, norepinefrina o serotonina). Las pasiones, aún aquellas que deseamos sean inextinguibles, decaen. No podemos sostenernos por mucho tiempo en la cresta de la ola pasional, aún si así lo quisiéramos.

En otros planos de la vida las manifestaciones del decaimiento producido por la conjunción entre impermanencia, materia y tiempo tampoco es algo fácilmente negable. No sólo no hay “salud absoluta”, sino que indefectiblemente se va tropezando con los signos de la decadencia corporal, más tarde o más temprano. No importa cuan patéticamente desesperadas sean las ansias vanas de conservar la juventud, el esplendor que irradia una mirada a los veinte años irremediablemente se va perdiendo con el curso del tiempo... y no hay lifting ni botox ni hilos de oro que puedan devolver esa chispa de mocedad definitivamente extraviada entre las decenas de calendarios ya pasados. Admitimos que el estado físico “saludable” no es una constante, tanto como sabemos que la enfermedad y la muerte rondan por doquier. Sin embargo las formas de decadencia del cuerpo, la vejez, y la cesación de nuestra existencia o de la quienes nos rodean no son asuntos para los que estemos nunca demasiado bien “preparados”.

Del mismo modo, aunque en otro plano, los objetos tampoco permanecen. Sea el dinero que se suele ir más rápido de lo que viene, sea el lustre de aquel mueble de madera que alguna vez brilló y décadas más tarde va opacándose aunque nuestra percepción apenas lo note cotidianamente.   

Por lo tanto, si algo sabemos que permanece, es la impermanecia... independientemente de que podamos o no soportar en nosotros mismos y/o en lo/los que nos rodean los efectos de esta afirmación.







-Incompletudes varias  

De igual modo es innegable que nada está completo, ni lo estará ni lo estuvo jamás. Nuestras completudes suelen ser imaginarias, fantaseadas o anheladas, pero raramente ratificadas por lo fáctico.

Al respecto, recuerdo que Deleuze juega con una metáfora muy interesante y apropiada para revertir la negativizada idea de que lo incompleto es algo “poco deseable”. Imaginemos un tablero-rompecabezas de completamiento compuesto por figuras fragmentarias móviles de cuyo ensamble debería surgir una imagen finalmente completa. La clave de este tipo de puzzle es que, a fin de permitirnos el movimiento de las piezas, siempre debe quedar una casilla vacía… vacío e incompletud estructural que, justamente, es lo que permite que el resto de las piezas se muevan, hallen su lugar, cambien de posición y logre armarse la figura. Sin la casilla vacía, sin esa no-completud, sería inimaginable el movimiento en base al cual crear una forma posible. Todo muy bien hasta aquí, verdad? Pero, hace una década atrás nos preguntábamos en los seminarios sobre “Filosofía del Vacío” quién realmente soporta el vacío sin que esa casilla vacante le genere angustia? En la historia del pensamiento occidental, el vacío tuvo siempre mala prensa: fue asociado durante siglos con la ausencia, la ausencia asociada a su vez con la incompletud, y la incompletud subjetivamente ligada con la angustia. Hacia el siglo XVII hubo incluso una expresión que, en aquellos días, operaba como un principio dogmático en la ciencia y a través del cual se ratificaba ese pánico a “lo que nos falta”, a la nada. Me refiero a la noción de “horror vacui”.     

La incompletud no muestra reparos a la hora de morderle los talones a cualquier item de nuestra (interminable) lista de idealidades. Si tenemos una pareja, ni él ni ella han de ser completamente lo que anhelábamos; si conseguimos ese ansiado empleo que siempre quisimos, la imaginería ideal contrastará en no pocos aspectos con la realidad desidealizada del dia a día laboral; si tenemos hijos –aún siendo hijos deseados, queridos, amorosamente buscados- los devenires de las relaciones paterno-filiales se parecerán más a un camino sinuoso donde las afectividades combinaran momentos de inimaginable alegría junto con otros de tono emocional amargo, desencantado o frustrante.

Y es que los eventos más aufóricamente dichosos que hemos atravesado en la vida no son del orden de lo completo. En todo caso, si tenemos algo de suerte y enfocamos la cuestión con un tono existencial vitalista, sí serán del orden de lo intenso… pero eso es muy otra cosa. Allí donde la intensidad no requiere de completudes, la idealidad sí. No existe “ideal” que logra acercarse a su propia  realización debe a la fuerza dejar fuera de sí la completud maravillante que lo alimentaba mientras aún era parte de nuestras ensoñaciones. La ausencia, la casilla vacía, lo “que falta”, el vacío, la falla, todo ello es parte de la imposible completud. Lo real es incompleto. En compensación, la incompletud estructural nos obsequia un tornasolado abanico móvil de intensidades, intensidades que serán por siempre desconocidas para los idealistas practicantes del frío y petrificado culto a la idealidad.   







-Imperfecta-mente

Aunque nos repitamos como un mantra que nada es perfecto, nos comportamos con una pueril actitud semiimplacable con todo aquello –o aquellos- cuya imperfección se nos aparece frente a todos y cada uno de nuestros sentidos. Esto, comenzando por el esfuerzo sisífico que es medirnos a nosotros mismos con la inalcanzable vara de una perfección cuya búsqueda obsesiva puede resultar desde agotadora a enfermiza.

La búsqueda de la perfección como una asíntota que de antemano se nos presente como una sana aspiración (cuya realización total imposible no invalida en modo alguno el esfuerzo válido de trabajar sobre sí mismo para tender a una mejora continua de quienes vamos siendo) es algo bien diferente de la obcecada presión que puede imponer un ideal de perfección que logra mantener su ilusorio poder bajo la luz distorsionadora que proyecta aún cierta persistente idealización infantil. Idealizar es un proceso mental completamente lógico y esperable mientras somos infantes. Es de esperar que con el advenimiento de los años, nuestra racionalidad se afile y pula, y a través de ella nos despojemos de las caprichosas deformaciones idealistas a fin de transmutarlas en aspiraciones con sustento en lo real. Sin embargo, este proceso pareciera no producirse en la mayoría de los adultos, quedando de esta manera anclados a imágenes perfectas elevadas a la categoría de “mitos personales” que, de poder ser sometidas a un reflexivo análisis racional, se derretirían como las alas de Ícaro… y caerían a la dura realidad sin piedades mediadoras. 

Somos mejorables, por ser imperfectos.
Somos un work in progress porque no estamos finalizados.
Somos una potencialidad realizable porque nuestra identidad es pasible de ser enriquecida, nutrida, expandida.
Somos elevables porque no nacemos como seres consumados.
Somos aspirantes a una excelencia en nuestras obras y acciones porque hay infinitas vetas de nuestra individualidad que requieren pulido, trabajo, esfuerzo, desarrollo, superación, .
Somos resilientemente reparables porque podemos hacer del daño, el dolor, la adversidad, la equivocación, una oportunidad para la virtud del saber aprender.
Somos la posibilidad de un esplendor transitorio porque podemos arrojar luz hasta hacer arder nuestras oscuridades, hasta ser los fénixes renacidos de las cenizas en las cuales sepultar nuestras más neuróticas penumbras.
En suma, somos todo lo anterior por obra y gracia de nuestras benditas imperfecciones. 






-Wabi Sabi, una microestética de vida

Wabi Sabi es el modo profundo a través del cual se manifiesta, no sólo el saber veritatitivo de estas tres afirmaciones que acabamos de exponer, sino también una forma sensible de aceptarlas, apreciarlas, experimentarlas, habitarlas. 

Se trata de una estética de vida. Un sensible y apacible estado de la mente que podemos alcanzar no sólo con el pre-requisito de aceptar estas tres básicas verdades, sino apreciando ocasionalmente ciertos minúsculos instantes. Quien entra (o cae) en estado de Wabi Sabi  redimensiona corpúsculos de la realidad: lo que para otros es irrelevante, no-visible, insignificante se vuelve microscópica belleza conmovedora.

La experiencia de Wabi Sabi es una experiencia en slow motion.

La  mentecuerpo deja de estar disociada, y de ese modo, lo que vemos es re-visto en su apariencia y más allá de esta.

Se dice que el estado en que nos sumimos bajo la belleza del Wabi Sabi es imposible de ser explicado o verbalizado. ¿Quién puede “decir-hablar-relatar” lo que ha vivenciado al tocar con la yema de los dedos las páginas de un viejo diario personal escrito por una abuela amadísima cuya existencia acaba de apagarse? ¿Quién puede describir con precisión lo que ha sentido en ese instante sublime en que ha sido testigo visual involuntario de la caída de la última hoja seca de aquel árbol bajo el cual la infancia propia alguna se escurrió mansamente? ¿Quién puede usar signos linguísticos para poner en palabras la última mirada con la que “dialogamos” -sin pronunciar un solo sonido- con ese ser que hoy ya no continua en este espacio-tiempo en el que nosotros aún pervivimos?

Wabi Sabi es una sensación provocada por la súbita percepción de un fragmento, de una pequeñez, de una insignificancia que cobra una relevancia inesperada.

Y es más que eso. Entregarse a esa sensación presupone haber internalizado la relevancia vital de aquellas tres verdades con las comenzamos este post. Pero asimismo, se trata de algo que escapa a la mera adquisición de esos saberes, se trata de algo que excede el límite de la mente para comprometer todo nuestro extenso aparato sensible. Esas tres verdades incorporadas desde el punto de vista lógico-racional, se vuelven vivencia sensorial. Enclaje entre saberes, sentires, memorias, emocionalidad. Desantinomización de superficie y profundidad, de neuronas y epidermis, de pensamiento y sensación.

Wabi Sabi es saber-sentir, pensar-experimentar sin que haya una división entre ese saber y ese sensación, entre ese razonar y su concomitante experiencia sensible donde el razonamiento se ratifica y amplifica.







-La memoria de un vestigio (o los vestigios de la memoria)


En la estética Wabi Sabi cada pequeña cosa cuenta, cada microscópica presencia se torna flujo de memorias entre nostálgicas y apaciguantes. Un diminuto detalle aparentemente insignificante estalla con una calma tal que nos atrapa y nos mece.

En un universo atestado de infinitos perceptos a los cuales jamás podríamos “atender” en forma total, de pronto algo se recorta y toma relieve, una cosilla se desmarca transformándose en una especie de molécula de agua a través de la cual vemos en aumento lo que nadie (ni siquiera nosotros mismos en otro estado) podría ver. No se trata de un fenómeno alucinatorio ni de un efecto de deformación de lo real, sino todo lo contrario: de lo que se trata es de un detenimiento infrecuente que nos deja prendidos como una abrojo humano de un detallito absurdo, de una nadeidad que usualmente habríamos pasado por alto. Esa astilla de realidad es hiperrealista, de hecho. Y producto de esa percepción fugaz y atomizada de algo (el percepto puede ser un sonido, un olor, la esquirla parcial de una imagen, etc.) entramos por unos instantes brevísimos en un mundo minimalista que nos abre la ocasión para rememorar y sentir.

En estado de Wabi Sabi quedamos como “colgados” de una nimiedad, incapaces de explicar con exactitud todo lo que se mueve internamente en tan poco tiempo y por tan fugaz estímulo.

Esa ráfaga tan inesperada como inaprensible de un perfume, esa nota musicial perdida de su pentagrama, ese pedacito ínfimo cuya fracción anuncia un objeto que jamás veremos por completo, todo ello opera como un transporte: nos lleva “hacia adentro” y “hacia atrás”, pero también nos asoma a un intuitivo “hacia delante” y “hacia afuera”. Se trata de algo que con una deliciosa nostalgia sin palabras nos devuelve al aula de nuestra escuela, o a la cocina de la abuela, o a las ásperas manos tan seguras como protectivas de nuestro padre, o al primer libro de cuentos que la voz de nuestra madre nos hubo leído, o a los besos de un amante inolvidable, o a la risa de aquella amiga cómplice de correrías juveniles. Lo que gatilla el Wabi Sabi es algo mínimo que, sin embargo, maximiza nuestra conexión con lo rememorativo. Es algo frágil incluso, escaso, exiguo y no por ello menos fuerte, embargador, pleno.







-Fugacidades en el ciclo de la vida y la muerte 

Puede ser la forma curiosa de un rústico trozo de madera, un pétalo que se ha escapado perdidamente de su corola, la delicada transparencia del papel de arroz, el murmullo de un modesto e ignoto arroyo cercano a la montaña, la breve presencia aérea del sonido de una guitarra que suena quien sabe dónde, un color imposible de ser humanamente concebido pintando súbitamente el cielo de una tarde cualquiera, la armonía de una lluvia viajando sencillamente por el vidrio de una ventana. Todas éstas son expresiones de pequeña belleza transitoria que pacientemente aguardan a que nuestros atareados sentidos las descubran pese a su inherente fugacidad y su frágil finura.  
    
El Wabi Sabi combina la atención al fragmento impermanente y sencillo con la intimidad insondable de nuestros laberintos de memorias. Y esa combinación se produce, no de un modo entristecedor, sino calmo y sereno, haciendonos converger en el mismo proceso existencial donde el fragmento va fluyendo hasta, incluso, desaparecer. La gota de lluvia no caerá de nuevo, el aroma no estará en el aire un minuto más tarde, el pájaro aquel que ni siquiera alcanzamos a ver no volverá a cantar en ese instante preciso en que quedamos conmovidos por la repentina armonía de su melodía. Nada de esto volverá a pasar, y nosotros no podremos replicar esa bella turbación sensible pues, por definición, nos movemos en un mundo heracliteano donde ni las aguas del río son las mismas, ni los que nos bañamos en ellos tampoco. Todas y cada una de estas fugacidades se inscriben dentro de la circularidad propia de los procesos de la vida y la muerte. De allí que la experiencia Wabi Sabi  no sea apenas una vivencia sobre la fragmentariedad sino más bien una experimentación temporalmente opuesta a la duración que, sin embargo, nos remite indefectiblmente a los ciclos vitales, a lo que es y está pero dejará dejará en algún momento de ser y estar.

En Wabi Sabi se conjuga lo que aquí y ahora certeramente vibra con lo que perderá su pulso en el porvenir inmediato, desapareciendo. De allí que la sensación de Wabi Sabi tenga un dejo de nostalgia, o incluso pueda dejarnos ocasionalmente con una serena minimelancolía. La película “Belleza Americana” (American Beauty) retrata un perfecto momento Wabi Sabi en la anodina filmación casera que realiza uno de sus protagonistas de una insignificante bolsa de plástico moviéndose en y con el viento. La expresión del protagonista y de la joven a quien muestra el anodino video ilustran de manera impecable un estado de Wabi Sabi.

Los fragmentos nimios de los que transitoriamente a veces nos quedamos prendidos pueden metaforizar la intensidad de la expansión pero no menos su reverso contráctil. Una microporción de lo real puede ponernos en contacto involuntariamente con la plenitud de lo inabarcable a través del prisma de cualquiera de sus diminutísimas partículas. Una gajo sensorial desprendido al azar de quién sabe donde nos recuerda la impetuosa velocidad de crecer junto a la lentitud desacelerante de lo que va pereciendo. Una fracción de materia nos pone frente a la fascinante cualidad creativa de lo habiente, y a su no menos maravilloso retorno descompositivo que la conducirá a terminar siendo una mota de polvo en el espacio. Un grano de sal nos cuenta sin palabras no sólo sobre la profunda fuerza incansable del océano, sino también sobre la liviandad de la espuma cuyo destino final es invisibilizarse en la orilla. Ciclos y más ciclos en donde el retorno, la creación, el origen y el final giran unos trás otros sin mucho más propósito que el de extasiarnos a aquellos que, locamente, gustamos de atravesarlos con los ojos a veces encandiladamente abiertos, inquietos, interrogantes… y otras serenamente entrecerrados, apaciguados, reservados.       







-Historia de dos palabras

Originalmente, la palabra “Wabi” aludía a la idea poética de la tristeza y desasosiego que acompañan a aquellos que deciden vivir en una soledad vigorosamente introspectiva y para ello resuelven efectuar un transitorio “retornar a la naturaleza”. Es necesario resaltar que se trataba de una noción que refiere a una soledad autolegida, completamente voluntaria, similar a la que Nietzsche describe en su Zaratustra resuelto a vivir en el aislamiento de la montaña, o a la que efectivamente llevó adelante Henry David Thoreau en el bosque cercano a Walden Pond, rehusándose a comparecer ante los parámetros sociales mansamente aceptados: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver si no podía aprender lo que ella tenia que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido.”

Definitivamente Thoreau fue un Wabi person: alguien que “es quien es”, que vive acorde y armónicamente consigo mismo es un individuo Wabi.
Alquien que no se encuentra autoresentidamente insatisfecho consigo mismo, es un individuo Wabi.
Alguien que sabe y puede vivir en paz con no demasiado, sin quejarse victimizadamente de su destino, sin culpar a otros de su sino, alguien que sabe dar lo mejor de sí en medio de la circunstancia que le toque ir viviendo, es un individuo Wabi.
Alguien que aprende a manejar lo antes y mejor posible cualquiera de sus “desbordes” sin ser controlado ni por la ira, ni por enojo, ni por el ansia de poder, ni por la frustración, haciendo un esfuerzo interno por apaciguar estas desagradables muestras de exceso, ése que trabaja duramente para ser mejor y dar o mejor de sí mismo cada vez y en cada circunstancia, libre de lo que Spinoza llamaría “pasiones descompositivas”, es un individuo Wabi.

En virtud de lo anterior es que existió una antigua y natural conexión entre la filosofía samurai y los estados de Wabi Sabi (conexión que no exploraremos en este post pero que esperamos poder indagar a futuro).   

Etimológicamente, Wabi  significaba asimismo "frío", también "delgado", “desolado” y/o "marchitado". Sin embargo, la raíz “wa” viene al rescate de estas significaciones sombrías dado que aquélla refiere a la idea de “armonía”, “paz”, “tranquilidad”, “equilibrio”. Cuanto más atrás vamos en el tiempo, mayores son las connotaciones negativas (habrá que esperar hasta el siglo XIII y el XVI para ver variaciones significativas en eéste término). En efecto, “Wabi  solía ser aplicado en forma peyorativa dada esa asociación primigenia con la falta de alegría, la sensación de desolación y lo que está en proceso de transformarse en marchito. Paralelamente se le añade a este significado originario una cierta crítica velada al mal gusto de quienes practicaban en aquellos tiempos la ostentación como vidriera de su vulgaridad, de allí que antiguamente se encuentre reforzado el nexo de la palabra Wabi con los que poseen poco y llevan una vida sencilla. Wabi fue así desplazándose lentamente hacia cualidades que el budismo considera positivas pues aluden al desprendimiento de la ilusión material y al desapego de lo terreno.

Por su parte, “Sabi”, también es una expresión cuyas connotaciones han ido variando a lo largo de los siglos. Literalmente su significado podría traducirse como “el florecer del tiempo”. Desde este punto de vista “Sabi” refiere a la forma en que todo ente natural se desarrolla, alcanza un esplendor, comienza a atravesar etapas en las que “pierde su chispa”, se desluce. Sea encanecer o enmohecerse, todo lo viviente va perdiendo brillo con el paso del tiempo. La belleza y su breve momento de florecimiento, es ineluctablemente algo fugaz.  “Sabi” irá así siendo asociada a “envejecer”, abriendo un acercamiento semántico con los procesos inherentes al final natural de todo ciclo vital. Hacia el siglo XIII “Sabi” evocará, asociativamente, una forma particular de placer hallable en las cosas que van poniéndose viejas, que van perdiendo lozanía, que van difuminando su color, se “oxidan”. Aplicada a los objetos, la palabra “Sabi” se usará, sin embargo, para referirse a aquellas cosas que con los años cobran atractivo, no pierden su elegancia, y ganan en dignidad o valor. Un detalle interesante es que algo “Sabi no puede ser adquirido a través de una compra. Se trata más bien de una especie de “regalo” –simple y modesto, pero peculiarmente bello- que el tiempo nos ofrece como efecto testimonial de su paso.         

De este modo, los objetos Wabi Sabi son bañados por el aura de una sutil nostalgia, del mismo modo en que pueden ser cosas que en su proceso de construcción o elaboración resultaron singularmente imperfectas o incompletas, dotando a tal objeto de una gracia inimitable. El desgaste o los efectos de los arreglos que se efectúan con el fin de reparar piezas rotas pueden bien destinar a esa misma pieza a ser un potencial Wabi Sabi. Y nuevamente retornamos a nuestro inicio: un objeto Wabi Sabi es serenamente apreciado y apreciable no por su perfección, no por su completud lozana, no por su imperturbabilidad ante al paso del tiempo. Justamente se le apreciará por todo lo contrario: por sus cualidades imperfectas, por sus inimitables fallas de origen, por las marcas insutiles que la edad le imprima, por la impermanencia que se hace evidente ante la posibilidad de su rotura parcial o total, por su constancia en recordanos que cosas y seres existen, y como parte indiscernible de esa existencia, alguna vez dejarán de existir.






-Individualismo Wabi Sabi

En japonés, Wabibito es el nombre que se le da a la persona Wabi Sabi. Wabibito es el individuo que experimenta el Wabi Sabi.

Recordemos que, en concordancia con lo que representa, la experiencia Wabi Sabi es rotundamente intransferible, es única e irrepetible. Por ende, jamás puede hablarse de masa, grupo, colectivo, manada y/o muchedumbre cuando se trata de Wabi Sabi. El Wabi Sabi es siempre y estrictamente algo propio de un individuo.    

Wabibito es un término que abarca no sólo a quien vivencia Wabi Sabi, sino que se lo emplea como expresión para definir a todo aquel que puede vivir bien. Y “bien”, en este contexto, debe ser entendido como un estilo de vida prevalentemente sereno, con un balance existencial en el que la apacibilidad es siempre mayor que la desdichas propias de la desmesura flemática. Ser capaz de un buen vivir, implica aquí haberse apartado todo cuanto más se pueda de la deformada y enfermiza actitud de alimentar resentimientos u odios. Bien, indica asimismo que ese individuo no alberga pasiones vengativas, ni anda rumiando iras, ni desparrama quejumbrosas lamentaciones sobre su existencia. Y si cualquiera de estas humanas –…demasiado humanas- inclinaciones le acaecieran, trata de inmediatamente apartarse de las representaciones con que aquéllas vienen asociadas, poniéndoles un coto inmediato que les impida crecer y provocarle mortificaciones de cualquier índole. En este sentido, un individuo Wabibito sigue de alguna forma los sanos preceptos del antiguo estoicismo greco-romano, sin saberlo. De allí que un Wabibito aprecie y cultive la tranquilitas animae (tranquilidad del alma) por encima de cualquier forma de intemperancia que lo aqueje o lo amenace alterar.

No es de extrañar, que el individuo Wabibito se las arregla para vivir con poco, sin necesitar demasiado. No se trata de la moderna condena al consumo ni al bienestar. Se trata de un asunto más antiguo y de tipo ético: saber dónde parar, dónde decir basta, hasta dónde vale la pena ambicionar, saber como administrar lo que se tiene (cuando se tiene) y administrar lo mejor que se pueda igualmente la escasez (cuando no se tiene). Es más un ejercicio de atención moral en la que uno es llamado a cuidar de sí mismo evitando los problemas propios de cualquier exceso. El punto aquí es la demasía como exceso, o el exceso como signo de desborde antiético capaz de atentar contra la tan apreciada y antemencionada tranquilitas. Pues si el exceso de quien ambiciona más de la cuenta hace que el sosiego se pierda, entonces es conveniente revisar donde habría que detener la ambición. Insistamos en que el asunto aquí no es que  ambicionar sea inapropiado ni algo malo en sí mismo, sino que es preciso estar alerta respecto del riesgo de excederse y extraviar la serenidad en esa desmesura.  






-Lejos de la obscenidad del poder

Algunos autores han asociado –erróneamente- el Wabi Sabi al mito buenista de la “sana pobreza”. Pues no se trata de venerar la pobreza sino más bien de administrar adecuadamente lo que se tiene. El Wabi Sabi trata de remover de nuestras valoraciones el terrible peso que impone la adquisición febril de objetos, pero no porque consumir sea tampoco inherentemente “malo” ni porque los objetos producidos tampoco lo sean. Muy por el contrario, algunos de estos objetos nos permiten simplificar nuestras cotidianas pesadumbres… yo sin ir más lejos, jamás podría estar dedicada durante el tiempo que me insume escribir este artículo si un tecnológico objeto llamado “lavarropas” no estuviera lavando la ropa por mí, o sin un horno que esté cocinando la comida por mí, o sin un trozo de queso que iré a comer en un rato sin necesidad de tener que ir al río a lavar, al bosque a juntar leña para calentar alimentos, u ocuparme de una vaca de la que obtener los lácteos y derivados que consumo. Ergo, la tecnología y los logros civilizatorios, lejos de ser demonizados, han de ser apreciados como cómplices necesarios para liberar energías que podemos destinar a otras acciones más plácidas, más gratificantes, más elevadas.

El punto de la sencillez y la simpleza alude a evitar (o al menos no caer en la trampa) de que los objetos de consumo pueden transformarse en una meta en sí misma, pues una existencia completamente focalizada en consumir difícilmente pueda evitar terminar consumiéndose a sí misma, conduciendo así a una frenética desmesura.

De lo que sí se trata es de manejarse éticamente respecto de la riqueza, sobre todo cuando ésta se vuelve obscena acumulación indecente de dinero, o cuando es evidente que estamos frente a una adquisición de bienes mal habidos. Sea en el antiquísimo Japón del siglo XV con sus señores feudales omnipotentes, o en nuestros países actuales infectados de una casta política parásita y desvergonzadamente corrupta, la problemática del ciudadano común era similar: cómo preservar la libertad individual del control de los burócratas, cómo trabajar y ganarse el pan con dignidad sin que una banda de mafiosos en control del aparato gubernamental le exijan pagar tributos (tributos que lejos de llegar a ser un aporte colectivo para paliar las necesidades de los que menos poseen terminan en los bolsillos de los funcionarios), cómo vivir en paz sin la prepotencia del poder respirándole en la nuca.

En Oriente, la respuesta a ello fue la actitud del individuo Wabi Sabi: simpleza, vida solitaria, austeridad, actitud contemplativa, alejamiento de toda fuente de poder central. La vanalidad patética de los poderosos -cuyo patrimonio era directamente proporcional al mal gusto inelegante con que ostentaban sus riquezasde tramposa procedencia- fue una crítica política tácita propia de los esos estoicos orientales que fueron los Wabibitos.   







-Cuida tus bienes, sé agradecido

La actitud Wabi Sabi hacia los bienes o los objetos, hacia el trabajo, o hacia los vínculos y relaciones que traman nuestra cotidianeidad podria sintetizarse en cuidar, valorar y agradecer lo que se tiene. Cuidar lo que hay, sea escaso, poco o justo; siempre apreciar a aquellos que –habiéndolo así decidido voluntariamente- nos rodean en nuestra vida; y ser generosamente agradecido por lo que vamos pudiendo lograr.

Dado que nuestro tiempo vital es escaso, limitado -e incluso a veces trágicamente breve- es saludable propiciar momentos en los que detenerse. Bajar un cambio en la velocidad. No es necesario volver a las cuevas prehistóricas, ni caer en la la estupidez del protagonista de “Into The Wild” (me disculparán aquellos que han gustado de la historia o de la película). No. Se trata de ser sabio, no un rebelde que comete tantas imbecilidades que finalmente como conscuencia termina con aquello que “decía” más amar: su propia vida! Aunque por supuesto, nadie debe impedirle cometer a nadie cuanta imbecilidad se le cruce por la cabeza, en tanto y en cuanto no atente contra los derechos del resto de los individuos.

La perspectiva que abre Wabi Sabi obliga a revisar nuestra existencia como principales y únicos administradores del (más escaso) bien, que es nuestra irrepetible existencia. 

Una existencia desperdiciada, malograda, quejumbrosa, agresivamente voraz de poder, sub-realizada, enfermiza, fanatizada bajo cualquier forma de colectivismo rebañizante es un insulto a la maravillante posibilidad que tenemos de estar, aquí y ahora, vivos.

Por eso mismo una vida extraviada en el mareo de los excesos es, así, una existencia mal administrada. No importa que esos excesos se llamen borrachera, fanatismo religioso o politico, estupidez ideológica colectiva, workaholism, vagancia crónica, o el irrefrenable deseo de complicarse la vida complicándosela malignamente a los demás. Todos esos son modos de expresión del exceso. Y en la medida en que cualquiera de ellos nos aleja de una inteligente y mesurada administración de nuestro frágiles y limitados recursos vitalistas, es sencillamente, una reverenda cagada para sí mismo y para los otros.   







-¿Conectividad solitaria?

En estado de Wabi Sabi, nos descolectivizamos. Somos más individuos que nunca… y sin embargo estamos en una intensa conexión con la existencia. Lo cual, por otra parte demuestra una vez más, que el respeto que debemos tenernos como individuos únicos y singulares, lejos de aislarnos atómicamente, nos lleva a conectarnos con nuestro entorno de una manera más profunda y significativa.

Sin embargo, desde ya, el factor “soledad” aparece en estado de Wabi Sabi claramente.

Es preciso en este punto aclarar que se trata aquí de una soledad que se aparta transitoriamente del vértigo de las superficies para re-conectar a ese particular sí mismo con la cadena de nimiedades con que su irrepetible existencia fue configurándose. Y en ese encadenamiento, lejos de estar temerosamente solo, se reencuentra a través de una soledad rememorativa con seres, cosas, sensibilidades que lo devuelven a su silente mnemo-biografía.

El Wabi Sabi es una especie de ancla que, no por solitaria, es menos crucial para darnos un punto de referencia desde el cual saber dónde estamos, quienes vamos siendo, y cómo “fuimos siendo” hasta llegar a nuestro laberíntico hoy.

El querido y bien recordado Thomas Szasz decía que el aburrimiento es la sensación de que todo es una pérdida de tiempo mientras que, por el contrario, en estado de serenidad, nada lo es. Siendo así, disponernos a las experiencias de Wabi Sabi como quien se entrega a un extraordinario modo de conjugar serenidad, conectividad es una inteligente sensación de entrelazamiento con pedacitos de micromundos que enhebramos de un modo íntimo, personal, y estéticamente sabio.

En Wabi Sabi la mente es cuerpo y el cuerpo es mente, y en esa indiscernible sociedad limitada por las reglas del tiempo y el espacio, tales reglas se sobrepasan, permitiéndonos aceptar con plenitud los confines personales de esta finita existencia que llevamos adelante junto con la infinita eternidad de sabernos parte de un universo insondable.




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jueves, 4 de agosto de 2011

Infancia




Infancia



"Puedo decir que he tenido una infancia cuya simpleza privilegiada
me permitió sólo dedicarme a ser
 nada más que una niña"



(Volver a Monet). Cuando era una niña creía -seriamente- que los lugares monetianos y los estados estéticos concomitantes a sus pinturas de verdad existían. Firmemente lo creía. Lo sentía. En todo el cuerpo. Mi abuelo carpintero tenía un libro en su galpón de trabajo, un libro del que nunca a mi memoria parece haberle importado el título, pero entre cuyas páginas llenas de jardines impresionistas yo me escurría como agua. Era cuestión de crecer, volverme más alta, hacerme una valijita y volar por el enigmático mundo exterior dispuesta tercamente a encontrar esas bellas realidades. Con el tiempo descubrí que la creencia en ese clima plácido, colorido y vital del ojoalma se llama "Infancia". Por eso será que siempre es bueno volver a Monet.


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sábado, 30 de abril de 2011

Ernesto Sábato - Hechos y deshechos in memoriam...


Ernesto Sábato
Hechos y deshechos in memoriam...



"La memoria es una gran traidora."
Anais Nin



He leído algunos libros de Ernesto Sábato. No muchos. Debo admitir que ninguno de ellos logró nunca "tomarme por asalto” el alma. Tal vez porque cuando lo comencé a leer ya había estado completamente enamorada de demasiadas lecturas de Julio Cortazar. Poco puede hacer una para desmaravillarse de una intensa “Rayuela”, o de “Final del juego”, o de una “Casa tomada” y entregarse así como así a otras lecturas que encuentra desde el inicio mismo del relato menos encandilantes.

Lo último que leí de Sábato fue “Antes del fin” hace ya unos pares de años atrás. Tampoco me cautivó en aquella ocasión. Ya resignada pensé entonces que en literatura, como en ciertas pasiones o determinadas “elecciones” amorosas, nadie nos puede obligar a que un libro o un autor nos guste, nos plazca, nos atrape. Para los lectores ese hechizo acontece, o no.



Me desperté con la noticia de que el escritor Ernesto Sábato, un hombre que casi llegó a cumplir los 100 años, falleció.
30 de abril de 2011.

He leído en los medios muchas notas referidas a su muerte, muchas frases dichas por el prolífico hombre de letras de Santos Lugares, y he leído mensajes en las redes recordándolo con tristeza y nostalgia.


A riesgo de que muchos se enojen quisiera decir que mi recuerdo de Sábato contiene algunas memorias que hoy muchos parecen no querer mencionar.
Será por esa inercia beatífica con que la mayoría de la gente envuelve a los muertos?
Será porque a nadie le gusta que mencionen los yerros, contradicciones o tremendos equívocos de juicio cometidos desde la pluma o las cuerdas vocales de sus escritores predilectos?

Cierto es que la memoria tiene el filoso don de crear algunas... incomodidades.
O al menos eso es lo que sucede cuando rememoramos de un modo más o menos completo la obra y la vida de los hombres públicos. Sin recortes. Sin omisiones. Los hechos, y los deshechos.


Partamos de un rol invaluable debido al cual manifiesto mi inmenso agradecimiento a Ernesto Sábato: su activa participación en la elaboración meticulosa y doliente de ese testimonio escalofriante sobre la tortura y desaparición forzada de personas durante la dictadura militar argentina compilada en el “Nunca más”. Su rol, no sólo como presidente de la “Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas” (CONADEP) sino como prologador de ese texto escalofriante que recogió con tremendo valor el horror vivido por los detenidos y desaparecidos durante la dictadura fue y será algo que distintas generaciones de argentinos deberán por siempre agradecer a Sábato. Obviamente, también hay que hacer extensiva la gratitud a hombres de una integridad moral y cívica ya casi en triste desuso como el cardiocirujano René Favaloro, o el lúcidísimo Gregorio Klimovsky quienes también formaron parte de los miembros de la Comisión.


Hoy ha muerto Sábato.
El mismo hombre de gruesos lentes que entregara, el 20 de septiembre de 1984 en un emotivísimo acto y con sus propias manos, el Informe de la CONADEP al presidente de la restituída democracia argentina, Raúl Alfonsín.


Para muchos este día de su muerte marcará el inicio de la ausencia de un hacedor de los derechos humanos.
Para muchos también, la ida de un querido escritor.
Para otros, la partida de un amigo, de un pensador, de un observador nacional.


Pero aún en este día luctuoso me es preciso también recordar (verbo que muy MUY mal conjugamos los argentinos) aquel -lamentablemente famoso- almuerzo entre el propio Sábato y el dictador Videla en 1976. Más precisamente el almuerzo del 19 de mayo de 1976. Exactamente dos meses después de haberse instaurado el sanguinario gobierno de facto de la dictadura. Exactamente dos semanas después del secuestro del escritor Haroldo Conti quien hasta hoy forma parte de la extensa lista de desaparecidos.

En aquel almuerzo del '76 participaron el asesino Jorge Rafael Videla, el escritor Jorge Luis Borges, el sacerdote jesuita Leonardo Castellani, y Horacio Ratti (quien era por entonces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores) además de Ernesto Sábato quien ya era un hombre maduro de más de sesenta años.
Dijo Sábato sobre aquel encuentro de mediodía:

" Es imposible sintetizar una conversación de dos horas en pocas palabras, pero puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, culturales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación. Hubo un altísimo grado de comprensión y de respeto mutuo, y en ningún momento la conversación descendió a la polémica literaria e ideológica y tampoco caímos en el pecado de caer en banalidades; cada uno de nosotros vertió sin vacilaciones su concepción personal de los temas abordados. Fue una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura. El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresiono la amplitud de criterio y la cultura del presidente."



Hay quien sostiene que ese no fue el único ni último encuentro entre Sábato y los militares. Que ha habido más de tales almuerzos, cenas, reuniones. Lo que consta es que ese encuentro del 19 de mayo efectivamente se realizó y que sus declaraciones al respecto fueron publicadas en los medios. En 1978, Sábato mismo explicaría su (curiosa) posición con respecto a la dictadura argentina en un articulo de la revista alemana "Geo":

"La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos (...) Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un estado de derecho. Porque entre tanto, los crímenes de la extrema izquierda eran respondidos con salvajes atentados de represalia de la extrema derecha. Los extremistas de izquierda habían llevado acabo los mas infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes (...) Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país: las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control".


Lamentablemente, lo que muchos han tratado de ver como un “desliz” ideológico de Sábato tenía ya un antecedente similar. En 1966, cuando el repulsivo Gral Onganía derrocó al gobierno del presidente Illia, también fueron estos los desafortunados dichos del escritor hoy fallecido:

“Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente (…) Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación”.


Un mes después de la llegada de Onganía al poder nada había de esa "fuerza sin alarde" menos aún de la "firmeza sin prepotencia" de la que hablara Sábato. Y sino habría que preguntarle cómo "vivieron" estas declaraciones del escritor los heridos y detenidos durante la sangrienta "Noche de los Bastones Largos". Onganía y sus animales uniformados poco tuvieron de serenidad mientras propinaban brutales golpizas y disponían arbitrarias detenciones de cientos de estudiantes, docentes y graduados de las universidades que reclamaban por la Reforma Universitaria. Fue este otro... error de interpretación sabatiano?

Pero hay que llevar el reloj aún un poquito más atrás, pues ese no fue el primer cheque en blanco que Sábato firmara a un golpista.

En 1955, respecto de la “Revolución libertadora” que derrocara a Juan Domingo Perón, decía el mismo Sábato en apoyo a los militares antiperonistas:

“En toda revolución hay vencidos.
En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo.”



Esta posición de apoyo a los golpistas de la brutal "Libertadora" le valió que el mismísimo Gral Aramburu le ofreciera ponerse al frente de la revista “Mundo Argentino”. Un peligroso premio a la obsecuencia? Muy posiblemente. Tiempo después Sábato calificaría al propio Aramburu como un “hombre honesto” (sic), aún pese a admitir y denunciar aquél las torturas cometidas por los militares en los sótanos del Congreso.


Incoherencias ideológicas?

Traspiés en la interpretación de la realidad nacional?

Errores juveniles? Luego, errores de madurez?

Inocente e increíble simpatía visceral por el orden militar?

Nublamiento sucesivo en el juicio racional de hechos políticos feroces?

Hipocresía de un pseudointelectual inmaduro y semiciego?



Cómo ubicar estos eventos dentro de la misma biografía del hombre de bien que presidió la CONADEP?

Nada puedo concluir.
No es mi intención llegar a una respuesta reflexiva cerrada y menos aún tajante sobre la vida y obra de Sábato. Pero me resulta imposible no mencionar estos hechos que me resultan tan contradictorios con sus otras posturas prodemocráticas, antimilitaristas, projusticia. Y si debo elegir un día para recordar con honestidad hechos-dichos-circunstancias es el día de hoy puesto que la mayoría parece querer poner en la sombra de los deshechos inmencionables estas contradicciones tremendas e inolvidables sucedidas en la vida del escritor.


De pronto pienso en los griegos. Siempre vuelvo en los laberintos de mi cabeza a los viejos griegos. Aquellos tomaban en cuenta, a la hora de juzgar a sus amados u odiados muertos, la coherencia con que esa persona había entramado lo vivido, lo dicho, lo hecho.
La armonía entre la vida vivida, el conjunto de decires que acompañaron ese existir, y la obra realizada era para ellos la vara de oro con la que había de medirse el valor justo de un hombre público.


Pero no estamos en la Grecia antigua.
Lejos, demasiado lejos, ha quedado esa vara de oro medidora de coherencias vitales.
Y del mismo modo, poco y nada sabemos de armonías, al igual que mucho dilapidamos en discursos mitologizadores al momento de elegir palabras que comprendan y eternicen discursivamente la muerte de un hombre.

Lo que es indiscutible es que resulta un acertado ejercicio para la autenticidad -casi, digamos, constituye un deber del buen pensar de hoy y siempre- tener buena memoria haciendo asimismo uso crítico de ella. Sobre todo cuando se trata de relaciones complejas entre escritores, literatura, política y roles cívicos.

Recordar de la manera más completa y sincera a quienes veneramos como escritores y/o a quienes reconocemos como hombres públicos que han gravitado en la historia de nuestro país es un acto sano. Sus hechos proclamables en pulido bronce, y sus deshechos indisculpables que con ganas tiraríamos al cesto de basura de la historia.
En efecto, recordar es un acto sano para reconstruir la historia biográfica de alguien siempre y cuando se respete la mayor completud de hechos y actos vividos en esa vida. Recordar es intentar un máximo de exhaustivización. Evitar omisiones es del mismo modo una tarea del recuerdo auténtico. Rememorar, sí, pero sin borrar las tensiones disonantes que también ha dejado ese mismo ser entre las huellas -impresentables a veces- de sus equivocadas interpretaciones.

Ser menos amplificadores de los -incluso indiscutibles- aciertos de un escritor permite recorrer sus decires y escrituras con menos “voluntad mitificadora” y más justicia realista a la hora de despedirlo ante la inexorable muerte.

Don Ernesto Sábato no debería ser la excepción a estas reglas de la "buena memoria"...


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lunes, 18 de abril de 2011

Paradojas de la lejanía



Paradojas de la lejanía




“No se recuerdan los días,
se recuerdan los momentos.”

Cesare Pavese



Lejos. Cerca.
Juegos arbitrarios, arbitrarios juegos de la relatividad.

Tan cerca se puede estar en lo lejano como lejanísimo sentirse en la cercanía. Por lo que la lejanía es, entonces, asunto inherente a la sensibilidad. Lo lejano ha de sentirse al igual que sentimos-experimentamos estar cerca. Sin embargo lo que experimentamos bajo estos dos modos y sus paradojas da cuenta ampliamente de que el par cercano/lejano no siempre concuerda ni con la lógica ni con las leyes físicas.


Lejano es una aparente categoría propia y/o devenida de la distancia. Y siendo que la distancia compromete al espacio y al tiempo, se esta lejos de un cierto “tiempo” o de un determinado “lugar”. Aunque por las maravillas conjugatorias esto también implica que se puede estar en “un punto lejano del tiempo”. Luego, lejanía es, a su vez, una expresión que anímicamente se asocia al apartamiento, al enfriamiento afectivo, y a una serie de sensaciones que van desde el estiramiento de un lazo a su completo desapego respecto de este último. Hume incluso afirmaba que la distancia hace que disminuya la fuerza de algo, y de modo contrario, el acercamiento a cualquier objeto (aunque ese acercamiento no se manifieste abiertamente a los sentidos) opera sobre la mente con “un influjo que imita al de una impresión inmediata”. Digamos que, allí donde la distancia quita fuerza, la cercanía la restituye...

Lo cercano, al menos si nos atenemos a su versión emocionalmente positiva, nos empuja la mente a aquello que nos hubo de envolver dentro de una cierta atmósfera familiar, cálida, propicia para nutrirnos (alimentaria y/o simbólicamente). Se requiere cercanía para amamantar a una cría, para reconocer primaria y primitivamente su olor, sus marcas corporales inconfundibles. Cerca de otros acontece la atracción, o el rechazo. Cerca, en el límite de pieles de lo que se mezcla en confusos flujos, abrazamos amatoriamente el cuerpo de otro. Lo cercano permite enviar y recibir señales precisas acerca de lo que intuimos como potencialmente bueno para nosotros mismos (en cuyo caso afirmaremos el deseo de seguir aproximándonos) o de lo contrario, en ciertas cercanías detectamos lo que potencialmente puede ser peligroso para nuestra integridad (en este otro caso deberíamos activar rápidamente nuestros mecanismos de desaproximación, si es que estamos instintualmente más o menos sanos). Pero ya sabemos que nuestro alto grado de civilidad guarda una relación perversa directamente proporcional con los instintos que dejamos en el camino: somos civilizados a costo de limar buena parte de nuestras señales instintuales. Una vez más la domesticación de la animalidad humana ocurre a expensas de silenciar o desmentir las valiosas señales que evolutivamente el cuerpo posee-y-envía como parte del cableado ancestral de nuestro entero sistema nervioso preparado para asegurar la supervivencia. Olvidamos instintos -o al menos le bajamos el volumen a muchos de ellos a punto tal de casi ni siquiera oírlos- a fin de volvernos educados, adaptados, civilizados, pacientes, en suma, estúpidamente dormidos.

De este modo, ese animal enfermo, enfermizo e incorregiblemente enfermable llamado “humano” insiste en quedarse cerca de aquello que lo daña, de aquello que lo debilita, de aquello que incluso hasta lo mata. Lentamente perder nuestras señales de alerta nos termina activando a niveles tóxicos nuestras pulsiones de muerte. Increíblemente en el reverso de esta misma moneda, nos desaproximamos anestesiadamente de aquello que nos contagia una irradiante potencia, nos alejamos temerosamente de lo que activa desmesuradamente el deseo, nos distanciamos de esas fuertes cercanías que abrirían una -peligrosa?- ventana a inciertos placeres intensos.
Preferimos al educado bicho ascético antes que al gozoso animal hedonista.
Indudablemente la moral aún goza de buena prensa, incluso en los laberintos interioristas de nuestras aparentemente liberales mentes del siglo XXI. Morimos de una muerte muy previa a nuestra finitud corporal: morimos por haber asesinado muy previamente las modalidades más vitalistas del propio deseo.


A esta altura resulta una obviedad que algo falla en el curso de la mayoría de las existencias. Y no se trata sólo de paradojas de la relatividad espacio-temporal.


El consuelo -retorcido consuelo si los hay- es justamente acudir a la paradoja de la lejanía.
Sucede así que, lejos, añoramos lo que “amorosamente” experimentamos como cercano-necesario-bueno alguna vez, procurando retener en ese/esos recuerdo/s revivido/s emocionalmente repetidamente la esquivada potencia de un lazo que quizá cobardemente hemos dejado en una distancia física autoimpuesta. En otros casos, demasiado cerca de aquello de lo cual alguien no puede distanciarse, la defensa de unos instintos debilitados imponen estertoreamente una “lejanía desapegada” a fin de -otra vez, de modo nítidamente retorcido- lograr ejecutar un modo perversamente realizable de distanciamiento, un distanciamiento que ese sujeto no logra poner en acto desde lo real.


Pero veamos por qué podemos pensar que las paradojas de la lejanía nos cuidan.
Ellas, las paradojas que se vivencian cuando se transitan ciertas lejanías, delatan la infinita necesidad de sentirnos protegidos por “buenas cercanías”. Cercanías que quizá no nos acompañen en una dimensión material ni física (como aclaraba acertadamente Hume), pero que no por ello dejan de seguir siendo nutricias, apaciguantes, placenteras pese a su irremediable distancia en lo que hace a poder experimentarlas realmente-materialmente desde nuestros sentidos.

Y tambien las paradojas de la lejanía nos exponen a nuestras faltas, nuestras fisuras, nuestros agujeros inquietantes.
Ellas desnudan las dolorosas perforaciones por los que nuestra aparente nave cotidiana -amarrada en sus rutinas previsibles, sus adaptativos acomodamientos, sus tranquilizadoras creencias ilusorias- hace agua. Se podrá argumentar sobre este punto que ninguna nave que sale a mar abierto vuelve sin alguna avería que atender. Pero me estoy refiriendo específicamente a la distancia desapegante que tornean a ciertos lazos cercanos cuando en éstos hay tanto tejido roto ya, que poco y nada queda por reparar. Permanecer en esa rotura -porque ya de lazo casi nada queda- revela ninguna otra cosa más que la infeliz cobardía de un apartamiento que el sujeto no se atreve a iniciar, ni mucho menos a sostener. En tales esclavizantes situaciones existenciales, el deseo se desvanece, perdurando sólo la voluntad de desaproximación pero sin haber un alejamiento real ni mucho menos un rompimiento del lazo ya debilitado y/o prácticamente inexistente. La pasión deviene “pasión triste” en palabras de Spinoza. Y la vida -que no es otra cosa que un conciente esfuerzo gozoso de honrar nuestras profundamente bellas pasiones- deviene del mismo modo puro acontecer de lo triste.



Las paradojas de la lejanía muestran cuan terriblemente difícil es practicar el sencillo lema de “estar aquí y ahora”. La cabeza humana es infinitamente traidora: estando “aquí” se desliza como una serpiente venenosa hacia un “allá” inexistente, perdido ya, o irrealizable por contrafáctico. Y a veces no se trata de una falta de voluntad por permanecer en ese real y sincero “aquí” sino de un apenas súbito signo indiscreto que irrumpe en medio de la sucesión de “ahoras” empujando las cuerdas del pecho hacia otro espacio-tiempo que se ha escapado entre los dedos como un médano de serena arena inasible. Los pies pierden ancla en lo real y... recordamos añorantemente.


Otras veces, en las negociaciones entre las lejanías por las que optamos y las cercanías que hemos elegido nos inundan otro tipo de recuerdos: los recuerdos de lo que no fue. Recuerdos “if...”. Memorias paradojales para distanciamientos paradojales.
Se puede “recordar” lo que no sucedió?
Definitivamente sí. E incluso hay quienes, como Kierkegaard han visto en este acto de invencionar memorias un modo de alcanzar estados imaginarios de auténtica perfección.
Los recuerdos, su sustancia, está conformada por hechos -certezas comprobables- acopladas a una enorme cantidad de datos imaginativos adicionados por nuestra fantasía, nuestros anhelos, incluso nuestros temores. La sustancia de los recuerdos está tramada más con las hebras frágiles de la imaginería personal que con el acero de lo real. La textura de lo recordado y de lo recordable está dibujada sobre el papel de arroz de nuestras indelebles emociones y afecciones. Justamente por eso podemos “recordar” lo que nunca sucedió... pero deseamos de algún modo que hubiera sucedido.
Por qué persistimos en aproximarnos, en hacer cercanía con esos recuerdos insucedidos? Porque pese a no haber sido nunca acabadamente materializables en lo real han tenido un indiscutible valor para nosotros: lo deseado no fácticamente realizado nos hubo de contagiar, en su momento, una intensa dosis de “pasión alegre”, nos hizo experimentar dosis variables de entusiasmo, de fuerza, de potencia. Eso que evocamos en nuestra memoria “no fáctica” sí tuvo seguros efectos en la facticidad de nuestras emociones compositivas. Esa es la marca propia de los recuerdos paradojales. Recuerdos que no nublan el cristal de los sueños, como decía el hispano poeta José Hierro. Son esos benévolos estados de potencia los que la rememoración de los recuerdos paradojales buscan reeditar placenteramente.



Lejos. Cerca.

Lejana cercanía. Cercana lejanía.
La sensible emoción desabotonando la blusa de las memorias imperdibles.



Y después de todo, o ante todo, mi propia memoria etimológica desenterrando sin aviso previo el latino verbo “recordar”, perfecta intersección del prefijo “re” (volver a... ) y “cor”-”cordis” (corazón). Recordar. Casi, un antiguo despertar.
Volver a pasar la música de la memoria por las cuerdas del corazón.
 Lejos. Cerca.
Otra vez las vueltas en espiral del corazón.
Paradojas sintientes de la distancia.




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