lunes, 30 de junio de 2008

El escriba (historia de un heteronimo)





El escriba (historia de un heterónimo)
 
 
What I do
and what I dream include thee, as the wine
must taste of its own grapes.
(Lo que hago
y lo que sueño te incluye a ti, asi como el vino
debe saber a sus propias uvas)
 
Sonnet VI / Go from me …
Elizabeth Barret Browning
“Sonnets from the Portuguese”
England (1806-1861)

Amor es nada.
Eso pensé hace unos largos años ya. Largos años, supongo, porque luego de cierto momento que no puedo calendarizar en este instante, el atrás temporal además de recurso imaginario para ubicar el decurso del tiempo, empieza a sentirse con la sensación de una larga sucesión hacia atrás.
La cosa fue así, hace un tiempo, nomás, no más. Amor es nada. Y me escribí unos pocos rengloncitos sobre el core del asunto en un cuaderno rayado (sí, rayado, no podía ser de otro modo), uno que cargo con mis inclasificables records, un cuaderno lleno de freaky thoughts, dibujos en birome, hojitas secas de curiosas formas, y algunas otras cosas más o menos impresentables. Pero yo, digo, yo gabi R. no pude más que escribir apenas unas huevadas sintétizando lo que repentinamente entendí bajo esta expresión que redondeé como “Amor es nada”.

Afirmar que “Amor es nada” no deja de ser un pensamiento sobre el amor, pues lejos de desmentir al amor, hurga es su carácter de irremediable vacuidad, del mismo modo que el vacío de la semilla no desmiente que ésta es, posee existencia, existe, produce efectos, se transforma y da frutos, o sea que hasta es capaz de “dar a luz” existencia gracias a su vacuidad (sí, nosotras también alojamos vida es esa otra específica vacuidad ultrafecunda y compleja llamada útero, y ya nos sorprendíamos bastante con Juancito Heredia cuando en medio del seminario sobre el vacío, Juan me alerta mirando un esquema de física sobre el vacío cuántico que el dibujo tenía curiosa forma de uterus…).
Esta es una primera avanzada en la escritura del amor como nada. Y aún así, como sea, deletrear este post sobre “Amor es nada”, es ante todo, una escritura sobre el amor.
Escribir on love, es toda una imagen. Y no sé si yo calzo en esa imagen. Prefiero pensar que escribe un heterónimo mío. No mi yo más habitualizado, sino otro yo menos frecuentado. Un escriba que es parte de mí, un testimoniante más dentro de mis variadas mismidades que es a la vez una variación de mi otras mismidades. Elijo esta, una varilla de bambú de mi identidad que descansa bajo mi nombre y que hoy saco a desperezar a la luz de esta tardecita húmeda, tranquila, invitante. El escriba. El que sí puede meterse con el asunto del amor es nada.

El escriba.
Digo que hay una imagen a la que puedo acudir para pensar el amor como nada. Una imagen, como podría decir una ficción, o una mentira, o engañifa de los sentidos, o patraña racionalizante, o una salvación identitaria, o un ser que oficie de purgante para mis toxinas freakiest, o una pincelada de libre fresco llamada “heterónimo” que no sabe en qué marco ha de terminar cuadradizando su perfil.
¿Qué veo si cierro los ojos tratando de fijar esa imagen que cuaje con el infinitivo “escribir” sobre el amor y su relación intríseca con la nadeidad?
Veo a alguien envuelto en un manto apolillado, como una pashmina agujereada que gira sobre el cuerpo caminante de un viejo escriba de sandalias andariegas. El escriba que se lanza a esta urdimbre del amor es nada es alguien que se entrega serio y alegremente apasionado a la tarea de dejar atrás pisadas borrables en un desierto que le ha pertenecido por largo tiempo. Y ese “dejar atrás” se le presenta como su gran desafío y su gran interrogante. Ese es el enigma con que lidia. Sabe el escriba que hay un cierto dejo de angustia en ese ligamen entre amor y nada, pero aprendió en ese mismo -su propio- desierto a flotar heideggerianamente sobre la angustia. Después de todo, quien escribe sobre el amor siempre tiene algo de bedouin in desert, de solitario último e irreligioso, escalando zigzagueante las propias dunas que sin embargo se han formado de otras ruinas que no le eran propias.
Lo propio, lo que sí a este escriba le pertenece es su desierto. Esa poseída porción de desierto de él, que sólo a él concierne, dentro del la estepa general en la que nos movemos todos. Pero hace tiempo que el escriba entendió que no debía -no tenía ya- que responder por las rocas ruinosas de las que ésta, su porción de desierto, ha provenido. Por eso, porque se ha librado de la historia de su desierto, se lo ha hecho suyo y ahora puede sí jugar con la arena inocentemente como lo haría un niño, porque la seriedad del entrecejo cerrado… ésa estúpida seriedad que es la comedia de los formales, es una actitud que pertenece a los tiempos-restos de roca que le precedieron. El escriba es un despierto. No es dicho esto como una esencia, sino que más bien es porque se ha despertado y ha construído en ese abrir doloroso de los ojos, "su" es. Es quien supo esperarse, y por eso mismo, puede recibirse en cada uno de sus deambulados presentes. No duerme demasiado, un poco más que lo suficiente a veces, tampoco no es un insomne pero alarga la noche. La noche es la cueva iluminada en la que escribir se parece a encarnar en el alma de un buho. El escriba duerme siestas si el cuerpo se lo solicita, descansa donde sea si así lo siente, pero bien se sabe sacudir el aletargamiento como pocos. Pero que esté despierto excede a la fenomenología de las horas de sueño, las naps o los ritmos circadianos. Está despierto, y esto es un asunto ontológico. Habita el despertar. Y esto es así porque ha resuelto pasar lo que resta de tiempo (el que medie entre su despabilizarse existencial y su último sueño como ser sujeto a la inexorable finitud física), andando, moviéndose, desedentarizándose en un grado de los más altos posibles. Afortunadamente este escriba del amor ya ha entendido que, con respecto a la roca dura del pasado que lo antecedió, no tiene responsabilidad alguna. Por eso se entrega a fluir al puro decurso de su presente. Sigue al viento, al favorable, porque de pelear contra el adverso ya se ha nutrido lo suficiente. Y estando en contacto con su ya no sufrida desolación, aprendió a seleccionar con cuidado los tonos de arena con los que armar sus cuidados mandalas… y a deshacerlos rápidamente también para nunca olvidar que todo, todo, Todo, en su belleza u horror, es transitorio y efímero. El escriba casi no lee ya -exceptuando la correción de sus propios escritos-, no necesita frases ni maestros ni repetir sapiencias teóricas. Se ha vaciado de la mayor parte de las otredades que antaño formaban parte de su pesadez intelectual. Ha hecho carne en su sí mismo que lo único perenne es la impermanencia, y todo lo que no sea su propio pensar ha sido exiliado de su ser. No cree en nada. Es un pirrónico, casi. No cree en magos, ni en sabios, ni en doctos, ni en libros, ni en recitadores, ni en cientistas, ni en sacerdotes, ni en brujos, ni en profetas, ni en iluminados. Solo anda. Solo cree en él, y no siempre, porque la philautía es un parásito que se porta de por vida y a veces, agarra hasta a los más alertas con la guardia baja.

El que intenta producir escritura reflexionante sobre el amor es un andador que conoce de las amplitudes térmicas intensas que regulan los ritmos en la sabana. Amplitudes extremas. Son ésas que incluso pueden verse -si se pone algo de atención- pues han dejado grietas semivisibles en su caparazón. El escriba tiene la piel curtida, lleva la marca de los cambios e intemperies por las que transitó. Es, digamoslo así, un condenado errante, intermitentemente errado como otros mortales, sabiendo que anda errando entre quemazones envolventes y rágafas de solitario frío. Un nómade radical.
Un escriba del amor que afirma que el amor es nada, es un ser que no teme demasiado a la cercanía del vacío. Puede gobernar cierta dimensión del “estarse solo” sin que esa misma dimensión lo gobierne, lo atenace, lo debilite. Es un hombre fuerte, que se ha hecho más fuerte aún porque puede desviarse sin extraviarse, fluir sin resbalar, ondular sin reptar, impulsarse sin huir. Es alguien que desertó de esa tundra personal a la que llamamos Soledad, pero ahora vuelve, otra vez allí, ahora escribiente, ahora envuelto con simples mantos su austero cuerpo. Pero es un cuerpo que no por austero es ascético, pues cada tanto para en algún espejismo vulgar y hasta ordinario a beber y comer y sexuarse hasta codearse ahí nomás con el desborde. Luego, sabe reservarse y volver a la soledad, sí, pero a esa soledad ascendente, no a la soledad aislacionista del agua estancada, pútrida, infecta en su estanque limitado. Vuelve a andar solo, como el agua que circula simplemente cuando el calor derrite su condición de "cosa sólida". El escriba es bravío pero no intratable, es como un andante caballero que carga con las armas que mejor sabe afilar en su zurrón. ¿De sus bienes? No hay mucho que decir, apenas anda con los livianos cacharros esenciales para la vida que ha elegido: una jarra para beber, un plato de madera, un arco y su flecha, un par de libros ajados, una movediza pluma fina que agita sus sonidos dentro de un tintero chino en el que suenan a su vez pequeños ecos encerrados de tinta que se oye, nítidamente, roja, roja, roja. El escriba del amor -who knows that love is life, and life is breadth and pain, but pain teaches, then love is learning vastly without any sense- no es más que un inocente pretencioso que no cede al intento de caligrafiar sobre una hoja de arroz flotando en arenas movedizas.
Por eso sí lleva en su equipaje hojas de arroz, muchas, abundantes hojas de papel de arroz.

Así las cosas, tratando de mover poco el pulso que ya se mueve a sí mismo en cada latido, y con sus amadísismas hojas de arroz disponibles cuan amantes de piernas abiertas, tan finas ellas, tan translúcidas ellas (es que, como las damas nobles, las hojas de arroz sabiamente hacen que la lucidez pase y no a través de su textura, sugieren pero nunca exponen groseramente), el escriba se dispone a escribir sobre el amor. Yo estoy ahi, un poco en él sin serlo, diría que sigo ahí aunque me aparto un poco de modo que mi sombra y la de él se toquen, se rocen, tomen contacto pero no se superpongan. Todo esto mientras él desenrosca el pliegue con que titula sus protopensares:

El amor, el amor nada es”.


____________________________________________________________________

No hay comentarios: