Amotinada
(… gracias
por regalarme la expresión a tiempo
y pintarme a través de ella
y tanto más…)
Empiezo a creer firmemente en que tengo una inclinación, una desmesurada atracción por el autoconfinamiento placentero. Mi madre cuenta que cuando era chica y me llevaba a algún cumpleaños, lo primero que yo hacía me buscaba una sillita y me quedaba sentadita, ahí, mirando. Yo lo recuerdo también así -en uno de esos escasos spots de mi niñez en los que lo que yo sentía y el relato de mi madre increíblemente coinciden- y también recuerdo la calma que sentía así, en ese estado de niña no-participante. Miraba la fiestita de cumpleaños a la que me habían llevado con tan pocas ganas mías, y realmente todo me parecía un poco demasiado tonto, un poco demasiado barrocamente sobrecargado de artificio: por empezar, mi presencia allí ya era obra y gracia de una cierta artificialidad (yo no quería ir a “esas” fiestas pues no me parecían tales. Sí me gustaban un poco más las de mis amiguitas más cercanas, pero a las fiestas de cumplido, a esas degradantes fiestas de gente de la periferia, o “por razones sociales”… no. Había que arrastrarme para que fuera, y luego era lógico que el resultado fuera mi sereno aislamiento, protectivo, resguardante. Los típicos juegos de los chicos me resultaban estúpidos; los sonidos de discos en el Winco que sobrevolaban como un artificio más en el clima de esas fiestas me resultaban lamentables; los vestiditos que había que ponerse para la ocasión eran una pequeña incomodidad menor si lo comparaba con lo que me ofrecía a la mirada el detalle de las caras de las viejas que merodeaban por la casa de la/el agasajado con cara de vigilancia censora, sus olores a naftalina, sus peinados altos con pegajoso spray; y ni hablar de eso de “desear que sea feliz en su cumpleaños” un semidesconocido niñito primo de un primo de un primo, o de alguna de ninguneables o inaguantables mocosas engreídas que colaboraron sin saberlo ellas a despertarme el temprano desprecio por la imbecilidad femenina tradicional. Mi estado de niña aislada distaba mucho de niña pasiva. Me sentía más que activa en lo que gatillaba con la mirada, en lo que focalizaba calladamente, en los pasadizos humanos que me revelaban esas muecas sociales. Me sentía como hundida en una pequeña e íntima felicidad intransmisible, invadida por deducciones que provenían de estar en contacto flotante con lo que allí sucedía y sin embargo sentirme tan íntimamamente involucrada conmigo misma. Sentía que mis ojos microscopeaban esa escenografía, casi siempre no en busca de nada en particular, ni con ánimo explícito de desmenuzar las vidinhas de los allí presentes, sólo miraba, atentamente. Contemplativamente. Y supongo que en ese estado de buceo social infantil y exploración pensativa, me resultó relativamente "natural" ver más nítidamente los hilos de las marionetas que la obra misma, la que por otra parte siempre se repetía un poco más, un poco menos en cada fiesta, con otros actores, otros directores, otras guionaciones fractales. El punto era -en mi cabeza de niña- “Esto, NO es una fiesta”. Era el “como sí” de la fiesta lo que alentaba en buena medida mi apartamiento. La cáscara a la que le faltaba el fruto real. El recipiente de plástico que no habría merecido nunca cobijar el néctar de Dioniso.
Ya más crecidita recuerdo bien lo que sí era una “Fiesta”, lo que sí me sugería intensificación de los sentidos. Cuerpos ignorando anudamientos.
Celebración del instante.
Mínimo de marco, máximo de obra. Empequeñecimiento transitorio del poder contracturador del ordenamiento apolíneo. Música de adentro que encuentra música afuera y por lo tanto denuncia que no hay afueras y adentros cuando el juego es armonizar el movimiento libre y los pentagramas audibles.
Signos que se fugan para abrir espacio a nuevas circulaciones no previstas.
Cruce con la irracionalidad.
Intersección con el olvido embriagante.
Intoxicación permisiva.
Locura semicontrolada.
Variados derrumbes del Yo, dichosos, gozosos yoes implosionados.
Pieles cuyos sudores escribían la fecunda brevedad de la dicha.
Era todo eso y más "la fiesta".
Y que podemos vivir de fiesta también lo entendí más crecidita. Fue un saber sin dolor, un saber casi enteramente racional. No estaría mal andar de fiesta de continuo, pero el cuerpo no lo resistiría, para comenzar. Y luego, están los llamamientos a la cordura, la organización diaria, las obligaciones, los aburrimientos conductuales a cumplimentar para otorgar soportes vinculares a la supervivencia social. Una mierda. Sí. Pera así es la cosa. Pero no es menos mierda ese cántico mentiroso de que la vida debería ser una fiesta constante, puesto que esa máxima -además de oler a ordinary false picture- es credo usual de romaticos idealistas o de optimistoides de poca monta. Por me agrada que, al menos tal como yo la concebía, la fiesta fuera la excepción. La fiesta en serio es excepción porque es encuentro que consume en su devenir y no podemos andar así como así entregados y gozosamente consumidos por la voracidad de lo sensible. Por eso mismo, por lo intenso, es que la fiesta no es un estado sino un tránsito que hay que saber no comenzar sino demorar, y luego, abandonar a tiempo.
Luego están las fiestas de utilería, esas que todos conocemos. Son las que se parecen a las fiestitas de mi infancia pero llevadas a escala adulta, y de esas está saturada la comedia humana. Y con largas filas de giles clamando por entrar, incluso pagando altos precios.
En este contexto, autoamotinarse es una opción para el "enmedio", entre la espera de la fiesta de los sentidos y la anodinicidad diaria.
Y me amotino.
Amotinada experimento una reserva en la que reciclo energías para no sé bien qué a veces, otras creo saberlo, otras tengo certeza imbecilizante de un norte que veo seguro y días despues (horas despues, rato despues) se me disuelve como norte, como certeza, como seguridad… azucar níveo disuelto y extraviando en la borra de un café negro. Sólo me queda la sensación de la imbecilidad post-certeza perdida.
Me amotino, autosublevada contra la medianía con la que debo librar batallas que no me inspiran.
Me amotino, contra leyes inauditas, ajenas a mí casi por completo. Leyes que parecen más un paredón de fusilamiento de la grandeza que un refugio protectivo para quienes decidan bracear tras alguna aspiración superior.
Amotinada contra la regla de dar lo mínimo y mezquinamente avariciar lo máximo. Me amotino contra los usureros de ideas (que encima las prestan siendo ya ideas malgastadas), contra los prestamistas de sueños que no hacen más que incumplir plazos y subir intereses, contra los políticos tan lacrososdeslealesinmundosmanipuladorespequeñosfalsetesaparentadores.
Me sublevo contra la resistencia que los espíritus esclavos ponen contra todo lo que sea generosidad: de los sentidos, del pensar, de lo voluptuoso, de lo amatorio, de lo amable, de lo bello, de lo alto, de lo abierto, de lo poderoso.
Amotinada, resisto a los medioambientalistas, esos nuevos profetas de la nueva religión ecológica. A veces hasta me pregunto qué sucederá cuando las nuevas generaciones hagan su revuelta contra los nuevos credos… vendrán acaso generaciones vestidas con aspecto guerrillero y declarando el estado de crisis de lo politicamente correcto, prendiendo el aire acondicionado para emitir a la atmósfera toxicidades que haran ganar a los nuevos Al Gore nuevos noveles, dejarán abierta la canilla de la cocina olvidándome -sin culpa ni deuda anímica alguna ni sensación de pecado- de la falta de agua potable para el próximo siglo, usarán tal vez bolsas de plástico no reciclable y tirarán las baterías a la basura despreocupadamente, todo esto mientras comen cereales transgénicos con una sonrisa en la cara y consumen una dieta diaria descuidada en saturaciones y decididamente procolesterol? Amotinarse contra la correción cívica y las neocreencias que ya están circulando en el mercado de imbecilización acrítica humana (mercado siempre en estado de renovación, por otra parte) resultará un problema complejo en poco tiempo más. Ser un crítico de las ideas aceptadas será mucho más que volverse un troublemaker, será casi atentar contra sí mismo.
Mientras, sólo me sublevo al modo más simple y por mí más conocido.
Paredes de palabras calladas.
Silencios casi poéticos, pues no temen a la nada. En ella siempre vibra lo aún increado.
Nada ni nadie.
Sólo horas que esperan, ciegamente plenas, brazos de Eros.
(Y Hugo Mujica, “Al principio”):
En la casa de la memoria no hay ventanas,
hay espejos.
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