“Je suis en guerre contre moi-même”
(Estoy en guerra contra mí mismo.)
Jacques Derrida
“Je suis en guerre contre moi-même” es el título de una entrevista a Jacques Derrida publicada en Le Monde el 19 de agosto de 2004, apenas unos meses antes de su muerte. Hay allí algo de preludio acerca de la finitud de un auténtico pensador, pero también se pueden advertir entre las palabras que pueblan ese mismo intercambio de preguntas y respuestas casi pretestamentarias, una huella activa hacia lo porvenir, el vislumbre de una cierta herencia simbólica que sólo son capaces de dejar quienes han vivido sus vidas en sincera clave filosófica. Derrida es, sin dudas, uno de esos seres capaces de “hacer estela”, capaces de hacernos sentir en la memoria de sus escritos la maravillosa inconclusión que signa la tarea de pensar.
¿Qué me ha impactado de esta breve entrevista que acabo de terminar de leer? Quizá de la entrevista en sí he acusado recibo más de sus penumbras que de sus zonas luminosamente despejadas. Quizá me han impresionado los modos en que se relata a sí mismo un ser que se halla en estado de certeza ante la proximidad de su muerte, un “ser filósofo” que se sabe inexorablemente próximo a la partida. Quizá me ha cautivado la fuerza que queda entre las palabras dichas, una fuerza-palabra que se quedará como legado cuando la caducidad de ese cuerpo llegue a su punto final. Mientras leía la entrevista sentí que allí estaba gestándose una forma de despedida de la existencia desde el vivir y pensar de un filósofo radical. Y a la vez también experimenté una extraña necesidad de apropiarme de esas valiosas últimas palabras dialogadas derrideanamente y despedirme extratemporalmente de ese pensador que tantas veces hasta hoy me acompaña, me enseña y me sigue dando infinitas pistas para seguir en el inflexible camino de vivir una vida desde la afirmación de sí, desde un vivir lo más intenso posible. Digamos entonces, que me debía a mí misma un “hasta siempre” para con este argelino-francés entre cuyos textos he encontrado remolinos, pasadizos, auroras, síes y noes que me han acompañando y probablemente me los lleve “hasta siempre” en mis propios modos de devanar las hebras de la vida y de la muerte.
Quizá me veo reflejada en el mismo espectro al que alude Derrida, por lo que muchas veces he sentido fuertemente eso de que uno es una especie de “espectro ineducable que nunca ha de aprender a vivir”, pues tamaña meta -eso que se suele sintetizar en la expresión aprender a vivir requiere de la completa obra que finalmente armamos con todos nuestros días vividos, hasta el último de ellos. Para aproximarnos siquiera a la idea de aprender por fin a vivir, se necesita disponer de todas y cada una de las piezas que troquelaron nuestros andares. Se trata, casi podría decirse, de una tarea en la que se han de conjugar todas nuestras huellas contradictorias, todas las imposibles memorias sensoriales que hayamos atravesado, todos los necesarios olvidos que requirió la supervivencia, todos los atajos tomados, todos los no-caminos, los que creemos haber hecho a un lado en la supuesta elección de nuestros trayectos fácticos y sin embargo nos persiguen con sus fanstasmáticas posibilidades imaginarias. Aunar todo ello sincericidamente, requiere de las cualidades de un buscador de signos, de las destrezas de un cazador, de los serenos pensares de un baquiano, requiere de valor y lucidez. La empresa del aprendizaje sobre y para la vida se termina cuando cada esa vida, esa singular, llega a su final, y por eso mismo, la “obra conclusa” sólo será recuperada-mirada-reapropiada por la mirada de aquellos de testimonien sobre la heredad del que ya ha partido de su finito cuerpo, no por él mismo gestor... curioso último arrebato de la existencia que nos sustrae la mirada sobre nuestra propia obra finalizada cuando nos hemos tomado nada menos que la totalidad de nuestra vida para terminar de esculpirla!
“Vivir, por definición, no se aprende.
Ni de uno mismo ni de la vida por la vida.
Sólo del otro y por la muerte”.
No hay manera de aprender a vivir… al menos si con eso entendemos que es impracticable transferir pedagógicamente en “qué consiste vivir”. No. No aprendemos a vivir a través de nosotros mismos (a la mierda con cualquier ideal de autoconciencia, por el traste a Kant, Descartes y símiles adoradores de los organizadores "centros" racionantes) ni tampoco aprendemos de la vida misma (pues cuántas veces no sólo tropezamos con la misma piedra, sino hasta pareciera que nos ocupamos semi-inteligentemente de poner la misma piedra delante de nuestro paso otra vez! Freud llamaba a este universalizado mecanismo “compulsión a la repetición”, mi abuela lo llamaba “humana estupidez” menos refinadamente, claro está).
Según Derrida, vivir, como experiencia de aprendizaje, será tal vez posible “sólo desde el otro y por la muerte”. La muerte como maestra, pero también la presencia del otro, la existencia del otro quien compondrá junto con la muerte la pareja de la que podemos aprender “algo” de la vida.
Esta yunta de la que tal vez podamos aprender y aprehender algo sobre “cómo vivir” es sin dudas una yunta dura, durísima, pues el otro, eso que no soy yo y sin embargo me embate con su cercanía existencial o emocional, ese otro desafía siempre las ilusorias conformidades en la que se mece mi propia soporífera y autocomplaciente mismidad. A partir de interactuar intensamente con el otro, más que aprender, lo que debería tomar como curiosa lección, es asumir más bien una activa actitud de des-aprendizaje. El otro es siempre quien me exige excentrarme de mi propios zapatos, salirme de mi horma, sacudir mis ideas previas, arremolinar mis verdades que no son tales, arriesgar mis bordes hasta ponerme por fuera de los límites de mis ficciones narcisas y … estrellarme probablemente contra la diferencia hecha existencia y concretada en su ser, un ser que emerge de la otredad y se opone a mi supuesta mismidad.
La diferencia en que consiste el otro, lejos del falso ideal humanista y políticamente correcto que reza que el otro es “posibilidad de encuentro”, es más bien “certeza de desencuentro” que tal vez pueda -por diversas circunstancias- rediseñarse en “potencia entre diferentes”, pero lo cierto es que nada indica en primera instancia que entre mí mismo y el otro pueda haber automáticamente composición, compañía, serena estancia de-a-dos. El amor es un terreno inacabablemente interesante para observar este tipo de dinámica de interacción, reacción, afección, distancia y desencuentro entre el sí mismo y el otro. El otro sólo está cerca de la pacífica ternura compositiva en cuando se halla congelado bajo la forma del Ideal de nuestros sueños, pero en la realidad despojada de nuestros más reales encuentros intensos con su otredad suele haber bastante más de enfrentamiento, tensión y pesadilla de lo que nuestro ensoñado Ideal nos anunciaba. Luego es fácil inferir la desazón, la frustración, el resentimiento, los cuales no son más que modos reactivos con los que, justamente, “reaccionamos” ante el defasaje entre la mentira del Ideal con el que habíamos llegado a la interacción con el otro, y lo que finalmente nos encontramos desde lo real desnudo de su diferencia. Por eso el otro es fuente de aprendizaje, porque nos des-ensueña, nos topa con un estado de guerra con nosotros mismos a través de una suma de batallas que aparentemente parecemos librar con él. El otro nos alecciona indirectamente -e incluso las más de las veces, a su entero pesar- acerca la de fidelidad hacia nosotros mismos anoticiándonos de que ser fiel puede querer decir adoptar la salubre figura de la infidelidad: ser otros para poder seguir siendo nosotros mismos. Sólo siendo otros en nosotros mismos podemos garantizar un suelo sano para la realacionalidad con el otro. Sólo bajo la forma de una subjetividad leal a sus propias diferencias puedo dar lugar interactuar en libertad con el otro sin anular mi propio horizonte existencial ni el de él mismo. Sólo en el juego entre dos subjetividades capaces de vivir sus propias multiplicidades (sus otredades, su heteronimia en lenguaje pessoaniano) hay terreno para sembrar interacciones que alejen la enfermedad.
El otro no tiene vocación docente, no tiene la intención manifiesta de enseñarnos algo a conciencia, el otro incluso hasta bien puede fracasar cuando pretende enseñarnos voluntariamente algo. Si el otro enseña lo hace porque nos presenta la diferencia, la suya, nos anuncia con su diferencia y disimilitud algo radical sobre la vida y sobre nosotros mismos. El otro nos entrena en el aprendizaje de nosotros mismos sin saberlo siquiera, nos pone de bruces contra una verdad terrible y a veces inasimilable: nosotros mismos no somos uno, no somos ninguna unidad, somos un manojo inenarrable de diferencias. Así pensado, no se trata del otro como un maestro que nos contará algo trascendente para nuestras vidas, sino que es a través del otro que podemos dar ese primer paso hacia comprender algo mucho más profundo aún que cualquier cosa que vulgarmente podría caer en la categoría de “contenidos de enseñanza”. El otro, al traerse hacia nosotros, al atraernos, al acercarse desde la pasión-amor-emoción-afección que sea, se trae consigo su otredad cuyo efecto impondrá radicales consecuencias para comprenderme a mí mismo: desde el otro y su diferencia (ocasionalmente hasta inadmisible, cruel y/o molesta) percibo perturbadoramente que yo soy otro. Y no lo estoy diciendo en el sentido lacaniano y enigmático-psicoanalítico del término, aunque también desde esa perspectiva hay plena coincidencia con lo que acá estoy tratando de pensar. Lo que estoy presentando aquí viene a relanzar el tema de la otredad en sentido plenamente filosófico.
Entender qué quiere decir acabadamente esto de que yo mismo soy otro es clave para, por un lado, abandonar nuestros ropajes esclavos y quitarnos de la fila de las subjetividades hechas en masa, en serie. Nos permite comprender que somos singulares sólo al precio de de-serializarnos, de romper la hilera de mediocridades hechas en serie, de abrir una línea nómade en pos de construir una subjetividad auténticamente heterónoma. Esto puede leerse en el sentido del largo trabajo de desasimiento de las cadenas a que aspira un espíritu libre, para decirlo con Nietzsche. Pero empujemos esto un poco más. A tal punto somos otros en medio de un nosotros mismos a-centrado, que la misma muerte nos transformará en algo que definitivamente borrará todo rastro de nuestra mismidad sobre este planeta. Sí, puede decirse que quedará nuestra obra, nuestras hélices de ADN en nuestros vástagos, nuestras fundaciones, nuestros decires boyando en la mente memorizante de algunos, todo esto como muestra de que alguna vez "pasamos" con nuestra identidad por este mundo. Pero de lo que hoy reconocemos en el espejo o en una fotografía de nosotros mismos como un continuum de nuestra identidad, de eso que digo "soy yo", de eso sólo quedará la materia transformada, la nada de mí retransformada en otro modo de energía. Eso que somos hoy se deshará definitivamente a partir del mismísimo instante de la muerte.
El otro y la muerte nos desnudan, nos dejan sin los soportes de nuestras mentiras más abrazadas. La muerte, como lo más desconocido, ajeno y otro que deberemos atravesar algún día, nos debería ya desde ahora hacer abrir los ojos para reconocer el valor supremo de la intensidad de nuestros sucesivos "ahoras" como contravalor de la supuesta virtud que suele atribuirse a la duración. El otro y la muerte nos recuerdan acerca de las creencias falsas que poseemos sobre nosotros mismos, pues no siendo eternos y no pudiendo ni siquiera prever cuándo habrá de acaecer la propia cesación, deberíamos estar mucho más afirmados al paradójico instante de cada presente que a la esperanza del futuro, o a los remordimientos y rencores del pasado. En esto los estoicos, hay que admitirlo incansablemente, aún hoy llevan la delantera de la comprensión filosófica más recomendable. El otro y la muerte nos dejan sin aire ante lo real de la diferencia, nos pulverizan nuestra estúpida idea de que debemos ser fieles a una unidad por el mero hecho de que ésta no es tal (llamémosle desprolijamente el sujeto, nuestro yo, nuestra supuesta personalidad, nuestros repertorios conocidos, nuestros discursos más balados). Somos nosotros mismos un haz de diferencias, muchas de las cuales moran no muy apaciblemente en nuestra inestable caoticidad.
Un poquito de diálogo imaginario e irreal entre Derrida y Pessoa podría ilustrar esto último…
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