Lecciones de coraje
(una mirada sobrevolando la derrota futbolística argentina)
"Aquí se mantuvieron hasta el final,
aquellos que todavía tenían espadas usándolas,
y los otros resistiendo con sus manos y sus dientes."
Heródoto de Halicarnaso
(Libro VII)
aquellos que todavía tenían espadas usándolas,
y los otros resistiendo con sus manos y sus dientes."
Heródoto de Halicarnaso
(Libro VII)
Miro fútbol desde que era pequeña. Mi abuelo, un sencillo carpintero de familia inmigrante yugoeslava fue fundador del “Club Atlético Independiente” (el rojo de Avellaneda). Cuando iba a la sede del club buscaba en la enorme placa de bronce el complicado apellido de mi abuelo y me daba un indecible orgullo infantil saber que su hermoso nombre estaba allí, plasmado en el recuerdo de la historia futbolera de la institución. Baltazar Andrés Gjivoje se llamaba. Por otro lado, mi padre fue siempre hincha de Boca Juniors, una tradición que siguieron mis hermanos. Con el tiempo también adopté el mismo club de mi padre (y de mi marido... interpretaciones abstenerse...) tal vez seguramente por aquello de que las pasiones “prenden” más fuerte por la vía edípica que por la vía de la abuelidad. Como sea, me gusta ver fútbol. Me gusta el fútbol. Obviamente tampoco tengo ningún prurito intelectualoide que me impida ir a la cancha y gritar como una loca. La intelectualidad y sus imposturas siempre me han chupado bien un huevo (permítaseme la vulgar expresión).
Coincido con aquellos que llaman al fútbol “pasión”. Lo es. Efectivamente, uno se emociona, se irracionaliza, se desborda de alegría o se amarga por una camiseta y sus colores. He tenido la fortuna de presenciar vueltas olímpicas "bosteras" en campeonatos locales, y he pasado por el privilegio de gritar, como una desquiciada demente que ha perdido el juicio entre multitudes, el nombre de mi país en plazas y avenida vestidas de celeste y blanco en las felices ocasiones en que la Argentina salió campeón del mundo. Yo, que detesto los amontonamientos he ido envuelta con mi bandera a gritar hasta la afonía la alegría de ganar un Mundial.
Pero no estoy hoy escribiendo para repetir lo que cada uno ya sabe o ha leído por ahí.
Hoy escribo desde la derrota de mi camiseta.
Argentina ha caído ante la implacable máquina de la selección alemana. Duramente hemos quedado fuera del Mundial de fútbol.
Con los años he intentado pensar acerca de los resortes emocionales que mueve este deporte de masas. Un poco porque eso es lo que hago todo el tiempo, pensar. Un poco porque ese pensar me ayuda a entender y sobrellevar cada instancia de la vida misma. Si hay quienes suponen que la filosofía nada tiene que aportar al fútbol se equivocan lejos. Siendo que simplemente tomemos el fútbol como una pasión, las pasiones y sus devenires han sido desde siempre asunto del pensar y la reflexión filosófica.
Hoy.
De momento siento tristeza.
Una gran tristeza, que sin embargo no me amarga. Y en este punto me detengo.
Se amarga sin consuelo quien siente que ha quedado en el campo de juego “algo” que pudo haber hecho y no hizo. El que se arrepiente de su acción y del accionar de su equipo es quien se amarga fatalmente. Quien ve en su equipo mezquindad, temor, falta de méritos, o disvalor, ese es quien vive una derrota con amargura insondable. Por el contrario, quien se deja asir por la tristeza y el desconsuelo realista de haber perdido un partido, pero lo hace sin ira ni reproches es quien ha percibido que su equipo ha actuado con dignidad, ha peleado sin bajar nunca los brazos. La lealtad a una camiseta es asunto de dignidad.
En este punto me gustaría plantear que considero que el mundial de fútbol tiene una conexión simbólica con la Guerra. Juego de territorios, conquistas, victorias y derrotas. Juego con batallas perdidas y ganadas. Juego de héroes, unidad de ataque y espíritu de combate.
En cada partido se libra un simbólica guerra en la que se enfrentan camisetas=naciones. Se trata, cada vez, de dos rivales. Uno se llevará el laurel de la victoria, el otro volverá a su tierra con las manos vacías. Uno será eliminado, el otro tratará de arrimarse aún más a una conquista final. Y como en la guerra, también hay reglas y códigos a seguir. Lógicamente no hay balas ni lanzas ni misil, sino una pelota. No hay bajas sino expulsiones, no hay fortalezas palaciegas a destruir sino arcos por golear, no hay armaduras sino botines y canilleras, no hay territorios conquistados sino goles anotados. No hay soldados tampoco. Están los jugadores. Tampoco un rey o un comandante, sino el capitán del equipo y el director técnico. No hay bajas, sino derrotas.
El fútbol es un juego de territorio, un deportivo arte de la rivalidad reglada, pero más que todo eso es un juego de habilidad y coraje. Se trata de cierto talento para jugar con la pelota, una determinada “inteligencia corporal”, el buen don de realizar pases certeros, la capacidad de respetar determinadas reglas, un arte de meter goles en campo del adversario y finalmente, hacerse de la posibilidad de avanzar en un torneo. Se me podrá decir que los jugadores profesionales juegan motivados por el dinero y la mera búsqueda voluntaria de fama. Sí, es ese el modo en que esta sociedad "premia" estas habilidades deportivas. Pero un soldado antiguo también peleaba por lo que, en aquella época, era considerado prestigio y fama. Y también era recompensado con bienes materiales (oro, botines, riqueza, tierras, esclavos y/o mujeres del enemigo que se tomaban como paga desde el territorio del rival derrotado). No seamos cínicos, ni necios, la lógica económica nunca ha estado apartada de las luces de la fama...
Ser un buen jugador es requisito para competir. Estar entre los mejores es condición para ser convocado en las batallas definitorias. Pero buena parte de las habilidades objetivas de un futbolista son pura tekné. Hay en el fútbol algo más, algo no visible o al menos no visualizable fácilmente: el espíritu de sus jugadores.
No siempre quien gana merece la gloria, ni quien pierde debe ser fustigado con la dureza pétrea de la condena molar. Siempre trás un fracaso hay críticas demoledoras que caen fáciles como la lluvia. Y aunque lo cierto es que sólo el resultado determina los triunfos y/o los fracasos, hay un plus que sólo algunos equipos logran construir entre sus jugadores, y transmitir vía transpiración a sus apasionados simpatizantes. Se trata del coraje. El espíritu del coraje.
En el fútbol, como en la guerra, se puede enfrentar a un adversario colosal, maquínico, certero, preciso, y salir con un resultado malogrado, ser fatalmente vencido. Pero si el equipo deja el alma por esa camiseta, si cada uno de esos hombres hace latir en sus venas el pulso de una sangre irreverente que no se rinde ni se da por vencida ante la inexorable adversidad que ya impone un resultado irreversible, quienes miramos taquicárdicamente ese partido podremos llorar pero colocaríamos con gusto sobre el pecho de nuestros jugadores el laurel de la gloria que merece el esfuerzo de no dejarse vencer, ni aún vencido.
Hoy, mientras consolaba a mi hija menor sus lágrimas ante esta eliminatoria, trataba de decirle que estos partidos como el de hoy sirven de ejemplo para la vida. En estos partidos, como en la vida, se puede ambicionar lo mejor, se puede aspirar a lo más alto, se puede disponer-tener lo mejor... y sin embargo las circunstancias nos colocan ante un adversario de una magnitud tal que nos logra tumbar, nos gana, nos vence. La vida pega sopapos fuertes, levanta vientos contrarios arremolinantes que dejan confuso incluso al que siente que estaba mejor parado.
El fútbol es una pasión porque en 90 minutos nos expone sin sutilezas a los derroteros por los que pasa cualquier humano en la vida. Como en la vida, en un partido se experimentan microscópicamente un pasaje fugaz por la alegría, la esperanza, la bronca, la puteada, la ira, el consuelo, la indignación, la responsabilidad, la creencia, la ilusión, los triunfos, el error, el festejo, el resentimiento, la adversidad súbita, la estúpida equivocación, la crítica, el acierto, el desborde, lo irremediable. Por eso millones de humanos aman el fútbol, porque hay algo en el fútbol que re-crea sobre un campo de juego verde las emociones por las que se pasa intermitentemente a lo largo de una existencia.
Las madres espartanas –que en la antiguedad daban a luz a los mejores y más aguerridos soldados habidos y por haber- decían a sus hijos antes de partir a una batalla: “-Vuelve con tu escudo, o sobre él”. Esas mujeres no participaban de las guerras, pero sus úteros daban a luz a quienes irían más tarde a pelear en los enfrentamientos. Parian y educaban en el orgullo combativo a hombres fuertes, disciplinados, habilidosos y autoexigentes. Luchar era, para un espartano, un asunto ético, ético y vital. Y esas madres eran contundentes: sus hijos debían volver vivos, con su escudo intacto… o muertos sobre él (los espartanos tenían por costumbre cargar a sus soldados caídos en combate sobre su propio escudo). Dar la vida en un combate. No reservarse nada. Luchar siempre, hasta el final del enfrentamiento, pues más allá del resultado de esa batalla, lo que se juega allí es un ética del coraje. Y ética de lo amado. Defender lo que se ama, arrojar las lanzas y las flechas contra aquellos que desafien ese territorio amado.
Hace mucho tiempo durante la segunda de las Guerras Médicas, en Termópilas, un puñado de trescientos feroces guerreros espartanos peleó hasta dar la última gota de sangre contra un enemigo aplastante, implacable, superior numéricamente y en recursos. Leónidas I, rey de Esparta defendió con honor su territorio ante los Persas. Estos últimos ganaron imponentemente la batalla venciendo a los trescientos espartanos en aquel recordado 480 aC. Sin embargo, pese a la aplastante victoria que se llevó Jerjes I –líder al frente de los feroces persas- la gesta ha sido siempre recordada como ejemplificadora del valor con que peleó el bando de los “vencidos”espartanos. Termópilas es sinónimo de la actitud de esos gloriosos combatientes espartanos ante la adversidad, e ilustra sobre el coraje que implica dar pelea aún en el peor escenario y la más aniquilante circunstancia. De vez en cuando, la historia demuestra que es sano (y más justo) desaferrarse de la tiránica dicotomía vencedor-vencido y "leer" en otra clave los resultados de una contienda.
Hoy, esta tarde, sentí en ciertos instantes que en las jugadas que intentaban pelear los botines argentinos había huellas, signos, briznas de aquel espíritu guerrero que pugnó por dejar todo en el campo de batalla.
Hemos tenido que medir nuestras fuerzas y destrezas, nuestras fortalezas y debilidades, nuestras solideces y agujeros con un rival digno.
Ha sido una derrota. Definitivamente. Una derrota terrible. Lapidaria. Brutal de alguna forma.
Pero paradójicamente, siento que muchos jugadores de este equipo argentino han cosechado, a fuerza de garra y pelea, una victoria sobre sí mismos. Habrá críticas retrospectivas que realizar, cambios que imaginariamente se podrían haber realizado, errores. Pero nunca se entregaron, nuestros mejores "peleadores" nunca dejaron de tratar de conquistar la pelota, y jamás bajaron la frente.
Hoy, este equipo perdió su Termopilas.
Ha perdido luego de luchar “hombro con hombro” aún en medio de déficits y equivocaciones. Pero hoy este mismo equipo ganó la batalla de conquistar, en la adversidad, la fuerza del coraje. Nos llevamos goles que dolieron como balas, pero también nos llevamos en la memoria de este partido la actitud de hombres que no bajaron los brazos jamás ante un rival poderosísimo que no disculpó ni el más mínimo error. Humana derrota.
Hoy, hemos perdido.
Mañana, nuestros jugadores volveran a casa, con sus escudos y sobre ellos.
Me quedo al lado de este intento de gloria, me quedo junto con los aguerridos, con el alma de pie. Gracias, infinitas, aún en la tristeza y el lamento, gracias a todos esos jugadores que desde el honor de su pasión, su garra y talento nos han dado esta lección de valor…
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