miércoles, 15 de junio de 2016

Safo, bajo la lupa de la Física

 



Safo, bajo la lupa de la Física
(un diálogo insospechado entre ciencia y poesía)


Gabi Romano





Δέδυκε μεν ἀ σελάννα
καὶ Πληΐαδεσ, μέσαι δὲ
νύκτεσ πάρα δ᾽ ἔρχετ᾽ ὤρα,
ἔγω δὲ μόνα κατεύδω.

"A Medianoche" - Poema
Safo de Lesbos - VII aC
 



De su escritura, sólo fragmentos… mas, qué fragmentos! 

La famosa biblioteca de Alejandría albergaba su obra lírico-poética organizada en nueve libros. Pero la pérdida su éstos y muchísimos otros de los casi un millón de manuscritos existentes en aquella ciudad egipcia, han hecho de la obra de Safo un rompecabezas imposible de rearmar. Durante el dominio árabe, el califa Umar ibn al-Jattab ya había mandado a destruir la monumental biblioteca mucho antes de que llegaran los romanos y remataran incendiándola. Más tarde, del material que había milagrosamente sobrevivido hubo que agregarle otros saqueos perpetrados por Aureliano y luego por Diocleciano. No mucho después llegaron los cristianos ortodoxos -obsesionados con la persecusión al paganismo- y Teodosio el Grande terminó de vaciarla. Se sucedieron en poco tiempo más, los efectos de las guerras en la región y otras destrucciones varias. De aquellos nuevos libros compilatorios de la obra sáfica quedaron astillas, tornasolados cristales de arena intentando no perderse en el médano de los siglos oscurantistas.


¿Qué conocemos de la vida de Safo de Mitilene? Pues mucho menos aún de lo que apenas ha quedado de su obra. Sus datos biográficos indican con cierta certeza un cuadrángulo de hechos sobre los cuales se ha armado una incomprobable red de exóticas inferencias e infinitas conjeturas existenciales. Despejemos entonces, primeramente, la indigente facticidad que puede rastrearse sobre la aristocrática dama de Mitilene. ¿Qué sabemos? Que nació aproximadamente entre 630 aC y 612 aC en la pequeña isla griega de Lesbos, cerca de la costa de Asia Menor, y murió allí mismo alrededor del 570 aC. Que durante su vida pasó por un corto exilio hacia el año 600 aC, en Sicilia, desterrada, probablemente por razones políticas relacionadas con su familia de origen. Que su lírica monodia (estrofas cortas, simples, y cantadas acompañadas por algún instrumento como la lira, la cítara o la flauta) estaba enhebrada por versos exquisitos, refinados y sensiblemente intimistas referidos al amor y la pasión [1] Que hombres y mujeres indistintamente pudieron haber sido objeto de sus amorosas palabras poéticas. Hasta aquí, los escasos hechos relativamente documentados. No mucho más. Lo demás, cualquier otra pretendida afirmación sobre su vida y costumbres, forma parte de las inferencias a las que suele llevar lógicamente el sumergirse en la lectura de su legado lírico.

Si efectivamente formó parte de una sociedad llamada Thiasos  (sinceramente me cuesta imaginármela como una bacante poseída, desnuda, instando a otras ménades a agitar el tirso invocando a Dioniso), la comprobación de este hecho es más que discutible. Si en Lesbos fundó o no una “Escuela para Hetairas” (tipo de prostitutas instruídas que contrataban los aristócratas griegos para que los acompañaran con sus finas artes –intelectuales, sensuales, conversacionales- en los banquetes) o si se trató de una más recatada “Casa de Servidoras de las Musas” no lo sabemos tampoco a ciencia cierta. Si se casó y tuvo o no una hija a quien dedicó uno de los poemas que ha llegado a nuestras manos, tampoco lo podemos afirmar sin titubeos. Si fue heterosexual pero sus escritos se permitieron la libertad de imaginar el amor a hombres tanto como a mujeres, o si fue lesbiana, o si murió virgen, pues nada de todo eso puede ser ni afirmado ni negado. Si se suicidó arrojándose desde la roca de Léucade al mar por un rechazo amoroso de un tal  Faón, o si muere ya en un tanto envejecida y  apenada por la sombra de su última decepción amorosa producida por el rechazo de una mujer, tampoco existen elementos para afirmar o negar nada de ello. Ni las Heroidas[2] de Ovidio ni las narrativas orales de aquellas épocas (algunas meros chismes de gineceo indisculpablemente elevados a la categoría de “anécdota biográfica”) nos resultan fuentes fácticas en las que apoyar unas u otras hipótesis literario-biográficas. Todos estos entretelones novelados sobre sus elecciones sexuales, sus amores o amoríos, sus preferencias eróticas, su muerte, e incluso su supuesta labor como headmaster de una institución destinada a educar en la prostitución culta forman parte de una atractiva, pero completamente mítica  aura de interpretaciones que hacen de Safo un personaje al que se intenta hacer desbordar del escaso y maravilloso bien que, efectivamente, sí tenemos ante nosotros: su escritura. Sus escamas hechas letra.

Si hay algo que caracteriza a la herencia de esta escribiente griega, es que de ella nos han quedado, como empedernidos restos flotantes escapados de la marea de la literatura antigua, restos. Restos, motas de lirismo. Trozos de piedra marcados, o jirones de papiro. Pedacitos. Espejo roto en cientos de partes que se niegan a unirse en alguna posible completud tanto como se rehusan a morir en ese raro exilio que impone ser la perpetua parte de un todo inhallable.

En lo que nos ha quedado de su escritura, en ese cristal caleidoscópico que son sus retazos semi-inconexos, sin embargo, todo brilla. Leerla es participar de un juego de ocultamientos y deslumbres, de visibilidad y pudores, de pleamar y naufragio. Probablemente en estos tránsitos entre opuestos que se deslizan (y revertizan) metonímicamente radique la belleza de su escritura particularmente femenina, única en su tiempo. Safo puede ser vista en estos espejos multiplicados que componen sus esquirlas escritas con tinta divinamente perenne, capaz de escaparse de los desgarros y despedazamientos a los que la sometió la ignorancia barbárica en combinación con la implacable embestida de Cronos. Safo se lee, se ve, es vista y des-vista en sus restos inmortales.  Es la misma Safo la que se nos sustrae a la vista, la perdemos y la reencontramos parcialmente en esos mismísimos vestigios. De pronto nos anzuela con un poema completo, pero no menos nos atrapa con los siguientes versos donde el medio, el inicio o el final se han perdido indefectiblemente, y para siempre.

Leer a Safo es saber habérselas con el vacío. Pero no cualquier vacío. La falta, lo-que-falta, (a modo de “casilla vacía” deleuziana) se nos antoja no como deficit sino como ventana. Los vacíos de los poemas sáficos tienen su conexión con algo propio del agua y del navío: son los ojos de buey por donde estos antiguos poemas respiran, espacios libres desde donde los lectores imaginamos sentidos posibles. Y sentires posibles. 

A mediados del siglo VI aC escribe en dialecto eólico del griego (específicamente en subdialecto lesbio) el poema “A medianoche” del cual existen varias traducciones al español, algunas de las cuales reproducimos a continuación. El primero, prosado por Rafael Ramírez Torres (Bucólicos y líricos griegos, Jus, 1970):


Se ha ocultado la luna. También las Pléyadas.
Es la media noche y las horas se van deslizando y yo duermo solitaria.


Aquí, el mismo poema, esta vez en formato de verso,  traducido por José Emilio Pacheco (Tarde o temprano, Fondo de Cultura Económica, 1980):


Se fue la Luna.
Se pusieron las Pléyades.
Es medianoche.
Pasa el tiempo.
Estoy sola.



Mucho podría decirse sobre este simbólico poema, su tema, sus connotaciones noctámbulas, la atmósfera contemplativa que se respira en su brevedad, la referencia a la temporalidad como moratoria vital agotable y perecedera, o esa simple serenidad subyacente en la afirmación final (muy trilce[3] por cierto). Pero dejaremos a cada quien que construya la resonancia emocional que le plazca, pues en eso radica nada más y nada menos que la libertad sensible.

Y si de libertades sensibles y resonancias singulares se trata, pues veamos qué ha traído la curiosa lectura de este poema sáfico por parte de los investigadores del departamento de Física de la Universidad de Texas Arlington[4] (sí, believe it or not, los físicos también leen poemas de amor…). El profesor Manfred Cuntz, a cargo de la investigación, trabajo con su equipo de astrónomos utizando los programas de software Starry Night y Digistar 5 con el fin de encontrar las fechas precisas en que las Pléyades –cuerpos celestes a los que se refiere explícitamente el poema- desaparecieron después de media noche y, en consecuencia, poder determinar con precisión el año de datación de estos versos. Los investigadores concluyeron que se trata de un poema tardío de Safo, puesto que el mismo debió haber sido escrito en Mitilene el mismo año de su muerte, más precisamente entre el 25 de enero y el 31 de marzo del año 570 aC. 

De la décima musa, tal como se la consideraba a Safo, tenemos a partir de ahora una precisión más con la que ayudarnos a descifrar su inacabado entramado de enigmas. Y este hallazgo retrospectivo de la astronomía se produjo, precisamente, intentando devolver a su punto de origen una de esas motas de polvo cósmico que son los quebrados trozos de papiro antiguo que nos quedan de aquella maravillosa poetisa. A veces se trata, ni más ni menos, que de seguir la estela que deja una brizna de literatura para comprender el enlace que cada pequeña partícula tiene con el todo. La conectividad entre las Pléyades y el poema ya no tiene nada de misterioso, ni de metafísico, teniendo a partir de este momento un punto de precisión histórica del que los estudiosos de Safo carecían hasta ahora. Pero para lograr comprender cómo un evento se encuentra relacionado con otro evento es necesario, primero, considerar que nuestra mente es aún limitada para acceder a ciertas explicaciones. No hemos desarrollado ni los instrumentos ni un medio procedimental capaz de acercarnos a ciertas comprensiones, ni tampoco poseemos un marco epistémico apropiado para acercarnos a determinadas conclusiones veraces. Formulada -o más bien, aceptada- esta humana limitación, es bueno recordar asimismo que la ciencia avanza sobre la base de un disciplinado trabajo continuo que a veces toma siglos hasta que nos brinda una respuesta verdadera sobre lo que hasta entonces llamábamos resignadamente "un misterio". No hay tales misterios, y si los hay se debe a que no podemos (de momento al menos) aproximarnos a un postulado explicativo razonable, por lo cual metemos en esa elástica y esotérica categoría mistérica todo lo que nuestra limitación es incapaz de comprender. 

Por supuesto que la belleza del poema sigue intacta, pero sabemos más del momentum que inspiró a Safo a escribirlo, podemos imaginar la estación del año en que esos sentires se volcaron en la urgencia de transformalos en letras, y con exactititud podemos ubicar este poema entre aquellos con los que tejió sentidos en torno a su envejecer ante la cercanía de la muerte.      


Celebro este diálogo impensado entre astronomía y poesía, entre estética lírica y "voluntad de verdad". Y me esperanza pensar que, si las sensibilidades se logran cruzar de este maravilloso modo en otras áreas y entre otros territorios, el arte y la tecnología científica tendrán mucho que revelarnos a futuro. Enhorabuena...!



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[1] También escribió numerosas estrofas de liturgia nupcial: canciones de boda para banquetes (gamelios), otras para acompañar a los recién casados a su nuevo hogar (himeneos), e himnos para despedirlos  ante su recámara (epitalamios).
[2] También conocidas como “Cartas de las heroínas” (Epistulae heroidum), veintiún cartas que Ovidio adapta como escritas por personajes femeninos de la literatura y/o historia antigua.
[3] El poeta César Vallejo utilizaba este maravilloso neologismo para referirse a aquello que nos resultaba a la vez entre triste y dulce.
[4] El paper al que haremos referencia puede leerse en el Journal of Astronomical History and Heritage, 19 (1), 18-24 (2016). “Seasonal dating of Sappho´s Midnight poem revisited”, Manfred Cuntz, Levent Gurdemir and Martin George.

domingo, 22 de mayo de 2016

Castillos en el aire...




Castillos en el aire...




Si has construido castillos en el aire, 
tu trabajo no se pierde; 
ahora coloca las bases debajo de ellos.


Henry David Thoreau


 


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miércoles, 13 de enero de 2016

Wabi Sabi - Nada es permanente, nada es completo, nada es perfecto





Wabi Sabi
Nada es permanente, nada es completo, nada es perfecto





Gabi Romano


Hace poco me crucé con una noción oriental (otra más de entre las que afortunadamente me han ido “encontrando” a mí a lo largo del tiempo). Se trata de Wabi Sabi.

Como suele ocurrirme en todos estos casos, inmediatamente noté que no contaba con ninguna referencia en mi limitado mapita de ideas-representaciones que lograra siquiera arrimarme a los alrededores semánticos de ese concepto. En mi camino hacia develar este nuevo enigma oriental y motivada por ese inicial extravío des-orientante -resumible en un “qué-diablos-puede-querer-decir-esto”- fui encontrando una maravillosa serie de referencias sobre la idea de Wabi Sabi.

Wabi Sabi resume tres simples verdades sobre la existencia, verdades que, no por su simpleza, nos resultan del todo plenamente comprensibles ni mucho menos  rápidamente aceptables.


1-Nada es permanente
2-Nada es completo
3-Nada es perfecto


A primera vista, estos enunciados constituyen una tríada de verdades relativamente simples. 

Pero aún suponiendo que efectivamente estas tres aseveraciones sean verdaderas, no resulta nada fácil tolerar las consecuencias que implica aceptarlas: continuamos penando por el apego a aquello que se niega a permanecer, insistimos en armar completudes imposibles, y más de una vez tenemos una muy baja tolerancia a la frustración que nos produce toparnos con cualquiera de las muestras irrefutables en las que lo imperfecto se nos muestra con todo su impudoroso esplendor.

Nada permanece, ni es completo, ni es perfecto. Y aún así, a sabiendas de todo ello, la intensidad siempre nos espera por ahí, microscópicamente agazapada, para sorprendernos gratamente y dejarnos suspendidos por un instante entre la nostalgia, la belleza y la plenitud de lo indecible. Bienvenidos al universo Wabi Sabi...    







-La permanente impermanencia

Desde que el “Oscuro de Efeso”, allá por el lejano siglo VI a.C., observara que no hay ente que escape del devenir, ni del cambio y ni de la fluencia, pues no resulta ni nuevo ni sorprendente afirmar que nada permanece. Sin embargo, en la práctica, integrar esta idea en la vida cotidiana y en nuestras relaciones afectivas  no parece ser cosa sencilla. O acaso hay alguien que no haya sufrido por un amor finalmente desalado que en su momento fue percibido bajo el aura de lo mágicamente eterno? A cierta edad y pasadas ya algunas experiencias, damos por sentado que no es posible mantener la pasión en su pico más alto por mucho tiempo (de hecho, nuestros fantásticos neurotransmisores colapsarían si produjeran de manera continua dosis masivas de dopamina, norepinefrina o serotonina). Las pasiones, aún aquellas que deseamos sean inextinguibles, decaen. No podemos sostenernos por mucho tiempo en la cresta de la ola pasional, aún si así lo quisiéramos.

En otros planos de la vida las manifestaciones del decaimiento producido por la conjunción entre impermanencia, materia y tiempo tampoco es algo fácilmente negable. No sólo no hay “salud absoluta”, sino que indefectiblemente se va tropezando con los signos de la decadencia corporal, más tarde o más temprano. No importa cuan patéticamente desesperadas sean las ansias vanas de conservar la juventud, el esplendor que irradia una mirada a los veinte años irremediablemente se va perdiendo con el curso del tiempo... y no hay lifting ni botox ni hilos de oro que puedan devolver esa chispa de mocedad definitivamente extraviada entre las decenas de calendarios ya pasados. Admitimos que el estado físico “saludable” no es una constante, tanto como sabemos que la enfermedad y la muerte rondan por doquier. Sin embargo las formas de decadencia del cuerpo, la vejez, y la cesación de nuestra existencia o de la quienes nos rodean no son asuntos para los que estemos nunca demasiado bien “preparados”.

Del mismo modo, aunque en otro plano, los objetos tampoco permanecen. Sea el dinero que se suele ir más rápido de lo que viene, sea el lustre de aquel mueble de madera que alguna vez brilló y décadas más tarde va opacándose aunque nuestra percepción apenas lo note cotidianamente.   

Por lo tanto, si algo sabemos que permanece, es la impermanecia... independientemente de que podamos o no soportar en nosotros mismos y/o en lo/los que nos rodean los efectos de esta afirmación.







-Incompletudes varias  

De igual modo es innegable que nada está completo, ni lo estará ni lo estuvo jamás. Nuestras completudes suelen ser imaginarias, fantaseadas o anheladas, pero raramente ratificadas por lo fáctico.

Al respecto, recuerdo que Deleuze juega con una metáfora muy interesante y apropiada para revertir la negativizada idea de que lo incompleto es algo “poco deseable”. Imaginemos un tablero-rompecabezas de completamiento compuesto por figuras fragmentarias móviles de cuyo ensamble debería surgir una imagen finalmente completa. La clave de este tipo de puzzle es que, a fin de permitirnos el movimiento de las piezas, siempre debe quedar una casilla vacía… vacío e incompletud estructural que, justamente, es lo que permite que el resto de las piezas se muevan, hallen su lugar, cambien de posición y logre armarse la figura. Sin la casilla vacía, sin esa no-completud, sería inimaginable el movimiento en base al cual crear una forma posible. Todo muy bien hasta aquí, verdad? Pero, hace una década atrás nos preguntábamos en los seminarios sobre “Filosofía del Vacío” quién realmente soporta el vacío sin que esa casilla vacante le genere angustia? En la historia del pensamiento occidental, el vacío tuvo siempre mala prensa: fue asociado durante siglos con la ausencia, la ausencia asociada a su vez con la incompletud, y la incompletud subjetivamente ligada con la angustia. Hacia el siglo XVII hubo incluso una expresión que, en aquellos días, operaba como un principio dogmático en la ciencia y a través del cual se ratificaba ese pánico a “lo que nos falta”, a la nada. Me refiero a la noción de “horror vacui”.     

La incompletud no muestra reparos a la hora de morderle los talones a cualquier item de nuestra (interminable) lista de idealidades. Si tenemos una pareja, ni él ni ella han de ser completamente lo que anhelábamos; si conseguimos ese ansiado empleo que siempre quisimos, la imaginería ideal contrastará en no pocos aspectos con la realidad desidealizada del dia a día laboral; si tenemos hijos –aún siendo hijos deseados, queridos, amorosamente buscados- los devenires de las relaciones paterno-filiales se parecerán más a un camino sinuoso donde las afectividades combinaran momentos de inimaginable alegría junto con otros de tono emocional amargo, desencantado o frustrante.

Y es que los eventos más aufóricamente dichosos que hemos atravesado en la vida no son del orden de lo completo. En todo caso, si tenemos algo de suerte y enfocamos la cuestión con un tono existencial vitalista, sí serán del orden de lo intenso… pero eso es muy otra cosa. Allí donde la intensidad no requiere de completudes, la idealidad sí. No existe “ideal” que logra acercarse a su propia  realización debe a la fuerza dejar fuera de sí la completud maravillante que lo alimentaba mientras aún era parte de nuestras ensoñaciones. La ausencia, la casilla vacía, lo “que falta”, el vacío, la falla, todo ello es parte de la imposible completud. Lo real es incompleto. En compensación, la incompletud estructural nos obsequia un tornasolado abanico móvil de intensidades, intensidades que serán por siempre desconocidas para los idealistas practicantes del frío y petrificado culto a la idealidad.   







-Imperfecta-mente

Aunque nos repitamos como un mantra que nada es perfecto, nos comportamos con una pueril actitud semiimplacable con todo aquello –o aquellos- cuya imperfección se nos aparece frente a todos y cada uno de nuestros sentidos. Esto, comenzando por el esfuerzo sisífico que es medirnos a nosotros mismos con la inalcanzable vara de una perfección cuya búsqueda obsesiva puede resultar desde agotadora a enfermiza.

La búsqueda de la perfección como una asíntota que de antemano se nos presente como una sana aspiración (cuya realización total imposible no invalida en modo alguno el esfuerzo válido de trabajar sobre sí mismo para tender a una mejora continua de quienes vamos siendo) es algo bien diferente de la obcecada presión que puede imponer un ideal de perfección que logra mantener su ilusorio poder bajo la luz distorsionadora que proyecta aún cierta persistente idealización infantil. Idealizar es un proceso mental completamente lógico y esperable mientras somos infantes. Es de esperar que con el advenimiento de los años, nuestra racionalidad se afile y pula, y a través de ella nos despojemos de las caprichosas deformaciones idealistas a fin de transmutarlas en aspiraciones con sustento en lo real. Sin embargo, este proceso pareciera no producirse en la mayoría de los adultos, quedando de esta manera anclados a imágenes perfectas elevadas a la categoría de “mitos personales” que, de poder ser sometidas a un reflexivo análisis racional, se derretirían como las alas de Ícaro… y caerían a la dura realidad sin piedades mediadoras. 

Somos mejorables, por ser imperfectos.
Somos un work in progress porque no estamos finalizados.
Somos una potencialidad realizable porque nuestra identidad es pasible de ser enriquecida, nutrida, expandida.
Somos elevables porque no nacemos como seres consumados.
Somos aspirantes a una excelencia en nuestras obras y acciones porque hay infinitas vetas de nuestra individualidad que requieren pulido, trabajo, esfuerzo, desarrollo, superación, .
Somos resilientemente reparables porque podemos hacer del daño, el dolor, la adversidad, la equivocación, una oportunidad para la virtud del saber aprender.
Somos la posibilidad de un esplendor transitorio porque podemos arrojar luz hasta hacer arder nuestras oscuridades, hasta ser los fénixes renacidos de las cenizas en las cuales sepultar nuestras más neuróticas penumbras.
En suma, somos todo lo anterior por obra y gracia de nuestras benditas imperfecciones. 






-Wabi Sabi, una microestética de vida

Wabi Sabi es el modo profundo a través del cual se manifiesta, no sólo el saber veritatitivo de estas tres afirmaciones que acabamos de exponer, sino también una forma sensible de aceptarlas, apreciarlas, experimentarlas, habitarlas. 

Se trata de una estética de vida. Un sensible y apacible estado de la mente que podemos alcanzar no sólo con el pre-requisito de aceptar estas tres básicas verdades, sino apreciando ocasionalmente ciertos minúsculos instantes. Quien entra (o cae) en estado de Wabi Sabi  redimensiona corpúsculos de la realidad: lo que para otros es irrelevante, no-visible, insignificante se vuelve microscópica belleza conmovedora.

La experiencia de Wabi Sabi es una experiencia en slow motion.

La  mentecuerpo deja de estar disociada, y de ese modo, lo que vemos es re-visto en su apariencia y más allá de esta.

Se dice que el estado en que nos sumimos bajo la belleza del Wabi Sabi es imposible de ser explicado o verbalizado. ¿Quién puede “decir-hablar-relatar” lo que ha vivenciado al tocar con la yema de los dedos las páginas de un viejo diario personal escrito por una abuela amadísima cuya existencia acaba de apagarse? ¿Quién puede describir con precisión lo que ha sentido en ese instante sublime en que ha sido testigo visual involuntario de la caída de la última hoja seca de aquel árbol bajo el cual la infancia propia alguna se escurrió mansamente? ¿Quién puede usar signos linguísticos para poner en palabras la última mirada con la que “dialogamos” -sin pronunciar un solo sonido- con ese ser que hoy ya no continua en este espacio-tiempo en el que nosotros aún pervivimos?

Wabi Sabi es una sensación provocada por la súbita percepción de un fragmento, de una pequeñez, de una insignificancia que cobra una relevancia inesperada.

Y es más que eso. Entregarse a esa sensación presupone haber internalizado la relevancia vital de aquellas tres verdades con las comenzamos este post. Pero asimismo, se trata de algo que escapa a la mera adquisición de esos saberes, se trata de algo que excede el límite de la mente para comprometer todo nuestro extenso aparato sensible. Esas tres verdades incorporadas desde el punto de vista lógico-racional, se vuelven vivencia sensorial. Enclaje entre saberes, sentires, memorias, emocionalidad. Desantinomización de superficie y profundidad, de neuronas y epidermis, de pensamiento y sensación.

Wabi Sabi es saber-sentir, pensar-experimentar sin que haya una división entre ese saber y ese sensación, entre ese razonar y su concomitante experiencia sensible donde el razonamiento se ratifica y amplifica.







-La memoria de un vestigio (o los vestigios de la memoria)


En la estética Wabi Sabi cada pequeña cosa cuenta, cada microscópica presencia se torna flujo de memorias entre nostálgicas y apaciguantes. Un diminuto detalle aparentemente insignificante estalla con una calma tal que nos atrapa y nos mece.

En un universo atestado de infinitos perceptos a los cuales jamás podríamos “atender” en forma total, de pronto algo se recorta y toma relieve, una cosilla se desmarca transformándose en una especie de molécula de agua a través de la cual vemos en aumento lo que nadie (ni siquiera nosotros mismos en otro estado) podría ver. No se trata de un fenómeno alucinatorio ni de un efecto de deformación de lo real, sino todo lo contrario: de lo que se trata es de un detenimiento infrecuente que nos deja prendidos como una abrojo humano de un detallito absurdo, de una nadeidad que usualmente habríamos pasado por alto. Esa astilla de realidad es hiperrealista, de hecho. Y producto de esa percepción fugaz y atomizada de algo (el percepto puede ser un sonido, un olor, la esquirla parcial de una imagen, etc.) entramos por unos instantes brevísimos en un mundo minimalista que nos abre la ocasión para rememorar y sentir.

En estado de Wabi Sabi quedamos como “colgados” de una nimiedad, incapaces de explicar con exactitud todo lo que se mueve internamente en tan poco tiempo y por tan fugaz estímulo.

Esa ráfaga tan inesperada como inaprensible de un perfume, esa nota musicial perdida de su pentagrama, ese pedacito ínfimo cuya fracción anuncia un objeto que jamás veremos por completo, todo ello opera como un transporte: nos lleva “hacia adentro” y “hacia atrás”, pero también nos asoma a un intuitivo “hacia delante” y “hacia afuera”. Se trata de algo que con una deliciosa nostalgia sin palabras nos devuelve al aula de nuestra escuela, o a la cocina de la abuela, o a las ásperas manos tan seguras como protectivas de nuestro padre, o al primer libro de cuentos que la voz de nuestra madre nos hubo leído, o a los besos de un amante inolvidable, o a la risa de aquella amiga cómplice de correrías juveniles. Lo que gatilla el Wabi Sabi es algo mínimo que, sin embargo, maximiza nuestra conexión con lo rememorativo. Es algo frágil incluso, escaso, exiguo y no por ello menos fuerte, embargador, pleno.







-Fugacidades en el ciclo de la vida y la muerte 

Puede ser la forma curiosa de un rústico trozo de madera, un pétalo que se ha escapado perdidamente de su corola, la delicada transparencia del papel de arroz, el murmullo de un modesto e ignoto arroyo cercano a la montaña, la breve presencia aérea del sonido de una guitarra que suena quien sabe dónde, un color imposible de ser humanamente concebido pintando súbitamente el cielo de una tarde cualquiera, la armonía de una lluvia viajando sencillamente por el vidrio de una ventana. Todas éstas son expresiones de pequeña belleza transitoria que pacientemente aguardan a que nuestros atareados sentidos las descubran pese a su inherente fugacidad y su frágil finura.  
    
El Wabi Sabi combina la atención al fragmento impermanente y sencillo con la intimidad insondable de nuestros laberintos de memorias. Y esa combinación se produce, no de un modo entristecedor, sino calmo y sereno, haciendonos converger en el mismo proceso existencial donde el fragmento va fluyendo hasta, incluso, desaparecer. La gota de lluvia no caerá de nuevo, el aroma no estará en el aire un minuto más tarde, el pájaro aquel que ni siquiera alcanzamos a ver no volverá a cantar en ese instante preciso en que quedamos conmovidos por la repentina armonía de su melodía. Nada de esto volverá a pasar, y nosotros no podremos replicar esa bella turbación sensible pues, por definición, nos movemos en un mundo heracliteano donde ni las aguas del río son las mismas, ni los que nos bañamos en ellos tampoco. Todas y cada una de estas fugacidades se inscriben dentro de la circularidad propia de los procesos de la vida y la muerte. De allí que la experiencia Wabi Sabi  no sea apenas una vivencia sobre la fragmentariedad sino más bien una experimentación temporalmente opuesta a la duración que, sin embargo, nos remite indefectiblmente a los ciclos vitales, a lo que es y está pero dejará dejará en algún momento de ser y estar.

En Wabi Sabi se conjuga lo que aquí y ahora certeramente vibra con lo que perderá su pulso en el porvenir inmediato, desapareciendo. De allí que la sensación de Wabi Sabi tenga un dejo de nostalgia, o incluso pueda dejarnos ocasionalmente con una serena minimelancolía. La película “Belleza Americana” (American Beauty) retrata un perfecto momento Wabi Sabi en la anodina filmación casera que realiza uno de sus protagonistas de una insignificante bolsa de plástico moviéndose en y con el viento. La expresión del protagonista y de la joven a quien muestra el anodino video ilustran de manera impecable un estado de Wabi Sabi.

Los fragmentos nimios de los que transitoriamente a veces nos quedamos prendidos pueden metaforizar la intensidad de la expansión pero no menos su reverso contráctil. Una microporción de lo real puede ponernos en contacto involuntariamente con la plenitud de lo inabarcable a través del prisma de cualquiera de sus diminutísimas partículas. Una gajo sensorial desprendido al azar de quién sabe donde nos recuerda la impetuosa velocidad de crecer junto a la lentitud desacelerante de lo que va pereciendo. Una fracción de materia nos pone frente a la fascinante cualidad creativa de lo habiente, y a su no menos maravilloso retorno descompositivo que la conducirá a terminar siendo una mota de polvo en el espacio. Un grano de sal nos cuenta sin palabras no sólo sobre la profunda fuerza incansable del océano, sino también sobre la liviandad de la espuma cuyo destino final es invisibilizarse en la orilla. Ciclos y más ciclos en donde el retorno, la creación, el origen y el final giran unos trás otros sin mucho más propósito que el de extasiarnos a aquellos que, locamente, gustamos de atravesarlos con los ojos a veces encandiladamente abiertos, inquietos, interrogantes… y otras serenamente entrecerrados, apaciguados, reservados.       







-Historia de dos palabras

Originalmente, la palabra “Wabi” aludía a la idea poética de la tristeza y desasosiego que acompañan a aquellos que deciden vivir en una soledad vigorosamente introspectiva y para ello resuelven efectuar un transitorio “retornar a la naturaleza”. Es necesario resaltar que se trataba de una noción que refiere a una soledad autolegida, completamente voluntaria, similar a la que Nietzsche describe en su Zaratustra resuelto a vivir en el aislamiento de la montaña, o a la que efectivamente llevó adelante Henry David Thoreau en el bosque cercano a Walden Pond, rehusándose a comparecer ante los parámetros sociales mansamente aceptados: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver si no podía aprender lo que ella tenia que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido.”

Definitivamente Thoreau fue un Wabi person: alguien que “es quien es”, que vive acorde y armónicamente consigo mismo es un individuo Wabi.
Alquien que no se encuentra autoresentidamente insatisfecho consigo mismo, es un individuo Wabi.
Alguien que sabe y puede vivir en paz con no demasiado, sin quejarse victimizadamente de su destino, sin culpar a otros de su sino, alguien que sabe dar lo mejor de sí en medio de la circunstancia que le toque ir viviendo, es un individuo Wabi.
Alguien que aprende a manejar lo antes y mejor posible cualquiera de sus “desbordes” sin ser controlado ni por la ira, ni por enojo, ni por el ansia de poder, ni por la frustración, haciendo un esfuerzo interno por apaciguar estas desagradables muestras de exceso, ése que trabaja duramente para ser mejor y dar o mejor de sí mismo cada vez y en cada circunstancia, libre de lo que Spinoza llamaría “pasiones descompositivas”, es un individuo Wabi.

En virtud de lo anterior es que existió una antigua y natural conexión entre la filosofía samurai y los estados de Wabi Sabi (conexión que no exploraremos en este post pero que esperamos poder indagar a futuro).   

Etimológicamente, Wabi  significaba asimismo "frío", también "delgado", “desolado” y/o "marchitado". Sin embargo, la raíz “wa” viene al rescate de estas significaciones sombrías dado que aquélla refiere a la idea de “armonía”, “paz”, “tranquilidad”, “equilibrio”. Cuanto más atrás vamos en el tiempo, mayores son las connotaciones negativas (habrá que esperar hasta el siglo XIII y el XVI para ver variaciones significativas en eéste término). En efecto, “Wabi  solía ser aplicado en forma peyorativa dada esa asociación primigenia con la falta de alegría, la sensación de desolación y lo que está en proceso de transformarse en marchito. Paralelamente se le añade a este significado originario una cierta crítica velada al mal gusto de quienes practicaban en aquellos tiempos la ostentación como vidriera de su vulgaridad, de allí que antiguamente se encuentre reforzado el nexo de la palabra Wabi con los que poseen poco y llevan una vida sencilla. Wabi fue así desplazándose lentamente hacia cualidades que el budismo considera positivas pues aluden al desprendimiento de la ilusión material y al desapego de lo terreno.

Por su parte, “Sabi”, también es una expresión cuyas connotaciones han ido variando a lo largo de los siglos. Literalmente su significado podría traducirse como “el florecer del tiempo”. Desde este punto de vista “Sabi” refiere a la forma en que todo ente natural se desarrolla, alcanza un esplendor, comienza a atravesar etapas en las que “pierde su chispa”, se desluce. Sea encanecer o enmohecerse, todo lo viviente va perdiendo brillo con el paso del tiempo. La belleza y su breve momento de florecimiento, es ineluctablemente algo fugaz.  “Sabi” irá así siendo asociada a “envejecer”, abriendo un acercamiento semántico con los procesos inherentes al final natural de todo ciclo vital. Hacia el siglo XIII “Sabi” evocará, asociativamente, una forma particular de placer hallable en las cosas que van poniéndose viejas, que van perdiendo lozanía, que van difuminando su color, se “oxidan”. Aplicada a los objetos, la palabra “Sabi” se usará, sin embargo, para referirse a aquellas cosas que con los años cobran atractivo, no pierden su elegancia, y ganan en dignidad o valor. Un detalle interesante es que algo “Sabi no puede ser adquirido a través de una compra. Se trata más bien de una especie de “regalo” –simple y modesto, pero peculiarmente bello- que el tiempo nos ofrece como efecto testimonial de su paso.         

De este modo, los objetos Wabi Sabi son bañados por el aura de una sutil nostalgia, del mismo modo en que pueden ser cosas que en su proceso de construcción o elaboración resultaron singularmente imperfectas o incompletas, dotando a tal objeto de una gracia inimitable. El desgaste o los efectos de los arreglos que se efectúan con el fin de reparar piezas rotas pueden bien destinar a esa misma pieza a ser un potencial Wabi Sabi. Y nuevamente retornamos a nuestro inicio: un objeto Wabi Sabi es serenamente apreciado y apreciable no por su perfección, no por su completud lozana, no por su imperturbabilidad ante al paso del tiempo. Justamente se le apreciará por todo lo contrario: por sus cualidades imperfectas, por sus inimitables fallas de origen, por las marcas insutiles que la edad le imprima, por la impermanencia que se hace evidente ante la posibilidad de su rotura parcial o total, por su constancia en recordanos que cosas y seres existen, y como parte indiscernible de esa existencia, alguna vez dejarán de existir.






-Individualismo Wabi Sabi

En japonés, Wabibito es el nombre que se le da a la persona Wabi Sabi. Wabibito es el individuo que experimenta el Wabi Sabi.

Recordemos que, en concordancia con lo que representa, la experiencia Wabi Sabi es rotundamente intransferible, es única e irrepetible. Por ende, jamás puede hablarse de masa, grupo, colectivo, manada y/o muchedumbre cuando se trata de Wabi Sabi. El Wabi Sabi es siempre y estrictamente algo propio de un individuo.    

Wabibito es un término que abarca no sólo a quien vivencia Wabi Sabi, sino que se lo emplea como expresión para definir a todo aquel que puede vivir bien. Y “bien”, en este contexto, debe ser entendido como un estilo de vida prevalentemente sereno, con un balance existencial en el que la apacibilidad es siempre mayor que la desdichas propias de la desmesura flemática. Ser capaz de un buen vivir, implica aquí haberse apartado todo cuanto más se pueda de la deformada y enfermiza actitud de alimentar resentimientos u odios. Bien, indica asimismo que ese individuo no alberga pasiones vengativas, ni anda rumiando iras, ni desparrama quejumbrosas lamentaciones sobre su existencia. Y si cualquiera de estas humanas –…demasiado humanas- inclinaciones le acaecieran, trata de inmediatamente apartarse de las representaciones con que aquéllas vienen asociadas, poniéndoles un coto inmediato que les impida crecer y provocarle mortificaciones de cualquier índole. En este sentido, un individuo Wabibito sigue de alguna forma los sanos preceptos del antiguo estoicismo greco-romano, sin saberlo. De allí que un Wabibito aprecie y cultive la tranquilitas animae (tranquilidad del alma) por encima de cualquier forma de intemperancia que lo aqueje o lo amenace alterar.

No es de extrañar, que el individuo Wabibito se las arregla para vivir con poco, sin necesitar demasiado. No se trata de la moderna condena al consumo ni al bienestar. Se trata de un asunto más antiguo y de tipo ético: saber dónde parar, dónde decir basta, hasta dónde vale la pena ambicionar, saber como administrar lo que se tiene (cuando se tiene) y administrar lo mejor que se pueda igualmente la escasez (cuando no se tiene). Es más un ejercicio de atención moral en la que uno es llamado a cuidar de sí mismo evitando los problemas propios de cualquier exceso. El punto aquí es la demasía como exceso, o el exceso como signo de desborde antiético capaz de atentar contra la tan apreciada y antemencionada tranquilitas. Pues si el exceso de quien ambiciona más de la cuenta hace que el sosiego se pierda, entonces es conveniente revisar donde habría que detener la ambición. Insistamos en que el asunto aquí no es que  ambicionar sea inapropiado ni algo malo en sí mismo, sino que es preciso estar alerta respecto del riesgo de excederse y extraviar la serenidad en esa desmesura.  






-Lejos de la obscenidad del poder

Algunos autores han asociado –erróneamente- el Wabi Sabi al mito buenista de la “sana pobreza”. Pues no se trata de venerar la pobreza sino más bien de administrar adecuadamente lo que se tiene. El Wabi Sabi trata de remover de nuestras valoraciones el terrible peso que impone la adquisición febril de objetos, pero no porque consumir sea tampoco inherentemente “malo” ni porque los objetos producidos tampoco lo sean. Muy por el contrario, algunos de estos objetos nos permiten simplificar nuestras cotidianas pesadumbres… yo sin ir más lejos, jamás podría estar dedicada durante el tiempo que me insume escribir este artículo si un tecnológico objeto llamado “lavarropas” no estuviera lavando la ropa por mí, o sin un horno que esté cocinando la comida por mí, o sin un trozo de queso que iré a comer en un rato sin necesidad de tener que ir al río a lavar, al bosque a juntar leña para calentar alimentos, u ocuparme de una vaca de la que obtener los lácteos y derivados que consumo. Ergo, la tecnología y los logros civilizatorios, lejos de ser demonizados, han de ser apreciados como cómplices necesarios para liberar energías que podemos destinar a otras acciones más plácidas, más gratificantes, más elevadas.

El punto de la sencillez y la simpleza alude a evitar (o al menos no caer en la trampa) de que los objetos de consumo pueden transformarse en una meta en sí misma, pues una existencia completamente focalizada en consumir difícilmente pueda evitar terminar consumiéndose a sí misma, conduciendo así a una frenética desmesura.

De lo que sí se trata es de manejarse éticamente respecto de la riqueza, sobre todo cuando ésta se vuelve obscena acumulación indecente de dinero, o cuando es evidente que estamos frente a una adquisición de bienes mal habidos. Sea en el antiquísimo Japón del siglo XV con sus señores feudales omnipotentes, o en nuestros países actuales infectados de una casta política parásita y desvergonzadamente corrupta, la problemática del ciudadano común era similar: cómo preservar la libertad individual del control de los burócratas, cómo trabajar y ganarse el pan con dignidad sin que una banda de mafiosos en control del aparato gubernamental le exijan pagar tributos (tributos que lejos de llegar a ser un aporte colectivo para paliar las necesidades de los que menos poseen terminan en los bolsillos de los funcionarios), cómo vivir en paz sin la prepotencia del poder respirándole en la nuca.

En Oriente, la respuesta a ello fue la actitud del individuo Wabi Sabi: simpleza, vida solitaria, austeridad, actitud contemplativa, alejamiento de toda fuente de poder central. La vanalidad patética de los poderosos -cuyo patrimonio era directamente proporcional al mal gusto inelegante con que ostentaban sus riquezasde tramposa procedencia- fue una crítica política tácita propia de los esos estoicos orientales que fueron los Wabibitos.   







-Cuida tus bienes, sé agradecido

La actitud Wabi Sabi hacia los bienes o los objetos, hacia el trabajo, o hacia los vínculos y relaciones que traman nuestra cotidianeidad podria sintetizarse en cuidar, valorar y agradecer lo que se tiene. Cuidar lo que hay, sea escaso, poco o justo; siempre apreciar a aquellos que –habiéndolo así decidido voluntariamente- nos rodean en nuestra vida; y ser generosamente agradecido por lo que vamos pudiendo lograr.

Dado que nuestro tiempo vital es escaso, limitado -e incluso a veces trágicamente breve- es saludable propiciar momentos en los que detenerse. Bajar un cambio en la velocidad. No es necesario volver a las cuevas prehistóricas, ni caer en la la estupidez del protagonista de “Into The Wild” (me disculparán aquellos que han gustado de la historia o de la película). No. Se trata de ser sabio, no un rebelde que comete tantas imbecilidades que finalmente como conscuencia termina con aquello que “decía” más amar: su propia vida! Aunque por supuesto, nadie debe impedirle cometer a nadie cuanta imbecilidad se le cruce por la cabeza, en tanto y en cuanto no atente contra los derechos del resto de los individuos.

La perspectiva que abre Wabi Sabi obliga a revisar nuestra existencia como principales y únicos administradores del (más escaso) bien, que es nuestra irrepetible existencia. 

Una existencia desperdiciada, malograda, quejumbrosa, agresivamente voraz de poder, sub-realizada, enfermiza, fanatizada bajo cualquier forma de colectivismo rebañizante es un insulto a la maravillante posibilidad que tenemos de estar, aquí y ahora, vivos.

Por eso mismo una vida extraviada en el mareo de los excesos es, así, una existencia mal administrada. No importa que esos excesos se llamen borrachera, fanatismo religioso o politico, estupidez ideológica colectiva, workaholism, vagancia crónica, o el irrefrenable deseo de complicarse la vida complicándosela malignamente a los demás. Todos esos son modos de expresión del exceso. Y en la medida en que cualquiera de ellos nos aleja de una inteligente y mesurada administración de nuestro frágiles y limitados recursos vitalistas, es sencillamente, una reverenda cagada para sí mismo y para los otros.   







-¿Conectividad solitaria?

En estado de Wabi Sabi, nos descolectivizamos. Somos más individuos que nunca… y sin embargo estamos en una intensa conexión con la existencia. Lo cual, por otra parte demuestra una vez más, que el respeto que debemos tenernos como individuos únicos y singulares, lejos de aislarnos atómicamente, nos lleva a conectarnos con nuestro entorno de una manera más profunda y significativa.

Sin embargo, desde ya, el factor “soledad” aparece en estado de Wabi Sabi claramente.

Es preciso en este punto aclarar que se trata aquí de una soledad que se aparta transitoriamente del vértigo de las superficies para re-conectar a ese particular sí mismo con la cadena de nimiedades con que su irrepetible existencia fue configurándose. Y en ese encadenamiento, lejos de estar temerosamente solo, se reencuentra a través de una soledad rememorativa con seres, cosas, sensibilidades que lo devuelven a su silente mnemo-biografía.

El Wabi Sabi es una especie de ancla que, no por solitaria, es menos crucial para darnos un punto de referencia desde el cual saber dónde estamos, quienes vamos siendo, y cómo “fuimos siendo” hasta llegar a nuestro laberíntico hoy.

El querido y bien recordado Thomas Szasz decía que el aburrimiento es la sensación de que todo es una pérdida de tiempo mientras que, por el contrario, en estado de serenidad, nada lo es. Siendo así, disponernos a las experiencias de Wabi Sabi como quien se entrega a un extraordinario modo de conjugar serenidad, conectividad es una inteligente sensación de entrelazamiento con pedacitos de micromundos que enhebramos de un modo íntimo, personal, y estéticamente sabio.

En Wabi Sabi la mente es cuerpo y el cuerpo es mente, y en esa indiscernible sociedad limitada por las reglas del tiempo y el espacio, tales reglas se sobrepasan, permitiéndonos aceptar con plenitud los confines personales de esta finita existencia que llevamos adelante junto con la infinita eternidad de sabernos parte de un universo insondable.




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jueves, 23 de julio de 2015

Antibiografía - La relevancia invisible de lo no-vivido

 




 Antibiografía
La relevancia invisible de lo no-vivido


 

Gabi Romano
(dedicado a la memoria de Roberto Cebrelli)



“Una vida no examinada
no vale la pena ser vivida”

Sócrates

                        


          Cuando hacemos el balance de la existencia de un individuo, diríamos que “bio-grafiamos”. Biografiar implica hilvanar devenires significativos en torno a los que esa vida fue singularmente vivida, puntuando dos claros momentos dentro de los cuales esa historia quedó contenida: su nacimiento y su muerte. En medio ubicamos los eventos determinantes que dieron sentido a ese existir: dónde habitó este mundo, qué acciones marcaron sus días, con quienes estableció relaciones estables (o inestables), a quienes conoció y quienes lo conocieron. Tratamos de rememorar en una apretada síntesis en qué empleó esta temporal estancia terrena: trabajo, estudios, hábitos, mudanzas, enfermedades, viajes, amores. 

Pero esta grafía vital sólo constituye la parte visible de la narrativa existencial, lo que hemos podido ver, lo que nos resulta alcanzable como información fáctica sobre ese individuo. En el revés de la colorida imagen que nos obsequia la biografía hay algo más, un resto: la “antibiografia”.




 Antibiografíate a tí mismo

Una “antibiografía” no es lo no revelado de una vida. No se trata de los secretos que no saldrán a la luz, ni la trama de semiverdades con que se suele revestir la imagen social conveniente de algunos personajes. No es lo oculto ni lo inaccesible. Tampoco es la histora de nuestras fallas o fracasos. No es un nido interior donde alimentar el resentimiento. Nada de eso.  

La “antibiografía” es lo que se configura a partir de todo lo que en una vida no fue vivido, y sin embargo a pesar de esto mismo, ha determinado de manera estructural quién se ha sido y quién finalmente se termina siendo.

Deseos no realizados, pero intensamente anhelados.
Fuertes desencuentros con sueños que alguna fueron activamente acariciados.
Fantasías que rompieron la muralla de la ensoñación, pero cuya fuerza en lo real no alcanzó a realizarse.
Trayectos que, por su importancia, pudimos haber tomado y habrían puesto nuestro destino en un camino muy diferente al que finalmente hemos transitado.

La antibiografía establece una relación, respecto de la biografía, análoga a la que relaciona la sombra con la luz.    

Por momentos la antibiografía se presenta como un ensombrecimiento, un chiaroscuro en la boscosidad de decisiones y acciones concretas que fuimos tomando hasta dar una “forma” a nuestra vida.   

Vamos, apolíneamente, dando forma al vivir bajo la exigencia de optar por esto o por aquello, de negociar aquello por esto otro, de dejar en suspenso lo otro para concretar esto. ¿Qué sucede con todo ese material “residual” que queda suspendido en el aire cuando resolvemos dilemáticamente muchos de nuestros asuntos? Pues dependiendo de cuán significativo sea el asunto sobre el que hemos tomado esa decisión, lo que hemos dejado a un lado va arquitecturizando una contrafigura informe cuyos elementos “hablan”, “dicen” acerca de quién podríamos haber sido de haber escogido esa alternativa que ahora semiolvidamos en el cono de sombra de lo no-vivido. Esa informidad dionisíaca, desordenadora e inquietante, pone en jaque las zonas de comfort y mueve problemáticamente las celdillas organizadas del minimundo cuadriculado dentro de cuyo perímetro intentamos contener la mareas inestables del vivir. 




Claridades, sombras y trasluces

Nietzsche intitula la segunda parte de su ensayo “Humano, demasiado humano” como “El viajero y su sombra”, aludiendo así que somos seres que nos movemos dentro de un constante diálogo tácito entre lo que tenemos de lumínico y de umbríos.

Probablemente nadie sea del todo su biografía como nadie es del todo su antibiografía. Tal vez seamos algo en medio, una bisagra, algo “entre” lo explicitado y esa madeja inconfesa de residuos deseantes que se translucen de tanto en tanto... a pesar nuestro. No pertenecemos ni al país de lo realizado ni a la franja periférica de lo que no-hemos-vivido. En ese sentido podría decirse que somos un poco anarquistas al no reconocernos definitivamente ciudadanos plenos del territorio de las realizaciones ni del antiterritorio de lo no-realizado, no formamos parte del dominio de lo hecho como tampoco quedamos completamente a expensas esas penumbras tan nuestras sobre las que mora lo no-hecho .

Cuando, eventualmente, algo abre esa zona claroscura de la existencia y nos deja desnudos con los ojos fijos ante esos riesgos que no corrimos o frente a las puertas que resolvimos no abrir, nos desorientamos, conmovidos. En esos instantes, el ensombrecimiento de lo que no-hemos-sido nos recuerda que los hechos (lo que se ve) están también formateados por lo que lo contrafáctico (lo que no se ve). Nos sentimos entonces como verdaderos parias existenciales: autoexiliados de la realización de ciertos deseos parecemos inmigrantes indocumentados intentando sobrevivir dentro de nuestra propia muralla inmovilizante. Lógicamente, la sensación no es en absoluto cómoda. Por esta razón cerramos cuanto más rápido podamos esos portales indiscretos que nos recuerdan lo que pudimos haber sido, haber hecho, haber decidido, haber vivido.

Aprendemos así a habitar un “enmedio”, en algún lugar impreciso entre lo vivido y lo que no.




Sensibilidad en negativo

Esa invisibilidad que irrumpe la contabilidad positiva del “haber” interrogándonos desde el “debe” que reclaman deseos olvidados, sueños postergados, travesías renunciadas, resulta trascendente para entender quienes somos. Lo que no-ha-sido-posible configura con lo que sí-fue-posible la historia completa de nuestra vida. No hay autenticidad posible sin el revés de la fotografía. No hay revelado sin negativo de la imagen, ni hay revelación de sí sin capacidad de sensibilizarnos con el revés de la película.

A veces esas residualidades deseantes nos persiguen como fantasmas, tortuosamente, como si se tratara de un castigo por haber decidido erróneamente (no es inhabitual observar que este mecanismo autopunitivo decante en una trágica enfermedad con un desenlace fatal). Otras veces, esos sueños enterrados por opciones más convenientes, resucitan del país de las sepulturas y nos marcan paradójicamente un camino que retomar para hacernos renacer ciertos anhelos que dábamos por muertos. En otros casos, los cabos sueltos de potencias irrealizadas nos hacen rememorar aquello que alguna vez quedó arrasado por cotidianeidades, necesidades, corduras, coyunturas que de alguna forma obligaron a esas “potencias” a menguar hasta disolverse en la correntada del devenir.

¿Qué ha de hacerse con esta brasa quemante? Podemos sentir el revés de la foto como amenazante. Pero también podemos tomarlo como oportunidad para recordarnos, cordialmente, que lo que somos es parte de lo que fuimos tanto como de lo que resolvimos no ser o dejar de ser. Podemos combatir a esa extraña tiniebla como si se tratara de una externalidad que viene a desajustar las clavijas de nuestras temporales armonías, y hasta morir en la batalla, claro, con las botas puestas. O podemos desbeligerar el asunto y abrazarnos a nuestra sombra comprendiendo que ella forma parte indiscernible de quien vamos siendo.

La “antibiografía” puede contener, desde ya, algunas esquirlas de antiguos sacrificios. Pero esta dimensión dolorosa que surge de haber hecho a un lado algunas cosas en pos de otras, no debería llegar a convertirse en resentimiento si es que se supone que optamos por lo que nos resultaba más sensato, más sano, más apropiado, más adecuado. Lo que sucede es que aún habiendo evaluado racional y emocionalmente una decisión (y haber escogido así lo mejor para nosotros mismos en ese contexto y circunstancia particular) esto no quiere decir que no hayamos tenido que hacer a un lado algo que asimismo nos resultaba también altamente preferible. No siempre aquello por lo que optamos se hallaba nítidamente entre lo que estaba “bien” y lo que estaba “mal”. La mayor parte de las veces nuestras alternativas no son tan contrastantes y debemos elegir entre preferencias diferenciadas por algunos grados o matices, lo cual torna la decisión más difícil aún.




Un cuidadoso (y examinado) Mandala   

En suma, aquello que no experimentamos, lo que hemos resuelto no hacer, los caminos que decidimos no tomar, las elecciones a partir de las cuales dejamos a un lado capítulos que jamás escribimos en nuestra vida, son parte insoslayable de quien somos. 

No es posible concebir el trazo fuerte de una vida vivida sin su correspondiente dibujo invisible donde se configuran las imágenes difuminadas de nuestra vida no vivida.

Los budistas tibetanos realizan puntillosos y detallistas diseños llamados "Mandalas de Arena", empleando para tal fin granos coloreados con los que cuidadosamente van dando forma a bellas geometrías complejas, únicas, cada vez. Trabajosamente los Mandalas insumen días y semanas hasta terminarse. Cuando el diseño toma la forma final que se procuraba alcanzar, se lo contempla, y a continuación.... se lo barre. Sí, desaparece. O mejor dicho, se lo des-hace voluntariamente para tener presente que somos seres transitorios, sujetos a la impermanencia. El "Mandala de Arena" requiere de una gran habilidad constructiva, capacidad de examinación, precisión, sentido de la forma, etc. Pero el Mandala mismo es impensable sin esa contraparte que es la no-forma a la que vuelve todo una vez que la arena es barrida del piso. Desapegados de la forma los granitos multicolores transitan circularmente hacia una nueva forma, y desde ella nuevamente a la no-forma y así sucesivamente. 

A la hora de los balances, parciales o finales, cuenta tanto la manera en que procedimos al administrar la arena de lo vivido como el modo en que la tinta invisible de nuestras páginas en blanco se derramó en cada capítulo decisorio de nuestro efímero existir. 

El producto que precipita de todo ello es una intersección compleja de lo biografiable y lo antibiografiado, de la forma y de lo in-forme, de aquellos a los que nos apegamos y aquellos de quienes supimos/tuvimos que desapegarnos, de las geometrías coloridas y cierta vacuidad sin la cual los círculos no cerrarían en el esquema más amplio de los ciclos. 

Somos un "Mandala de Arena", laboriosamente examinable en su totalidad con una mirada sensible que sin dejar de ser compasiva no cae en autocomplacencias. En esa resultante auténtica e integral en la que mezclamos al viajero y su sombra nos volvemos tan indiscernibles de nuestros anhelos realizados como amistados con aquellas potencias que quedaron pendientes. Y esto último parece ser uno de los mayores secretos de la serena aceptación de sí mismo, de la altura apacible desde la que contemplamos nuestras vivencias, y de la templanza con que nos despedimos de esta estancia temporal cuando nos sabemos cercanos a nuestro final.



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