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lunes, 26 de septiembre de 2011

Giorgos Seferis - Santorin (fragmento)




Giorgos Seferis
"Santorin"
(fragmento)



Aquí estamos desnudos sosteniendo
la balanza que se inclina del lado
de la injusticia.




Giorgos Seferis
(1900-1971)
Poeta, ensayista y diplomático griego



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jueves, 28 de abril de 2011

Francois Dubet - "El modelo de igualdad de oportunidades tiene bastante crueldad"


"El modelo de igualdad de oportunidades tiene bastante crueldad"
Francois Dubet






“Podemos condenar la pobreza, pero no tenemos ninguna simpatía por los pobres. Y eso es algo que sucede en todas partes, del mismo modo que en el sistema escolar no hay ninguna simpatía por el que fracasa. El modelo de igualdad de oportunidades tiene bastante crueldad, porque para que los vencedores merezcan su victoria, es necesario que los vencidos merezcan su derrota.


(…)

No estoy seguro de que el modelo de igualdad de oportunidades sea menos opresivo que el de las posiciones sociales. Ser exitoso es muy opresivo. Si en el segundo, uno se volvía neurótico, en el primero el que trabaja mucho se deprime y no sabe luego qué hacer con su libertad”.




Francois Dubet
Sociólogo francés
Tomado de su conferencia "Desigualdades, justicia social, contrato social" en la "Feria del Libro", Buenos Aires, Argentina, 27 de abril de 2011.
Francois Dubet es, entre otros textos, autor de “Repensar la Justicia Social – Contra el modelo de Igualdad de Oportunidades






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domingo, 26 de septiembre de 2010

Ese amoroso y doméstico animal político llamado “humano”


 
Ese amoroso y doméstico animal político llamado “humano




“Algunos de los hombres más salvajes son las mejores mascotas.”
 

De la siempre provocadora Mae West
(“Bella de los noventa”, 1934)






Nuestros más entrañables vínculos… nos domestican?
Amar a otro ser implica aplicar sobre éste cierta micropolítica “voluntad de domesticación”?
Pueden los vínculos amorosos ser pensados como eficaces herramientas de rebañización social?
Cómo intervienen los juegos de poder en los lazos vinculares?
Serían los lazos, por la vía de la domesticidad, un asunto pensable desde el punto de vista político? 
Son nuestros osados y tercos deseos pasibles de ser domesticados?




-El amor “pactado” del animal humano


Vincularse y coexistir en forma estrecha con alguien requiere acordar cierto marco que regule esa relacionalidad. Desafortundamente, para nuestro “lado dionisíaco”, no todo es gozoso devenir ni puro principio del placer. Apolo siempre nos anda apurando el tranco sinuoso de nuestro derrotero desiderativo con sus cuadriculadas espuelas: el dios de las formas nos recuerda que estamos bajo el imperio y peso del “tú debes”. No olvidemos que es Apolo mismo, en su multietimológico origen, el dios de la vida política (al menos según el gramático alejandrino Hesiquio),  también quien guía divinamente las manadas, siendo considerado a su vez dios de la colonización. 
Meterse en las fomas-formalidades de los pactos, efectivamente, nos volvería plenos animales políticos y nos… rebañizaría? 
Son los pactos un medio de “colonización” cultural a través del cual entramos de cabeza a cumplimentar los mandatos más ciegos de nuestra sociedad y a encadenarnos al poder?

Cuando la frágil pasionalidad vira hacia la –aparentemente más sólida- categoría de la relacionalidad se vuelve menester fijar mínimos marcos, establecer reglas, poner mesura y templanza a la vasta bravura caotizante de las errancias deseantes. 
Los pactos sedentarizan lo que el deseo nomadiza. 
Las flechas certeras de Apolo nos fijan a la entomología social con eficacia asombrosa. Pasamos del desorden del éxtasis sensible a la armonía ordenada racionalmente. De los brazos de Dionisio a la cabeza de Apolo. De los universos del devenir al mundo pacto.

Nuestra “tragedia” estructural, constitutiva, elementarísima, consiste justamente en buena medida en hallar inestables equilibrios dentro de ese tironeo inmortal que batallan, bajo nuestro nombre propio, las subversivas fuerzas desordenadoras de la pasión contra las fuerzas milicianas compuestas por los principios ordenadores de la prudente racionalidad. Y viceversa. 
Sobre este encuadre general en que se monta el sustrato de nuestros trágicos devenires, el principio de realidad triunfa llevándose de maravillas con el orden que ejecutan los pactos y contratos.

Afectivamente hablando, somos todos/as hacedores concientes (e in-concientes) de pactos de amor. Todo vínculo amoroso entomologizado como “relación” posee su propio y singular stock de reglas eficaces y efectivas a la hora de organizar las conductas, orientar ciertos comportamientos y elidir ciertos impulsos. Desde esas reglas dichas y/o no dichas, desde la letra grande y la letra de hormiga de los pactos habrán de regularse los intercambios afectivos, emocionales, sexuales, económicos, etc. que tendremos con nuestros eventuales otros significativos.




-Obediencias, acatamientos y… líneas de fuga vitales

Los pactos se acatan, se aceptan, se cumplen. Por suerte –aunque no sin grandes dificultades- también pueden revisarse, reconfigurarse, rehacerse e incluso hasta disolverse.

El animal humano está “formateado” psicológica-cognitiva-emocionalmente para deambular dentro de diversos tipos de pactos. En otras palabras, estamos preparados para acatar y subsumirnos a los pactos. Por qué? Sencillamente porque aprendemos muy tempranamente y de manera básica que esos “acuerdos” con el otro nos preservan, nos aportan un marco imprescindible para sobrevivir. También, como curiosamente ya veremos más adelante, contamos con una igualmente vital capacidad para resistirlos. Desacatar, desobedecer, incumplir pactos es asimismo algo inherente al ser en su mundo relacional. En ocasiones, subvertir la posición de uno dentro de un determinado pacto (e incluso abandonar un pacto, huir de él) resulta ser, a todas luces, también un acto de supervivencia. Doble rostro de Jano de los pactos.

Ubicarse a sí mismo en un pacto es aceptar algún grado de limitación en la propia libertad, y a la vez, solicitar que el otro acepte de igual modo un grado de limitación sobre los usos de su libertad.

Pactar es negociar, aceptar y asentir en ciertos asuntos, aunque lo hagamos en proporciones disímiles y de maneras no siempre demasiado claras.

El animal humano es un ser de pactos.
Los necesita para ordenar el desorden de sus pulsiones, de sus voluptuosas pasiones, de su extraña y hasta tirana fisiología silente.
Ganamos orden, perdemos animalidad.
Nos volvemos civilizadamente domésticos enlazando y adecuando los deseos al poder, tal como decía con total lucidez don Enrique Marí.
Todo pacto descaotiza…  al menos hasta que deja de hacerlo…

Ocurre, como ya observáramos, que para el sujeto ordenado-sujetado por sus pactos estos mismos pueden volverse en su contra. Los mismos pactos que otrora lo ayudaron en lo “micro” a dar orden a la caótica de sus flujos de deseo y sus impulsos nerviosos, al mismo tiempo lo limitan, lo estrechan, lo cerrojan en esa invisible celda “macro” cuyo objetivo final es la adaptación social al medio. Hay pactos que lejos de colaborar con la supervivencia, juegan su juego para el lado de las pulsiones de muerte.  



-La "dación" y la imposible igualdad

Un error (o debería decir ilusión?) que abunda en las creencias que se activan en aquellos que se envuelven intensamente en alguna clase de pacto afectivo es el mito de la justa igualdad. 
La ilusión de reciprocidad en el plano afectivo es, tal vez, la peor semilla de resentimiento potencial existente en un vínculo. Se malsupone que en tales pactos intravinculares debería existir una cierta “justicia” e igualdad respecto de las proporciones de libertad que cada pactante entrega para que justamente ese pacto sea viable. Y de idéntica manera se alimenta la ilusión de que, tratándose de amor y afectividad, debemos ser coronados con una  idealista correspondencia mutua. Demandamos, tácita  o explícitamente,  que se nos trate desde una virtuosa reciprocĭtas . Error de errores!

No existe ni igualdad ni reciprocidad en tal entrega de la libertad. Ni debería porque existir alguna!
Fundamentalmente, tal errónea búsqueda reclamante de justa igualdad y reciproca correspondencia es  un equívoco porque la “dación” no es un fenómeno capturable desde el derecho a la aequitas.
Ejemplificando, podríamos decir que una madre no debería esperar un “justo retorno” de lo que ha dado a-por sus hijos en nombre del amor. Lo que ha dado lo ha dado. Punto. Sin esperas de un “retorno”, de un justo “vuelto”. Tomando otro ejemplo desde otro territorio amoroso, el amante no debería ajusticiar simbólicamente a su amado en nombre de un sollozante “todo lo que yo te he dado” si el amado decidiera desterritorializar su deseo y nomadizarse erótica y/o amatoriamente.

La dación es un fenómeno complejo pero imprescindible a la hora de intentar comprender la i-lógica de los lazos.

Se “da”, nos “damos”, porque la potencia de ese efecto era -o es- tal que no podemos ni desconocerla ni reservárnosla. El afecto es una dación porque nos desborda hacia el otro.  Pero en crudos términos  hay que sincerarse y reconocer que el otro no nos ha obligado a que lo amemos.  En todo caso lo hemos amado porque la intensidad del afecto era tal que nos empujó a revelar ese irracional desborde de nuestro sentir a quien amamos. Y qué otra cosa inteligente puede hacerse ante un desborde afectivo que entregarse a la comunicabilidad de ese desbordar?! El asunto aquí es que lo que el otro nos dé, ese “caudal” de dación que nos llegará del otro, no sólo no es previsible sino que no es ni exigible ni demandable. Cosa triste demandar dación. E inútil, por cierto. Incluso –horror vacui!- podría hasta no haber retorno afectivo alguno por parte del otro. 
Sí, el amor es una incertidumbre conjugada bajo condiciones de alta probabilidad de desbalance.
Pactamos porque es justamente "bajo pacto" que se intenta introducir la claúsula que garantice la igualdad emocional, la justicia afectiva, la reciprocidad amorosa. El pacto introduce en los vínculos una ilusión -o un pack de éstas- allí donde justamente la realidad nos muestra que no es posible ni viable ni lo recíproco, ni lo justo ni la correspondencia, ni la igualdad. Por eso, en el propio vientre el pacto está la serpiente de su fracaso. Pactamos para tratar de docilizar la animalidad sin garantías que subyace bajo nuestra civilidad y sus vínculos fundantes. Pactamos en la relacionalidad para transitoriamente hacer emerger la posibilidad ficticia de la seguridad amorosa. Pactamos buscando domesticar lo más indomesticable del animal humano: su deseo.      


 
-Una riesgosa puerta a la inautenticidad tras el muro de la tristeza

El reclamo de “justicia en la igualdad” que de alguna manera reclaman reprochonamente aquellos que participan de un pacto amoroso es absurdo por doble vía: el amor no entiende de justicia y menos de igualación. Salvo que querramos ilusionarnos con ello… lo cual siempre es una opción balsámica posible, aunque falsa. 
Lo que es verdad, duramente verdad, es que no habría razones reales para fundamentar por qué exigir que en los pactos afectivos deba existir alguna forma de justa reciprocidad. Las únicas razones que podemos esgrimir para exigir reciprocidad en los afectos son aquellas pseudorazones de orden moral. Digamos que “estaría bien” dar si se ha recibido. Pero no hay obligación ninguna de hacerlo. No hay ningún deber de dar nada a cambio. De hecho, quien da afectivamente obligado por razones morales obra con inautenticidad. Esa dacíon forzada es de origen insentido, irreal, inauténtico. Lógicamente,  está repleto de menesterosos emocionales que ante la posibilidad de quedarse sin siquiera la ficción del amor, prefieren aceptar el disfraz de una dación falsificada. Cuestión de tolerancia a la mentira. O cuestión de triste indigencia afectiva, vaya uno a saber. Como sea,  pretender moralizar  el campo amatorio ha causado estragos psicológicos, tristeza, dolor y enfermedad.

Fuera de las ficciones de utilería de la moralidad, lo cierto y comprobable en la fenomenología de los lazos afectivos es que nadie da ni se da por igual. Menos aún podemos mensurar ni lo que damos ni lo que nos es dado.

El amor, el afecto, escapa a la lógica de lo cuantificable.

Una concepción del “alma humana” como asunto político subyace en todos estas elucidaciones en las que se enlazan los asuntos de la pasión, del deseo, de la sujeción, de la gobernabilidad de sí y de los otros. Zôon politikón…
Sí podemos afirmar que, tratándose de asuntos en torno al amor y la afección, resulta viable pensar en términos de efectos de intensidad, renunciando con ello mismo a cualquier estúpida intención cuantitativa por estéril e improcedente, y a cualquier voluntad de igualdad, por errada e ilusoria.  Definitivamente hay que decir que nos equivocamos brutalmente cuando pretendemos decodificar algún afecto en términos de “menos y mases” –o peor aún- reclamar resentidamente desde esa lógica absurda y románticamente ficticia de la justicia amorosa. No hay balanza ni unidad de medida para volver cuantificable lo que hemos dado, ni lo que hemos recibido afectivamente hablando.

Amar es un fenómeno de intensidades,
fuerzas, 
potencias,
cruces de poderes.
Hay, indefectiblemente, quien puede más que otro en esos desequilibrios del dar-darse.

Amar es enredarse en un incierto juego de fuerzas y múltiples poderes. Pactar en el amor es una de las caras del prisma micropolítico de las subjetividades. Somos animales políticos, somos animales de pacto. Ergo, somos humanos pactadores en estado político. Domésticos animales políticos infinitamente humanos, vastamente errados, fugazmente equilibrados.


Hay una política del amor, inevitablemente siempre la hay.



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sábado, 11 de septiembre de 2010

Re-presentando la justicia

 

Re-presentando la justicia
  



"Pues mi noción de justicia es esta: los hombres no son iguales."
 
Friedrich Nietzsche



La categoría de lo humano, en tanto definición política que intentaba dar cuenta de un supuesto conjunto forzadamente homogéneo de prácticas sociales y subjetividades, arrastraba consigo la pretensión de representar a la humanidad toda bajo una falsa forma uniformante. Esa unidad designativa molar, totalitaria y totalizante se ha destroquelado por completo. 

Habitamos un mundo en el que nos rodea la diferencia: la fenomenología de la otredad se nos pasea delante de los ojos por doquier. Incluso a nivel estrictamente subjetivo, somos cada uno de nosotros mismos un auténtico haz de diferencias amparadas bajo la vetustez de esa expresión ambiciosamente unitaria llamada “identidad”. La "identidad" como concepto teórico coercitivo fue a las subjetividades lo que  el concepto de "lo humano" a las diversidades culturales.
 
Hundidos bajo los múltiples modos que asume lo diferente, confrontados con la diferencia de los otros, y con el otro internalizado como diferencia en el teatro identitario de nuestro mismísimo ser,  nos atrevimos a ir despegando las alas del rígido telgopor en que nos clasificaba la entomología sociocultural. La resistencia simbólica de "los diferentes" logró componer un no del todo articulado -pero sí altamente efectivo- mapa de  contrapoderes  micropolíticos que retaron a duelo en distintos terrenos a la violencia logocentrista.  

Dispuestos a romper las murallas trás las que asomaba la promesa de lo libertario, hemos hecho de la  variación, la variedad, lo distinto y lo diverso una bandera sin bandera, una intermitente pero sostenida batalla sin demasiadas armas convencionales, una antorcha terca para terminar de espantar cualquier resabio de maldito oscurantismo. 

Luego de la disolución de esas designaciones coercitivas falaces bajo las que incómoda y sufrientemente se nos hubo de exigir obediencia y adaptación, otras formas inéditas de ser, de estar, de habitar, de amar fueron saliendo a la luz. Lo normativo fue triste asunto a tratar por las eternas ratas  sepultureras lameculos de la moral, el orden y el status quo. Mientras tanto, la microhistoria  rescataba del letargo a los arqueologistas del tiempo pasado.  Otras fuentes, otras  miradas, nuevos sujetos históricos, nuevas cogniciones. Los genealogistas deconstruyeron cantidades de infamias seculares y se encargaron asimismo de asumir la tarea de denunciar mentiras y encubrimientos. Poco a poco se fue dando voz a lo que hasta entonces había permanecido engullido dentro de la legitimada invisibilidad de las interpretaciones impuestas por las alimañas del poder biopolítico y los detentadores de ultraterrenas pseudoverdades inmaculadas. Última estocada cuasimortal a la autoridad autoritaria de lo sacro. Acción subversiva de los saberes contra el monopolio del conocimiento, ἀμήν... (*)  


Engendrando diferencias entre nocturnas tinieblas, amanecimos intensamente telúricos, naciéndonos diferentes. 


Entonces, ha llegado otro tiempo: el tiempo de poner en interrogación a la fuerza conservativa de la Ley y a sus sagradas instituciones inerciales. 

Entonces, lenta pero irremediablemente, esas nuevas libertades subjetivas hace poco tiempo atrás paridas doliente pero gozosamente, comienzan a cuestionar a las arbitrarias distribuciones de lo justo y lo injusto. Las diferencias -esas que toman cuerpo y se vuelven encarnadura en las vidas y elecciones de los diferentes- interrogan radicalmente sobre el deber y la sanción, sobre la obligación y el derecho, sobre la norma y sus transgresiones. 


Entonces, empezamos a transitar la fértil incertidumbre de exigir nuevas formas de descifrar y entender lo que es la justicia. 


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(*)  ἀμήν: expresión griega para manifestar aquiescencia y/o fuerte deseo de que tenga efecto lo que  anteriormente se ha dicho. De ella deriva la expresión en latín tardío "amen", y también la vinculación con la palabra hebrea "āmēn" (verdaderamente).