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jueves, 3 de octubre de 2013

Mi nombre es Nadie: la invisibilidad como estrategia de supervivencia




     Mi nombre es Nadie
La invisibilidad como estrategia de supervivencia



Gabi Romano


  



"Mi nombre es Nadie,
y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos."

Homero
“La Odisea”




"Mi nombre es Nadie." Tal fue la respuesta de Odiseo ofrece al Cíclope cuando éste le pregunta por su ilustre nombre. Y tal respuesta fue asimismo la que, ingeniosamente, serviría al héroe de no morir engullido brutalmente en las fauces del gigante Polifemo.

Volvernos nadie, enunciar la propia “nada” enlazada indiscerniblemente a sí mismo, a nuestra identidad, a nuestro nombre. Devenir nadie para salvar la propia vida, he aquí la curiosa estrategia con que nos ilustra este pasaje homérico: volvernos nadie equivale, en situaciones de feroz desigualdad de poder, a adoptar activamente una auténtica estrategia de supervivencia basada en la autoelisión de sí mismo.





Odiseo y su Odisea…


Ese maravilloso texto cargado de infinitos laberintos de significados que constituye “la Odisea” narra las desventuras de Odiseo, rey de Ítaca, hijo de Leartes y Anticlea. Odiseo es un héroe, pero uno cuya soberbia como mortal fue castigada por el dios del mar Poseidón, quien someterá su nave a un naufragio y lo condenará a atravesar diversas vicisitudes durante una larga década. Odiseo persistirá en su objetivo primordial: volver a su reino, recuperar Ítaca, reencontrarse con su amada Penélope y su hijo Telémaco. Estos nobles objetivos, sin embargo, no hacían mella en la ira de Poseidón quien se ocupaba de renovar las tempestades a las que sometía al héroe de manera casi constante de modo tal que le impidieran retornar a su hogar y “pagar” así por su inadmisible soberbia de mortal.

Odiseo -apodado “el astuto” en virtud de su notabilísimo ingenio que, entre otras cosas, hizo nacer la idea de construir el famoso caballo a través del cual se logró vencer a los troyanos- naufragará así, perderá su nave, verá morir a sus compañeros en ataques sorpresivos, lo atacarán los monstruos marinos Escila y Caribdis, el guardián de los vientos Eolo los echará de su tierra, en la isla de Ea la hechicera Circe convertirá a sus marineros en cerdos, etc. Entre tanto castigo divino a su moral arrogancia, entre tanta desesperación e impotencia, una hedónica compensanción lo satisface durante un largo tiempo: en la isla de Ogigia, sitio habitado por la sugerente la ninfa Calipso -hija del titán Atlas- vivirá casi siete años, retenido entre placeres sensuales, manjares, brebajes, lujurias y hasta una generosa oferta de juventud eterna e inmortalidad que el héroe rechazará. Se marchará de allí en una balsa que -como no podía ser de otra manera- Poseidón destruirá en medio del océano.

Sobreviviendo apenas aferrado a un mínimo trozo de madera, llegará apenas vivo a la costa del reino de Alcinoo donde éste, compadeciéndose de su situación, finalmente lo ayudará a viajar hacia Ítaca. Una vez en su isla natal, Odiseo se disfraza de mendigo con el objeto de no ser identificado entre los pretendientes de Penélope que concursaban por quedarse no sólo con su esposa sino con su entero reino. Una vez en su palacio y habiendo revelado su verdadera identidad a su mujer y a su hijo, tomará su arco y sus flechas. Odiseo se hará un festín de mortífera arquería contra los abusivos pretendientes que habían prácticamente tomado posesión de su palacio. Happy end para este noble guerrero que no renunció a su esperanza pero debió pagar con su expuesta vulnerabilidad todos los terribles precios que los dioses impusieron a su soberbia.





“Nadie” y el episodio con el Cíclope embriagado


Como hemos enumerado sucintamente, Odiseo pasó por diversas desventuras y desafíos que pusieron en riesgo su vida: huracanes marinos, iracundas tormentas gestadas por la rabia de los dioses y varios naufragios. Cuando estas desdichas apenas habían dado comienzo Odiseo atraviesa una de las más curiosas pruebas de supervivencia en la isla de los Cíclopes, experiencia que se relata en el Canto IX del texto homérico.

Nos relata Homero que en aquella isla de los brutales y gigantescos seres de un solo ojo, habiendo desembarcado junto con doce de sus hombres y mientras buscaban afanosamente un refugio, Odiseo y su gente entran sin saberlo en una gruta que resultó ser la cueva de Polifemo. Polifemo era uno de los cíclopes moradores de la isla, pero para total desgracia del héroe de Itaca, no se trataba de un cíclope más: Polifemo era nada menos que el hijo del dios Poseidón, el castigador principal de Odiseo. Desconociendo que el dueño del lugar era el más famoso de aquellos míticos gigantes de un solo ojo, los hombres se dieron a comer los quesos que allí encontraron y se tiraron a descansar. Cuando Polifemo regresa a la cueva se encuentra así con Odiseo y los suyos. Huelga decir que los forasteros no le cayeron en gracia al gigantón de voz grave y aspecto monstruoso. Furioso con los intrusos se devoró a media docena de aqueos y mantuvo al resto encerrado dentro de la gruta, cuya entrada selló con una roca enormísima inamovible para cualquier humana fuerza que intentara renoverla. El primitivo instinto de Polifemo era, desde ya, continuar con su festín de carne humana foránea y comérselos uno por uno a todos. En medio del temor de los seis restantes y de Odiseo mismo, éste ingeniosamente logra ofrecerle al gigante una generosa porción de vino puro sin escanciar que su tripulación llevaba en los odres. Polifemo acepta y le pregunta su nombre. Escuchemos de la propia boca de Odiseo como relata aquel intercambio con el cíclope :


-Cíclope, preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a decírtelo,
pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido.
Mi nombre es Nadie;
y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.

Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel:

-A Nadie me lo comeré último, después de sus compañeros,
y a todos los demás antes que a él:
 tal será el don hospitalario que te ofrezca.



Dicho esto, el gigantón se deglutió a un par más de aqueos y bebió hasta hartarse del vino ofrecido por Odiseo. Hasta de tirarse a dormir, incluso se tomó una buena cantidad de leche de oveja. Pero sigamos este diálogo, nuevamente, de acuerdo al relato del propio Odiseo:


Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos, 
alzando nuestras manos a Zeus; 
pues la desesperación se había señoreado de nuestro ánimo. 
El cíclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre, 
devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, 
se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.



Mientras Polifemo caía así borracho y terminaba la jornada sumido en un profundo sueño, Odiseo meditaba posibilidades de escape. Mientras la gruta se poblaba de los aterradores ronquidos del cíclope dormido, el astuto héroe ganó el suficiente tiempo como para crear una puntiaguda lanza de una gran rama de olivo que el propio Polifemo había dejado en un rincón de la cueva. Durante el sueño etílico del cíclope, Odiseo y un par de sus hombres empuñaron la pesada y larga lanza en completo sigilo, acercándose a Polifemo a quien se la clavaron corajudamente en el centro de su uniojo.  Desesperado, éste dió un espantoso gemido y comenzó a gritar de dolor solicitando ayuda al resto de los cíclopes que habitaban en otras cuevas de aquel promontorio. Algunos le respondieron:

-¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza?

Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo:

—¡Oh, amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.


Ninguno de los cíclopes fue a prestarle ayuda ante lo absurdo de la respuesta de Polifemo, pues lo tomaron por loco o por maldecido por la voluntad de algún dios. Solo, ciego, dolorido y enfurecido Polifemo se sentó en la puerta de la cueva, bloqueando la salida de Odiseo y su gente pues con sus manos tocaba el lomo de las ovejas y cabras que iban saliendo de la gruta a modo de invidente recurso para controlar que Odiseo no se le escapara. Pero el mote de astuto no le había sido puesto en vano al rey de Itaca: Odiseo mando a sus hombres a ubicarse bajo el vientre de las ovejas y salir en cuatro patas bajo éstas de modo tal que al palparlas el gigante no sintiera que debajo de ellas se daban a la fuga sus agresores. De este modo lograron sortear la guardia que el cíclope había montado en la entrada de su guarida y escapar de una muerte segura masticados en la mandíbula de Polifemo. Ya en su nave, Odiseo gritó al cíclope:
  

—¡Cíclope! Si alguno de los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Itaca.


Por supuesto que, al ser alertado de que su hijo Polifemo había quedado ciego por causa de Odiseo, la ira de Poseidón se encendió una vez más contra el héroe vencedor de los troyanos. Poseidón se encargaría así, de seguir sumando castigos ad infinitum contra este descarado mortal que ahora, además, había dejado invidente a su ciclópeo vástago.

 


 

Contra los gigantes, la invisibilidad salvífica


Volverse “nadie” ocasionalmente puede salvarte la vida. Esa parece ser la enseñanza que la astucia de Odiseo deja flotando en el aire a quien se atreva a comprender cabalmente el profundo significado de este mensaje.

Odiseo opta, concientemente por elidirse: se desvanece junto con la supresión de su nombre propio. Enfrentado a la brutalidad de un poder contra el que se reconoce pequeño y desamparado, no se victimiza ni se entrega al destino de ser devorado por la desmesurada voracidad del gigante. Se refugia en un rincón de la cueva a usar su primera y más segura arma: el pensamiento.

Odiseo piensa. Odiseo acomoda la precaria información que se brindan sus sentidos dentro de esa gruta maloliente en la que todo le indica que perecerá y... piensa. Y es así como una simple rama de Olivo se transforma, tácticamente, en una lanza enceguecedora. Más tarde, un pequeño rebaño de ovejas se vuelve el camuflaje perfecto para garantizar una victoriosa escapatoria. Pero ni la rama de olivo ni las inocentes ovejas hubieran sido algo más que una mera rama de olivo verde y un manojo de lanudas criaturas cuadrúpedas de no haber mediado el ingenio creativo de este legendario héroe homérico.

Sea que tomemos transitoriamente el nombre Nadie, sea que pensemos en la lanza que deja ciego a Polifemo, sea que pensemos en la invisibilidad que logran estos hombres escondidos bajo las ovejas, en todas estas “astucias” el hilo común se trata de la elisión, del borramiento de sí mismo. Lograr un autodesaparecer que permita sobrevivir situaciones que seriamente ponen en riesgo la vida. A veces la visibilidad es nuestra peor condena, sobre todo, cuando el poder que enfrentamos es brutalmente desproporcionado en relación a las limitaciones realistas de las propias fuerzas.

Polifemo es un cíclope, pero podríamos cambiar a Polifemo por cualquier entidad o personaje desmesuradamente poderoso, cargado de violencia o embanderado en una causa tal que busque la supresion física de quien no posee ni los medios ni el poderío para enfrentar esa agresión. El fascismo es todas sus variantes es polifémico. Los autoritarismos persecutorios de las diferencias y de las disimilitudes que no se alinean con  la cerrazón de su relato único y excluyente son fenómenos polifémico. El nazismo ha sido polifémico. Stalin fue un desproporcionado Polifemo. Los tiranozuelos y tiranozuelas populistas devienen en personajes polifémicos.






Sobrevivir en contextos polifémicos


Mencionaré dos breves ejemplos de elisiones cuya salvífica invisibilidad quedaron maravillosamente retratadas cinematográficamente. La primera, en “La vida es bella”.

Esta  película italiana -“La vita è bella”- protagonizada por Roberto Benigni y basada en el libro “Al final derroté a Hitler” de Rubino Romeo Salmoni- presenta la experiencia devastadora que el nazismo representó en las sencillas vidas de muchos judíos europeos. El personaje  principal, Guido Orefice, encarna a un simple pero ingenioso hombre italiano de origen judío que logra salvar la vida de su pequeño hijo en el campo de concentración de Bergeen-Belsen valiéndose de un “cuento” con el cual distorsiona completamente la realidad en la que se encuentra junto a su hijo. Guido le hará creer a su pequeño niño que se encuentran en el campo de concentración como parte de un juego en el que deben ganar puntos, y el primero que gane 1000 puntos se llevará como premio un tanque auténtico. El padre, bajo la excusa del juego y la competencia para ganar ese tanque imaginario, no sólo invisibiliza el horror de la situación en el campo de concentración a su hijo, sino que logra literalmente mantener al pequeño oculto hasta que el fin de la guerra -con la llegada de los aliados- permite al niño escapar a salvo de lo que hubiera sido una muerte segura. Frente al Polifemo nazi, ese padre elide a su hijo, lo invisibiliza a los ojos de la máquina fascista aniquiladora, y es gracias al doble ocultamiento  -de lo real de la situación y de sí mismo- que el ese pequeño ser logrará sobrevivir al holocausto. 

Otro film, en este caso acerca de la demencia del fascismo mussoliniano, es "Vincere”. En esa trama se recorre la trágica historia real de una de las amantes del Duce, Ida Dalser y su locura amatoria hacia el líder italiano. Un psiquiatra se empeñará en que Ida permanezca invisible a los ojos del poder a fin de poder mantenerla con vida. Será ese “médico de locos”  quien le expresará a Ida Dalser un singular punto de vista acerca de cómo no perecer en aquellos duros tiempos envueltos en la atmósfera persecutoria del fascismo de masas. Le dice así a Ida:

Usted ataca… salta de las trincheras y ataca. Estuve en la Segunda Guerra, pero ahí había dos ejércitos matándose entre sí con las mismas armas. Usted, sin embargo, está sola contra todos… los Carabinieri, la milicia, el ejercito, la Guardia Real… demasiados. Se equivoca al ir gritando su verdad. ¡No es que la verdad no debería gritarse! Pero es el modo, el método… el momento, que no es el correcto. Este es el momento de estar tranquilos, de ser actores… ejerzo de médico, curo pacientes. ¿Alguna vez me oyó decir: “Abajo el Duce”? Hoy, no digo siempre, hoy… debemos ser buenos actores.”


El psiquiatra no desalienta a Ida Dalser a enfrentarse al poder, tampoco pone en duda su derecho a la decir la verdad… pero intenta resguardarla de la obscena bestialidad del fascismo. Conciente de la desproporción de poder, el psiquiatra sugiere a Ida que se elida, que se desvanezca en la invisibilidad de ser “nadie” por un tiempo. Intentando advertirle que cuando los contextos políticos se vuelven manifiestamente supresivos de la libertad individual, el coraje puede confudirse con imprudencia sólo está intenta transmitirle que toda valentía requiere de medir cuidadosamente el momento oportuno para la acción. No hacerlo cuesta la vida. A ese momentum preciso para dejar de ser visible, a ese calibrar la propia exposición cuando en ella se nos puede ir la mismísima existencia, a esa sapiencia serena para saber cuándo es el tiempo preciso, a esas reflexiones en torno al instante justo para alcanzar nuestro propósito, a eso los antiguos griegos lo condensaron con la palabra kairós




La libertad emboscada


Odiseo aprende a esperar. Cultiva la tensa espera para vencer a Polifemo, mientras piensa en el mejor modo de vencerlo... hasta tanto llegue el momento de pasar a la acción, Odiseo se disuelve en Nadie. Se vuelve Nadie. Y efectivamente, Nadie lo salva y por ello mismo logra salvarse a sí mismo y recuperar orgullosamente su nombre propio, su reino, a aquellos quienes más amaba.

Pero por sobre todo lo que Odiseo recuperó fue la libertad de vivir la vida que deseaba, continuar viviendo donde la deseaba continuar viviendo y con los que deseaba continar viviéndola. Ser rey es, principalmente, ser amo de sí, no ceder jamás la propia soberanía... no siquiera ante la ira de los dioses. Pero para alcanzar ese estado soberano respecto de sus decisiones y de entera su vida, Odiseo debió naufragar, pagar su tributo de penurias a los olímpicos, demostrar su inquebrantable sentido del valor y nadificarse a punto de perecer en esa elisión. Luego, sí, llego el tiempo de recuperarse a sí mismo.

El que se invisibiliza convalece, sufre, pena, flota sobre su ruina. El asunto es que nada de ello sea en vano. Un Henry Thoreau en aquel bosque cerca de Walden Pond, o un Ernst Jünger emboscado en Stauffenberg, también constituyen versiones de Odiseo en la gruta del cíclope o de Diógenes desnudo viviendo dentro de un tonel pidiéndole a Alejandro que se mueva porque le tapa el sol. Cuando la libertad de sí está en juego y el poder se presenta con toda su escenografía (o todas sus bayonetas), los modos de elidirse permiten llevar a cabo una “convalecencia de la desmesura”. El sentido de esta desventura cobrará relevancia al final de ese relato único que es el propio existir.  

Los nobles griegos de la antiguedad tuvieron un alto sentido del respeto hacia la libertad de quienes consideraban sus pares. Libertad no era una palabra escrita en sus Constituciones –estaban lejos aún los siglos en que advendría el estado-nación y sus cartas fundacionales- sino un acto, una acción, un valor práctico, una pauta de convivencia ética. Entre hombres libres se cultivaba la libertad tanto como la excelencia, el sentido del mérito, la competencia como medio de superación personal, el autogobierno. Sin esa trama interactuante la libertad era cosa vana, una mera proclamación discursiva que cualquier espíritu superior habría rechazado por falsa y vacua.  

La vileza que implica huir escabullidamente de la responsabilidad de estar vivo, los trucos de escapismo con que se intenta mágicamente tomar el atajo de la irrealidad, o la victimización sacrificial (cuyo metamensaje siempre es extorsivo y manipulador) están muy lejos de representar formas de alcanzar la libertad. Por el contrario, elidirnos es otra cosa bien distinta: constituye una forma temporal de darse a la espera. Una espera conciente que no suprime el coraje sino que lo fragua en la dureza de la demora que sabe contenerse para lanzarse más tarde con mayor precisión y justeza. Odiseo es nadie porque sólo vaciándose transitoriamente de quien es puede volverse lanza, puede hacerse mendigo, puede transformarse en la flecha que se toma su tiempo para lograr tensarse a punto con el arco.

La libertad es una flor singularísima cuyo cultivo es muy delicado.
Requiere constancia, pensamiento propio, provechosa soledad, actitud soberana, y por sobre todo, el deseo de jamás ceder al arbitrio absurdo de autoridad alguna. No es asunto para improvisados, ni para ansiosos ni para virulentos. Es una flor tan fuerte como frágil, es el centro de la diana. Y hay que volverse liviano como el aire para poder ser flecha y dar en su blanco. Entonces sí, cuando la libertad se ejerce y se contempla, se transmite y se vivencia, se respira y se cuida.., entonces sí, la visibilidad vuelve a tener sentido. Entonces sí es tiempo de gritar el nombre propio fuera de la cueva, desemboscado. Es tiempo de expandir el buen orgullo de haber permanecido de pie en el infierno y haberlo sobrevivido. Entonces sí se puede elevar aún más esa misma cabeza que jamás se inclinó ante los fueros sagrados que investían al poder arbitrario. Y bien en alto, alzar entonces la mano y recoger esa diana en flor por la que trepamos silenciosa y anónimamente a tantos abismos. O como coronaría Mitsuye Yamada este círculo entre ser y nadie, entre darse a la visión e invisibilizarse, entre elidirse y remarcarse:



Reconocer nuestra propia invisibilidad significa encontrar por fin
el camino hacia la visibilidad.





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domingo, 5 de septiembre de 2010

Irreversibles flechas lanzadas al brumoso destino


Irreversibles flechas lanzadas al brumoso destino



“En la verdad y en el error, en el gozo y en el malestar, sé tu propio ser.”

Fernando Pessoa
“El libro del desasosiego”



 
“Hay tres cosas que nunca vuelven  atrás:
la palabra pronunciada, la flecha lanzada y la oportunidad perdida.”


Proverbio chino







-Inciertas flechas, como dados en el aire…

Cuando los dados están en el aire, qué otra cosa puede hacerse sino esperar a que caigan? 

Dados girando aleatoriamente en el aire… o flecha soltada desde el arco de las decisiones hacia la garganta incierta de un destino en cuyo centro se teje a sí misma una invisible diana…

Mientras dura esa usualmente incalma espera (tiempo en que ya nada depende del yo y sus ilusorias manías de planeamiento y/o anticipación controladora) pierde todo sentido práctico volver a revisar si hubo la correcta tensión en el arco, o si nuestra voluntad de hacer blanco fue lo suficientemente efectiva.  De nada vale repasar lo que se ha hecho cuando ya -y aún…- la flecha está describiendo su puntuado hilván transparente, su trayectoria certera pero irrevelada, su interrogativo dibujo en el aire del devenir.


Punta, dardo, seta.
Vértice  que, como un ángulo de nuestra propia vida, amanece  suelto y dirigido al horizonte entre  ráfagas de vientos inmóviles.

Dados pintando piruetas en el azar aéreo.

La jugada está hecha.

Pero el movimiento sigue, irresuelto. Lo cual, inquieta.

O es quizá que inquieta más saber que es irreversible el proceso mismo del que ha partido la jugada?



-La inquietud de una jugada vital

Luego de haber resuelto mover nuestras piezas decisionales y haber lanzado así una jugada vital, qué es lo que nos inquieta realmente?  No poder volver atrás? Que nuestras indisimuladas ansias resultadistas queden insatisfechas con lo que advenga luego de la movida? La tensión que tal vez esto genere en nuestro entorno vincular? Haber podido hacer las cosas de un modo más acertado? Nos da miedo el resultado, o la certeza  de que una vez “jugada la jugada” poco y nada ha de poderse hacer para revertir lo que advendrá?


Veámoslo más de cerca.
Puesto que aún no ha dado en el blanco, la flecha se mueve sin todavía  alcanzar a decirnos dónde habrá de caer. Ella, en su callado trayecto guarda su mensaje final… y nos fuerza a aguardar. La flecha surca. Nosotros, entrepensamos.

Y si consideramos en la metáfora no ya la imagen de las flechas, sino girantes dados, la espera se nos presenta como ese paréntesis en el que todavía nada ha caído sobre el paño de la superficie. Nada es definitivo aún pero, paradójicamente, algo ya se ha definido.  Nos sentimos como estirados en una  irremediable tensión entre lo indefinido y lo ya definitivo. El resultado ya casi "es", pero aún baila en el aire dejándonos como atrapados en una cámara lenta casi hiriente, casi soberbia. El tiempo que media entre haber arrojado los dados y su detenimiento sobre una superficie que nos muestre cuales caras mirarán hacia arriba nos parece inhumanamente eterno. Sabemos perfectamente que en algún momento los dados han de detenerse sobre la superficie lisa del paño, sabemos que los dados caerán  (vaya que sí lo sabemos!) pero el aguardamiento de esa caída semeja una gran boca de incertidumbre queriendo tragarnos…

Me pregunto como atravesar lo que acontece cerca de ese territorio semioscuro que se oculta en la expresión “lo he decidido”, o “lo hice”, o “acabo de decirlo”.

Qué ocurre luego de ciertos enunciados, o luego de ciertos hechos discursivos que expresan decisión –y como una irrefrenable saeta- cortan la vida, casi como si la tajearan al medio? 

Luego del “punto” que se impone producto de lo que ya se ha hecho-dicho-terminado, llegan tres puntos suspensivos que nos dejan literalmente "en suspenso". Momento breve si se lo piensa objetivamente, pero alargado ad nauseam desde la perspectiva del sujeto que espera.  Aceptar la demora, el “paréntesis”, el aguardamiento es aceptarse a sí mismo como demorado, como suspendido, como aguardante.

Aguardamiento  sí, pero de qué?
Qué esperamos?
Deseamos lo que provocamos? Peor aún, desearemos lo que finalmente resultará?
Fuimos completamente libres al momento de soltar la flecha o de arrojar los dados?

Nos detenemos, trás haber hecho nuestra movida, intuyendo con certeza que luego sigue un manojo de consecuencias de las que, a su vez, nacerán nuevas otras consecuencias y así, el ciclo enrulará su rulo de hechos una y otra vez. Tal vez no sea la dureza irrevocable de los hechos seguramente venideros lo que nos angustie, sino la indefensión de sentir que no podemos volver el tiempo atrás y rehacer lo hecho, desdecir lo dicho, desactuar lo actuado.

Tememos menos a los hechos futuros que a los “des-hechos” que, como posible triste lastre, acompañarán a los primeros.



-Lo irreversible

Espirales de puntos y suspensos, esperas y definiciones.

Un camino de palabras por-venir, de gestos, de aconteceres que ignoramos, se irá desmadejando y enredando alternativamente junto con el hilo incierto que se enhebra desde lo irreversible.

La sensación ante lo irreversible refuerza la inquietud y acentúa la angustia que acompaña a  esa espera. Nuestra espera se encuentra originalmente atada al movimiento del cual ya no depende nuestra acción. Saber de la imposibilidad que es autoconciencia de no poder volver la página hacia atrás.

Vuelvo al ejemplo de la arquería, un arte que me resulta particularmente didáctico para pensar el trayecto que termina configurándose a partir de ciertas decisiones, palabras y acciones.  Considero que el tiro con arco es un arte pleno en sabidurías guerreras, necesarias y pedagógicas a la hora de hallar metáforas de la espera, de la precision, del dominio de sí.  Será que a la luz de las metáforas que ofrecen esas flechas, encendidas con rigor pasional desde la tension del arco, es posible ofrecer alguna meditación reflexiva acerca de lo irreversible?



-La espera: entrenarse para habitar "enmedio

Entre el punto de partida en que la flecha fue soltada y el punto final cuando ésta llega a la diana, medimos una determinada duración del movimiento. Si lo graficáramos en forma simple, hay tiempo que transcurre y un cierto “llenado” de puntos en el espacio. Algo acude como relleno “entre” esos dos puntos de partida y llegada. Ese algo está hecho de una sustancia temporal y es experimentado subjetivamente como un aguardamiento, un estado en que se debe aprender a esperar.
No solemos ser buenos expertos en eso de manejar adecuadamente las técnicas de la expectación máxime cuando en casi todos nuestros comportamientos cotidianos estamos compelidos a responder desde el marco acotado de la prisa, el aceleramiento,  la velocidad,  las demandas de apresuramiento.

Tolerar ese tiempo “enmedio” entre una acción y su resultado constituye un entrenamiento en la paciencia alerta. Entreacto donde, en contrapartida, la impaciencia termina siendo un inútil corrosivo anímico.

Por otro lado deberíamos recordar, para nuestra tranquilidad, que toda flecha que parte es flecha que llega. 

Podrá llegar a un punto errado, en cuyo caso asumiremos que “no hemos dado en el blanco” para transitoria desgracia de nuestra autoestima.
O bien puede dar en el blanco, para nuestro inmenso regocijo narcisista.
Pero cualquier buen ballestero sabe que el arte del tiro con arco implica numerosísimos lanzamientos que fallan, incluso flechas que se destrozan antes de ser lanzadas, cuerdas de arco que se rompen por causa de la extrema tensión, dianas que se desplazan súbitamente más allá de nuestros ojos hasta casi desvanecerse visualmente trás las brumas inesperadas de cambiantes paisajes. 



-El arte del dominio de sí

Efectivamente en estos asuntos de lanzamientos y de intenciones de dar en el blanco, se trata de dominar una técnica y cultivar un arte.

Una técnica,  la de arrojar eficazmente las flechas.
Un arte, el del dominio de sí.

Si ambos requerimientos se logran conjugan acertadamente, nos encontraremos más cerca de la posibilidad de dar en ese anhelado centro, y a la vez, cosechar un talento más de entre los talentos que una existencia demanda para construirse a sí mismo. Pero no olvidemos que esta técnica y este arte se pulen incluso fallando en el tiro. De hecho, si no logramos aprender del error, ni podemos gozar del placer de practicar la buena puntería gradualmente, aparece el dolor y la herida narcisista. Fallar desnuda buena parte de nuestra  imperfección. Fallar frustra. Sin embargo no conozco ningún arquero que haya dado en el blanco sin fallar cientos de veces antes. Manejar la frustración es un asunto clave en todo este tipo de procesos decisorios, puesto que podemos decidir equivocadamente aún cuando eran manifiestamente elucuentes nuestras deseosas intenciones de “dar en el blanco” exitosamente. Asimismo también es preciso tolerar el dolor por ciertas flechas perdidas, o manejar la ligera tristeza por otras que bien sabíamos jamás llegarían ni cerca del blanco y aún así invertimos enormes esfuerzos y/o expectativas  lanzándolas. En lo “irreversible” medimos entonces también las pérdidas, como un pasaje lúgubre que nos fuerza a detenernos en una zona incómoda entre lo tenido y lo extraviado. 
Tiempo abrumado por los péndulos. 
Siempre, tiempo irreversible.

E irreversible también es ese vacío  incierto que se produce cuando acabamos de soltar la flecha al aire. Momento que alivia la tensión pero que nos interroga enigmáticamente puesto que lo que resulte del tiro asomará lentamente entre el neblinoso porvenir. 



-Lanzados al vacío

Particularmente  me gusta en este punto resaltar ciertos sentidos que anuda la expresión “dar en el blanco”.

Cuando lanzamos una decisión con forma de flecha nos estamos lanzando a nosotros mismos junto con con ésta.

La flecha es el arquero. El arquero es la flecha. 

Y nos lanzamos hacia un “blanco”, hacia un “vacío”. De allí que decidir y cortar en dos el camino nos genere una inquietante angustia: no lanzamos una flecha al aire... nosotros mismos somos esa flecha!!

"Nos" lanzamos con la flecha porque eso somos: arqueros que son sus flechas, flechas arqueras.

Nuestra flecha es cada vez ni más ni menos que nosotros mismos. He aquí el auténtico porque del vertigo y la angustia.

Vamos por el aire, lanzados por nuestra propia mano, por nuestra propia palabra, por nuestros propios discursos, por nuestras propias acciones.  Incluso, hasta la arco del suicida (del que parte ese último preciso tiro que se dispara desde el territorio de la propia voluntad tanática del individuo) posee un arrojado arquero indiscernible y fundido con su flecha. 
Somos nosotros quienes surcamos el aire cabalgando sobre-en-desde esa flecha arrojada al devenir.

Surcamos así el vacío. Inquietante viaje entre los viajes si lo hay…
Espacio en blanco perfectamente vacuo para que la creación tome entre sus manos la materia dúctil de nuestra existencia y se derrame en ésta.
El espíritu de un buen arquero sabe que debe sortear momentáneamente esa sensación de angustia ante el vacío inevitable con que anuncia su llegada y estadía el principio de  incertidumbre.

Tomar una decisión es dar pasos sobre el aire.

Tirar nuestras flechas al horizonte  es vernos a nosotros mismos atravesar un espacio vacío. La angustia es ineludible. Pero el arquero avezado  no sucumbe ante ella, la atraviesa.
Deberá aprender a permanecer en la incertidumbre cuando ésta se le haga presente. Luego, saber salir de ese estado lo más ileso posible por la vía del cuidado de sí (juego que juega su sentido entre  "sorge" y "souci"). Entonces sí llegará el momento de evaluar con lucidez y racionalidad, con integridad e inteligencia emocional lo hecho, lo no-hecho, lo des-hecho, y lo por-hacer.

Y finalmente, re-apostar (sí, una vez más!) a la intención de llevar a cabo nuevos lanzamientos… otra vez. Reinventar otros puntos de apoyo, quizá. Imaginar, como un boceto hecho con tinta de vapor, el troquelado que tendría la promesa de otra perspectiva.

Siempre buscar en el fiel carcaj que ha de cargarse ligeramente, la siguiente flecha.
Y, como hacian los antiguos, encomendarse a los dones sabios de Artemisa para que sean ellos los que guíen ilusoriamente el derrotero del siguiente tiro…



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