domingo, 29 de mayo de 2011

viernes, 20 de mayo de 2011

Sinsentido (o sobre como transformarse en hacedor de auténticos sentidos)





Sinsentido
(o sobre como transformarse en hacedor de auténticos sentidos)




“El sentido, al igual que el destino,
no se busca.
Se crea.”





      La vida es un fruto maduro y disponible de manera elocuente para todo aquel que se atreva a morderlo. Sólo hay que estar corajudamente dispuesto a hincarle el diente... y entregarse con intensa pasión a los imprevistos sabores que de ella se derramen.
Si consideramos por un instante la validez de suponer como correcta esta metáfora de la vida como un fruto, qué podemos decir acerca de su sabor?
A veces dulce, y hasta empalagosa. En otras ocasiones amarga e intragable. Muchas veces como una pizca de sal bailando en la punta de la lengua. Otras, ardientemente picante. Y por qué no también, indefinidamente cercana a lo agridulce. Imprecisa.
Sabores vitales que cambian de acuerdo a lo que vamos experimentando, a lo que nos sorprende para bien, o para mal. Sabores de la vida cuya variación depende del disgusto y dolor de algunos eventos tanto como de la alegre belleza de ciertos placenteros encuentros.
La vida, si en efecto es una especie de fruto, pues es uno de una variabilidad asombrosa. Todos los sabores convergen en ella.

Y para cada uno de estos sabores, tendemos a buscar un significado, un sentido que acompañe la experiencia.
Buscamos, siempre, un sentido.




Esclavos de los sentidos

Más bien digamos que estamos a la caza de razones y significados que nos permitan entender para qué o por qué tal o cual experiencia se nos ha cruzado por el camino.
Esclavos de los sentidos, nos volvemos del mismo modo, esclavos de sentido: buscadores omnívoros de sentidos (significados) con los que comprender lo que nos abruma desde los sentidos (sensaciones).
No parece importar mucho la fuente en la que -creemos con ingenuidad- finalmente “hallar” el significado de lo que nos pasa.
Queremos encontrar respuesta al sabor amargo, razones para la pizca de sal, significado para el ardor picante, soluciones para tolerar el pendular indeciso de lo agridulce.
En las narrativas orientales se suele resolver este asunto sugiriendo “no dar sentido”, aunque esa misma sugerencia sea en sí misma, paradojalmente, un sentido. Lo curioso también es que para llegar a la conclusión de “suspender el sentido” los orientales debieron crear un corpus de ideas cargadas de ”sentido” y escribir miles de páginas, cientos de libros, seguir infinitas prescripciones que ubiquen el sinsentido entre muchos otros sentidos rigurosamente establecidos.

En occidente las soluciones al “por qué y para qué” siguieron una vía no menos imaginativa. El sentido que atribuimos a lo que nos pasa -a esos sabores de la fruta de la vida- puede aparecer fantasiosamente “encontrado” en las runas, en los designios divinos, en la magia espiritual, en las cartas de tarot, en la importación del horóscopo chino o en el pack reciclado de principios espirituales budistas (karma, reencarnación, vidas pasadas).
No importa el dónde -la fuente- en la que creemos hallar el significado de una experiencia o vivencia, el asunto es justamente creer que lo hemos encontrado. Tan fuerte y necesario parece ser el imperativo de hallar sentido que manoteamos del mercado de espejismos lo que nos venga a mano tal que nos tranquilice con un significado... como sea.
Dependientes como somos de dar sentido, lo buscamos con ansia desesperada, aferrados a la antigua creencia de que la verdad -la significación última y nítida de lo que nos va sucediendo- existe y hay que desocultarla, des-velarla, desenterrarla de quién sabe dónde.

Manía humana de urgar bajo los signos para dar con los designios.




La (insoportable) indiferencia del universo

Malas noticias para los traficantes de ilusiones, y aún peores para sus compradores eventuales: el universo no tiene ningún propósito.
Para el universo somos criaturas indiferentes pues éste no posee ninguna fuerza personalizante detrás que lo dirija, lo monitoree, lo direccione, lo diseñe. Así es que no tenemos, por lo tanto, nadie que nos dirija, nos monitoree, nos direccione. No existe ninguna “finalidad” trascendente escondida tras los eventos que nos toca ir viviendo. Y esto se llama, fragilidad. O inermidad. O sencillamente, ser humano.

El universo -y los eventos de éste que impactan en nuestra subjetividad y nuestra cotidianeidad- está compuesto por fuerzas impersonales. La vida es una magnífica y fastuosa performance, sin director detrás.
Lo que nos sucede no posee un propósito escondido.
No hay un sentido “tapado” en los eventos que tejen la original tela de una existencia.
Sea lo que sea que nos vaya pasando en la microfísica de la cotidianeidad, sea que haya que enfrentar una enfermedad, celebrar un logro, perder un amigo, haber tenido una excelente noche sexual con alguien, encontrar un pájaro muerto luego de una tormenta, pisar caca de perro camino al trabajo, chocar con el auto, que se nos queme la cena en el horno, descubrirse enamorado como un loco de la persona más inapropiada, tener un sueño impactante, todo, todo, todo lo que nos sucede no tiene un sentido esperando a ser revelado.

El sentido, si lo hay, es personal. Y ha de ser creado para poder ser asignado.

Sólo cada uno, cada quien, podrá asignar ese -su significado significativo- a esa experiencia microfísica particular, creando así “su” sentido.
Incluso, hasta los sueños son menos desciframiento, y tanto más un arduo trabajo psíquico de creación de sentido (si no fuera así aún acudiríamos a la “Oneirokritiká” -o libro de los sueños de Artemidoro-, o andaríamos tirando las monedas del I Ching en cada despertar... en vez de tirarnos nosotros al diván a desoxidar trabajosamente el engranaje de nuestra psique).

Instituirse en sujeto de nuestros sentidos es negarse a ser objeto de los sentidos de otro.
Ser hacedor de los propios sentidos y hacerlo desde la autenticidad, es una labor mucho más compleja que aceptar -previo pago del diezmo o de la tarifa al adivino de turno- los falsos consolativos mensajes de sentido que ofrecen en sus combos simbólicos las diversas opciones predictivas.

Nada posee un sentido en sí.
A primera vista esto parece una aseveración angustiante. Y puede que sí lo sea. Pero ya sabemos que la angustia es inherente a la condición humana. El asunto es qué hacemos con esa angustia, o a través/a partir de ella.
Como siempre, puede decidirse uno por tomar el camino, o el atajo.




Atajos sin sentido para encontrar sentido?

El atajo, como opción más difundida ante la angustia del sinsentido, es lanzarse a la búsqueda de todo lo que desmienta tal “sinsentido”. Este ducto conduce a conocidos callejones obturantes de la angustia.
Las prácticas religiosas han sido históricamente, desde la primitivez humana y hasta la fecha, las que más adeptos han hallado puesto que ofrecen respuestas de “sentido” a los problemas más duros que suele enfrentar el ser vivo: la muerte, el sufrimiento, la enfermedad, la tristeza, las pérdidas, la frustración.
En las últimas décadas las “fábricas de sentido” religiosas han debido coexistir con otras nuevas manufacturadoras de significados y nuevos mediums transmisores de sentidos: las metáforas “new age”, la diseminación barata e inexacta de un budismo vendido en lata “apto para el consumo occidental”, la casi normalidad de acudir a la pseudorealidad de la astrología por la vía de los distintos horóscopos disponibles, las contorsiones interpretativas de la numerología, el universo de adivinación del tarot, y similares fraudes.

Salta a la vista que no nos apetece en lo más mínimo soportar los (sin)sabores de estar vivos sin estas ayudas premonitorias que nos devuelvan la candorosa idea infantil de que no somos inermes, que podemos controlar la angustia, que nos espera “algo” luego de la muerte, que lo que deseamos se cumplirá, etc. Buscamos a través de estas ideaciones mágicas, terca y casi estúpidamente, presentarnos a nosotros mismos como seres menos frágiles y más protegidos por esas supuestas “fuerzas” que desde algún impreciso más allá creemos se alinean a nuestro favor o en nuestra contra.

Mantenerse en esta posición subjetiva es quedar fijado, cuan niñitos, a creer que existe algo que nos podrá proteger de... crecer?

Las opciones espiritualistas, cualquiera de ellas, poseen un stock de sentidos prefabricados y adaptables hechos a la medida de nuestros mayores miedos y desafíos. Desde estos atajos comercializadores de significados trascendentes, se nos ofrece interpretar lo que nos ha sucedido y nuestro futuro como un destino “legible” que ubica así el enigmático devenir en el plano de lo asible, lo previsible, lo manejable, e incluso lo realizable.
Los esfuerzos por hallar quien nos provea de un “sentido” a nuestra existencia transmutan en una cacería de signos, milagros, predicciones o revelaciones que hagan algo más llevadera la estancia inconstante e imperfectamente planificable en esta tierra. El menú de los hambrientos de sentidos que aguardan por providencia es amplio, el mercado de opciones se renueva con cierta rapidez directamente proporcional a la necesidad de esperanza.

Pero, si nos apartamos de estas búsquedas de brújulas fantasiosas y significados “desocultados” que aparentemente dormirían en la distribución de números, en los restos de la borra de café que bebimos en nuestro desayuno, en las líneas de la palama de la mano, o en la hegemonizada construcción interpretantiva mítico-mitómana del profeta que sea, qué nos queda?0

Otros atajos. Drogarnos hasta la médula. Pasear por el infierno sacando sólo pasaje de ida en un viaje de heroína. Alcoholizarnos homenajeando en cada brindis la deseable resistencia hepática a la cirrosis. Manejar a 200 km/hora luego de una cena bien regada y unas rayas de cocaína hondamente respiradas. Fumar hasta que el cáncer nos coma un pulmón, la quimio nos lleve el alma y nuestro cuerpo apenas pueda mantenerse en pie. Comer sin pensar, engullir sin alimentarse, taparse la boca con grasas saturadas hasta no poder despegar el inmenso trasero cultivado del sillón que nos mece frente a las mandrágoras que emite la TV. Dormirse con veinte pastillas de Valium licuadas en la sangre hasta que tal vez nos despabile el ruido del monitor de Terapia Intensiva o el sonido de la desconexión del respirador que nos mantendrá por unos años en irreversible estado botánico.
Evadirnos. Nos guste o no, este atajo se sostiene en la necesidad de evadirnos. Evadirnos hasta los tuétanos... con sobredosis demasiado altas de pulsiones de muerte.

Cómo lidiar con la desnuda idea tan desamparante de que este universo no posee sentido, ni lo tiene nuestro planeta, ni nuestra especie, ni nuestro apreciado narcisismo humano? Como lidiar con el sinsentido de todos los sabores de la fruta de la vida sin acudir a ninguno de los atajos antemencionados?

Existen realmente otras opciones?




Hacedores de auténtico sentido

Hay ante la angustia del sinsentido -en apariencia una afirmación pesimista y desesperanzada- alguna bisagra desde la que dejar entrar luz?

Sí, sí que la hay.

Uno puede y debe hacer honor a estar vivo atreviéndose, primeramente, a llamar a la basura por su nombre y a ponerla en donde corresponde. Y fomentar tanto como se pueda que la gente deje de comprar y comer mierda.

Ese honrar la vida implica, luego o simultáneamente, concretar día a día la hazaña de darle sentido a la propia vida exactamente tanto y como queramos.

Quién dicta el sentido de lo que hice, lo que hago, lo que haré?

Nadie.
Nada.

Excepto uno mismo, con las limitadas armas que nos provea la vida en sus movibles inconstancias.

Algunos poseen pocas armas, otros que se hallan ubicados más ventajosamente en la desigual distribución de herramientas para la supervivencia poseen algunas más. Algunos pierden armas vencidos transitoriamente por la enfermedad, la adversidad repentina, o el sufrimiento intenso. Pero lo que es indiscutible es que todos tenemos una piedra a mano, y algo de agua: afilar las pocas o muchas armas de las que dispongamos sí es un acto realizable libre y voluntario que depende de cada uno. Frotar contra la piedra el filo de nuestras armas -incluso aunque sea sólo una- es dar sentido. Es crear sentido. No esperarlo ni buscarlo ni implorarlo, ni llorarlo, ni rogarlo. Hacerlo. Crearlo. Inventar sentido con lo poco o mucho que dispongamos.
Ese es el principio de una ética libertaria.

O también puede uno sentarse a ver como esas pocas o muchas armas se desafilan, ver la piedra como piedra, el agua como agua, esperar a que llueva algún milagro que dote de significación el tedio, y mientras echarse a durar hasta que el cuerpo deje de latir.

El margen real de libertad que tenemos para obrar será -es- bien poco. Pero es.
Somos creadores de nuestro propio sentido en la vida. O no somos.




Libertad para sentir, libertad de crear sentidos

Ya sabemos que el universo no deposita su sentido ni propósitos en nosotros... porque no posee ningún sentido ni propósito!

Lo interesante es que pese a que el universo, efectivamente y por ser un conjunto de potencias impersonales, carece de sentido, de razón, de significado, la vida de cada uno de nosotros sí puede tener sentido.
Debe y debería tenerlo.
Esto sea cual fueren las circunstancias con las que nos toque bailar.

Sin apelar a ninguna supersticiosa-mágica-transmundana interpretación de los eventos habidos y por haber en esa vida. Sin descansar en ningún acto de ilusionismo.
Pero para eso hay que identificarse valerosamente con un heroico hacedor de auténtico sentido.
Hacedor de auténtico sentido es quien no renuncia nunca a interrogarse por el “para qué” de su vida, y soporta el desafío de no obturar tal pregunta con ningún placebo. Muy por el contrario, su coraje permite sostener esa interrogación y redireccionarla introspectivamente.

No le tira la pregunta ni al cielo, ni al gurú, ni a la magia, ni a los ancestros.

Lanza la pregunta hacia adentro, hacía sí mismo. Y más que lanzar, digamos que le da cobijo a ese interrogante porque positivamente sabe que de alguna forma y en algún momento podrá crear una respuesta cuyo sentido sea tan singular y particularizado como lo es la primera pincelada de una buena obra de arte.

De algún modo, lo que queda expuesto en ese “dejarse habitar” por la inquietud que genera el “para qué” es que dar respuestas propias a este tipo de preguntas sensiblemente sentidas por uno constituye un auténtico arte. Una obra en sí misma. Y como tal, hay que tomarse tiempo. Elegir los materiales con los que ha de trabajarse, conocerlos, entrenarse en diversas técnicas que permitan dar una buena forma a esa obra, desmandatarse de cualquier “debes ser/debes hacer”, tener paciencia, templarse, pensar, explorar, equivocarse, multiplicar los sentires, palpar la existencia en sus variadas opciones.

La pregunta por nuestro sentido puede que ponga en duda -más, o menos radicalmente- ciertos aspectos del vivir diario, pero aún así el hacedor de auténticos sentidos no la evita ni la evade con ninguna excusa normativa.

Podemos ser tan libres de atribuirle sentido a lo que hacemos tanto como nuestra naturaleza (cuerpo, cerebro, disposiciones psicofísicas, genética, etc.) y nuestra situación contextual (nuestra sociedad, cultura, economía, variables políticas) nos lo permitan.
Se es libre de dar sentidos siempre relativamente y en situación.

Qué puede “dar sentido” a esta vida?
Pues lo que sea!
No hay nada estipulado ni prefijado como “contenido” mejor o peor para darle sentido a una vida. No hay sentidos mejores o peores. Sí hay sentidos que nos mejoran o nos empeoran. Lo aliviante de la ética del sentido es que no posee la estrechez cínica de la moralidad. Hay quien produce su sentido de vivir en la pasión por pintar. Otros, en la composición musical, Otros, en hornear tortas. Otros, en escribir poemas. Otros, en salvar árboles. Otros en investigar con tesón el desarrollo de las larvas de los mosquitos transmisores de malaria. Otros, en colaborar en los refugios para mujeres maltratadas. Otros, en recaudar fondos para las artes. Otros, en restaurar muebles. Otros, en la militancia política. Otros, en informar el estado del clima. Otros, en cultivar una vid. Otros, en conducir un pequeño programa de radio. Otros, en dedicarse al tiro con arco. Otros, en tejer. Otros, en pertenecer a una banda de rock. Otros, en coleccionar cartas antiguas. Otros, en pilotear un avión. Otros, en bailar tango.

Ninguno de estos “sentidos que dan sentido” a una vida determinada pueden ser puestos en una escala de virtuosismo. No hay mayores ni menores. Las atribuciones de sentido se resbalan de las escalas jerarquizantes. Y nunca son estáticas ni absolutas ni estancas. Se mueven, son susceptibles de cambio, mutan, se modifican, fluyen. Hay que sentir fuertemente un sentido para poder decir que es tal.

Ser feliz no es ser moralmente virtuoso de acuerdo a las escalas de valores pre-existentes, sino sostenidamente ser capaz de identificar aquello que a uno particularmente lo llena de significado para luego mantener aquellas actividades y acciones que “hagan bien”, que mejoren el tono emocional y biendispongan el ánimo.

Para esto no se necesita de nadie que nos sponsoree desde el más allá.
Ni tampoco son necesarias directrices provenientes de orden zoodiacal, o adivinanzas esotéricas que conduzcan nuestras decisiones.
Los planetas, los números, las tablas sagradas, los muertos, son indiferentes a nuestro hacer. Los sentidos no se buscan con un pañuelo de seda tapando la mirada, se crean estando bien espabilados.
Y aunque el universo sea indiferente a nuestras insignificantes acciones otorgadoras de sentido, lo que definitivamente no es indiferente a nuestras decisiones y comportamientos es que en ellas nos estamos jugando nuestro presente y nuestro futuro.




Qué tiene sentido?

Qué tiene sentido?

Tiene sentido aquello que se encuentre entramado en nuestro deseo, aquello que se espirale desde cierta armonía con nuestra historia, aquello que contribuya a dar una bella forma a nuestra identidad, aquello que nos vuelva seres más gozosos y dispuestos al placer sin joderle la existencia a nada ni a nadie.

Para volverse hacedor de sentidos auténticos, se necesita tomar la vida tal como venga planteada y fijar como objetivo erigirse en la propia creación.
Dejar de “buscar” significados en la kábala, en los mandatos sociales inducidos por las necesidades del biopoder, en la fe, en los falsas razones que emanan de las obligaciones, en el aura, en los rezos, en el karma, en las emanaciones de signos que suponen nos envía algo-alguien desde los transmundos.

Indudablemente es mucho más difícil pensar que... rezar.
Es mucho más difícil analizar con serenidad qué deseamos para luego resolver llevar ese deseo a cabo contra viento y marea que... acudir con nuestras quejas y sueños irresueltos a la tarotista.
Es mucho más difícil estudiar años de medicina, quemar miles de horas de sueño en una guardia hospitalaria para templar el espíritu y entrenar los saberes, pagarse una costosa especialización en cirugía cardio-vascular, y trabajar aún más duramente para alcanzar el grado de profesionalismo acorde a la misión de salud que se ha elegido que... confiarse en la existencia de los milagros.

Crear los propios sentidos es, tal como hemos visto, un trabajo.
Uno arduo. Constante. Interminable. Sólo la muerte pone coto a la propia construcción de sentido. Un trabajo que es un arte. Un arte que es sólo encarable con valor y tenacidad.
Sin duda, hay que ser fuerte para entregarse a esta tarea existencial, o al menos se hace preciso limitar internamente muy bien la emergencia boicoteadora de nuestras asustadizas debilidades.
Pero toda dificultad que devenga de esta empresa subjetiva que es animarse a crear sentidos para la propia vida, justifica lo que finalmente ha de cosecharse. O acaso no vale la pena el esfuerzo de saber que se puede transformar el propio devenir en una obra digna de ser llamada “Arte”, una tal que cuando la miremos de frente y a los ojos nos haga sentir orgullosos de lo que hemos ido construyendo..?




Aquí y ahora, mañana y lo que venga...

Crear sentido, invertir nuestro capital símbólico en él, sostenerlo, reinventarlo, jugarse por él eventualmente.
Tomar esta dirección existencial implica una gran determinación y valentía. Sin autoindulgencia ni atajos facilitadores fumados a escondidas. Sin neblinas autocomplacientes. Sin ser objeto de milenarios engaños fraudulentos con forma de sacros dogmas.
Crear sentido de cara al sol. De cara a las imperfectas verdades.

Nadie se vuelve más joven. Los granos de arena de deslizan en el reloj de nuestras finitas biografías. Crear sentidos no es una tarea para “patear” hacia el mañana, el próximo año, el siguiente golpe de suerte. Crear sentido no sigue la lógica de una dieta que se pueda someter al procrastinante lema de “el lunes empiezo”.

Ser hacedor de sentidos requiere una voluntad continuamente valorativa del momento presente que, sin embargo, no pierda de vista el horizonte proyectivo.

Sentidos que se enraícen en el aquíyahora pero que sean a la vez capaces de levantar vuelo hacia la incertidumbre abierta que se manifieste en el porvenir.
Ser hacedor de sentidos es conjugar todos los tiempos verbales en cada acto decisorio. Estando a la vez lúcido acerca del hecho de que en cada uno de esos actos se ha de jugar con autenticidad un conjunto de significaciones que deben ser vitales para darle valor y dirección a la propia vida.

Aceptar el sinsentido... creando sentidos.

Abandonar la tradición... apostando a la invención.

Sentidos que sintamos.
Sentidos que nos hagan sentir vivos, puesto que una vida bien sentida es una vida con sentido.

Sentidos que nos permitan saborear la rara fruta de la vida, como venga, como se nos presente.

Sentidos que hablen acerca de quien se es, que digan quien se ha sido, y ese relato con-sentido nos dignifique.

Significaciones vitalistas que nos permitan mirarnos en el espejo del tiempo orgullosamente, habiendo intentado todo lo que -humanamente- hemos podido para hacer honor al maravilloso e irrepetible hecho de existir.


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El sentido como destino





El sentido como destino



“El sentido, al igual que el destino,
no se busca.
Se crea.”



Gabi Romano


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Humanidad, bestia estúpida...





"Humanidad, bestia estúpida, abraza de una vez la libertad de simplemente suceder."


Juan del Pino



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martes, 17 de mayo de 2011

"Teenage Head - Confessions of a High School Stoner" - Erik Davis



"Teenage Head
Confessions of a High School Stoner"
by Erik Davis




"But drugs are like sexual pleasures:
experimentation is a prerequisite for judgement.
For each of us, certain drugs will become
allies, enemies, passing acquaintances
but first they must be encountered, knee-deep in the mud of personal history."

Eric Davis




(Originally appeared in "The Village Voice"
June 22, 1993)



I became a teenager the year Reagan ran for president, and by the time the lizard slid into office, I was already a total stoner. I bonged skunk bud, chased JD with Coke, snorted Beauties, and had dropped my first dose of acid the previous Halloween, tripping to Ummagumma amidst the paisley bedsheets and pillows that lined the loft my friend Bry-Fry knocked together in his family's garage. Phasing between the reveries of a bookish childhood and the hormone-fueled angst of teendom, my mind liquified, running through the cracks and creases of a suddenly unfolded world.

In the last couple of years, that world has seemed closer to the surface, and I don't think it's a matter of my own nostalgia. Raves, which restage the Neopagan commingling of a Woodstock I never saw in venues resembling the space stations I never will, are only the greatest and most media-friendly example of youth culture's desire to tune into trippy frequencies. There are also rappers talking hemp conspiracy theories and crafting stoned-out beats and rhymes, cyberslackers building virtual worlds, prog rockers and jocks dancing in the dust at Lollapalooza. And it's not just the kids. If you don't see a connection between brokerage firms' increasing reliance on virtual reality representations of stock data and the Economist's pro-legalization cover story, you probably didn't smoke enough pot in high school. And with the FDA opening the door to psychedelic research at the same time tabloid TV is updating psychedelic scare stories to match the upswing in teen acid use, it's reassessment time.

But drugs are like sexual pleasures: experimentation is a prerequisite for judgement. For each of us, certain drugs will become allies, enemies, passing acquaintances—but first they must be encountered, knee-deep in the mud of personal history.

Though the timing of my early encounters now seems a bit out-of-hand, the place was certainly more than appropriate: coastal California. Not that my neck of the palms was a ganja paradise. Before I entered junior high, my family moved inland from Del Mar, the mellow, upwardly mobile surf town north of San Diego name-dropped in "Surfing, U.S.A.," to Rancho Santa Fe, a wealthy and conservative realm of citrus groves, migrant Mexican workers, and geriatrics in golf carts. Stone-cold Reagan country, and me and Senzo Joe would escape into the weed, toking up in so many lemon groves that the sharp tang of citrus peels still conjures up bud.

Pot led me into a tangible world of bubbling micro-perceptions, haunted winds, and hilarious malformations of the data-stream. But pot also gave me something that has stuck with me far longer than the urge to bake the brain: a love of slippage, founded in the realization that altering perception alters the claims reality makes on you. The various social agendas of parents, teachers, and the ghost of God could be sidestepped not only by sullen monosyllables and the worship of unwholesome heavy metal guitarists but by tinkering with consciousness itself. What greater rebellion than rewiring one's experience of the world?

Parents have reason for concern. At 13, identity is a spell woven from a bursting body, ego defenses and worldviews have yet to congeal, and the prepubescent power of fantasy lurks just below the surface. That's why kids can travel so far into their headphones, role-playing games, pop star posters, and beat-up copies of The Necronomicon. Toss in a psychedelic—and let no one tell you that good weed cannot be a psychedelic—and the warp gets deep. Pot lets you see dragons in the clouds again.

I know, because I saw a lot of stuff, zoning out in that bedroom whose every surface area was covered with some numinous image: goat-gods, space ships, mandalas, Penthouse pin-ups, Jesus, Jimmy Page. In that psychic house of cards, I jerry-rigged my mind, teaching myself to soar off a single hit of scraped resin, the reek cloaked by blackberry incense on my hodge-podge altar crowned by a cement Buddha. He was a birthday gift from Senzo Joe, ripped off from someone's lawn, and once I swear he slyly peeled back his ponderous eyelids and stared me down.

The ominous intensity of that gaze, conjured with so little fuel, could be evidence of the dangers mind-altering drugs pose for kids. But it's difficult for big folk to make judgements about teens without projecting their own foibles and fears onto creatures who live in a completely different world—a zone that is far more complicated than a simple stage "between" childhood and that elusive (and highly debatable) state called maturity. The things that make teens teens—their pliable subjectivities, imaginative resourcefulness, rebellious courage, cliqueshness, and cultural verve—give them powerful tools and contexts for experiencing drugs, tools that most adults lack. It's no accident that many kids start taking drugs at about the same age when children in traditional societies are tossed into a terrifying rite of passage, often involving some freaked-out combination of blood, darkness, self-sufficiency, and secrets. For better or worse, acid, 'shrooms, and massive bongloads now perform this rite, leaving marks that are both scars and the deep patterns of change.

Unfortunately, dog-eared copies of Castaneda or a snide older sibling is the closest many kids come to having a guide for this phase shift between innocence and experience. That's where subculture steps in, collective identities which can shore up the threat of dissolution and excess. The public high school I attended—imagine an open-air Ridgemont High surrounded by sagebrush and rocky arroyos, with seagulls diving for your lunch meat—was a mosaic of pot-smoking cliques, their turf demarcated as succinctly as the multicolored regions in maps of the cerebral cortex: skateboarders, metalheads, punks, death-rockers, stoners, and the various flavors of surfer—the long-haired Zep fans, the cue balls that dug ska, and the dread-headed ones we called Waspafarians.

Too tripped out to surf, my friends and I set ourselves somewhat apart. Our campus turf was beyond the smoking section, behind a wall, in the Gel Circle—from the verb "to gel," synonymous with "veg" and "mold," all denoting the same state of blazing slack. I suppose we were perceived as druggies rather than simply stoners, but now I'd call us heads. (Since I was issued into the world the same month as Sgt. Pepper's, my notion of "head" is a reading, not a recollection. For me, heads directed their radicalism toward consciousness rather than society or the defense of nature. Seizing the means of perception with techniques rather than truths, the archetypal head was neither a daisy-lover nor the bomb-thrower, but something in between, wired into cavernous headphones, devouring SF paperbacks, pop physics, yogic manuals, anarchist cook-books, all while smoking tons of pot and maintaining an account at the campus mainframe.)

It was this exploratory interiority, coupled with an ironic and parasitic relationship to the suburban carnival of SoCal drug culture, that defined my closest group of friends for the first few years of high school. Talking weird science, meditating, reading Hunter Thompson, Moebius, and Be Here Now, listening to Eno, Floyd, Zappa, and, yes, Yes (with the Talking Heads our one concession to new wave), we played the hippies the punks played at killing. Yet we mixed with death-rock chicks and skinheads more than surfers, almost as if the extremity of our anachronism was our shock tactic.

And so much of it had to do with drugs: Thai-stick, black hash, Humboldt sense so juicy that even doubled-up in sandwich baggies, shoved into a greasy blue jeans, it'd reek up Trig. There was usually speedy blotter to be had, but a beneficent wind might bring Orange Sunshine, purple microdot, four-way Windowpane. As with computers or political organization, the specific rituals this candy produced were quite self-reflexive: scrounging and pooling of petty resources, hunting down the weedman, catching rides through the tract-home maze, scoring, seeking the hidden zones, foraging for implements. We were immersed in an educational system whose ultimate goal is filling in little round circles with No. 2 pencils, and drugs actually offered a crooked avenue to resourceful, independent problem-solving, from knocking on some housewife's door at 10 p.m. to ask for a sheet of aluminum foil to learning how to make a pipe from an apple, how to use weights and scales, how to research pharmacology at the university library, how to grow plants.

And, most fun of all, pot taught us the guerilla art of concealment, of disappearing into the fractal curves in the landscape: pockets of sagebrush, sandstone, and pine that have since been almost entirely obliterated by the tumorous development endemic to Southern California. Secret forts became stoner zones: Mars, Red Rocks, the Hobbit Hole, the e Mushroom Tree. Like some pied piper of Pan, marijuana leads kids to places gone to seed—vacant lots, stream beds, canyons, underpasses, boundary zones where landscape becomes imaginative clay, suddenly collectivized in the ritual trinity of substance, vessel, and flame. Most drugs are "natural" in their origin, even if the worlds they conjure are not. But the cosmos pot opens up is distinctly organic (hence vegging out). You can hear it in pothead hip hop, a fuzzy echo as if some crunchy lichen has run riot over the mix. The resurgence of weed as cultural icon may not be a matter of returning to nature but recovering its flow in the urban milieu: how to slip through the cracks in the concrete, how to grow wilderness in the most degraded or rigidly stratified of circumstances. That's not a spoon or a needle or a bottle on all those caps around town. It's a leaf.

* * *

We drank loads too, almost as much for the sport of keg crashing as for the sloshy slapstick philosophizing it produced. And weed itself often devolved into a kind of beer. But psychedelics were always our Grand Guignol of phantasmic ecstasy. LSD turns the mind into a kind of silly putty, lifting images from a comic-book world and then twisting them alternately into hilarious caricatures or resonant archetypes. Kids can dig this, and certainly can ride with it better than most adults, who find the world unstable enough as it is. Because most of us were still cushioned in out parents' homes, my friends and I had a baseline security that allowed us to enter LSD's ontological house of mirrors with the proper plasticity. Like running hell-bent down the slippery rocks of a steep river bank, tripping makes for a certain balance in flux, an internal momentum easier for kids to achieve than their more brittle future selves.

We knew from Leary and Alpert the importance of set and setting, advice we both followed and blatantly ignored. Outdoor Dead shows were a cross between the bardos of the Tibetan afterlife and romper rooms, but North County's unspoiled zones were the greatest backdrops. The summer we were gobbling all of Squiggles's white blotter, we'd time our doses to hit at sunset. We'd kick back on the coppery cliffs of Red Rocks beneath a hunchbacked pine and watch the sun melt into the immense, resplendent sea. The sky struck the total chord of the spectrum, from the reddish lump of the slipping orb through the violet haze of the canopy above. And to the east was the distinct boundary where dusk stopped and evening began to sketch the uncertain hieroglyphs of the stars.

And then we'd plunge, in that aimless and reckless quest for the silliest of grails (a party, pot, a parent-free abode), arms open to the banal, tinny surface of suburban culture. Perhaps I became an apocalyptic postmodern the night I entered a 7-11 with the knee-shaking awe of a UFO abductee, or learned to listen for the the cosmic giggle in the babble of popular culture the night Weffles and I, toasted on some nameless blotter, visited Tuddy's downbeat seaside motel.

The place smelled like a cave, the carpet was stained with sticky grime, and Tuddy, an outpatient from a mental ward and one of the good-natured party animals we called aardvarks, was blotto, a half-empty case of Henry's or Mickey's or some other lousy lager on the formica table. We murmured weird communications, attempting to track the myriad and ridiculous paths other aardvarks had taken that night. Like the eye of a djinn, a 13-inch black-and-white TV stared down at us from the corner of the ceiling. It was showing Animal Crackers. Groucho took measure of our squalid scene, raised an eyebrow, and split the world apart with a wisecrack of gutter satori, as if someone had fished a smelly copy of Mad from a dumpster and folded it into a delicate origami swan that instantly took to wing, singing the elusive song of the psychedelic ineffable: "Hello, I must be going..."

It doesn't really matter what Groucho said. Acid doesn't give you truths; it builds machines that push the envelope of perception. Whatever revelations came to me then have dissolved like skywriting. All I really know is that those few years saddled me with a faith in the redemptive potential of the imagination which, however flat, stale, and unprofitable the world seems to me now, I cannot for the life of me shake.

* * *

Years ago, the weed and I pretty much parted ways. Some folks claim that pot chills them out, but in my brain it produces a bubbling, crackling connection-machine which quickly sinks into the mire. Trivial objects, words, and glances stitch together webs of deep and intense meaning that uncomfortably thicken—once a Greek salad in New Haven set off a rumination on the flows of Western history which overwhelmed my puny mind like a tidal wave. Pot makes a lot of people uncomfortably paranoid, in part because it produces enough connections to elicit the subterranean patterns of the conspiracy theorist, while not rewiring the self a la five grams of Stropharia cubensis. Whether or not the sense that everything fits together is perceived as a holistic liberation or a dire trap depends a lot on how tightly you are clutching to your frame of mind.

For all their gifts, drugs create too many problematic relations: to their own absence, to habit, to money, to the dealer, to the down. They did nothing for my teen angst or my memory, and for others were less forgiving. High school friends of great wit, intelligence, and spirit are now junkies, alkies, hopeless flakes, burn-outs, and, in more than one instance, a corpse. They were no more taken by drugs back then than I was. Today, I rave it up now and then, keep periodic appointments with the gibbering, serpentine, science-fiction All-Being who resides in the hyper-dimensions of psychedelic space, and drink beer. I did not reject drugs; I cordially withdrew, making sure to leave the door ajar for whatever intriguing substances remain unchecked on my curriculum vitae.

But I take great satisfaction in the fact that many people acquainted with either my writing or my person assume I'm a total stoner. For when I began to pull away from regular drug use, I realized that I didn't want to do drugs as much as to think drugs, to simulate their hyper-connections, magical causality, and semiotic drift as much as possible within my own mind. The French post-structuralists (and Castaneda fans) Gilles Deleuze and Felix Guattari, whose works produce the immanent patterning of psychedelic cognition, write that drugs can be understood at the level where "desire directly invests perception...and the imperceptible is perceived"—a liberatory goal indeed. But Deleuze and Guattari are fairly down on drugs themselves. To quote them quoting Henry Miller, the point is to get drunk on a glass of water.

Which is to say that sobriety alone does not have the tools to build sense and meaning from these vertiginous, virtual, data-dense end-times. Level-headed thinking is no option when the ship is pitched to and fro—you either resist and puke, or ride with the galloping serenity of the mounted nomad. Perhaps Walter Benjamin was right: civilization is perpetual crisis, and my point of view is only an indication of that irreparable deviation my reason took over a decade ago. But for those of us who get stoned off dusk, who tinker with the simulacrum of consciousness, who turn our minds into heads, the question is moot. Like that giddy flash of anxiety that hits the moment the blotter melts on your tongue, it's too late now. Here it comes.
 
 
                                                
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viernes, 13 de mayo de 2011

Pasiones esclavas, pasiones libertarias



Pasiones esclavas, pasiones libertarias




“Podría simular una pasión que no sintiera,
pero no podría simular una que me arrastrar como el fuego”

Oscar Wilde





Las pasiones.


Bifrontes.
Multicolores. O incoloras.

Transgresoras. O funcionales.
Constantes e intermitentes.

Bajas, o sublimes.
Inoportunas, o just-in-time.

Alegres. O tristes.

Bienvenidas pasiones.
Arrogantes, pendencieras, insumisas.
Temidas pasiones.
Oscuras, tanáticas, fragilizantes.

Esclavizantes. O maravillosamente libertarias.

Hay que ser digno de las propias pasiones. Al menos de las bellas pasiones.
Luego me pregunto, qué hay de digno en la pasión?

El ser apasionado inversamente se ha de repreguntar: quién ha de ser digno de esta -mi- pasión. Quiénes son depositarios objeto-sujeto de nuestras entrañables pasiones?

Sean como sean, nos plazcan o nos languidezcan, nos pongan de pie o nos pretendan de rodillas, siempre los mil rostros de las pasiones.



-Saber de sí, saber de las propias pasiones

Pensar sobre uno mismo es desenrollar con gentil delicadeza y larga paciencia el mapa de las propias pasiones. Detenerse a observar cara a cara las más absurdas e inexplicables, mirarse también a través del reflejo que nos ofrecen las más elevadas y respetables, y poner sobre la mesa sin más excusa que la brutal honestidad tanto a aquellas pasiones bajas e irracionables como a las más altas y virtuosas. Porque, convengamos, no es lo mismo apasionarse por una camiseta de fútbol que poseer una auténtica pasión científica por descifrar el genoma humano. Qué aleja y qué eleva una de otra? Qué parámetro tomamos cuando decimos que una pasión es “baja” y otra “elevada”? Entran las pasiones en las clásicas distribuciones morales? Existe algún otro modo -aún incluso dicotómico- que ubique las pasiones dentro de otros ductos menos condenatorios, menos sensibles a las bajezas y grandezas, siempre tan relativas ellas?


Cada pasión narra sin palabras un relato subjetivo y personalísimo sobre aquel que vivencia ese apasionamiento.
El riesgo? Exponer nuestras pasiones, nos expone.

Quien resuelve pensar acerca de ese doblez se transforma en algo así como un explorador que ha de lanzarse en medio de un vendaval a reconocer huellas sobre un territorio que, de alguna manera, le resulta familiar aunque ligeramente caótico. Sabemos de nuestras pasiones, pero no nos gusta meternos -y menos que otro se meta- demasiado a hacer “análisis crítico” de ellas. Por esta razón, entre otras, la mayoría de la gente lleva adelante su existencia -con sus respectivas pasiones- sin introspectar mucho sobre este asunto.

Sin embargo, un saber acerca de nuestras pasiones nos puede poner en nuestras propias manos un mapa bastante exhaustivo y auténtico sobre uno mismo. Que el mapa guste o no, que se ajuste al gusto del otro o no, que sea más encajable dentro de los mandatos sociales o sencillamente bastante inadaptado respecto de éstos, eso es otro asunto. Lo es?

Apasionarse con saber sobre uno mismo implica necesariamente una cierta voluntad por “querer saber”combinada por una otra pasionalidad: la pasión de llevar a cabo esa exhuberante empresa inacabada que es construirse a sí mismo conociéndose. Y no cejar en el esfuerzo.

En esa exploración pasional de las pasiones -valga el juego de palabras- revisar las condiciones en que se presenta el mapa de lo que nos intensifica la sangre es un modo de cartografiar la propia historia de uno. Caben allí los variados trazados, las múltiples marcas con que nos han cincelado todos nuestros singulares trayectos pasionales: desde las coloridas exuberancias de la alegría a las tristezas abrazadas inútilmente, desde las placenteras transgresiones a las microsumisiones afectivamente toleradas.

Todo lo que ha consumido la semiestable fogata de lo pasional en una vida redunda en una forma inacabada en la que se precipita: lo que somos. Quienes somos. Cartografía de sí. Mapa del presente hecho con la pura-impura tinta que escribe la historia de todas las pasiones pasiones pasadas, atravesadas, barrenadas. Racconto de los universos pasionales en que nos hemos ido embarcado. O naufragado.


Rutas de la pasión.
Rostros de la pasión.
Los olvidos de la pasión.
La memoria de la pasión.

Todo ello, un cuerpo de la pasión desde las pasiones de un cuerpo.



-Pasiones que hablan, pasiones que revelan

La pasión.
Siempre, la perpetua ida y venida de las pasiones, puesto que hasta la tristeza es un tipo de pasión (al menos si nos plantamos a pensar desde el terreno de ideas sembrado por Baruch Spinoza).

Si de pasiones se trata, entonces es preciso comprender en qué/dónde nos suman y qué/dónde nos restan. Su aritmética, nuestra aritmética. Cómo nos aportan, de qué modo nos moldean, y también cómo pueden destruirnos o simplemente dañarnos. Su arquitectura, nuestra arquitectura. Qué pasiones mostramos con altivo orgullo narcisista, y cuáles escondemos temerosos de la sanción social, del castigo, de la vergüenza. Sus laberintos, nuestros laberintos.

En efecto, de esa intelección sobre las propias pasiones es posible poder concluir con un cierto tipo de saber sobre sí mismo. Un saber transitorio, y probablemente sujeto a resignificaciones personales que advendrán -o no- con el tiempo y los años. Pero se trata, sin dudas, de una forma de saber. Y al menos con ese material incandescente entre manos, acercarnos al templo de Apolo en Delfos y arrimarnos con mayor sinceridad al frontispicio que inquiría “γνωθι σεαυτόν” (gnōthi seauton -conócete a tí mismo).

Porque las pasiones nos revelan. Nos pintan. Nos dan tono, o nos empalidecen.

Las pasiones no pueden sino “hablar” sobre quiénes somos.
Desde el color o la grisura, cada pasión “nos deja revelados” ante la mirada de los demás y ante la propia. Espejo de sí y ante el otro. En la pasión nos abrimos a la relacionalidad, y por eso mismo, nos fragilizamos. Salimos del cocoon para envolvernos en una interactividad pasional con seres, con actividades, con haceres, con acciones, con objetos. Las pasiones nos fragilizan porque nos muestran sin filtro, sin mediaciones justificatorias, sin excusas. Somos en pasión.

Las pasiones, esos oscuros corceles que tanto preocupaba domesticar a Platón, no deberían ser aplacadas por ninguna voluntad ascética, sino más bien comprendidas a través del fino hilo de nuestra racionalidad a fin de ponerlas al servicio del ser. Si es que eso -esa heroica tarea que es torcer desde la razón lo que pulsa en las venas- es posible...

Un sagrado “decir sí” a las pasiones.
Pero en tanto esa aceptación, esa afirmación traiga con ella cierta reflexión sobre las pasiones a fin de seleccionarlas, encauzarlas, e incluso si fuera necesario, aplacar a algunas de ellas. Conocer cada una de nuestras pasiones para darles el máximo de aprovechamiento a aquellas que propicien encuentros compositivos, encuentros afectivamente de tono ascendente. Afirmar y reafirmar las pasiones que nos acerquen a estados emocionales que nos permitan “componer”... y precisamente, que no nos des-compongan. Hacer que las pasiones jueguen a favor de uno mismo, y no en contra.



-Not passion's slave...

Es innegable que hay pasiones que arrastran al individuo a los márgenes más peligrosamente instintuales, a la irracionalidad misma, e incluso a una potencial autodestrucción. Pero acaso podemos negar que los instintos, los furores de los sentidos y la irracionalidad forman parte de la “materia” humana? No parece estar en nuestras limitadas manos controlar totalmente la naturaleza bravía de ciertas pasionalidades, pero sí es nuestra responsabilidad irrenunciable comprender las consecuencias de soltarles totalmente las riendas, o en su defecto, intentar concientemente manejarlas. Se trata esto de una ilusión de control del “Yo”? No, de ningún modo, puesto que sabemos que el “Yo” es una instancia bastante menos funcional de lo que se nos ha hecho creer desde los discursos cartesianos vanagloriadores de una razón falsamente consistente.
Podemos menos de lo que queremos.
Tenemos mucha menos voluntad conciente que aquella de la que nos jactamos neciamente. Pero aún en la limitación de nuestra funcionalidad racional siempre hay una bisagra real -y realizable- desde la que efectuar una comprensión conciente de lo que hacemos (o de lo que resolvemos no hacer), incluso, con nuestra alocadas pasiones.

En todo caso, la preocupación por dominar responsablemente ciertas pasiones debería ser vista a la luz de un imperativo ético más abarcativo que justifica ese tal dominio: no es bueno ser esclavo de nada.

Estamos, en este punto, tocando el problema político de la servidumbre: a quién hemos de servir, a nuestras pasiones? A su errancia? A su inconstancia? A su volatilidad? O, en otro extremo, a quién servimos cuando seguimos como perros indigentes cierta cerrada tosudez como si se tratara del único hueso que nos salvará la vida? Porque hay pasiones de mierda (permítaseme que extravíe el vocabulario prolijo por un instante...) que nos hacen meternos en callejones sin salida bajo el arrogante lema infantilista que reza “lo hice porque así lo sentí”.

Si la pasión esclaviza (esto es, si el camino de lo pasional puede llevar a quedar “dependiendo de...”, o bien “subordinado a...” ) esa definitivamente es una posición subjetiva poco recomendable para un espíritu libertario. Las pasiones nos pueden volver esclavos de ellas mismas. Cierto. Pero no menos cierto es que algunas pasiones (o regulando esas mismas que sin control nos ponen en estado de indigna servidumbre) nos liberan, tienen el "don" de ayudarnos con su potencia a desprendernos de los grilletes imaginarios o reales a los que encadenamos tercamente la salud deseante.

Spinoza apostará al aspecto cognitivo de las pasiones, al rol del entendimiento en ese proceso de liberación: debemos aprender sobre nuestras pasiones para entender, luego y por la vía de ese mismo conocimiento, poder ser más libres.

Entender como modo de expandir la potencia de acción del ser.

Entender las pasiones (querer “escuchar” lo que las pasiones vehiculizan y lo que nos provocan) permite actuar de un modo menos ciego, de un modo menos encandilado con los mandatos morales pero más comprometido con una ética del placer singularizada, propia, soberana.

Entender para ser menos súbditos, sea de erráticas apetencias, sea de estáticos mandatos que paralizen. Entender mejor la pasión para no “repetir compulsivamente”, diría el viejo Freud.

Entender las pasiones para ser más un poco más dueños de una libertad personal -frágil, oscilante, a veces demasiado tenue y quebradiza- pero siempre realizable.


Libremente pasionales.

Pasionalmente libres.

 
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"Los razonables han durado, los apasionados han vivido" - Nicolás Chamfort





"Los razonables han durado,
los apasionados han vivido"



Nicholas Sébastien Roch-Chamfort
Escritor francés
(1741-1794)


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Imagen:
Símbolo "pasión" (jounestsu)
Caligrafía japonesa (kanji)


jueves, 5 de mayo de 2011

La oposición ha muerto... viva la oposición?!


La oposición ha muerto... viva la oposición?!


Me pregunto, será cierto?



 


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Imagen: Nik
Publicado en "La Nación", 5 de mayo de 2011






miércoles, 4 de mayo de 2011

Tentaciones


Tentaciones




"La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella".


Oscar Wilde
Novelista y dramaturgo irlandés
(1854-1900)


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