miércoles, 25 de diciembre de 2013

Navidad nietzscheana




Navidad nietzscheana





La Navidad no tiene que ver sólo con nosotros, sino con toda la Humanidad:
ricos y pobres, pequeños y grandes, clases bajas y altas.
Es precisamente esa alegría común lo que intensifica la nuestra.
De ella se puede hablar con todo el mundo, pues todos la aguardan con impaciencia.
Téngase en cuenta, además, su fecha: puede decirse que con ella culmina el año;
piénsese en la hora nocturna, en la que, sobre todo al atardecer,
el alma está mucho más impresionada,
y luego en la extraordinaria solemnidad con la que se celebra.


Ahora precisamente nos encontramos en medio de las alegrías de la Navidad.
La esperamos y vimos colmada nuestra espera, la disfrutamos y, ahora,
otra vez nos amenaza con abandonarnos.


¡Oh Navidad, oh Navidad, qué lejos, qué lejos!





Friedrich Nietzsche

De “Escritos autobiográficos de juventud” 1856-1869




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sábado, 7 de diciembre de 2013

Flâneur - Charles Baudelaire


 
Flâneur
 
Charles Baudelaire




 
Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar desapercibido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente. El espectador es un príncipe que vaya donde vaya se regocija en su anonimato. El amante de la vida hace del mundo entero su familia, del mismo modo que el amante del bello sexo aumenta su familia con todas las bellezas que alguna vez conoció, accesibles e inaccesibles, o como el amante de imágenes vive en una sociedad mágica de sueños pintados sobre un lienzo. Así, el amante de la vida universal penetra en la multitud como un inmenso cúmulo de energía eléctrica. O podríamos verle como un espejo tan grande como la propia multitud, un caleidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida.




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sábado, 12 de octubre de 2013

Yo no refuto los ideales, ante ellos, simplemente, me pongo los guantes - Friedrich Nietzsche





Yo no refuto los ideales, ante ellos, simplemente, me pongo los guantes
Friedrich Nietzsche






"El hielo está cerca, la soledad es inmensa; ¡mas qué tranquilas yacen todas las cosas en la luz!, ¡con qué libertad se respira!, ¡cuántas cosas sentimos debajo de nosotros! La filosofía, tal como yo la he entendido y vivido hasta ahora, es vida voluntaria en el hielo y en las altas montañas: búsqueda de todo lo problemático y extraño que hay en el existir, de todo lo proscrito hasta ahora por la moral. Una prolongada experiencia, proporcionada por ese caminar en lo prohibido, me ha enseñado a contemplar las causas a partir de las cuales se ha moralizado e idealizado hasta ahora, de un modo muy distinto a como tal vez se desea: se me han puesto al descubierto la historia oculta de los filósofos, la psicología de sus grandes nombres. ¿Cuánta verdad soporta, cuánta verdad osa un espíritu? Esto fue convirtiéndose cada vez más, para mí, en la auténtica unidad de medida. El error (el creer en el ideal) no es ceguera, el error es cobardía. Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es consecuencia del coraje, de la dureza consigo mismo, de la limpieza consigo mismo. Yo no refuto los ideales, ante ellos, simplemente, me pongo los guantes. Nitimur in vetitum [nos lanzamos hacia lo prohibido]: bajo este signo vencerá un día mi filosofía, pues hasta ahora lo único que se ha prohibido siempre, por principio, ha sido la verdad”





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jueves, 3 de octubre de 2013

Mi nombre es Nadie: la invisibilidad como estrategia de supervivencia




     Mi nombre es Nadie
La invisibilidad como estrategia de supervivencia



Gabi Romano


  



"Mi nombre es Nadie,
y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos."

Homero
“La Odisea”




"Mi nombre es Nadie." Tal fue la respuesta de Odiseo ofrece al Cíclope cuando éste le pregunta por su ilustre nombre. Y tal respuesta fue asimismo la que, ingeniosamente, serviría al héroe de no morir engullido brutalmente en las fauces del gigante Polifemo.

Volvernos nadie, enunciar la propia “nada” enlazada indiscerniblemente a sí mismo, a nuestra identidad, a nuestro nombre. Devenir nadie para salvar la propia vida, he aquí la curiosa estrategia con que nos ilustra este pasaje homérico: volvernos nadie equivale, en situaciones de feroz desigualdad de poder, a adoptar activamente una auténtica estrategia de supervivencia basada en la autoelisión de sí mismo.





Odiseo y su Odisea…


Ese maravilloso texto cargado de infinitos laberintos de significados que constituye “la Odisea” narra las desventuras de Odiseo, rey de Ítaca, hijo de Leartes y Anticlea. Odiseo es un héroe, pero uno cuya soberbia como mortal fue castigada por el dios del mar Poseidón, quien someterá su nave a un naufragio y lo condenará a atravesar diversas vicisitudes durante una larga década. Odiseo persistirá en su objetivo primordial: volver a su reino, recuperar Ítaca, reencontrarse con su amada Penélope y su hijo Telémaco. Estos nobles objetivos, sin embargo, no hacían mella en la ira de Poseidón quien se ocupaba de renovar las tempestades a las que sometía al héroe de manera casi constante de modo tal que le impidieran retornar a su hogar y “pagar” así por su inadmisible soberbia de mortal.

Odiseo -apodado “el astuto” en virtud de su notabilísimo ingenio que, entre otras cosas, hizo nacer la idea de construir el famoso caballo a través del cual se logró vencer a los troyanos- naufragará así, perderá su nave, verá morir a sus compañeros en ataques sorpresivos, lo atacarán los monstruos marinos Escila y Caribdis, el guardián de los vientos Eolo los echará de su tierra, en la isla de Ea la hechicera Circe convertirá a sus marineros en cerdos, etc. Entre tanto castigo divino a su moral arrogancia, entre tanta desesperación e impotencia, una hedónica compensanción lo satisface durante un largo tiempo: en la isla de Ogigia, sitio habitado por la sugerente la ninfa Calipso -hija del titán Atlas- vivirá casi siete años, retenido entre placeres sensuales, manjares, brebajes, lujurias y hasta una generosa oferta de juventud eterna e inmortalidad que el héroe rechazará. Se marchará de allí en una balsa que -como no podía ser de otra manera- Poseidón destruirá en medio del océano.

Sobreviviendo apenas aferrado a un mínimo trozo de madera, llegará apenas vivo a la costa del reino de Alcinoo donde éste, compadeciéndose de su situación, finalmente lo ayudará a viajar hacia Ítaca. Una vez en su isla natal, Odiseo se disfraza de mendigo con el objeto de no ser identificado entre los pretendientes de Penélope que concursaban por quedarse no sólo con su esposa sino con su entero reino. Una vez en su palacio y habiendo revelado su verdadera identidad a su mujer y a su hijo, tomará su arco y sus flechas. Odiseo se hará un festín de mortífera arquería contra los abusivos pretendientes que habían prácticamente tomado posesión de su palacio. Happy end para este noble guerrero que no renunció a su esperanza pero debió pagar con su expuesta vulnerabilidad todos los terribles precios que los dioses impusieron a su soberbia.





“Nadie” y el episodio con el Cíclope embriagado


Como hemos enumerado sucintamente, Odiseo pasó por diversas desventuras y desafíos que pusieron en riesgo su vida: huracanes marinos, iracundas tormentas gestadas por la rabia de los dioses y varios naufragios. Cuando estas desdichas apenas habían dado comienzo Odiseo atraviesa una de las más curiosas pruebas de supervivencia en la isla de los Cíclopes, experiencia que se relata en el Canto IX del texto homérico.

Nos relata Homero que en aquella isla de los brutales y gigantescos seres de un solo ojo, habiendo desembarcado junto con doce de sus hombres y mientras buscaban afanosamente un refugio, Odiseo y su gente entran sin saberlo en una gruta que resultó ser la cueva de Polifemo. Polifemo era uno de los cíclopes moradores de la isla, pero para total desgracia del héroe de Itaca, no se trataba de un cíclope más: Polifemo era nada menos que el hijo del dios Poseidón, el castigador principal de Odiseo. Desconociendo que el dueño del lugar era el más famoso de aquellos míticos gigantes de un solo ojo, los hombres se dieron a comer los quesos que allí encontraron y se tiraron a descansar. Cuando Polifemo regresa a la cueva se encuentra así con Odiseo y los suyos. Huelga decir que los forasteros no le cayeron en gracia al gigantón de voz grave y aspecto monstruoso. Furioso con los intrusos se devoró a media docena de aqueos y mantuvo al resto encerrado dentro de la gruta, cuya entrada selló con una roca enormísima inamovible para cualquier humana fuerza que intentara renoverla. El primitivo instinto de Polifemo era, desde ya, continuar con su festín de carne humana foránea y comérselos uno por uno a todos. En medio del temor de los seis restantes y de Odiseo mismo, éste ingeniosamente logra ofrecerle al gigante una generosa porción de vino puro sin escanciar que su tripulación llevaba en los odres. Polifemo acepta y le pregunta su nombre. Escuchemos de la propia boca de Odiseo como relata aquel intercambio con el cíclope :


-Cíclope, preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a decírtelo,
pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido.
Mi nombre es Nadie;
y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.

Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel:

-A Nadie me lo comeré último, después de sus compañeros,
y a todos los demás antes que a él:
 tal será el don hospitalario que te ofrezca.



Dicho esto, el gigantón se deglutió a un par más de aqueos y bebió hasta hartarse del vino ofrecido por Odiseo. Hasta de tirarse a dormir, incluso se tomó una buena cantidad de leche de oveja. Pero sigamos este diálogo, nuevamente, de acuerdo al relato del propio Odiseo:


Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos, 
alzando nuestras manos a Zeus; 
pues la desesperación se había señoreado de nuestro ánimo. 
El cíclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre, 
devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, 
se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.



Mientras Polifemo caía así borracho y terminaba la jornada sumido en un profundo sueño, Odiseo meditaba posibilidades de escape. Mientras la gruta se poblaba de los aterradores ronquidos del cíclope dormido, el astuto héroe ganó el suficiente tiempo como para crear una puntiaguda lanza de una gran rama de olivo que el propio Polifemo había dejado en un rincón de la cueva. Durante el sueño etílico del cíclope, Odiseo y un par de sus hombres empuñaron la pesada y larga lanza en completo sigilo, acercándose a Polifemo a quien se la clavaron corajudamente en el centro de su uniojo.  Desesperado, éste dió un espantoso gemido y comenzó a gritar de dolor solicitando ayuda al resto de los cíclopes que habitaban en otras cuevas de aquel promontorio. Algunos le respondieron:

-¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza?

Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo:

—¡Oh, amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.


Ninguno de los cíclopes fue a prestarle ayuda ante lo absurdo de la respuesta de Polifemo, pues lo tomaron por loco o por maldecido por la voluntad de algún dios. Solo, ciego, dolorido y enfurecido Polifemo se sentó en la puerta de la cueva, bloqueando la salida de Odiseo y su gente pues con sus manos tocaba el lomo de las ovejas y cabras que iban saliendo de la gruta a modo de invidente recurso para controlar que Odiseo no se le escapara. Pero el mote de astuto no le había sido puesto en vano al rey de Itaca: Odiseo mando a sus hombres a ubicarse bajo el vientre de las ovejas y salir en cuatro patas bajo éstas de modo tal que al palparlas el gigante no sintiera que debajo de ellas se daban a la fuga sus agresores. De este modo lograron sortear la guardia que el cíclope había montado en la entrada de su guarida y escapar de una muerte segura masticados en la mandíbula de Polifemo. Ya en su nave, Odiseo gritó al cíclope:
  

—¡Cíclope! Si alguno de los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Itaca.


Por supuesto que, al ser alertado de que su hijo Polifemo había quedado ciego por causa de Odiseo, la ira de Poseidón se encendió una vez más contra el héroe vencedor de los troyanos. Poseidón se encargaría así, de seguir sumando castigos ad infinitum contra este descarado mortal que ahora, además, había dejado invidente a su ciclópeo vástago.

 


 

Contra los gigantes, la invisibilidad salvífica


Volverse “nadie” ocasionalmente puede salvarte la vida. Esa parece ser la enseñanza que la astucia de Odiseo deja flotando en el aire a quien se atreva a comprender cabalmente el profundo significado de este mensaje.

Odiseo opta, concientemente por elidirse: se desvanece junto con la supresión de su nombre propio. Enfrentado a la brutalidad de un poder contra el que se reconoce pequeño y desamparado, no se victimiza ni se entrega al destino de ser devorado por la desmesurada voracidad del gigante. Se refugia en un rincón de la cueva a usar su primera y más segura arma: el pensamiento.

Odiseo piensa. Odiseo acomoda la precaria información que se brindan sus sentidos dentro de esa gruta maloliente en la que todo le indica que perecerá y... piensa. Y es así como una simple rama de Olivo se transforma, tácticamente, en una lanza enceguecedora. Más tarde, un pequeño rebaño de ovejas se vuelve el camuflaje perfecto para garantizar una victoriosa escapatoria. Pero ni la rama de olivo ni las inocentes ovejas hubieran sido algo más que una mera rama de olivo verde y un manojo de lanudas criaturas cuadrúpedas de no haber mediado el ingenio creativo de este legendario héroe homérico.

Sea que tomemos transitoriamente el nombre Nadie, sea que pensemos en la lanza que deja ciego a Polifemo, sea que pensemos en la invisibilidad que logran estos hombres escondidos bajo las ovejas, en todas estas “astucias” el hilo común se trata de la elisión, del borramiento de sí mismo. Lograr un autodesaparecer que permita sobrevivir situaciones que seriamente ponen en riesgo la vida. A veces la visibilidad es nuestra peor condena, sobre todo, cuando el poder que enfrentamos es brutalmente desproporcionado en relación a las limitaciones realistas de las propias fuerzas.

Polifemo es un cíclope, pero podríamos cambiar a Polifemo por cualquier entidad o personaje desmesuradamente poderoso, cargado de violencia o embanderado en una causa tal que busque la supresion física de quien no posee ni los medios ni el poderío para enfrentar esa agresión. El fascismo es todas sus variantes es polifémico. Los autoritarismos persecutorios de las diferencias y de las disimilitudes que no se alinean con  la cerrazón de su relato único y excluyente son fenómenos polifémico. El nazismo ha sido polifémico. Stalin fue un desproporcionado Polifemo. Los tiranozuelos y tiranozuelas populistas devienen en personajes polifémicos.






Sobrevivir en contextos polifémicos


Mencionaré dos breves ejemplos de elisiones cuya salvífica invisibilidad quedaron maravillosamente retratadas cinematográficamente. La primera, en “La vida es bella”.

Esta  película italiana -“La vita è bella”- protagonizada por Roberto Benigni y basada en el libro “Al final derroté a Hitler” de Rubino Romeo Salmoni- presenta la experiencia devastadora que el nazismo representó en las sencillas vidas de muchos judíos europeos. El personaje  principal, Guido Orefice, encarna a un simple pero ingenioso hombre italiano de origen judío que logra salvar la vida de su pequeño hijo en el campo de concentración de Bergeen-Belsen valiéndose de un “cuento” con el cual distorsiona completamente la realidad en la que se encuentra junto a su hijo. Guido le hará creer a su pequeño niño que se encuentran en el campo de concentración como parte de un juego en el que deben ganar puntos, y el primero que gane 1000 puntos se llevará como premio un tanque auténtico. El padre, bajo la excusa del juego y la competencia para ganar ese tanque imaginario, no sólo invisibiliza el horror de la situación en el campo de concentración a su hijo, sino que logra literalmente mantener al pequeño oculto hasta que el fin de la guerra -con la llegada de los aliados- permite al niño escapar a salvo de lo que hubiera sido una muerte segura. Frente al Polifemo nazi, ese padre elide a su hijo, lo invisibiliza a los ojos de la máquina fascista aniquiladora, y es gracias al doble ocultamiento  -de lo real de la situación y de sí mismo- que el ese pequeño ser logrará sobrevivir al holocausto. 

Otro film, en este caso acerca de la demencia del fascismo mussoliniano, es "Vincere”. En esa trama se recorre la trágica historia real de una de las amantes del Duce, Ida Dalser y su locura amatoria hacia el líder italiano. Un psiquiatra se empeñará en que Ida permanezca invisible a los ojos del poder a fin de poder mantenerla con vida. Será ese “médico de locos”  quien le expresará a Ida Dalser un singular punto de vista acerca de cómo no perecer en aquellos duros tiempos envueltos en la atmósfera persecutoria del fascismo de masas. Le dice así a Ida:

Usted ataca… salta de las trincheras y ataca. Estuve en la Segunda Guerra, pero ahí había dos ejércitos matándose entre sí con las mismas armas. Usted, sin embargo, está sola contra todos… los Carabinieri, la milicia, el ejercito, la Guardia Real… demasiados. Se equivoca al ir gritando su verdad. ¡No es que la verdad no debería gritarse! Pero es el modo, el método… el momento, que no es el correcto. Este es el momento de estar tranquilos, de ser actores… ejerzo de médico, curo pacientes. ¿Alguna vez me oyó decir: “Abajo el Duce”? Hoy, no digo siempre, hoy… debemos ser buenos actores.”


El psiquiatra no desalienta a Ida Dalser a enfrentarse al poder, tampoco pone en duda su derecho a la decir la verdad… pero intenta resguardarla de la obscena bestialidad del fascismo. Conciente de la desproporción de poder, el psiquiatra sugiere a Ida que se elida, que se desvanezca en la invisibilidad de ser “nadie” por un tiempo. Intentando advertirle que cuando los contextos políticos se vuelven manifiestamente supresivos de la libertad individual, el coraje puede confudirse con imprudencia sólo está intenta transmitirle que toda valentía requiere de medir cuidadosamente el momento oportuno para la acción. No hacerlo cuesta la vida. A ese momentum preciso para dejar de ser visible, a ese calibrar la propia exposición cuando en ella se nos puede ir la mismísima existencia, a esa sapiencia serena para saber cuándo es el tiempo preciso, a esas reflexiones en torno al instante justo para alcanzar nuestro propósito, a eso los antiguos griegos lo condensaron con la palabra kairós




La libertad emboscada


Odiseo aprende a esperar. Cultiva la tensa espera para vencer a Polifemo, mientras piensa en el mejor modo de vencerlo... hasta tanto llegue el momento de pasar a la acción, Odiseo se disuelve en Nadie. Se vuelve Nadie. Y efectivamente, Nadie lo salva y por ello mismo logra salvarse a sí mismo y recuperar orgullosamente su nombre propio, su reino, a aquellos quienes más amaba.

Pero por sobre todo lo que Odiseo recuperó fue la libertad de vivir la vida que deseaba, continuar viviendo donde la deseaba continuar viviendo y con los que deseaba continar viviéndola. Ser rey es, principalmente, ser amo de sí, no ceder jamás la propia soberanía... no siquiera ante la ira de los dioses. Pero para alcanzar ese estado soberano respecto de sus decisiones y de entera su vida, Odiseo debió naufragar, pagar su tributo de penurias a los olímpicos, demostrar su inquebrantable sentido del valor y nadificarse a punto de perecer en esa elisión. Luego, sí, llego el tiempo de recuperarse a sí mismo.

El que se invisibiliza convalece, sufre, pena, flota sobre su ruina. El asunto es que nada de ello sea en vano. Un Henry Thoreau en aquel bosque cerca de Walden Pond, o un Ernst Jünger emboscado en Stauffenberg, también constituyen versiones de Odiseo en la gruta del cíclope o de Diógenes desnudo viviendo dentro de un tonel pidiéndole a Alejandro que se mueva porque le tapa el sol. Cuando la libertad de sí está en juego y el poder se presenta con toda su escenografía (o todas sus bayonetas), los modos de elidirse permiten llevar a cabo una “convalecencia de la desmesura”. El sentido de esta desventura cobrará relevancia al final de ese relato único que es el propio existir.  

Los nobles griegos de la antiguedad tuvieron un alto sentido del respeto hacia la libertad de quienes consideraban sus pares. Libertad no era una palabra escrita en sus Constituciones –estaban lejos aún los siglos en que advendría el estado-nación y sus cartas fundacionales- sino un acto, una acción, un valor práctico, una pauta de convivencia ética. Entre hombres libres se cultivaba la libertad tanto como la excelencia, el sentido del mérito, la competencia como medio de superación personal, el autogobierno. Sin esa trama interactuante la libertad era cosa vana, una mera proclamación discursiva que cualquier espíritu superior habría rechazado por falsa y vacua.  

La vileza que implica huir escabullidamente de la responsabilidad de estar vivo, los trucos de escapismo con que se intenta mágicamente tomar el atajo de la irrealidad, o la victimización sacrificial (cuyo metamensaje siempre es extorsivo y manipulador) están muy lejos de representar formas de alcanzar la libertad. Por el contrario, elidirnos es otra cosa bien distinta: constituye una forma temporal de darse a la espera. Una espera conciente que no suprime el coraje sino que lo fragua en la dureza de la demora que sabe contenerse para lanzarse más tarde con mayor precisión y justeza. Odiseo es nadie porque sólo vaciándose transitoriamente de quien es puede volverse lanza, puede hacerse mendigo, puede transformarse en la flecha que se toma su tiempo para lograr tensarse a punto con el arco.

La libertad es una flor singularísima cuyo cultivo es muy delicado.
Requiere constancia, pensamiento propio, provechosa soledad, actitud soberana, y por sobre todo, el deseo de jamás ceder al arbitrio absurdo de autoridad alguna. No es asunto para improvisados, ni para ansiosos ni para virulentos. Es una flor tan fuerte como frágil, es el centro de la diana. Y hay que volverse liviano como el aire para poder ser flecha y dar en su blanco. Entonces sí, cuando la libertad se ejerce y se contempla, se transmite y se vivencia, se respira y se cuida.., entonces sí, la visibilidad vuelve a tener sentido. Entonces sí es tiempo de gritar el nombre propio fuera de la cueva, desemboscado. Es tiempo de expandir el buen orgullo de haber permanecido de pie en el infierno y haberlo sobrevivido. Entonces sí se puede elevar aún más esa misma cabeza que jamás se inclinó ante los fueros sagrados que investían al poder arbitrario. Y bien en alto, alzar entonces la mano y recoger esa diana en flor por la que trepamos silenciosa y anónimamente a tantos abismos. O como coronaría Mitsuye Yamada este círculo entre ser y nadie, entre darse a la visión e invisibilizarse, entre elidirse y remarcarse:



Reconocer nuestra propia invisibilidad significa encontrar por fin
el camino hacia la visibilidad.





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jueves, 22 de agosto de 2013

Lovercraft y el pensamiento humano




 

"El pensamiento humano es el espectáculo más divertido 
y más desalentador de la Tierra."




Howard Phillips Lovercraft

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martes, 20 de agosto de 2013

El deseo, un ave migrante….




El deseo, un ave migrante….


Gabi Romano



La impermanencia del deseo es, quizás, la primer desorientante lucidez que adquiere sobre sí un espíritu conciente de sus propias incertidumbres. Esa implacable ley nómade que subyace a toda condición deseante constituye la más íntima forma de comprender, silenciosamente, que todo migra, se mueve, cambia, muta, se desvanece, se refunda.

Desear es un tránsito, un direccionarse sin norte hacia lo inquietante. Desear es ubicar temporalmente todo en un solo punto del plano, ansiar cierta plena intersección sin un "siempre" en el que recostar ninguna recta garantía.  El deseo constituye aquel placer propio de entregarse a un lazo con alguien o algo, y es asimismo, el acto de negar la solidificación de ese enlazamiento cuidando así que no se asfixie la jovial vitalidad que nos invade en tales cruces.

El deseo contiene en sí no sólo la promesa del vértigo sino también la riesgosa posibilidad de abrumarse dentro de él, de saberse presa de un probable doloroso desenlazarse, y de hallar la informe ruta que nos permita relanzar ateleológicos juegos a pesar de los pesares.

Entre medio de tanta inestable fluencia, ¿subyace acaso al deseo alguna forma de constancia? Sí, aquella que proviene de lo intenso. La intensidad es la única e involuntaria constante atribuible al devenir deseante.

Lo querramos o no, desde este punto de vista, todos somos aves migrantes de sí mismas en exacta proporción al coraje con que nos lancemos a realizar las potenciales intensidades comprometidas en esa correntada nomádica que nos habita. Sólo se “es” deseando la incierta deseabilidad de dar curso a lo deseado...



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domingo, 21 de julio de 2013

Émile Armand - Soy la anarquía




Émile Armand 
"Soy la anarquía"






-Ni necesito ni deseo vuestra disciplina. En cuanto a mis experiencias, quiero hacerlas yo misma. Es de ellas y no de vosotros de donde sacaré mi regla de conducta. Quiero vivir mi vida. Me inspiran horror los esclavos y los lacayos. Detesto a quien domina y me repugna quien se deja dominar. El que consiente en inclinar la espalda bajo el látigo no vale más que el que lo azota. Amo el peligro y me seduce lo incierto, lo imprevisto. Deseo la aventura y me importa un cuerno el éxito. Odio vuestra sociedad de funcionarios y administrados, millonarios y mendigos. No quiero adaptarme a vuestras costumbres hipócritas ni a vuestras falsas cortesías. Quiero vivir mis entusiasmos en medio del aire puro de la libertad. Vuestras calles trazadas con regla me torturan la mirada, y vuestros edificios uniformes hacen hervir de impaciencia la sangre de mis venas. Ignoro a donde voy. Y esto me basta. Sigo derecho mi camino, a tenor de mis caprichos, transformándome sin cesar, y no quiero ser mañana semejante a como soy hoy. Deambulo y no me dejo esquilar por la tijera de un comentador único. Soy amoral. Sigo adelante, eternamente apasionada y ardiente, entregándome al primer hombre que se me aproxima, al caminante harapiento, pero no al sabio grave y engreído que quisiera reglamentar la longitud de mis pasos. Ni al doctrinario que quisiera suministrarme fórmulas o reglas. Yo no soy una intelectual; soy una mujer. Una mujer que vibra ante los impulsos de la naturaleza y las palabras amorosas. Odio toda cadena y toda traba, me encanta pasear desnuda dejando acariciar mis carnes por los rayos del sol voluptuoso. Y, ¡oh anciano!, me importa muy poco que vuestra sociedad se rompa en mil pedazos con tal que yo pueda vivir mi vida.

-¿Quién eres tú, muchachita sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

-Soy la anarquía.



 
Del libro "Realismo e idealismo mezclados - Reflexiones de un anarquista individualista"
Émile Armand
Ed. Librería Internacional

París, 1926. 
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miércoles, 17 de julio de 2013

La precoz insurrección de Alexandra David-Néel

 



            La precoz insurrección de Alexandra David-Néel






(Especialmente dedicado a mi hermosa vikinga, Malena Cebrelli)






“La obediencia es la muerte. 
Cada instante en que el hombre se somete a una voluntad extraña 
es un instante arrancado a su propia vida.”

Alexandra David-Néel



            Las semillas de la filosofía anarco-individualista sólo pudieron germinar como tales en el suelo fértil del cuestionamiento a la autoridad. La aspiración y la realización de formas de vida alternativas respecto de las que estrechamente ofrecía el orden social vigente a las mujeres, fueron una fuente de inspiración para muchas pensadoras de fines del siglo XIX. Alexandra David-Néel fue una de ellas. No una más, sino una que abandonó la comodidad que imponían las discusiones de salón y subvirtió los asfixiantes parámetros de definición de “lo femenino” lanzándose a travesías en las montañas del Tibet sobreviviendo en una cueva a 4000 metros de altura. Literalmente, Alexandra abandonó las seguridades y armazones de prejuicios  que ceñían desde la infancia el derrotero de expectativas que se proyectaba imperativamente sobre las mujeres de su tiempo.   

Sus ideas y sus cuestionamientos, sus escritos y sus reflexiones son indiscernibles de los avatares de su existencia. Las osadas acciones emprendidas como curiosa viajera constituyeron el magma de lo que volcaría posteriorrmente en su obras. La atmósfera tácitamente libertaria (en el sentido más simple y auténtico que nos evoca este preciado adjetivo) que envuelve su estilo de vida es la misma que direccionará su pluma crítica. Estrictamente hablando, los textos de “revuelta” de Alexandra David-Néel han dejado su mayor impronta en la crítica de la autoridad, a toda autoridad, todo Amo, todo gesto que exija reverencia arbitraria y violente la soberanía indiscutible del individuo. Este deseo de tornarse libre de coacciones externas es un punto en común que encontraremos en muchas de las primeras anarquistas desobedientes del siglo XIX y XX. Siendo Alexandra -seudónimo de Louise Eugénie Alexandrine Marie David- una de ellas, deberíamos ubicarla como una figura femenina insoslayable a la hora de analizar los antecedentes de lo que luego serán las corrientes del individualismo feminista, y del universo genealógico disperso y fragmentario en el que abrevarán las futuras libertarias. Rémy Ricardeu efectúa esta pertinente puntualización respecto de esto último: "Sucede con Alexandra David-Néel lo que a menudo acontece a aquellos autores cuya obra es rica y múltiple: no son conocidos ni leídos más que a través del estrecho y reductor prisma de la especialización, en la cual por facilidad, o por necedad, demasiadas veces se lo encierra".






Nació un 24 de octubre de 1868 en Saint-Mandé. Creció como hija única en un prolijo ambiente familiar en el cual su madre -una mujer católica tradicional- y su padre poco parecían comprender hasta que punto esa niña anhelaba vivir un mundo de reales aventuras. Mucho más tarde, refiriéndose a su infancia y el tedio desesperante que le producía tener que matar el tiempo con distracciones ociosas a las que detestaba con toda su alma, se referiría a las rutinas infanto-puberales como “el sinsentido de esa masacre”. ¿Era Alexandra una niña exagerada que amplificaba dramáticamente el benéfico semiencierro en un prolijo hogar aumentando quejosamente las sensaciones “normales” que se suelen vivenciar bajo la forma de aburrimiento infantil? No. Para la pequeña Alexandra la casa era un suplicio per ser. Las paredes la agobiaban. Las cercas le generaban deseos de transpaso. Los cubículos hogareños le resultaban una jaula autoritaria. Y no porque particulamente sus padres hayan sido celosos cancerberos de los límites estrictos, sino porque simplemente todo en su naturaleza tendía al des-encierro. A los dos años había pasado la verja de la casa y el jardín, saliendo peligrosamente a la calle por sí misma. A los cinco años, huye con idéntico método hacia el bosque de Vincennes, en las afueras de París. En esta última ocasión la terminan encontrando de noche con ayuda de la policía local. ¿La reacción de la niña? No sólo no manifestaba ningún signo de miedo, sino todo lo contrario: estaba furiosa porque la habían hallado. Y se juró a sí misma volver a intentarlo otra vez. Escribe sobre aquellos tiempos de infancia y adolescencia en que su libertad de “diminuta águila obsesionada con volar” se veía restringida por los cuidados paternos:

"A veces lloraba lágrimas amargas, con el profundo sentimiento de que la vida se me escapaba de las manos, que los días de mi juventud se esfumaban, vacíos, sin interés, sin alegría. Entendía que estaba desperdiciando un tiempo que nunca recuperaría, que estaban pasando de largo horas y horas que podían haber sido hermosas. Mis padres -como la mayoría de los padres que han criado, si no una gran águila, al menos una diminuta águila obsesionada con volar a través del espacio- no podían comprender esto y, aunque no eran peores que otros, lo cierto es que llegaron a hacerme más daño que el más incansable de los enemigos"


Un dato curioso y relevante para su futuro se desprende de esos mismos años: fue en el contexto de la casa familiar paterna que Alexandra conoce a Élisée Reclus, un geógrafo francés anarquista que marcaría su primer contacto real con esta corriente de ideas. Por otra parte, sus lecturas formativas autodidactas de aquellos tiempos fueron influenciadas por las ideas del filósofo alemán Max Stirner y su pasión por los antiguos estoicos. Evidentemente estas lecturas  terminarían de dar vuelo a su imaginación y ofrecieron a la vez fundamentos a su carácter rebelde. En la biografía que de ella traza Ruth Middleton, esta misma voluntad vital autónoma e insurrecta de Alexandra reaparecen como una rasgo de su personalidad que terminará de imponerse en la adolescencia con su primer fuga viajando a recorrer Europa: "A los 15 años Alexandra se separa de la familia y, del hogar... un buen día Alexandra no se presentó a desayunar. La doncella enviada a llamarla, regresó con este breve comentario: "la señorita se ha marchado". ¿Pero cómo? ¿Y adónde? Había montado en su bicicleta y partido hacia el sur. Regresó de recorrer Francia de norte a sur y explorar parte de España. Cuando llegó a casa, por su cuenta, no dio muchas explicaciones sobre lo ocurrido en el intervalo. Se había marchado. Punto. No resultaba nada fácil castigar a aquella niña ¿de qué podían privarla? Tenía gustos austeros, su estilo de vida se inspiraba en los estoicos. Comía poco y no le interesaban las diversiones propias de las jóvenes de su edad. Y en cuanto a caprichos como trajes y joyas, más bien tenían que imponérselos. Sus padres se limitaron a encogerse de hombros, resignados, actitud que adoptarían a partir de entonces." A los 17 volvería a partir, con su querido manual de Epicteto como parte de su reducido equipaje, cruzando a Suiza. Llega a los lagos italianos... y debe volver por falta de dinero. Un año más tarde persevera en su vocación de trotamundos: se iría a España en bicicleta. A los 21 años resuelve instalarse sola en París. 





Ya en Francia comienza a estudiar con mayor atención las filosofías orientales y a la vez despunta definitivamente su inclinación anarquista. En ese tiempo escribe un tratado sobre anarquismo cuya publicación termina financiando con su propio escaso dinero en una autoedición para la que contará con la ayuda de su compañero de entonces, el músico Jean Haustont. Aquel ensayo no había querido ser publicado por ninguna editorial debido al subido tono con que Alexandra atacaba sin titubeos los abusos del Estado, la autoridad arbitraria del ejército, la doble moral de la Iglesia. Obviamente el libro no fue un éxito masivo ni mucho menos, pero sin embargo a través de éste, se ganó el interés de los círculos anarquistas que celebraron su pluma vigorosa y frontal.

Contra la autoridad, contra la guerra, contra los dioses, esas eran sus batallas y fueron los postulados básicos de sus golpes al status quo. Afirmando su pasión por la libertad, su respeto rotundo por el individuo y su derecho a rechazar legítimamente cualquier credo/idea/exigencia que tienda a imponerle la obligación y/o el sacrificio como metas que contrarían el valor de la existencia personal, nos dice así:


El ser humano no necesita buscar su meta fuera de él ni colocarla en nada exterior, ya sean hombres o ideas. No se trata de reemplazar una obligación por otra obligación, sino de dejar que cada individuo ocupe en el universo el lugar que le corresponde y dé vía libre a la actividad propia de los elementos que lo componen. Dado que la existencia individual es la única razón conocida, la única finalidad del hombre, éste debe preservarla y defenderla contra todo y contra todos, sin permitir jamás que se le imponga el sacrificio de la menor parte de esta vida, única cosa que le pertenece de verdad. Quienquiera que dificulte la vida de un hombre impidiéndole vivir plenamente con todas sus facultades y todas sus necesidades atenta contra su existencia, pues si bien no la suprime de golpe con la muerte, al menos la limita al quitarle todos los instantes durante los cuales el individuo cede a las imposiciones y actúa o se abstiene de actuar contrariando su propio impulso; en una palabra, deja de vivir su vida para convertirse en un instrumento en manos de otro. Si comprende que para él su existencia personal es la única razón de ser, la finalidad última y la única meta que debe perseguir, el hombre consciente la defenderá contra cualquier obstáculo, ya sean hombres o cosas que intenten atacarla, y empleará para ello todos los medios en su poder, pues se sentirá fuerte en el derecho que le da el ejemplo de la naturaleza y las aspiraciones de todo su ser que se esfuerza sin interrupciones para alcanzar la vida.


Mientras practicaba canto y estudiaba música, Alexandra se acercó también en esos días de joven adulta al feminismo. Pero se apartó de aquellas "amables aves de precioso plumaje" que eran a su juicio las damas de la alta sociedad pues consideraba que no veían como un horizonte de transformación imprescindible la emancipación económica de todas las mujeres (un asunto que para Alexandra debía encabezar cualquier agenda feminista que se preciara como tal).


Durante una estancia en Tunez conoce a quien sería su esposo, Philippe Née. Permaneció casada apenas unos 7 años con él, pero claramente su espíritu no estaba moldeado para los menesteres del matrimonio o la familia. La casa y las obligaciones rutinarias como esposa la enfermaban, y no en sentido metafórico: migrañas, "neurastenia", angustia, crisis de nervios. Las cuatro paredes de un hogar le resultaban un estrangulamiento a sus instintos. Escribe por aquella época:


                   Sólo me quedan dos opciones: marcharme o marchitarme.


 






Resolvió recuperarse a sí misma. No cabía la opción del marchitamiento en una fibra vitalista como la de Alexandra. Se marchó a recontactarse con el placer de ser una viajera solitaria. El aire libre y la experimentación eran su mayor anhelo, y trás ellos fue. Viajó por India, China, Tibet. En medio de esta existencia de nómade curiosa e insurrecta, y atraída ya definitivamente por las prácticas budistas, se volcó al misticismo oriental. A los 52 años le escribe a Philippe (con quien mantendrá, más allá del divorcio, una relación de amistad hasta la muerte de éste) estas palabras en una carta desde la India donde el tono de sereno estoicismo griego parece haberse instalado definitivamente en su modo de apreciar el ciclo indefectible de la vida y la muerte:

"Sólo siento indiferencia ante lo que pueda ocurrir, ya sean dificultades, sufrimiento, vida y muerte. En realidad, caemos en la inquietud y el temor porque nos importa demasiado nuestra vida y nuestro confort. La sabiduría consiste, pues, en no permitir que me invada la agitación. Si el final está cerca, no tiene la menor importancia".







Incansable exploradora, cantante de ópera, pianista, fotógrafa antropológica, periodista, escritora... Alexandra fue muchas en una. Nos dejó, entre otros testimonios, un maravilloso texto llamado "Elogio a la vida". Y es que, de hecho, ella escogió tener la vida intensa que había anhelado desde pequeña, siguió su sueño infantil de aventuras dándole forma a través de viajes y raras aventuras místicas través de territorios áridos poco aptos para una mujer de su tiempo.

Murió a los 101 años, un 8 de septiembre de 1969 en Digne-les-Bains, en la Provenza francesa. Con la mochila a la espera en un rincón de su sencilla casa, el siguiente detalle nos revela la fuerza de aventurera que aún conservaba intacta pese al paso de los años: unos días antes de su muerte había renovado su pasaporte "por las dudas", dijo. Seguía celebrando la vida hasta el final.





Su obra sobreviviría mucho más tarde como inspiración para poetas de la generación beat como Allen Ginsberg y Jack Kerouak. Sus pensares sobre los lamas y la cultura tibetana fueron clave en el desarrollo de las ideas filosóficas orientalistas del británico Alan Watts. Su cuestionamiento a la autoridad, su defensa del individuo y sus estudios sobre la génesis del poder arbitrario que aquélla impone bajo la forma de ideas reverenciables o dogmas colectivos son descubiertos y valorados hasta hoy entre los anarquistas del siglo XXI. Pero es sobre todo su espíritu de eterna aprendiz, su coraje irreverente de los mandatos, su temple de mujer capaz de alcanzar sus anhelos a fuerza de travesías inciertas por las geografías de la existencia lo que constituye, sin dudas, su mayor legado. 




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