lunes, 30 de junio de 2008

Amor es nada



Amor es nada


Hay que estar en el desierto,
porque aquel al que hay que amar está ausente.
Simone Weil


La tarde cae. Literalmente debería decir que se ha deslizado hacia mí dejandome en un puntoespacio casi indescriptible de delgadez gris y última luz de sol oriental, algo que sólo acaece visualmente en tiempos de lluvias monzónicas. En esa clara penumbra anunciante de otra luz, la del anochecer, me cruzo con el espectro victoriano de Elizabeth Barret Browning.

La mina ahí, toda tan british, pero metiendo sus narices entre Shakespeare, Teócrito, Paine, o entre las polleras rebeldes de Madame de Stael, las máscaras de George Sand, Dante y su inferno, Píndaro y la obra homérica. ¿Qué me atrajo de su biografía? Su mosaico. Primeramente, me gusta el clima de su biografía: ese airecillo aristocrático en todo lo que tocó en su existencia. Me atrajo que sea prácticamente una verdadera self-taught. Me atrae curiosear en lo que pudo producir alguien cuyo cuerpo debió luchar con la enfermedad tempranamente, hecho que no solo la marcara desde sus primeros años de vida, sino que la volvió casi una eterna convaleciente. Su desobediencia paterna (lo que le costó ser desheredada, en tiempos en que para una mujer eso era casi sinónimo de morir como una rata). Su sano modo de trocar la grisura londinense por la florescencia vitalista de la Toscana italiana. Su simpatía explícita por los incipientes movimientos que reclamaban libertades de derechos. Que Emily Dickinson y Virginia Woolf la mencionen y hayan sido vivamente afectadas por sus escritos. Me interesa una vida como la de Elizabeth BB que se autoeduca, produce, enferma, se recupera, sana, ama, cae, trayecta por los efectos del opio, opina con fuerza, denuncia mentiras sociales, desobedece, huye de la regla, se distingue. Desde ya que su perfil mistico o los tonos de crédula criatura entregada a las ideas religiosas de su tiempo no me cierran por ninguna parte. Pero puedo ezquizofrenizar su obra lo suficiente como para degustar su estética ascedente y apartar al mismo tiempo las intersecciones con lo cristiano que termina debilitando muchas zonas de su obra.

Me quedo detenida en con en el conocido Sonnet XLIII “How do a love thee”. Famoso soneto de la esta inglesita primogénita hija de esclavistas jamaiquinos, un soneto que hasta fue recitado en la pelidramón “Love Story” en el momento de los wedding vows. De ese soneto que pertenece a su libro “Sonnets from the Portuguese”, unos tramos para dialogarlos con Barret Browning:
How do I love thee? Let me count the ways.

Pregunto:
son enumerables,
contables
siquiera, “enunciables”
o definitivamente
hay uncountable

love ways?


Modos, formas, formatos, maneras, estilos, direcciones, entradas, salidas de amor. De todo ello, hay tantos ways como tantos amores seamos capaces de configurar en nuestras fuckingextremelyshortlifes.
Tantos modos de estancia en lo amoroso como seres, cuerpos, lazos, e inquietudes amatorias seamos capaces de habitar, de dejar que nos habiten, de abandonar, de memorizar, de olvidar, de germinar en ellas, de multiplicar, de amplificar, y también de reducir a nada. Multiple ways.
Amores hay sin conteo posible, sin forma asible, con poco o nada de posibilidad enunciativa. Sigue la frágil potencia de Elizabeth:

I love thee freely

Amor desengrillado hay sólo en lo múltiple. Lo demás es convención.
No hay amor más que en la serena y devastadora autoafirmación de que el amor no existe. Amor es nada. Una construcción discursiva cuyo soporte en los cuerposalmas está basado en la fisiología de las emociones, la lógica de la sexualidad animal, y las necesidades más o menos cambiantes que ha tenido “eso” a lo que el pelado Foucault -no sé si cuando ya era pelado o no, pero poco importa la pilosidad del filósofo en este caso- denominó Biopoder.

Amor es nada, porque no hay concepto último de amor, nunca lo hubo ni lo habrá. Hay sí, sexualidad, apego, ternura (que no es mucho más que sexualidad desviada e inhibidad en sus fines), hay erotismo y seducción -nuestras “superiores” (¿?) formas de cortejo- y hay perduración de los afectos, y también existen los lazos y tramas que nos hacen subsistir y humanizarnos abandonando lentamente el corazón animalísimo que nos seguirá galopando en las estepas de nuestra indómita natura. El animalito mamífero bípedo quedará empequeñecido por ahí, medio perdido a la fuerza en las oscuridades prescriptivas que reza la moral, y medio atrapado siempre entre las camisas de fuerza que nos facilita el nutrido placard de las buenas costumbres.

Encima, ¿a quién amamos?
¿Quién ama?
El quién es, qué cosa es?? Una ilusión cartesiana?? Una mentira metafísica?? Un yo ficticio que imagino como fusión identitaria de todos mis yoes performateados?? Un inconciente impenetrable?? Un cerebro maquinalmente tramado de neuroimpulsos y marejadas bioquímicas??. ¿Quién es el “quién” de quien ama o el “quién” amado? Una entidad… vacía. Una nada sin sustancia última que lo sostenga.

Querida Liz, lo freely, tiene un costo de la putamadrequeloparió. Es más, casi podría decirte que, el que se atreve a llevar la dimesión freely lo más lejos posible, empieza a irse ya de lo perimetrado como “amor”, empieza a perder equilibrio en un borde donde amar empieza a tocarse peligrosamente con un aspecto decididamente nihilista destructivo de la relación con el otro y consigo mismo.

I love thee to the level of every day's
most quiet need, by sun and candle-light.




Pequeñeces amables.
Lo amablemente pequeño.
Lo amado cotidiano en las más necesitadas e insulsas e intrascendentes domesticidades.
Lo anodino amado.
(de repente me acuerdo de la sensación cuando, luego de 8 meses de vivir en Bangkok, llegó "nuestra casa", o sea, los objetos-casa, juro que el cuadrángulo de lo real de Lacan y ese vértice que decía "sus objetos" refiriéndose a la estructura del sujeto sujetado se me hizo tal cual, real).


I love thee with the passion put to use
in my old griefs, and with my childhood's faith.



Porque amamos cosas, también, no sólo seres. O que amamos a las cosas casi como si se tratara de seres. O a seres como cosas, los cristalizamos como decía Stendhal. Es que haciendo de “alguien”, “algo”, por obra y (des-)gracia de la intermediación del amor, lo fragilizamos, los hacemos quebradizo como el cristal. O tal vez sea que amando a cosas las transformamos un poco en “cosaseres”. Y hacemos lazo. Lazo con mis libros mamaracheados, con mis lápices negros, con mi caja de fotos inolvidables, con mi música, con mi escultura de entrelazados elefantes de madera hago yo mis lazos. Hago lazo con ahora con lo mal llamado “inanimado”, como la última luz de este sol tailandés, como antes lo hice con las calles sembradas de hojas secas otoñales en la esquina estúpidamente sinsentido de Peña y Austria, y antes de antes lo hice con las baldozas del patio de parras cargado de minúsculos racimos verdes pendiendo del aire de la casa de mis abuelos, como hice lazo con mi infancia soleada, o con la sonrisa de mi padre mientras regaba las plantas y me hacía lazo el olor de la tierra mojada en verano, como con la plaza del barrio en la que aprendí a andar en bici hasta más no darme las piernas, como antes de antes de antes hice lazo con la humeante con queso rallado largo que mi abuela charrúa Inés me cocinaba en el campo, o con el jardín de calabazas de mi abuelo de facón en la cintura, con las guitarras criollas sonando en las noches de música como rústicas canciones de cuna, como antes de antes de antes de antes habré hecho lazo con la placenta refugiante en el vientre de mi madre, no con su cordón, sí con su alimentaria plac-e-ntera.
Bajo cuántas formas amamos cuánto.

I love thee with a love I seemed to lose
with my lost saints. I love thee with the breath,
smiles, tears, of all my life.


Amar sin santidad alguna, o con ese amor que ama impura y diversificadamente desde todos los fluidos, desde todas los tipos de exhalaciones que tengamos, desde los gestos más diversos, y en esa abierta fluidez, lo amable es siempre abierto y fluido.
Amor es nada. Porque amor puede ser todo lo que cada uno signe como amable. No hay un qué sobre el amor, menos lo habrá para un cómo, y menos aún para el quién. Resta el cuándo. De eso sólo podemos intentar conjugaciones en pasado o presente, no sabemos demasiado acerca del misterio de lo que sigue. Sé lo que he amado, sé que amo, nada sé acerca de lo que amaré. Amor es nada, porque potencialmente en todo lo que uno se tope puede emerger una nueva encrucijada amorosa, y entonces amar, como ejercicio efectivo, puede estar escondido en todo y en cualquier parte. Y nada y todo son dos cercanías que evidencian una unidad en contradicción irresuelta. Amando sentimos que tenemos todo. Un momento más adelante, y amando sentimos que tenemos… nada. El amor es un juego entre ese all my life, and nothing.

Amor es nada. Porque también ahí cerquita está lo que se odia en lo amado. Y no sé que hay más nadificante que pueda superar a la voluntad de aniquilación simbólica que tiene el odio. El amor, siendo un juego de fuerzas, edifica al otro. Claro que, hasta que esa misma fuerza quiere hacerse pura voluntad de destitución, anulación, desaparición, nadificación de ese otro que acaba de volverse odiado, odioso, odiable y toda la familia de palabras que concurran a esa intensidad supresiva contenida en la transitoria negatividad del odiar. ¿Resabio del esquema amo-esclavo en el amor? ¿Denuncia de las fuerzas thanaticas que danzan de la mano siempre con Eros? Lo cierto es que poco hay más nadificador que el odio, y quien ha amado sabe bien de cuánto odio displacentero alberga también la plácida belleza de lo bien amado.

Capaz tendría que poner al escriba a dormir dejándolo pensar en el revés del tapiz del amor, y hacer enojar a la Eli BB que no se enojaría, porque tal vez todo este post no sea más que el despliegue de un poema, y ella misma sabía aquello del “Poema que ha cambiado”. Y sí, cambio el viento. Y termino en la otra orilla, que no es más que la orilla opuesta en la misma bahía, preguntándo:

"How do I loathe thee? Let me count the ways…"


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Descalzarse para ser



Andar de paso, palpar el paso, ser de paso



…osadía y eros de desnudarse.
Pies descalzos, desnudez de viajero. Pies descalzos sobre la tierra
Desnuda, o la desnudez de la tierra:
su ser desierto.
Lugar donde falta lo posible, donde nada falta a nada.
(Lugar de paso para sus pasos.
Palpar el paso, no lo pasado.)


Hugo Mujica
“Poéticas del vacío”


Acá, digo, los&las thais, se descalzan. En oriente, la gente anda descalza. La gente trabaja descalza, uno va a comer afuera y en el restaurant es natural descalzarse. Una señora se sienta en un banco en el shopping a hablar por celular y se descalza. Todo puede suceder y sucede en el descalzamiento. Los pies se desnudan sin pudores por acá. Es signo de educación entrar a una casa sin los zapatos, incluso hay en la entrada de los departamentos o casa un mueble específico a los efectos de dejar allí los zapatos. No soy thai. Pero mi abuela andaba descalza en el campo, con los pies "sobre la tierra" literalmente. Bueno, era descendiente de indios charrúas, podría decirse que el acto de andar "en patas" era un recuerdo de cierta costumbre cultural a la que pertenecían sus antepasados. Yo siempre ando descalza, lo más que puedo, pero nunca pensé en un sentido para eso, solo que me siento cómoda, nada más, era sencillo y sin vueltas. Mis hijas se criaron sin escarpines para horror de mi suegra (ahí sí tenía razones que me las proveyó mi pediatra por entonces, un naturista cuya teoría decía que los recién nacidos no tiene aún maduro su aparato regulador de temperatura y sólo pueden percibir la temperatura ambiental a través de sus terminales nerviosas -pies, manitos, cabeza- por lo que esas zonas no había que taparlas sino dejarlas al aire libre incluso si hacía frío para que el bebe percibiera la temperatura del medio y envíe adecuadamente la señal al cerebro de cuantos grados eran necesarios para mantener una equilibrada temperatura corporal), por lo que los escarpines no existieron con ninguna de mis cuatro hijas. En aquellos años, con mi primera bebe en patitas en pleno invierno porteño, me cruzaba con algun grupete de militantes Hare Krishnas en alguna plaza y veía que las muchachas de esa religión cargaban a sus babies como yo y los tenían también con los pies desnuditos. Así que, cuando alguien me jodía en la via publica diciéndome “-ay, pero esta bebe tiene los pies congelados, por que no le pone una mediecita aunque sea” y me miraban con cara de madre desalmada, yo decía “Es por mi religión” y la gente automáticamente se callaba la boca (eso fue después de cansarme de dar explicaciones a cada pelotudo/a que en las calles me decía algo y yo aún tenía vocación para explicar teorías madurativas sobre aparatos neurológicos de neonatos) cuando me harté de explicar (o me harté de que aún explicando razones médico-madurativas la gente tosudamente insistiera con la mediecita) opté por decir que era un tema religioso. Daba risa como la gente se dejaba de fastidiarme ante “eso” de la religión. Era como una espece de reacción simulada de tolerancia pero que en realidad me temo que era miedo ante una misteriosa religión cuyos niños/as tuvieran que estar descalzos. Con éste ejemplo práctico, rápidamente comprobé que la mayoría de los seres humanos es más respetuoso de una estupidez con forma de creencia religiosa, que proclive a asimilar las enseñanzas de la medicina y la ciencia.

Anyway... andar descalzo…

Y me encuentro con esta hermosa construcción poética de Hugo Mujica, y me gusta. Y pienso -ahora mismo, escribo- claro está, con los pies descalzos.


Lo primer es partir, y no es partir

es descalzarse.

La desnudez, la que nos desnuda,

viene después: es el último después.

Lo primero es descalzarse

Después, y siempre: no mirar atrás:

atrás no es atrás: soy yo.

(Mi añoranza de mí

mi avaricia de ser.)

Hugo Mujica
“Poéticas del vacío”




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El escriba (historia de un heteronimo)





El escriba (historia de un heterónimo)
 
 
What I do
and what I dream include thee, as the wine
must taste of its own grapes.
(Lo que hago
y lo que sueño te incluye a ti, asi como el vino
debe saber a sus propias uvas)
 
Sonnet VI / Go from me …
Elizabeth Barret Browning
“Sonnets from the Portuguese”
England (1806-1861)

Amor es nada.
Eso pensé hace unos largos años ya. Largos años, supongo, porque luego de cierto momento que no puedo calendarizar en este instante, el atrás temporal además de recurso imaginario para ubicar el decurso del tiempo, empieza a sentirse con la sensación de una larga sucesión hacia atrás.
La cosa fue así, hace un tiempo, nomás, no más. Amor es nada. Y me escribí unos pocos rengloncitos sobre el core del asunto en un cuaderno rayado (sí, rayado, no podía ser de otro modo), uno que cargo con mis inclasificables records, un cuaderno lleno de freaky thoughts, dibujos en birome, hojitas secas de curiosas formas, y algunas otras cosas más o menos impresentables. Pero yo, digo, yo gabi R. no pude más que escribir apenas unas huevadas sintétizando lo que repentinamente entendí bajo esta expresión que redondeé como “Amor es nada”.

Afirmar que “Amor es nada” no deja de ser un pensamiento sobre el amor, pues lejos de desmentir al amor, hurga es su carácter de irremediable vacuidad, del mismo modo que el vacío de la semilla no desmiente que ésta es, posee existencia, existe, produce efectos, se transforma y da frutos, o sea que hasta es capaz de “dar a luz” existencia gracias a su vacuidad (sí, nosotras también alojamos vida es esa otra específica vacuidad ultrafecunda y compleja llamada útero, y ya nos sorprendíamos bastante con Juancito Heredia cuando en medio del seminario sobre el vacío, Juan me alerta mirando un esquema de física sobre el vacío cuántico que el dibujo tenía curiosa forma de uterus…).
Esta es una primera avanzada en la escritura del amor como nada. Y aún así, como sea, deletrear este post sobre “Amor es nada”, es ante todo, una escritura sobre el amor.
Escribir on love, es toda una imagen. Y no sé si yo calzo en esa imagen. Prefiero pensar que escribe un heterónimo mío. No mi yo más habitualizado, sino otro yo menos frecuentado. Un escriba que es parte de mí, un testimoniante más dentro de mis variadas mismidades que es a la vez una variación de mi otras mismidades. Elijo esta, una varilla de bambú de mi identidad que descansa bajo mi nombre y que hoy saco a desperezar a la luz de esta tardecita húmeda, tranquila, invitante. El escriba. El que sí puede meterse con el asunto del amor es nada.

El escriba.
Digo que hay una imagen a la que puedo acudir para pensar el amor como nada. Una imagen, como podría decir una ficción, o una mentira, o engañifa de los sentidos, o patraña racionalizante, o una salvación identitaria, o un ser que oficie de purgante para mis toxinas freakiest, o una pincelada de libre fresco llamada “heterónimo” que no sabe en qué marco ha de terminar cuadradizando su perfil.
¿Qué veo si cierro los ojos tratando de fijar esa imagen que cuaje con el infinitivo “escribir” sobre el amor y su relación intríseca con la nadeidad?
Veo a alguien envuelto en un manto apolillado, como una pashmina agujereada que gira sobre el cuerpo caminante de un viejo escriba de sandalias andariegas. El escriba que se lanza a esta urdimbre del amor es nada es alguien que se entrega serio y alegremente apasionado a la tarea de dejar atrás pisadas borrables en un desierto que le ha pertenecido por largo tiempo. Y ese “dejar atrás” se le presenta como su gran desafío y su gran interrogante. Ese es el enigma con que lidia. Sabe el escriba que hay un cierto dejo de angustia en ese ligamen entre amor y nada, pero aprendió en ese mismo -su propio- desierto a flotar heideggerianamente sobre la angustia. Después de todo, quien escribe sobre el amor siempre tiene algo de bedouin in desert, de solitario último e irreligioso, escalando zigzagueante las propias dunas que sin embargo se han formado de otras ruinas que no le eran propias.
Lo propio, lo que sí a este escriba le pertenece es su desierto. Esa poseída porción de desierto de él, que sólo a él concierne, dentro del la estepa general en la que nos movemos todos. Pero hace tiempo que el escriba entendió que no debía -no tenía ya- que responder por las rocas ruinosas de las que ésta, su porción de desierto, ha provenido. Por eso, porque se ha librado de la historia de su desierto, se lo ha hecho suyo y ahora puede sí jugar con la arena inocentemente como lo haría un niño, porque la seriedad del entrecejo cerrado… ésa estúpida seriedad que es la comedia de los formales, es una actitud que pertenece a los tiempos-restos de roca que le precedieron. El escriba es un despierto. No es dicho esto como una esencia, sino que más bien es porque se ha despertado y ha construído en ese abrir doloroso de los ojos, "su" es. Es quien supo esperarse, y por eso mismo, puede recibirse en cada uno de sus deambulados presentes. No duerme demasiado, un poco más que lo suficiente a veces, tampoco no es un insomne pero alarga la noche. La noche es la cueva iluminada en la que escribir se parece a encarnar en el alma de un buho. El escriba duerme siestas si el cuerpo se lo solicita, descansa donde sea si así lo siente, pero bien se sabe sacudir el aletargamiento como pocos. Pero que esté despierto excede a la fenomenología de las horas de sueño, las naps o los ritmos circadianos. Está despierto, y esto es un asunto ontológico. Habita el despertar. Y esto es así porque ha resuelto pasar lo que resta de tiempo (el que medie entre su despabilizarse existencial y su último sueño como ser sujeto a la inexorable finitud física), andando, moviéndose, desedentarizándose en un grado de los más altos posibles. Afortunadamente este escriba del amor ya ha entendido que, con respecto a la roca dura del pasado que lo antecedió, no tiene responsabilidad alguna. Por eso se entrega a fluir al puro decurso de su presente. Sigue al viento, al favorable, porque de pelear contra el adverso ya se ha nutrido lo suficiente. Y estando en contacto con su ya no sufrida desolación, aprendió a seleccionar con cuidado los tonos de arena con los que armar sus cuidados mandalas… y a deshacerlos rápidamente también para nunca olvidar que todo, todo, Todo, en su belleza u horror, es transitorio y efímero. El escriba casi no lee ya -exceptuando la correción de sus propios escritos-, no necesita frases ni maestros ni repetir sapiencias teóricas. Se ha vaciado de la mayor parte de las otredades que antaño formaban parte de su pesadez intelectual. Ha hecho carne en su sí mismo que lo único perenne es la impermanencia, y todo lo que no sea su propio pensar ha sido exiliado de su ser. No cree en nada. Es un pirrónico, casi. No cree en magos, ni en sabios, ni en doctos, ni en libros, ni en recitadores, ni en cientistas, ni en sacerdotes, ni en brujos, ni en profetas, ni en iluminados. Solo anda. Solo cree en él, y no siempre, porque la philautía es un parásito que se porta de por vida y a veces, agarra hasta a los más alertas con la guardia baja.

El que intenta producir escritura reflexionante sobre el amor es un andador que conoce de las amplitudes térmicas intensas que regulan los ritmos en la sabana. Amplitudes extremas. Son ésas que incluso pueden verse -si se pone algo de atención- pues han dejado grietas semivisibles en su caparazón. El escriba tiene la piel curtida, lleva la marca de los cambios e intemperies por las que transitó. Es, digamoslo así, un condenado errante, intermitentemente errado como otros mortales, sabiendo que anda errando entre quemazones envolventes y rágafas de solitario frío. Un nómade radical.
Un escriba del amor que afirma que el amor es nada, es un ser que no teme demasiado a la cercanía del vacío. Puede gobernar cierta dimensión del “estarse solo” sin que esa misma dimensión lo gobierne, lo atenace, lo debilite. Es un hombre fuerte, que se ha hecho más fuerte aún porque puede desviarse sin extraviarse, fluir sin resbalar, ondular sin reptar, impulsarse sin huir. Es alguien que desertó de esa tundra personal a la que llamamos Soledad, pero ahora vuelve, otra vez allí, ahora escribiente, ahora envuelto con simples mantos su austero cuerpo. Pero es un cuerpo que no por austero es ascético, pues cada tanto para en algún espejismo vulgar y hasta ordinario a beber y comer y sexuarse hasta codearse ahí nomás con el desborde. Luego, sabe reservarse y volver a la soledad, sí, pero a esa soledad ascendente, no a la soledad aislacionista del agua estancada, pútrida, infecta en su estanque limitado. Vuelve a andar solo, como el agua que circula simplemente cuando el calor derrite su condición de "cosa sólida". El escriba es bravío pero no intratable, es como un andante caballero que carga con las armas que mejor sabe afilar en su zurrón. ¿De sus bienes? No hay mucho que decir, apenas anda con los livianos cacharros esenciales para la vida que ha elegido: una jarra para beber, un plato de madera, un arco y su flecha, un par de libros ajados, una movediza pluma fina que agita sus sonidos dentro de un tintero chino en el que suenan a su vez pequeños ecos encerrados de tinta que se oye, nítidamente, roja, roja, roja. El escriba del amor -who knows that love is life, and life is breadth and pain, but pain teaches, then love is learning vastly without any sense- no es más que un inocente pretencioso que no cede al intento de caligrafiar sobre una hoja de arroz flotando en arenas movedizas.
Por eso sí lleva en su equipaje hojas de arroz, muchas, abundantes hojas de papel de arroz.

Así las cosas, tratando de mover poco el pulso que ya se mueve a sí mismo en cada latido, y con sus amadísismas hojas de arroz disponibles cuan amantes de piernas abiertas, tan finas ellas, tan translúcidas ellas (es que, como las damas nobles, las hojas de arroz sabiamente hacen que la lucidez pase y no a través de su textura, sugieren pero nunca exponen groseramente), el escriba se dispone a escribir sobre el amor. Yo estoy ahi, un poco en él sin serlo, diría que sigo ahí aunque me aparto un poco de modo que mi sombra y la de él se toquen, se rocen, tomen contacto pero no se superpongan. Todo esto mientras él desenrosca el pliegue con que titula sus protopensares:

El amor, el amor nada es”.


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viernes, 20 de junio de 2008

Saber reservarse (la independencia de los espiritus libres)




Saber reservarse

(La independencia de los "Espiritus Libres")


Consejo en forma de enigma:
“para que el lazo no se rompa,
es necesario que primero lo muerdas.”

Friedrich Nietzsche
Sentencias e interludios
Más allá del bien del mal”


Otra vuelta de tuerca al desapego.

No logro desapegarme del desapego. Pero ahora me lanzo de la mano de Nietzsche, un promotor de las mejores “pateadas de tablero” que jamás he leído. Un gran despreciador de la “virtus dormitiva” tan alabada en los orientales y que para mí no es más que sinónimo de debilidad, de vocación de obediencia casi ciega, voluntad de persistir en la medianía sumisa del rebaño (algo que los oscurantistas políticos de por acá y del resto del globo bien saben aprovechar y explotar). Creo que la aceptación del destino preconcebido (llámese karma, o como sea) y la desmesurada pasividad social no hacen más que reflejar el estado de nihilismo entregado en que viven los nacidos bajo el signo del budismo. Nietzsche bien se cuida de no hablar de desapego, pero sí reforzará la tremenda importancia subjetiva que tiene preservar nuestra independencia, ser nuestro propio “tribunal de cuentas”, tomar distancia a través del desasimiento... saber reservarse. Este pensador, el más radical, el más despiadado, el mejor en la tarea de subvertir los valores radicalmente, pone la mira en la relevancia existencial de aprender a des-adherirse, a des-adherirse de… todo, inclusive del propio desasimiento!!!


Y arremete contra el amor-fusión.
Contra la patria como pesado refugio de las tradiciones.
Contra las mentiras que bullen tras la sacralidad paterna.
Contra la entrega desinteresada que pregonan los moralistas.
Contra la supuesta virtud de la compasión.
Contra el antiegoísmo.
Contra los espejitos de colores de la ciencia.
Contra las cegueras que acarrea mirarse demasiado al espejo las propias virtudes.
Contra prolongar la lejanía que rápidamente tiende a volverse cobarde huída.
Arremete, en suma, contra los peligros que habitan en nosotros mismos.


Qué empresa tan poco apta para flojos de espíritu!

Sólo seres capaces de soportar con grandeza la distancia, los vuelos y el peligro podrían hacerle frente a esta aventura de forjarse una autonomía real. Seres capaces de alejarse, pero también de apartarse a sí mismos del deshonor de la retirada. Seres como águilas, dignos de la fría altivez de las alturas, pero capaces a la vez de caminar sin temor en el "bajo fuego" telúrico. Seres que conjuren los riesgos de lanzarse a partidas jugadas en nuevos tableros, pero siempre privilegien la intensidad de la vida vivida por sobre todos los peligros que atenten contra ella.

Sin dudas, mi pensador de la filasofía contra-académica predilecto, por lejos, desde hace tanto.

Lo que sigue sale de las inmensas páginas de “Más allá del bien y del mal”, sección segunda: El Espíritu Libre, Nº 41.


Tenemos que darnos a nosotros mismos nuestras pruebas de que estamos destinados a la independencia y al mando; y hacer esto a tiempo. No debemos eludir nuestras pruebas, a pesar de que ellas sean el juego más peligroso que quepa jugar y sean, en última instancia, sólo pruebas que exhibimos ante nosotros mismos como testigos, y ante ningún otro juez. No quedar adherido a ninguna persona: aunque sea la más amada,- toda persona es una cárcel, y también un rincón. No quedar adherido a ninguna patria: aunque sea la que más sufra y la más necesitada de ayuda, -menos difícil resulta desvincular el propio corazón de una patria victoriosa. No quedar adherido a ninguna compasión: aunque se dirigiese a hombres superiores, en cuyo raro martirio y desamparo un azar ha hecho que fijemos la mirada. No quedar adherido a ninguna ciencia: aunque nos atraiga hacia sí con los descubrimientos más preciosos, al parecer reservados precisamente a nosotros. No quedar adherido a nuestro propio desasimiento, a aquella voluptuosa lejanía y extranjería del pájaro que huye cada vez más lejos hacia la altura, a fin de ver cada vez más cosas por debajo de sí: -peligro del que vuela. No quedar adheridos a nuestras propias virtudes ni convertirnos, en cuanto totalidad, en víctima de cualquiera de nuestras singularidades, por ejemplo, de nuestra hospitalidad: ése es el peligro de los peligros para las almas de elevado linaje y ricas, las cuales se tratan a sí mismas con prodigalidad, casi con indiferencia, y llevan tan lejos la virtud de la liberalidad que la convierten en vicio. Hay que saber reservarse: esta es la más fuerte prueba de independencia.


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lunes, 16 de junio de 2008

La callada lujuria de la vida



La callada lujuria de la vida


"Sólo la idea de la muerte da al hombre el desapego su­ficiente para que sea incapaz de abandonarse a nada. Sólo la idea de la muerte da al hombre el desapego suficiente para que no pueda negarse nada. Pero un hombre de tal suerte no ansía, porque ha adquirido una lujuria callada por la vida y por todas las cosas de la vida. Sabe que su muerte lo anda cazando y que no le dará tiempo de adhe­rirse a nada, así que prueba, sin ansias, todo de todo. (…) Un hombre despegado, sabiendo que no tiene posibilidad de poner vallas a su muerte, sólo tiene una cosa que lo res­palde: el poder de sus decisiones. Tiene que ser, por así decirlo, el amo de su elección. Debe comprender por com­pleto que su preferencia es su responsabilidad, y una vez que hace su selección no queda tiempo para lamentos ni recriminaciones. Sus decisiones son definitivas, simplemente porque su muerte no le da tiempo de adherirse a nada. (…) Y así, con la conciencia de su muerte, con desapego y con el poder de sus decisiones, un guerrero arma su vida en forma estratégica. El conocimiento de su muerte lo guía y le da desapego y lujuria callada; el poder de sus decisiones de­finitivas le permite escoger sin lamentar, y lo que escoge es siempre estratégicamente lo mejor; así cumple con gusto y con eficiencia lujuriosa, todo cuanto tiene que hacer. (…) ¡Cuando un hombre se porta de esa manera puede de­cirse con justicia que es un guerrero y que ha adquirido pa­ciencia!"


Carlos Castaneda
Las enseñanazas de Don Juan”


Soy pésima para los desapegos. Si hubiera sido una materia de alguna de las curriculas por las que he pasado, habría sido rotundamente aplazada, sin remedio. No sé. Pese a que soy inmensamente solitaria, adoradora como perra gruñona de mi propia hermética soledad, e incluso, temporalmente un ser capaz de una gran dicha mientras estoy al máximo de mi capacidad de aislamiento, no sé, soy medio fatal para desapegarme. Puedo andar con mi vara imaginaria, al estilo de Diógenes, ahuyentando a los que se me acercan inoportunamente (y esas inoportunidades me abundan, admito), pero aún así, no soy nada buena para desprenderme de lo que amo, ni de mis placeres, ni de mis aferramientos, de ni mis proyectos. Puedo dejar, abandonar, ignorar, olvidar, “deshacerme de…”, apartar sin más. Pero sigo sintiendo que no siempre puedo. No siempre. Ocasionalmente fallo en desapegarme lo suficientemente bien. Mi hilo de Ariadna tiene una cierta y rara capacidad autoreconstituyente imprevista: se corta sin mucho trámite, sí, es cierto, tan cierto como lo es el que en determinados momentos inesperados el mismo hilo que habia cortado de un tiron puede llegar a volver a enlazarme sorpresivamente. Un hilo trampal. Un corte que no corta, y si lo ha hecho, parece dejar una tan debil como poderosa e invisible hebra de oro que me vuelve a acercar a lo dejado, a lo abandonado, a lo perdido, a lo que hube de distanciar en el pasado. Ariadna y Teseo se me conjugan en ciertos pulsos y encrucijadas. Desapartarme es como una marea calma y subita que me lleva otra vez a... vaya a saber "a...". Arenas girovagas. Espumas de retornos. Circulos que no terminan de trazarse. Tatuajes sin cerrar...


En fin, como sea, no soy todo lo buena que podria o desearia ser en materia de desapegos. Mi desapego esta mas cerca de la imperfeccion que del acto de apartamiento logrado acabadamente. Simplemente me pasa que a veces no sé bien cómo debería hacerlo, menos aún por qué debería, ni entiendo demasiado acerca de para qué debería desapegarme. Tal vez sea que quiero todo, o al menos, quiero mucho, y para peor, no me calza bien el ideal de la renuncia. Mala combinación. Complicada, por lo menos. Tal vez, por estas mismas confesas razones en las que mi incapacidad para apartarme queda fuertemente delatada, tal vez por eso mismo dicidí urgar en el budismo y su idea de desapego. Fue hace tiempo ya.

Hace muchos años atrás, unos quince por lo menos, comencé a leer y a tratar de entender algo mas sobre este asunto. No me resultó nada fácil, dado que provenía de una formación psicoanalítica en la que, justamente el deseo, el apego a los otros primordales de nuestra biografía, a la vincularidad y al apuntalamiento que nos da el otro en nuestras neuróticas historias son considerados -nada más y nada menos- que vitales para el armado de la subjetividad. Apegarnos a nuestra madre siendo prematuras criaturitas humanas necesitadas de cuidado, apegarnos desde el deseo a lo que amamos, apegarnos a nuestros salvíficos vínculos sin los cuales nuestra condición de bichos sociales nos dejaría reducidos a ser apenas criaturasislotes, apegarnos a nuestras “cosas” -esas que hablan de quienes somos, qué nos place, qué nos formó (o deformó), cómo deambuló nuestra nómade identidad- hay demasiado de apego necesario en el mundo de los humanos.


No.
No me era sencillo en ese marco de valoraciones (occidentales????) hacia el apego pensar en alguna posibilidad sana de incluir la práctica del desapego.


Sin embargo, me hundí en textos budistas y traté de entender, desde mis limitaciones como mero ser subjetivado en las gárgaras de occidente, de dejarme impregnar de algo interesante y aprensible en torno al desapego.


Por aquellas épocas entendí que una de las bondades de internalizar el hábito del desapego era, sin dudas, que desapegarnos resultaba una especie de protección ante las pérdidas, ante las ausencias, ante la falta, frente a las distancias. Como Ariadnas en Naxos, todos tenemos en nuestro haber algún registro de las dolorosas oscilaciones que producen los subibajas entre dejar/ser-dejado, perder/ser-perdido, abandonar/ser-abandonado, distanciarse/padecer distanciamientos.


Por otra parte, maldecidos como estamos los no-orientales por una lógica de “llenado” constante (nos llenamos de cosas, de gente alrededor, de bullicio en nuestra cabeza, de actividades que nos mantengan desde pequeños la agenda completa, de trabajo, de proyectos, de planes, de ilusiones, de comida, de bebida, de humo, de lo que sea) el desapego era un golpe fuerte a la idea de lo lleno-pleno-uno que ya analizara Parménides en tiempos antiquísimos. Algunas ideas acerca del desapego ponían la atención en la necesidad -y hasta las posibles ventajas- de empezar a vaciarnos, más aún, de la inmensa necesidad de practicar cierto vaciamiento salubre. Era una ruta interesante la de conectar vacío, pánico al vacío, compulsión al llenado, apego, y entonces sí, darle un sentido interesante a este asunto del desapego.


Desapegados, corremos menos riesgo de lloriquear por lo que perdemos.


Desapegados, nos protegemos ante las pérdidas: de objetos, de un amor, de un afecto, de un ser querido, de una ilusión, de un proyecto irrealizable, de una etapa que termina inefectiblemente.


Desapegarse es como un escudo protector. Sería algo así como: “Dado que sé que en realidad tener es una mera ilusión guiada por mi afán incontrolado de apegarme, practicar el desapego me previene contra las seguras enfermedades de la posesión, la inevitabilidad de las pérdidas, y el dolor de las separaciones”.


Así pensado, el desapego casi, casi, que me resultaba un antídoto contra algunos de los dolores de amar, por ejemplo, pues cuando se ama, en definitiva se desea practicar el continuum de una singular y determinada presencia… siendo que esta práctica de la presencia eterna amorosa es una imposibilidad de facto contra la que no tardamos en darnos la cabeza. No podemos tener (ni permanente ni transitoriamente) porque en realidad, no tenemos nada. No nos tenemos verdaderamente ni a nosotros mismos. Ni siquiera nuestro propio cuerpo nos pertenece, o apenas. El budismo denuncia esa ilusión de aferramiento y cierra el razonamiento afirmando que en verdad, solo hay nada. Un poco fuerte, al menos en principio. Pero no menos cierto: si uno pela la cebolla hasta la última capa, o si parte el carozo al medio, o si mira el interior de la semilla, lo mismo hallamos: nada. En verdad somos algo mientras existimos, mientras estamos hechos carne con la vida. Una vez que este juego de la existencia se termine, volvemos a la nada de la provenimos. Desapegarnos es una especie de entrenamiento recordatorio de esa nadeidad en la que flotamos, de la que venimos y hacia la que vamos. En el “mientras” de estar vivo, de ser presencia hecha de encarnadura y latido, nos topamos como muchas experiencias en las que la nada se nos anticipa con sus movidas certeras, esas experiencias de la nadeidad solo son suturables y medianamente soportables si las aprendemos a decodificar en clave de desapego.


Entonces, decir “sí” al apego.

Entonces, decir “sí” al desapego.

Y sí, vivir es una dualidad integrada. Si, y sí también. La lujuria de una dualidad.


Por un lado resulta imposible movernos y sobrevivir sin el apego al que nos lleva nuestro deseo, nos resulta imposible pensarnos sin variadas ataduras/ligaduras a seres y a objetos amados. No sobreviviríamos sin apegarnos. Pero la bifrontalidad de la existencia nos demanda a la vez aprender a renunciar, a tolerar los dolores de la distancia, a tramitar con una inmensa fuerza los distintos grados y modos en que el desapego se nos va presentando.

¿Si es el desapego un entrenamiento respecto de la muerte? Visto filosóficamente es indudable que sí. Por otra parte, como ya dijera Platón, finalmente toda filosofía no es más que una larga meditación sobre la muerte. O volviendo a Castaneda y su preparacion del guerrero: tal vez sea que la propia conciencia de que la muerte siempre nos anda, de un modo u otro, a la caza, es la que nos hace justamente no tener tiempo para adherirnos demasiado a nada. Podemos morir. Es mas, sabemos que moriremos... pues a mi las manos se me llenan de ansias ante esta certeza y no hago mas que alejarme de la tonteria que representaria cerrar el puño a la vida! Y es que no veo en esto la necesidad de olvidarnos de los placeres ni de aquellos seres que acompasan la posibilidad de que esos placeres nos envuelvan en sus bellos deleites. Todo lo contrario. Leo, en esta conciencia de la muerte que se me escribe en los mares de la comprension y en el consecuente desapego actitudinal a que conllevaria, una razon mas que plena para lujuriosamente probar todos los matizados sabores con que puede degustarse el trago de estar vivo. Siento, en esta conciencia de finitud que arrastra a un no-poder liarnos realmente a nada porque el tiempo apremia, una exquisita causa para desear mas, para tocar mas y mejor, para rozar mas y mejor, para darse mas y mejor, para entregarse mas y mejor a las dichas que puedan trazar el mapa de nuestros goces. Justamente, veo una noble razon para evitar el ascetismo de la renuncia, y mas razones aun para aumentar nuestros entrecruzamientos con los placeres.


De alli que contra lo que sí cargo es contra la idea de que la atracción, y las ataduras derivadas de algunas de nuestras pasiones sean algo a combatir. En este punto, el budismo miente, y desde un punto de vista biopolítico, queda al desnudo que a través del desapego (y otro nucleo básico de ideas y preceptos) se logra un modo de inculcación subjetiva que magnifica el “sabor de la pobreza”, el talento de no-tener, la “belleza” de renunciar a la materialidad. En este mundo asiático en el que vivo, en el que puedo palpar su rostro diario plagado de pobreza con nula movilidad social (un rostro repujado desde hace milenios, por otra parte) la resignación es un factor de amansamiento. Y este discurso búdico-religioso que glorifica la insignificancia del mundo material, a su modo demoniza el consumo de objetos, condena las ataduras, y advierte contra el aferramiento al “tener”, termina siendo necesario para mantener calmos y no-reclamantes a millones de seres. La hilacha de este aspecto del desapego como mentira domesticadora de la religión budista queda al desnudo cuando uno pretende mesurar la inmedible cantidad de oro de los templos. O cuando uno comprende que los Lamas han sido los grandes dueños de los latifundios asiáticos compartiendo los dividendos de un modo de vida semiesclavista junto a las monarquías locales. Por otra parte, como si se tratara de una especie de efecto boomerang que la globalización ha acentuado pero que ya existía desde antes, no he visto poblaciones más arrojadas al consumo (electrónicos, tecnología, relojes, ropa, carteras, zapatos o cualquier tipo de chuchería) que los tailandeses, los chinos, los japoneses… todas naciones budistas!!! Resulta evidente que la supuesta “paz” y alegría suprema practicada con el también supuesto mandato del desapego material son una más de las fachadas de esta cultura a la que muchos occidentales han idealizado desde la ignorancia de occidente siempre ávida de comprar algún nuevo modelito de vida-creencias cuando se agotaron ya las propias.


¿Qué rescato por encima de las mentiras del discurso político budista?


Pues creo que hay para rescatar bastante, si uno tiene la paciencia de separar la paja del trigo, y luego llevar lo rescatado en ese lento acto hacia las aguas agitadas de nuestra propia cultura.


Me gusta pensar que a veces -a veces- viene bien imaginarnos como sobrevolando las propias experiencias, ser una especie de asombrados testigos silenciosos de nosotros mismos. Ese sobrevolar nos pone en perspectiva y nos ayuda a desdramatizar o perspectivizar lo que estamos viviendo. Para intentar este sobrevuelo se necesita cierto grado sano de desapego.


Creo que el horror vacui aún nos respira en la nuca. Tememos al vacío. Ergo, llenamos estúpidamente con lo que sea, con lo que haya, nuestras preciosas y preciadas vidas. Malelegimos, constantemente. Y encima somos unos cobardes que tendemos a persistir en las consecuencias de la mala elección. Nos dejamosacompañar malamamente, en honor al llenado, por terror al vacío, por pánico a la soledad. Hay quienes practican el ridículo orgullo de enunciar sus posesiones (títulos, saberes, abundancia monetaria, propiedades, familia, mujeres conquistadas, o lo que sea que “mida” el cuánto que la sociedad marca como parámetro de éxito) mientras patean debajo de la cama o hunden en el ahogado silencio nocturno de su almohada, los fracasos, los errores, las fragilidades, las mentiras autorelatadas, la incomodidad, la equivocación, el dolor del displacer. Creo que darse la posibilidad del desapego es empezar a perder el temor al vacío, casi comenzar a valorar las posibilidades de estar vacío. Después de todo, como el loco lindo de Osho decía, sólo cuándo uno está vacío como una vasija receptiva, la vida puede derramarse dentro de uno. Metáfora algo… femenina, pero vale si se la piensa más ampliamente considerando la existencia de nuestro entero ser como el moldeamiento interminable de una vasija. Desapegarse es ver la propia vida como esa vasija a veces llena, a veces vacía. Desapegarse es ser el alfarero de eso mismo en constriucción que vamos siendo.


La concepción de que todo en este universo es radicalmente efímero puede colaborar a causar lo que se llama “Vairagya” o indiferencia hacia ciertos disfrutes de este mundo. No me gusta demasiado esto de ejercer la indiferencia, pero admito que ocasionalmente ese es el único camino con el que toleramos las esperas que nos pueden conducir al placer. Sólo bajo cierta indiferencia hacia los placeres que deseamos experimentar podemos soportar el tiempo y espacio que nos separa de la realización del placer. Indiferencia como modo de tolerar el aplazamiento del placer, no como renuncia a lo que nos deleita.


Desapegarse no implica abandono de responsabilidades, ni ejercer un ramplón desapego físico del mundo. No se trata de idealizar el desapego y mirar como una meta posible la huída a una cueva solitaria en medio del Himalaya. No significa afeitarse el cabello, o peinarse el pelo en un rodete, ni envolverse en túnicas azafranadas, caminar con sandalias de cuero, ni andar comiendo hojas y haciendo fuego con palitos cargando un kamandal (vasija) de cáscara de la calabaza o de coco en los brazos en busca de agua pura de deshielo. El desapego es netamente actitudinal. Es trabajar en torno a las conexiones que nos hacen aferrarnos dolorosamente a algo, a alguien. La mente es voluble, nuestro cerebro está sometido a oleadas bioquímicas sobre las que poco podemos hacer para manejarlas, nuestro psiquismo está gobernado por leyes que exceden al control, la conciencia y la razón. De allí que, en tamaña volubilidad, la agitación existencial es considerable, y a esto hay que sumarle que los objetos son ellos mismos volubles e impermanentes, perecederos, perdidizos, rompibles, quebrables, finitos. En este punto el budismo y el estoicismo tienen grandes puntos de juntura. Ambos destacan el intenso trabajo que debe realizarse en torno a adquirir una mente más aquietada, una vida capaz de recuperar y permanecer en la tranqüilitas. El desapego, como concepto y manojo de observaciones acerca de la red relacional en la que nos estamos moviendo, colaboraría en la obtención de tal intermitente serenidad.


Saber morar en cada momento pleno de nuestra vida, tanto como saber morar en la ausencia de esos atesorados momentos. Saber que los estados de la vida se suceden, ninguno permanece, y por ende, a ninguno apegarnos.


Contrario a lo imaginativamente podría dibujarse uno en la mente, creo que el desapego es una roca, una roca vacía sobre el mar, en medio de los vientos movedizos de nuestros apegos. A veces somos ese ser parado en medio del piélago de la existencia, con nuestros tiritantes pies desnudos apoyados sobre la roca vacía, sintiendo los rigores y sensaciones vacilantes de esos vientos que nos pegan duramente en todo el cuerpo. Otras, debemos aprender a mirar todo ese juego visual y sensitivo que componemos entre las brisas fuertes, la roca vacua y las turbulencias del oleaje. Mirar, mirándonos, como un pájaro guerrero en pleno vuelo.



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