miércoles, 21 de mayo de 2008

De como el "parecer" se convierte en "Ser"




De como el "parecer" se convierte en "Ser"



Todas las cosas fingidas
caen como flores marchitas
porque ninguna simulación puede durar largo tiempo.

Marco Tulio Cicerón
Escritor y orador romano



De la búsqueda de la eudaimonía (εδαιμονία) como ideal de vida tendiente a la plenitud, hemos pasado a ubicar como relevantes las superyoicas exigencias del madurar. O a entroncar hábilmente el ideal maduratorio como supuesta “puerta” de acceso a la felicidad. Dudo tanto de este falso ensamble tanto como dudo de la validez de las palabras de Cicerón: demasiadas cosas fingidas veo a mi alrededor, y no sólo están lejos de marchitarse, sino que se re-afirman en su arte simulatorio, irguiéndose más, mejorando el maquillaje.

Dejamos a un lado el “ser eudaimónico” como ser capaz de realizar su plenitud ¿Y a cambio? Y a cambio hemos tenido y aún tenemos que lidiar con el bienpensante y políticamente correcto “ser maduro” y sus ¿bondades? ¿recompensas? ¿bienes perecederos y no-perecederos?

Los juegos entre inautenticidad y autenticidad estan llenos de recovecos inexplorados e inesperados. Desbancar a la madurez como parte del juego de la inautenticidad es una tarea que, en principio, requiere de separar algunas frecuentes confusiones.

No se trata de reivindicar el egocentrismo infantil.

Ni de entronizar el consumismo enfermizo que solo va tras “llenar-llenarse-llenados”, y no quiere saber ni de esperas ni del posible valor de la vacuidad.

Tampoco se trata de re-acentuar aún más la tendencia social que valora la juventud corporal como irrealizable ideal de sí eternizador de las firmezas y potencialidades de los veinte años.

Ni se trata de un elogio desproporcionado hacia los perezosos y los parasitismos sociales con una excusa de dependencia siempre a mano para colgarse de alguna ubre que los ampare, alimente, vele, tutele sus existencias. Ese no es un inmaduro, ese es sencillamente un ser parásito, no un inmaduro.

Nada de eso.

Se trata de pura y sencilla constatación de nuestra humana condición de seres inmaduros. Seres neoténicos. Ya iré hacia la definición de “seres humanos neoténicos”.

La madurez suele ser estimada como el estado de cada individuo más ligado al equilibrio, la ecuanimidad, la independencia, la disposición adecuada de herramientas para lograr objetivos también valorados socialmente, la sensatez, la mesura, la capacidad reflexiva, el diálogo como arma ante los impulsos.

Incluso, la metáfora de la madurez suele aplicarse a situaciones que exceden al ámbito del Ser: así se habla sueltamente de “instituciones maduras”, “un sistema democrático maduro”, una “relación madura”, una “organización que ha madurado”, un país “en su madurez”, etc.

Madurar suele ser un estadío de los más valorado socialmente en cada etapa de la vida, se trate de la vida de instituciones, sistemas o seres.

Como meta, lo decíamos más arriba, suele ser infinitamente más valorada que la búsqueda de felicidad-plenitud (lógicamente, en culturas que saborean cada derrota del individuo libertario en pos de aportar al riacho de almas resentidas, fracasar en la felicidad o ni siquiera intentar ya buscarla, resulta algo “sospechosamente” más decididamente cercano a refugiarse en la seguridad de los deberes y obligaciones que a los placeres, y la madurez es parte del puerto en el que desembocan las aguas del resentimiento).

No logro ecuacionar plenitud y/o felicidad con madurez. Aún cuando la mayoría lee la madurez como una especie de portal hacia el ser feliz o pleno. Tal vez he tenido demasiadas horas de consultorio escuchando pacientes “maduros” lisa y llanamente infelices. O deprimidos. O desvitalizados. O sencillamente, fuertemente desesperanzados en el hallazgo de algo parecido a la plenitud.

Qué tristeza grande me produce escuchar frases del tipo: “-Es una niña tan madura para su edad”. Pobrecita -pienso entre mí- los derroches de infancia que está malogrando esa criaturita para hacerse merecedora de tal elogio a la normalidad! Qué pequeño ser ya cargado de instintos desencaminados de su exhuberancia, instintos plenos dados vuelta hacia adentro, hacia el saco del resentimiento!

Y cuántos maduros resentidos ha creado el ideal de “Buena” persona, “Buen ciudadano/a”, “Buen padre”, “Buena madre”, “Buen trabajador/a”, “Buen esposo/a”, “Buen sacerdote”, “Buen vecino”.

La madurez es un mandato tan viejo como la invención de los preceptos morales. Un mandato altamente legitimado por cierto y falsamente apuntalado en espejo con el crecimiento. Se crece, pero crecer o envejecer no riman con madurar. Maduran nuestros órganos, si con ello queremos decir que llegan a etapas de desarrollo acabado. Formas de la madurez en el mundo natural de los tejidos.

Pero madurar como ideal en la construcción de Sí, es una máscara en la que todavía creemos con fervor. Una máscara en el carnaval de las mentiras autoinvocadas en nombre de sostener desde el propio existir, una maquinaria de normalidad social que nos excede y nos limita al mismo tiempo. Una máscara que insistimos en atar a las caras de nuestros hijos mientras le decodificamos moralmente cada acto de obediencia o desobediencia adaptativa social.

-¿Cuándo vas a madurar?- le reclamamos a los jóvenes.

¿Desde qué supuesta jerarquía madurativa les exigimos esto?

Cada adulto esconde no muy bien una infinita cantidad de desequilibrios, dependencias, caprichos, egocentrismos, interpretaciones infantilistas, en suma, “inmadureces” ciegamente negadas. Pero en los adultos que ficcionan la madurez asumiendo en tal ficción que “ya han alcanzado la meta de volverse adultos”, lo que ha pasado es que la máscara se ha hecho ella misma carne-rostro, a tal punto que la mayor parte de estos seres autoconvencidamente y autoproclamadamente “maduros”…¡Verdaderamente creen que realmente lo son!

Probablemente saberse y creerse a sí mismo “maduro” sea el gran triunfo de una cultura decadentista que estetizó desde siempre la normalidad contra lo a-normal. Seguramente estamos ante una de las mejores mentiras auto-relatadas por la mayor parte de los humanos adultos cuando presentan sus “cartas de presentación” societal, y por ello, uno de los mejores ejemplos y más acabado de philautía. Una mentira que nos decimos a nosotros mismos por años y años. Un caso interesante de Vain-glory. Una jugarreta narcisista con la que muchos duermen cada noche de sus vidas, y a la que muchos también mueren abrazados. Después de todo, los cadáveres, también se hallaron lo suficientemente maduros como para morir.

De madurez se disfrazan hipócritamente los mediocres. Otros (los que han tenido algunas habilidades, o capacidades, u oportunidades mejores), incluso ciegamente creen –serios y posturalmente derechos- que “son” maduros, que han hecho de ese supuesto logro moral un acto ontológico. Para los más creídos en su propia madurez, incluso, madurar no es ni siquiera un modesto work in progress sino una rotunda meta de llegada a partir de la cual, finalmente, se Es adecuadamente maduro.

Mandato y ontología a los pies de la mentira.

Una vez más estamos en presencia de cómo el “parecer” se convierte en “Ser”.



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