Orientaciones para una posible vida epicúrea
Como el amigo ama al amigo
yo te amo vida enigmática,
haya exultado en ti, o haya llorado,
dolor o dicha me hayas dado.
Te amo a ti y a tus penas
y si debes destrozarme
me desprenderé de tus brazos
como del pecho del amigo se desprende el amigo
¡Con toda mi fuerza te abrazo!
Que tus llamas me prendan,
que aún en las brasas de la lucha
siga adentrándome en tu enigma.
¡Ser milenios! ¡Y pensar!
Cobíjame en tus brazos:
si ya no puedes regalarme dicha
sea -aún te queda el dolor.
“Oración a la vida”
Lou Andreas-Salomé
Algo del saber práctico que sostuvieron las ideas-escuelas-corrientes postaristotélicas parece ser digno de tenerse en cuenta en estas épocas de no poca desorientación existencial. Pese al aporte que algunos de los pensadores de tal período pueden incorporar positiva y constructivamente a nuestras cavilaciones diarias, sería importante desde ahora mismo tratar de evitar que algunas de las búsquedas de ideas prácticas interesantes a recuperar de aquellas épocas pretéritas terminen transformándose en “ideales” u-tópicos, a-tópicos, o dis-tópicos.
Quisiera abrevar un rato en derivaciones a las que conducen epicúreos y escépticos, estoicos y cirenaícos, cínicos y megáricos. Me gusta pensar en que algunas de sus enseñanzas son “síes”, síes prácticos. Pequeñas luciérnagas que desde el intelecto sensualizado y voluptuosamente deseoso de saberes, ponen algo de luz en el camino. Luces discontinuas y pequeñas, pero portátiles y ágiles. Luces de ideas como vibraciones de vitalidad. Aunque también severamente incomodantes para el ojo que gusta de invidencias y acomodaticias oscuridades. Titilantes destelleos para no renunciar a vivir mejor en medio de una caotización que nos sujeta y limita poderosamente el poder de subvertir(-nos) y nos hace padecer diversas bridas de nitida vocación silenciante.
¿A qué le diría un rotundo “Sí” práctico?
Sí, a cierta y relativa idea de autocontrol, sin que éste derive en parálisis, y sin que anule la vitalidad que aporta el -relativo también- desborde dionisiaco. Desbordarse recuperando la continencia. Contenerse perdiéndose en algunos desbordes.
Sí, a transformar en actividad meditativa el cada vez más poco (o coyunturalmente mucho, depende de cómo nos “peguen” las cambiantes condiciones de vida) tiempo ocioso disponible. Pensar meditativamente, darnos lugar al ocio productivo de practicar la actividad especulativa.
Sí, al adueñamiento de sí mismo, incluso bajo el precio desenvolver lenta pero firmemente la madeja singular de un modo de vida contracorrentoso con respecto a los decadentes modelos naftalineados que nos ofrecen nuestras ajadas y enfermizas polis.
Si, a sacudir el engaño mayúsculo de nuestra época: la democracia. La democracia, mal que nos duela y no querramos admitirlo, es también un sistema de creencias viciado -pero paradojalmente legitimado a su vez- a traves del uso y circulación de sus “falsas monedas” de valores moraloides. Democratizar supone categorizar como “Bien social” los valores políticos que nacieron con las costumbres, la economía y la moral de vida burguesa. Democracia es un modo biopolítico de reasegurar un sistema de grandes creencias en… mentiras. Mentiras políticamente correctas que, al menos yo en lo particular, prefiero muy por lejos a las dictaduras, los golpismos, los fascismos, los terrores de derecha e izquierda, la ignorancia y semibrutalidad militar, o los teócratas (sean estos talibanes o budistas). Pero esta preferencia por lo democrático, es una mera preferencia funcional a falta de otro sistema que pueda mano a mano disputarle a los mentirosismos estructurales del discurso democrático su disminuida hegemonía. Sí, a revisar de cabo a rabo que se trajo desde antaño la máscara del mentiroso “contrato social”, y sí, a no temer de una vez a deconstruir los discursos democratistas políticamente correctos, los que aún hoy sugieren embustes tales como la igualdad y la justicia.
Sí, a desenmascarar las formas posibles de coerción sobre nuestra libertad que ejercen y han ejercido “todas” las malditas religiones existentes. Sí, a desembarazarnos de los hilos que nos titiretean desde la culpa, sí, a denunciar los mil modos que posee la fe y “Verdad” religiosa de transfigurar el remordimiento y la culpa en vergüenza social, terror psicológico, o castigo moral. Sí, a ateizar la vida pública en sus múltiples aspectos. Sí, a debatir el mal religioso con las armas de la filosofía crítica y la ciencia.
Sí, a la invención de una nueva concepción de individualidad. Sí a la recuperación de lo íntimo, desde una nueva configuración de “a qué llamamos intimidad” en la que tenga amplia cabida el pathos de la distancia tanto como el coraje de "reservarse" a si mismo.
Sí, a soltarnos de los garantes societales de nuestra identidad, sí a saborear la inseguridad ontológica, sí, a reformular los cimientos de una nueva idea de autenticidad.
Sí, a la felicidad autárquica, que defina abiertamente, sin demasiado parámetro previo pero desde una ética hedonista, en qué consistiria para cada quien una vida feliz.
Sí, a desarrollar, promover medios y metodologías subjetivas ataráxicas, que colaboren en bajar la perturbación excesiva, la intranquilidad anímica, que hagan caer los niveles demenciales de “aceptación de la presión”. Y no digo con esto retirarse de los desafíos -y la presión que éstos trae aparejada- sino a no entrar en los callejones insanos de vivir como inmersos en una caldera a punto a reventar.
Sí, a la selectividad de los deseos. Sí, a renunciar a los “deseos en combo”, esos que decimos son “nuestros deseos” cuando en el fondo no se trata más que de mandatos, o performaciones deseantes ya armadas desde la demanda del engranaje social. Entran en este punto, la pregunta acerca de deseos radicales y poderosos tales como acumular dinero o poder, vivir en pareja, tener hijos, ser exitoso, formar una familia, etc.
Sí, a cierto grado lúcido y egoísta de autosuficiencia (la cual no es lograble en todos los campos, digámoslo ya de paso), y sí al aferramiento del valor primero e irrenunciable que es nuestro forjable “sí mismo”.
Sí, a hedonizar y hedonizarse. Sin dañar, sin dañarse. Y si esto último fuera casi imposible de respetar plenamente por causa de las dinámicas complejas que adquieren los intercambios subjetivos, al menos establecer un alerta rápido y efectivo ante la posibilidad inminente de dañar ser dañado.
Sí, al rotundo presente como único tiempo en el que han de concebirse el despliegue sensualista de los placeres de la carne. Sí a beberes y comeres, a sexo y danza, a risa y charla, a descanso y pereza, a la cultura física y la belleza, a ciertas drogas y sus usos terapéuticamente placenteros.
Sí, a la empirización de la vida, a la celebración de los sentidos con todos sus dichosos errores y míseras miopías. Sí a lo que captura impura e inobjetivamente nuestra sensorialidad, siempre y cuando demos un tiempo y lugar equilibrado a nuestra racionalidad para que nos haga saber “qué juego estamos jugando”, pero sin que esta significación e interpretación racional nos haga salirnos del juego… sino jugarlo mucho mejor!!!
Sí, a las cartas que nos toquen jugar (puesto que casi siempre se nos reparten sin opción a cambio), sabiendo que no podemos trocarlas por otras mejores, pero teniendo en cuenta que está en nosotros cómo jugar mejor la mano actual.
Sí, a aceptar el conocimiento (de los entes, del universo, o de sí mismo) como un proceso infinito e inacabado que reclama de nosotros nuestro lado más activo, irreverente y curioso. Sí, a saber de antemano que conocer es placer, pero por el emparentamiento que existe entre conocimiento-sensaciones-sentidos, también conocer es dolor. Sí, al placer y al dolor como orientadores y direccionadores privilegiados con los que contamos para tactar hacia dónde será bueno o malo actuar (digo acá bueno o malo y no Bien y Mal, no siendo ésta una mera disquisición de términos sino toda una apuesta a la ética más allá de la moral).
Sí, a saber que del dolor aprendemos tanto como de nuestro mapa de placeres. Y sí también a estar atentos a la evitación del dolor y a la promoción de los placeres como mejor modo de garantizarnos intercambios compositivos con los demás.
Sí, a “ser pleno cuerpo”, y desde allí a desmontar, re-designar y re-semantizar la noción de interioridad y de alma, teniendo en cuenta que interior e exterior es una dicotomía caída pero aún perdurable en el imaginario social. Y con respecto al alma, bueno, me resulta poco feliz e insuficiente declarar que si todo es materialidad, el alma no sería más que una forma de la materia que adviene con ella y perece con ella, con lo cual sólo me queda por pensar y sostener en borrador que decir alma es decir materia y por esto mismo la propia palabra “alma” seria completamente innecesaria. El punto aquí es que somos cuerpo, impulsos nerviosos, juego caótico de fluidos, agua, sólidos, materia-materia-materia… léase, átomos combinados que emergen, se configuran y nacen juntos y finalmente decaen, se desintegran y mueren juntos.
Sí, a trabajar sobre los miedos, esos impertérritos carceleros de nuestros devenires. Superar a los dioses monoteístas y sus generosas daciones de miedo. Superar los miedos infantiles que nos mantiene en la cárcel neurótica de nuestras novelas familiares de origen. Debilitar al máximo posible la vigilancia de la mirada social (encarnada en falsas ideas de autoridad). Ir más allá del sufrimiento, no para negarlo, sino para aprender que éste es pasajero e impermanente como el placer y la alegría. Perder el miedo al dolor e incluirlo dentro del ciclo de oscilaciones entre lo viviente y lo muriente.
Si, a aceptar la cesación del otro y la propia. Sí, a la muerte por constitutiva de la vida. Sí a la finitud de lo que somos, pues se trata de una inevitabilidad absoluta. Sí, a la muerte propia como experiencia final de la que no seremos testigos, y por ende, como experiencia que carece de simbolismo posible pues escapará a la conciencia cognoscente. Cuando la muerte llegue, no estaremos ya ahí. Y por esto es que el posible afirmar que, si el sentido de la muerte nunca podrá establecerse pues no podremos dar cuenta sensual-empíricamente de ella cuando acaezca, sólo tenemos este irrenunciable y eternizable presente para hacer de él y con él nuestra experiencia de la vida.
La muerte es una quimera:
porque mientras yo existo, no existe la muerte
y cuando existe la muerte, ya no existo yo.
Epicuro de Samos
(Gargeta, 341 aC – Ática, 270 aC)
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