Un espíritu desconfinado
Carta de Emile Cioran sobre Borges
París, 10 de diciembre de 1976
Querido amigo:
El mes pasado, durante su visita a París, me pidió
usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue
negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades
lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo
mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber
continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su
terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en
general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento
en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos
la impresión de aumentar la masa de sus “admiradores'', de sus enemigos.
Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que
precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría
apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo
se ocupa ya de ello.
Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa
tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y
porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un
aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en
varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar
similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a
principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de
leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que
ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del
Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado
sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la
gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor
inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más
arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es
transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de
sofismas deliciosos.
Nunca me han atraído los espíritus confinados en una
sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no
arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes,
he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los
Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la
ventaja de haber nacido en un medio ``cultural'' de segundo orden. Lo
extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar
a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor
mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los
países de América Latina, y he observado que sus representantes están
infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales,
irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con
una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la
manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión,
todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir,
irreal.
Siendo estudiante, tuve que interesarme por los
discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había
llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación,
poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo
me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún
mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál
no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que
lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir
de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges,
destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en
todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia
argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel
continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste,
paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa
esclerosis.
Puesto que le interesa saber qué es lo que más
aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las
materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del
Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en
que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de
vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que
todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo
arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la
realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la
ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con
lo ilimitado. Friedrich Schegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.
Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa
enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación
general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría
convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe
una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el
mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido,
al último delicado.
E.M. Cioran
(El resaltado en negrita es mío...)
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