¿Y por qué celebrar San Valentín?
Gabi Romano
“Porque quem ama nunca sabe o que ama,
nem sabe porque ama, nem o que é amar.”
Fernando
Pessoa
Me resisto a aceptar como natural cierta imposición de mercancías "culturales": los
corazones por doquier me resultan saturantes a esta altura del mes de febrero. A fuerza de
verlos por cuanto lado transito casi me resultan fastidiantes. El marketing del amor puede llegar a ser tan asfixiante como banal y carente de autenticidad. Si el dilema es “mercantilizar o
no mercantilizar” un asunto del sentir, pues la verdad es que un poco me da igual, ya que cada quien
es (en primera y última instancia) dueño de elegir si pone su horizonte sintiente a
disposición de ciertas dinámicas del consumo o no y porque. ¿Quieres consumir San Valentín? Do it and be happy! ¿No quieres subirte a la marea edulcorada del 14 de febrero? No lo hagas y sé feliz con tu decisión también. Ya estamos grandecitos para decidir qué y por qué celebrar, qué y por qué comprar determinadas mercancías, qué y por qué no hacerlo. Cada quien sabrá, o racionalizará una u otra posición. E incluso también cabe la indiferencia ante el asunto, por qué no. Pero a veces me ocurre que esto de San Valentín, no sé, me empalaga...
-Tras Cupido celebrado en una hoja del almanaque
Como tantos otros, coincido en detestar ciertas
fechas calendarias en las que presiento cierta ortopedia de festejo
trasplantado, aunque luego igualmente pienso que casi toda celebración posee un
origen culturalmente entrecruzado que muchas veces desconocemos y nada
es puro per se. Ni
siquiera técnicamente es "culturalmente nuestro" esa mismísima arbitrariedad que conocemos como “almanaque”. ¿Qué es realmente autóctono? Poco, o nada. Y eso tiene su lado interesante: las cosas que se nos dice debemos respetar, las celebraciones que marcan el año, los festejos colectivos, todo ello tiene algo de sedimentación de nuestros diálogos (o encontronazos) con otros pueblos, otras naciones, otras idiosincrasias. Nos hemos cruzado con otros, y de allí nos han quedado marcas calendarias.
Pero resulta que me sucede algo ciertamente incómodo:
mi aproximación a las realidades del amor ha estado siempre muy lejos de evitar
percibir en éste sus no pocas zonas oscuras. Uno no se cansa de leer acerca de
historias de desamores, escuchar sobre amores que terminan en descomunales
odios encendidos, advertir como bellas pasiones de amor desembocan en
incomprensibles estados de indiferencia anestesiada, o ver -no sin cierta pena-
como la sensibilidad amorosa se vuelve cosa casi imposible de practicar desde
la alegría hedonista debido a encostradas incapacidades subjetivas, variadas
discapacidades emocionales o simple estrechez para entregarse a vínculos que
exigen que intensifiquemos nuestro sentido de estar vivos. La gente se vincula desde sus carencias, lamentablemente, no desde sus exuberancias sintientes. Y eso es una real pena. El mundo está
repleto de impotentes amorosos.
Sin embargo, el amor parece estar en todos lados y a la vez realmente en pocos. El marketing del amor, las publicidades, los libros de autoayuda, las novelas, la música insisten en hacernos topar con lo amoroso constantemente. Pese a esta hiperpresencia del amor, los consultorios de los psicólogos siguen recibiendo la contracara de esta fenomenología que nos invade con la amorosidad a diario. La gente padece falta de amor, o dolor de amor, o penas de amor, o desamor, o pérdidas de amor. Como bien afirmaba La Rouchefocauld, con el amor ocurre lo mismo que los espíritus: muchos hablan de ellos, pero pocos los han visto. Los fracasos, las fallas, la intermitencias amorosas ponen en evidencia que el desánimo, la desconfianza y la complejidad están mucho más a mano en la cotidianeidad que la imagen idílica de seres amables cuyos corazones sonrientes se prodigan cariños en un clima de serena bienaventuranza. El amor puede quedar encerrado y semimuerto de asfixia entre los cajones donde se esconden las amarguras. Incluso en ocasiones, hasta puede quedar enfermizamente mutado en violencia. Los amantes parecen muchas veces estar muy por debajo de la altura que reclaman los exigentes vuelos de Eros.
Sin embargo, el amor parece estar en todos lados y a la vez realmente en pocos. El marketing del amor, las publicidades, los libros de autoayuda, las novelas, la música insisten en hacernos topar con lo amoroso constantemente. Pese a esta hiperpresencia del amor, los consultorios de los psicólogos siguen recibiendo la contracara de esta fenomenología que nos invade con la amorosidad a diario. La gente padece falta de amor, o dolor de amor, o penas de amor, o desamor, o pérdidas de amor. Como bien afirmaba La Rouchefocauld, con el amor ocurre lo mismo que los espíritus: muchos hablan de ellos, pero pocos los han visto. Los fracasos, las fallas, la intermitencias amorosas ponen en evidencia que el desánimo, la desconfianza y la complejidad están mucho más a mano en la cotidianeidad que la imagen idílica de seres amables cuyos corazones sonrientes se prodigan cariños en un clima de serena bienaventuranza. El amor puede quedar encerrado y semimuerto de asfixia entre los cajones donde se esconden las amarguras. Incluso en ocasiones, hasta puede quedar enfermizamente mutado en violencia. Los amantes parecen muchas veces estar muy por debajo de la altura que reclaman los exigentes vuelos de Eros.
Como sea, y aún así con todo este panorama complejo por delante de los ojos, hoy es 14 de febrero. Y no pasa para casi nadie desapercibido que se consume, à la carte, un nuevo Valentine´s Day…
Sobreempujada por la fuerza inercial de esta fecha, la
cosa aún parece estar dispuesta a empeorar un poco más aún cuando percibo que
la evocación del amor se liga nada menos que a la memoria de algún
mártir-santo. Porque es preciso aclarar enfáticamente que no se habla del “Día
de Valentín” sino del día de “San” Valentín. ¿Cómo armarme una representación mental
que ponga en intersección a un ignoto personaje ascético de amarillenta piel
sin tacha como portador de una supuesta simbología amorosa? ¿Cómo pensar que un
santo sea imago de ese oráculo tan indescifrable como indeciblemente intenso
que son las pasiones del amor? ¿Cómo poner a la santidad -esa misma que renuncia al cuerpo
y sus marejadas de sensaciones eróticas- en asociación con la llamarada informe
y la irradiación de placer que se mezclan desproporcionadamente en el caldero
en que nos transformamos cuando nos captura esa arena movediza que es estar
enamorado? Para mí esa juntura entre la ascética de la santidad y la intensidad
de lo amoroso me resulta imposible de sostener.
Pero justamente allí donde nos plantamos a decir un
seguro “NO”, donde con firmeza rechazamos, donde decimos “Qué absurdo es esto!” es
quizá en donde más y más profundamente el espíritu filosófico debe atreverse a
aplicar la sospecha, la autointerrogación, el trabajo de desensamblar los
propios pre-juicios arrimando decididamente la lámpara de la curiosidad.
En el albor de este día, símbolo del amor enamorado (pues el amor es muchos amores, siendo el del enamorado uno de ellos) y apartándonos por un rato de las aparentes victorias inescrupulosas del consumismo de corazones de chocolate tanto como de las oscuras tristezas de los des-amores, tal vez podamos decir alguna cosa que valga la pena sobre “San Valentín”. Decir, pensar, saber, inteligir algo sin que se nos aparezcan en la mente osos abrazando corazoncitos de felpa, bombones de sabor hidrogenado, cenas carísimas edulcoradas entre velas acorazonadas, y todo ese atiborrado universo en rojopasión que nos invade insoportablemente desde las vidrieras o escaparates hasta si uno inocentemente va a comprar lo que sea en el maldito supermercado.
¿Qué hacer entonces? Pues nada mejor que un breve
viaje en el tiempo, pues el amor implica siempre cierto grado de rememoración
hacia atrás. Esta vez irse, brevemente, hacia los desbordados tiempos romanos. En la Roma antigua, con un poco de latín práctico y
una pizca de historia del paganismo, tal vez hallemos alguna pista más
dionisíaca y menos estructuradamente apolínea que nos permita deconstruir los
sentidos de este 14 de febrero.
Andaremos descorriendo los velos y espiando
ávidamente respecto de todo lo que se halle tras las huellas de la etimología,
tras la leyenda del santo Valentín, tras las pasiones paganas, tras las
tarjetas del amor condenado, tras las inquietas flechas de Cupido...
-Tras las huellas de la etimología
Ya la etimología nos revela, como casi siempre lo
hace (sí, soy una terrible fanática de los mundos arcanos en que han nacido las
palabras) una primera grata sorpresa. De la etimología del nombre Valentín y su significado se desprende que la
palabra latina valens
significa “fuerte, robusto, vigoroso, de buena salud”. En efecto, de ella
devienen otras expresiones como valiente, valor, valioso, poderoso, e incluso válido. Valentia, por su parte es, ni más ni menos que
“vigor, facultad de poder”. Todas rondan semánticamente al nombre Valentín. Los latinos solían pensar los nombres
que darían a sus descendientes en función de simbolizar, a través de ellos, las
virtudes que anhelaban proyectar en el carácter de estos herederos. Nunca ha
sido cosa simple eso de “nombrar” al hijo, por lo que se puede apreciar.
Nombres como Valens, Valentino o Valente, aludían a la fuerza, la vigorosidad, el poder y la
potencia -y según parece de acuerdo a lo que puede apreciarse en antiguos
documentos natales- este nombre fue bastante popular en tiempos en que el
Imperio se debilitaba. Mientras el Imperio caía corroido por la corrupción y los demagogos de turno y todo se agrietaba por doquier, los
romanos seguían depositando sus esperanzas de potencia en los hijos que seguían dando a
su tierra, quizá deseando que estos vástagos suyos tuvieran la suficiente fuerza
como para vivir con valor en tiempos de feroz decadencia. Comprensibles
paradojas microsociales, que le dicen. Nombres derivados de Valens, pero en diminutivo, son por lo tanto Valentiniano y Valentín.
Me pregunto si esto ya no nos advierte con tímida claridad que el amor es asunto de valens, esto es, de seres poderosos, seres que al menos mientras están cautivos del maravilloso hechizo del “amor enamorado” se sienten a sí mismos como más potentes, más vigorosos, más saludables. La etimología no hace más que afianzar esta línea interpretativa: la potencia y el amor poseen un ligamen indisoluble. Quien bienama, puede.
-Tras la pista del afamado santo
Sobre este día consagrado a los enamorados hay
leyendas encontradas, superpuestas, insistidas.
Los relatos legendarios como el que a partir de aquí
describiré, tienen (casi como si se tratara de una telenovela latinoamericana
de las tres de la tarde) un poco de todo, pero sobre todo hay mucho de lección
moral. Quiero decir con ello que en la leyenda hay poco de gris y mucho en
blancoynegro: hay un malo, un bueno, el amor es visto como “Bien”, el odio como
“Mal”. Desde ya que no faltará un
héroe martirizable, alguna ciega que se enamora, y un desagradable déspota que
no logra completamente salirse con la suya.
¿Qué nos dice la leyenda del santo Valentín?
Pues se cuenta que hacia fines del siglo II dC. un
emperador de nombre Claudio II (más conocido como “el gótico”) prohibió en territorio del Imperio
romano mediante un edicto, la consagración de matrimonios entre los hombres de
armas. El poderoso sujeto en cuestión argumentaba que los recién casados se
negaban a ir guerrear, y esta debilidad era imperdonable para un gobernante
romano necesitado de hombres para llenar las filas de sus tropas. De ahí en
más, los matrimonios de soldados quedaron fuera de la ley. Nada de lecho
nupcial, Roma necesitaba a sus hombres dispuestos a sublimar energía sexual en
las batallas y consagrados a amar sólo a la patria. La tentación de la carne era
quizás menos repelida que la debilidad humana que a veces acompaña a los asuntos del corazón. Pero siempre y en
todo tiempo hay tercos dispuestos a defender a la sacra institución
matrimonial, y a contravenir leyes arbitrarias. Y quien mejor para encarnar heroicamente esta defensa que un
miembro eclesiástico: un tal obispo Valentín desafío la interdicción del
emperador. Valentín casó así a decenas de soldados de manera secreta. En la
clandestinidad, le dio peligrosamente la espalda al edicto imperial. Valentín
se jugaba su pellejo en nombre de… de qué? No sé si del amor, pero sí de su
institucionalización, no sé si de los enamorados, pero sí sé que de los
reproductores de los futuros “hijos de Dios”. Como sea, el obispo casamentero
fue rápidamente descubierto, y el impiadoso emperador Claudio ordenó sin
titubeos que lo decapitaran. Pero la cosa no termina allí, y eso que el asunto ya daba para la leyenda de futuras generaciones. Resultó que el ahora encarcelado obispo, en espera de su más
que segura muerte, conoció a una tal Julia quien era la hija ciega de su custodio, y… se
enamoró de ella. Al diablo con los votos cuando se tiene un pie en el cadalso!!!!
En este culebrón de la antigüedad (a veces creo poder asegurar que los mitos antiguos no son
mucho más que, como ya he dicho, versiones sin TV de novelas en fascículos,
vendidos como relatos orales para la culturería que gustaba y gusta de llamarse
a sí misma “cultivada”) sucedió entonces lo imposible: la ahora amada Julia recupera la
vista (siempre hay una ciega en todas las novelas… y una ciega que se recupera
por amor, también) y ese milagro se atribuirá al inmenso y puro amor del
obispo Valentín por ella. Pero la muerte es siempre la soberana final en este tipo de relatos
de pasión y dolor: la inaplazable ejecución de Valentín fue finalmente
llevada a cabo en el año 270 dC. un… 14 de febrero!
El capítulo final de la novela, perdón, de la leyenda, decía que en la tumba de Valentín, la para entonces vidente Julia, plantó un almendro y éste fue regado por la tremenda tristeza que manaba de sus lágrimas. Lágrimas de almendra. Ese árbol quedaría fijado hasta hoy como símbolo del amor y amistad. Fin de la historia, fin del déspota militar tiranizando con su odio a los soldados enamorados, fin del santo mártir movido por el sublime sentimiento del corazón, fin con la mujer ciega -vaya metáfora para "lo femenino"...- que recupera la vista gracias a los milagros del amor.
El capítulo final de la novela, perdón, de la leyenda, decía que en la tumba de Valentín, la para entonces vidente Julia, plantó un almendro y éste fue regado por la tremenda tristeza que manaba de sus lágrimas. Lágrimas de almendra. Ese árbol quedaría fijado hasta hoy como símbolo del amor y amistad. Fin de la historia, fin del déspota militar tiranizando con su odio a los soldados enamorados, fin del santo mártir movido por el sublime sentimiento del corazón, fin con la mujer ciega -vaya metáfora para "lo femenino"...- que recupera la vista gracias a los milagros del amor.
Mi mejor compañero de pensamiento crítico -que por esas coincidencias del deseo y de las elecciones vitales es asimismo mi marido- me decía
en un almuerzo sanvalentinezco y respecto de este punto, que las lágrimas
tienen una cierta forma almendrada. Siguiendo una posible ruta de sentido
imprevista por mí, también me hizo notar que, curiosamente, el cianuro posee un
olor similar al de las almendras amargas (de hecho la toxicidad de las
almendras amargas es debida al ácido prúsico, el cual se combina con el potasio
para formar una sal: el cianuro de potasio, tóxico poderosísimo y letal). Una
hilera se formó de inmediato delante de mis neuronas sorprendidas: amor-almendras-
amargura-lágrimas-sal-veneno-muerte... no es esto acaso "el otro rostro" del amor? ¿No es ese el oscuro y temido
maleficio que quizá deba transitar todo enamorado? ¿Es que acaso el amor
“desenamorado”, el devenido amar-go, vuelve a la pasión un veneno mortal..?
-Tras las pasiones paganas
Echando un vistazo al calendario de celebraciones y
ritos antiguos, vemos que las fiestas paganas de la fertilidad romana (entre
otros objetivos simbólicos que no viene al caso de momento enumerar aqui) tenían como
propósito exorcizar la temidísima maldición de la esterilidad en tiempos en que
la mortalidad infantil tenía sus tasas por las nubes.
El circuito concebir-parir-darbrazosalimperio
dependía de esa precondición llamada “fertilidad”. Para garantizar la
reproducción de romanitos, la tradición popular de la Roma antigua poseía sus
rituales festivos referidos pues entonces, a la fertilidad. Dichas
celebraciones, más conocidas por Lupercalia, se llevaban a cabo el día 15 de febrero. Las
fiestas no se realizaban en cualquier lado, pues para los espíritus
subjetivados en las tramas del misticismo, siempre hay lugares sagrados. Y los
romanos tenían su lugar sagrado para esta fiesta también. Las fiestas se
realizaban, de acuerdo con la leyenda fundacional, en el lugar en que la
increíblemente famosa loba del relato había amamantado a los archiconocidos
Rómulo y Remo. Ese sitio clave como piedra angular del discurso fundacional del
Imperio, era llamado el Lupercal (palabra derivada del latín lupus, 'lobo'). Durante las Lupercalias se sacrificaban animales de cuya carne
se preparaban correas hechas con tiras ensangrentadas de la piel del bicho muerto.
Los sacerdotes, munidos de las sanguinolentas y probablemente malolientes
tiras, corrían entre la multitud golpeando azarosamente a algunos de los
asistentes con ellas. Pues, si se quería apartar la maldición de no tener hijos
y/o curarse de ella, no había más que ponerse a correr entre la muchedumbre
asistente a la Lupecalia y desear, por todos los medios, ser “bendecido” con el
miniazote azaroso de éstas tiras. La creencia indica que una vez que se era golpeado
con la correilla sólo debía uno de probar su estado de “curado” de un modo muy
simple… yendo a casa a levantar las faldas de la esposa en misión reproductora para empezar a comprobar que
efectivamente se lo había bendecido con el don de la fertilidad. O, según las
malas lenguas, algunos vieron curarse la infertilidad exactos 9 meses después
de la fiesta, pero resultó que el “vehiculo” de la curación no habrían sido los
benditos azotes recibidos, sino el vecino que visitó a la esposa mientras el
marido corría de lo más entusiasmado en el Lupercal. Cosas de la vida... Como sea, sexo y fiesta
quedaban una vez más liados en este relato calendario.
Pero nunca falta quien esté dispuesto a aguar los
festejos de Venus, y estos saboteadores del erotismo suelen tener pasaporte
de alguna institución espiritual. Así, por la inapelable intervención de un tal Papa
Gelasio, se prohibió hacia el año 494 dC. las antedescriptas celebraciones.
Pero abundante gentuza de la plebe romana, esa que solía ignorar y desobedecer
astutamente altri tempi la voluntad oscurantista de las autoridades del Dios monoteísta,
siguió teniendo sexo, amando y procreando, pero ahora disimulando el rito
pagano de la Lupercalia con la conmemoración de San Valentín el día anterior, o
sea el 14 de febrero. Triunfo claro del resentimiento, y ocultamiento de los
fragores dionisíacos por la vía de la consolidación del imaginario social
cristiano y el derrocamiento de la pasionalidad báquica a través de la
apropiación de “lo que sí es digno de ser celebrable”. Los descontroles de la carne quedaron
subsumidos a una nueva celebración más correcta moralmente pues ahora se habla del amor
y no del sexo, de la pareja y no de las pasiones de la carne, de los corazones
y no de los entusiasmos recreativos de un hedonismo que probaba la capacidad
reproductiva en un contexto lúbricamente pagano.
Luego resultó sencillo el re-ensamblaje de piezas
simbólicas: se asociaron los relatos resignificados del santo Valentín
martirizado en honor del matrimonio y ejemplo de la pureza curativa del “buen”
amor, tramándose todo un concatenamiento de sentidos que llega hasta el tema de
ofrendar objetos y garantizar promesas eternitarias entre los enamorados.
Un paso más en la historia de la estupidez humana
-demasiado humana- y tenemos todo este circo montado por la industria de la
tarjetería, las fábricas de chocolates, y los talleres de peluche con cientos
de manos pegando ojitos de botón a los osos (que yo misma miraba
hace unos años atrás casi con imbécil ternura) inundando hasta el Emporium
Shopping de Bangkok en el corazón del sudeste asiático. Y si hay demanda, allí estará el mercado para satisfacerla: el amor es desde hace tiempo, una máquina de producir infinita cantidad de mercancías que le son asociadas. La demanda de amor es, literalmente, una demanda de los objetos que le son referenciados.
-Tras las tarjetas como condena
Se dice -otra de las leyendas semi-indocumentada- que en 1415 durante la guerra contra Francia, un tal Carlos duque de Orleans, padeció la captura de sus enemigos británicos. Trasladada la batalla de la guerra a otra batalla más mortecina -esa que debe librar un recluso contra sí mismo bajo las restricciones que impone la condición de pérdida de la libertad- las horas del duque rebajado ahora al status de vulgar preso de guerra en la Torre de Londres, pasaban ayudadas por el recurso de la escritura.
La finura aristocrática del duque y su pluma llevaron
a que el hombre se dedicara a la “poesía carcelaria” (debería tratársela como
un subgénero singular, he leído bellezas escritas en todos los tiempos en ese
contexto celdario). Se dice que el tal Carlos tenía el exquisito refinamiento
que otorgaba la buena educación de aquellos tiempos para los de su clase, y
asimismo poseía una indudable capacidad-necesidad de transmutar en palabras su
adverso destino como preso de guerra. En este universo repartido entre
vencedores y vencidos, el duque se dedicó a volcar las penurias de su mundo
interno en formato poético.
Dolor, melancolía, desesperación, muerte, recuerdos,
anhelos en estado de encierro. En una escritura previa a su ejecución y
dirigida a su amada esposa, firmó como "tu Valentín", inaugurando una incierta (pero
legendaria ya) memoria de origen en la tarjetería del amor enamorado. Dicha
carta-tarjeta sanvalentiniana escrita de puño y letra por un condenado a
muerte en el siglo XIII se conserva actualmente en el Museo Británico y puede considerársela -según lo formulado por los cultores del amor espistolar- como la más antigua
tarjeta en honor al enamoramiento de que se tenga noticia.
-Tras perderse en las fauces del amor
Finalmente nos parece de lo más imprescindible recorrer en este amoroso día las máximas
de Émile Armand, el excepcional individualista francés. Armand no hablaba estrictamente de “pareja” sino de
“camaradería amorosa”, un concepto individualista, fraternal, amistoso y gozoso
entre quienes se prodigan amor. Armand nos incita a aspirar a volvernos para alguien un
camarada más íntimo, más integral, más aproximable, deseando que esa misma sea la actitud de los seres que en la vida nos han amado y hemos ido amado. No esquivar ni la diversidad de
ensayos amorosos ni la pluralidad de experiencias, resulten éstas como resulten. El amor no es resultadista: es un placer instalado en el curso del proceso mismo de amar. Intentar, aventurarse sin
temor cada vez, pues el amor es parte de esa travesía más abarcativa que es una vida vivida plenamente. Amar, siempre darse a amar, siempre. ¿Por qué? Porque esa experiencia de interacciones efervescentes que lo amoroso es de las pocas que
vale la pena ser vivida por el mero gusto de la experiencia misma.
Ceder a las propuestas de los mercaderes y autoconvencerse de comer uno de esos chocolates con formitas de amor que pululan
por las vidrieras en este día es parte de las opciones. Practicar una suerte de canibalismo
cardíaco en clave de cacao dulce no tiene nada de malo y mucho de recompensa bioquímica. Después de todo, el chocolate es "la" sustancia aliada de los devenires del enamoramiento: el affair de la feniletilamina con el amor, el alto contenido de ciertos polifenoles, la función vasodilatadora, la paz de las endorfinas... todo al alcance de la mano y envuelto en papelitos dorados que encierran las deliciosas promesas de este Prozac vegetal. Para aquellos que no tienen alguien por quien derretirse, pues siempre existe la opción de dejar derretir amable chocolate en sus solitarias bocas...
Whatever…
Siempre se puede hacer de la circulación del amor-mercancía de San Valentín una ocasión rebelde para ejercitar la celebración de pensar. Genealogizar esta fecha permite desbanalizar el día de los enamorados.
Hoy se dice que se celebra el día del amor, o el más maravilloso modo de perder el
gobierno de sí. Un bello desgobierno.
El amor, esa sensación lacerante y abismal de saberse
temporalmente “adscrito” a otro ser -para decirlo en palabras de Ortega-,
sensación en la que se retuerce sin demasiado éxito el anhelo de indominio, de
indocilidad, de soberanía de un ser que ha perdido la ilusoria brújula racional
que organizaba sus centros. Porque el amor es una potencia que descentra,
desubica, sacude, invierte, en suma, despierta. El amor es un pasadizo a otro estado de conciencia tanto como una oportunidad para ser transitoriamente parte de un dueto de paradójicos dioses mortales.
El amor, región insondable cuya prepotencia
territorial ahoga las fronteras del Yo y mezcla los límites de las pieles hasta
tornarlas tierra sin ley.
Una invasión consentida sinsentido.
El amor, una danza de avesalmas que admite, como
único deber, dejar siempre sin llave la estrecha puerta de la jaula en la que
muchas veces se despliega el vuelo.
Un remontar.
El amor, juego de coraje al borde del acantilado.
Sin red.
Sin armadura.
Sin reglas.
Sin arnés.
Juego desprotegido de seguridades que sólo es pasible
de ser jugado en el reino de la incertidumbre. Juego supremo que, cada vez que
acontece, exige ser experimentado hasta sus últimas consecuencias sólo por
espíritus que nunca olvidan el carácter alado de la libertad.
El amor, una divinamente humana impermanencia.
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