Carta de Despedida
(Henry Miller a Anaïs Nin)
Mi querida Anaïs:
¿Qué son las despedidas sino saludos disfrazados de
tristeza? Lo mismo que el deseo y el placer de verte mientras te desnudas y te
envuelves en las sábanas. Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte.
Nunca me amaste o me amaste demasiado o me admiraste como la niña que toma una
lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas y cómo, en un esfuerzo
incasable y lleno de fatiga, cargan enormes migajas de pan. Qué son aquellas
noches lluviosas en medio de la cama de un hotel. Qué el recuerdo de nuestros
pasos por la calle, en el teatro o en la sala de conciertos. Qué son los
recuerdos de los celos y de tus amantes y de June y de mis amantes.
Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo
fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un
hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras
circunstancias; con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la
calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la
sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo
puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros
brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo
que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas
de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo
imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico,
leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente
pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el
fuego en la mano derecha.
Mi querida Anaïs, ma petite, ma jolie, infanta
inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño
cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño cuando June se acerca
cariñosa y cuando paso por los grandes aparadores. Te extraño casi a todas
horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me
anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables
entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también
cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar
donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos
encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo
para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós,
Henry
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