sábado, 1 de diciembre de 2007

Benedicto: los ateos te confiamos el cuidado del purgatorio y el infierno...



"Let us put it very simply: man needs God,

otherwise he remains without hope."

SS Pope Benedict XVI - Spe Salvi



A veces ciertas coyunturas merecen que tomemos un desvío con respecto al plan de viaje inicial. En este caso será que peguemos un volantazo con respecto al supuesto propósito de trabajar en la resemantización que me tenía tan entretenida. Ahora que lo pienso mejor, éste no será un abandono del propósito sino un auténtico tomar un costado del camino que finalmente permitirá revisar otros aspectos vinculados a la construcción de sí.

Leo los diarios: me anoticio de que Benedicto XVI acaba de firmar su segunda encíclica, Spe (“Salvados por la esperanza”).

Me detengo casi sin demasiado interés inicial, pero un tanto curiosa por los titulares de diversos medios en los que se señala que la mencionada encíclica critica con dureza al ateísmo. Se endilga a éste el que haya llevado a "las formas más grandes de crueldad y de violaciones de la justicia" que se hayan conocido hasta ahora en la humanidad. Como dato, menciona dos hechos históricos significativos: la Revolución Francesa y la revolución del proletariado pregonada por Marx, para con quien es rotundamente critico. Luego habla de un “ateísmo de los siglos XIX y XX”.

Spe salvi señala que la idea de que el hombre pueda pensar en algún tipo de salvación en la Tierra, es "tanto atrevida como intrínsecamente falsa". De lo que deduce: No es por accidente que esta idea ha llevado a las formas más grandes de crueldad y violaciones de la justicia. Un mundo que no puede crear su propia justicia es un mundo sin esperanza". Un detalle más, imposible de ignorar en el documento: los llamados "Lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza" los divide en tres: la oración como escuela de la esperanza, el actuar y el sufrir, y el Juicio de Dios (sic). Habla, asimismo, de Cristo como el "verdadero filósofo" que nos dice "quien es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre". A su vez, en una especie de entrada involuntaria al túnel del terror que parecía no terminar más, me encuentro con que el Papa reafirma además, la existencia del infierno y el purgatorio. Mi mañana exuberante de sol sin nubes en Bangkok se transformó en una especie de olvidada promesa de un fin de semana sereno.

Para aquel que quiera imaginar la escena: vivo en Asia, en su cálido sudeste, cada mañana me despierto en un Asia que son muchas. Voy aprendiendo a vivir en una región del mundo en la que 9 de cada 10 habitantes practica la fe budista. Camino cada día en una ciudad caótica, pero amable, donde el perfume de los inciensos y la comida que se deja como ofrenda en los altares que hay en casi todas las calles generan una mezcla de olores que acá se asocian al ritual, a la plegaria, al respeto, al rezo. Hay templos, desde ya, pero en las calles muchos más son los que piden, ruegan por que sus pedidos se concreten (rezan a Buda, a sus ancestros familiares, a sus deidades paganas del agua, de la lluvia, de la prosperidad). Acá hay religión, hay re-ligarse en el budismo (un budismo con muchos más elementos sensualistas brahamánicos e hinduistas que el tibetano, pero definitivamente acá se vive en medio del budismo). Aquí hay esperanza en el plano de los deseos personales, pero la idea de salvación, de cielos e infiernos es completamente desconocida por el ciudadano/a promedio. Hay islámicos, suecos, italianos y siks en cualquier esquina transitada. Todo coexiste. A ciertas horas del día grupos de rapados monjes envueltos en color naranja y con simples sandalias por calzado, andan por las calles, e incluso alguno que otro entra a los mega shoppings que abundan en esta ciudad llena de fake ID, fake clothes, fake watches, fake consciousness, fake people. Aquí hay -en una mezcla novedosa para el día a día de mi mente y mis trajines- diferencias muy marcadas, inautenticidad, convivencia de los diversos, inversión de la lógica convencional, doble moral, inequidad social, monarquía, sensualismos varios. Un mosaico exótico, sin dudas. Pero no hay mucha noticia acerca de qué es exactamente eso de pecar, eso de purgar, eso de salvarse gracias a Dios a pesar de que se podrían forzar las analogías entre estos diversos mundos religiosos. Desde ya que existe la necesidad de “creer”, se cree en Buda, en los malos actos que equivaldrán a la creación del mal karma, etc. También la gente vive con una mínima esperanza de cambiar (sólo sujeta de la fe religiosa en la siguiente vida y no en ningún tipo de “movilidad social” pues acá se han salteado la etapa del Estado benefactor moderno). Acá hay aceptación del destino, cumplimiento o padecimiento del karma, rueda de reencarnaciones en las que el comportamiento actual signará un “mejor o peor” lugar para el alma que ocupará el siguiente cuerpo. Pero en lo que hace a encíclicas y sacras razones vaticanas, se escucha como si se tratara de un ruido lejano… pero yo no soy budista, ni he sido subjetivada en un dispositivo familiar-cultural oriental, y mi mañana diáfana quedó definitivamente turbada.

De pronto, SS Benedicto XVI, Herr Ratzinger o Benedicto (o BenAdicto, como leí irreverentemente por ahí que se le llama) se aparece con ésto para quemarse las neuronas reflexionando. No porque sus palabras sean incuestionablemente puestas en el candelero de los debates esa debe ser una razón suficiente en sí misma para tormarse el tiempo de analizar su discurso. No. No se trata de que “SS” valga la pena ser leído y analizado cuando emite un grupo de enunciados. SS puede decir lo que quiera, cobrar las regalías de su próximo Best Seller -hipocriteando una vez más sobre el risible voto de pobreza- y seguir aportando a la opulencia vaticana más parecida a un sapo voraz que a un real Estado-país. En lo que a mí respecta, los eructos malolientes de cualquier jerarca de cualquier institución momificada no generan mis ganas de salir corriendo a batir palmas y a besar anillos. Tampoco siquiera suelo combatir estos discursillos del resentimiento, sentiría estar desperdiciando mi tiempo personal. A decir verdad, mi sentimiento primero suele ser despreciante. El segundo movimiento que se me pone en funcionamiento, es ignorarlos aún sabiendo que “ahí están”, coexisten en mi mismo tiempo-espacio de existencia. Pero la racionalidad que sigue a mi primera reacción visceral y a mi inherente imperturbabilidad interior cuando sé que algo no es modificable (que genialidad la de los primeros estoicos al empezar a mencionar el valor de supervivencia de los comportamientos de ignorabilidad ante lo inmodificable!) ambos me llevan a veces a pensar en las consecuencias que algunos discursos del orden tienen-tendrán sobre nuestras diarias vidas y sus pasares-accidentes.

Así planteado, lo que resulta relevante son las resonancias que genera este tipo de aseveraciones cuyas prescripciones y creencias llegan lejos en el corto plazo, pues se meten como pequeñas esquirlas imperceptibles dentro de la subjetividad hasta de los más escépticos. SS me resulta un ser temible, que hace sus jugadas de poder con cartas marcadas, ajadas, repugnantemente in-creíbles. Pero hay que admitirse a lúcidamente a sí mismo, aunque cueste, que aún hoy encuentra fieles, adeptos, creyentes que tomarán “algo” de lo que dice y lo traducirán a la versión más light de “un Dios personal, no el de la Iglesia” en el mejor de los casos. Purgar y morir en las llamas no me extraña que sigan siendo modos de punición que siguen tratando de mantenerse o entrar en la mente de la mano del cristianismo… con ese fervor con que han quemado cuerpos durante siglos del medioevo declinando de hacerlo recién a partir del siglo XVI!!! -¡Qué gusto siguen teniendo estos tíos por las llamas!!!- diría mi amigo español.

SS le habla no sólo a sus necios de primera fila, no sólo a sus empresarios bienamados, no sólo a los que reservan boletos cada año en la plaza romana para ser bendecidos por su esquemático y metafísico espectáculo vacío. Esos “quieren” escuchar que el teatro de sus creencias sigue vivo. Pero lo que me inquieta es que SS le habla a la población general de purgar y morir más allá de la muerte en esa re-muerte que se reserva para las malas almas en el infierno. Ahí parece que irán los cuerpos de los transgresores que se salen de las filas del rebaño, parece que le habla a los vientres de las mujeres que optan por abortar, parece querer hablarle a los hombres y mujeres que hacen ciencia, parece que dirige sus oscuras premoniciones espirituales a los oídos de los niños sanos que crecen fuera de todo este circo con mapas mentales ajenos a cualquier circo religioso.

Pero bueno, SS está un poco gaga.

Capaz se olvida de los infiernos terrenos que tiene dentro de casa. Se olvida de las hostias dominicales que masticaban Videla y Massera mientras masacraban seres en cifras de 4 ceros. SS parece olvidar las guerras santas, los exterminios en nombre de su Dios, las guerras que ha bendecido desde tiempos inmemoriales. Su memoria selectiva sólo recuerda eventos letales como el stalinismo. Esto por no mencionar que SS parece alegremente ignorar los estragos que su doctrina genera en sus propios sacerdotes. El desastre que el control de las pulsiones genera, pudriendo mentes, desviando a niveles inconcebibles las sanas pasiones que deberían haber llegado a gratos fines antes que satisfechas, por ejemplo, a expensas de los menores de edad. Claro, eso no parece ser crimen aberrante para SS. SS no dice nada en su encíclica de los desgraciados pedófilos que viven escondidos bajo la custodia moral de sus iglesias, ni parece querer ver los elocuentes datos estadísticos y psicológicos que ubican al deseo homosexual bajo la sotana de muchísimos de sus clérigos.

SS y su encíclica, la querramos debatir o la ignoremos olímpicamente, llegan muy cerca, tan cerca que entra en los modos de subjetivación, en nuestros cuerpos, en los modos en que se configuran nuestros deseos, o se distribuyen nuestras sensaciones de culpa. Y por eso estas renovaciones de valores y creencias, por más perimidos, ridículos, patéticos, descaradamente mentirosos que nos puedan resultar a algunos, llegan para quedarse y reciclar valores ruinosos pero vigentes. Se puede ignorar esta encíclica u otras, pero no se puede ignorar que el alcance del envenenamiento cristiano en las mentecuerpo de los mortales ha sido y es de gran efectividad.

1 comentario:

Fray dijo...

SALVADOS POR LA CAMPANA

Apostillas ex-pirituales a una Encíclica paradigma de la razón

Mi espíritu un tanto polemista hizo que, a propósito de la encíclica Deus Charitas Est de Benedicto, recibiera una invitación frailuna a leerla con atención. Mi firme determinación a no dejar contaminar mi mente con literatura semejante me impidió discutir con el susodicho fraile como era mi intención, es decir, empleando la técnica yudoka de aprovechamiento de la fuerza (en este caso, lógica de argumentación) del contendiente para volverlo contra sí mismo.
Es por ello que, dejando a un lado los que consideraba principios inamovibles, he decidido leerme el último parto del hasta no hace demasiado inquisidor. Con atención, pero cual novela de ficción, obviamente, y tomando alguna que otra nota. Y eso que la situación de estos pagos no está para perder el tiempo en demasiados cuentos.
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Anotaciones de lectura y apreciaciones al hilo de la misma, por tanto. Meros hilvanes, ciertamente (es realmente agotadora la tarea de intentar sistematizar y, a su vez, desarrollar los puntos principales que subyacen en este documento), enfocados a alumbrar algo al menos de los presupuestos ratzingerianos y de su principios lógicos.
No se olvide que tratamos con un documento que parte de creer en un Dios trino (algo así como un tres-en-uno celestial), casualmente el único verdadero, con un hijo de rostro humano que padece y se deja matar por nosotros, pecadores. Y que a pesar del sacrificio realizado no va evitar que tengamos que comparecer el día del Juicio final ante un Dios justiciero que, obviamente, enviará a casi todos al purgatorio y a varias docenas de nosotros al infierno eterno. Y todo por no haber hecho caso de aquello que Pablo de Tarso y algún otro iluminado (inclúyanse aquí concilios, santos-padres y encíclicas varias) nos señalaron claramente siguiendo las indicaciones más o menos indirectas del divino hijo de rostro humano arriba citado. En base a ellos deberíamos haber aprendido que el ser humano no es nada de nada... sin ayuda de Dios, y que lo nuestro es pasar, pasar sufriendo en el camino y pasar con la esperanza de que, tras nuestra muerte, llegaremos a resucitar con nuestro antiguo cuerpo (¡ojo con lo que nos quiten en las operaciones quirúrgicas y corporaciones dermoestéticas!) y, entonces sí, entonces comenzaremos a ser muy, pero que muy felices cantando loas de alabanza a un Dios que, a pesar de hacernos a imagen y semejanza suya, no supo hacernos algo más perfectos, en un cielo lleno de asexuados con arpas de una cuerda. Sépase, asimismo, que esa gloria salvífica sólo puede llevarse a cabo dentro de la Iglesia católica, apostólica y romana (“extra ecclesiam nulla salus” decía el latinajo), en la cual es Primado supremo un otrora inquisidor mayor, encargado de encender las purificadoras hogueras con que el Dios verdadero disponía, vía ex cátedra palomina, castigar a los pecadores en este mundo.
Este previo es indispensable para poder adentrarse en las fauces de la encíclica de marras elaborada por el susodicho.
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Esquema del documento:
- Título en latín (SPE SALVI facti sumus), faltaría, que para algo es la lengua del imperio apostólico-romano, y no en griego, lengua en que se suponen escritos los originales paulinos conocidos (por mucho que la Carta fuera dirigida a los Romanos). La Vulgata tridentina (años 1545-1563) como fuente teológico-filológica, por tanto.
- Breve introducción explicativa del hilo conductor del documento (§ 1).
- Desarrollo del documento en etapas varias, tanto en extensión (47 apartados) como en densidad (desde hueros argumentos de autoridad hasta propuestas propias del pontifex). Vericuetos teológicos entre fe, esperanza, vida eterna..., debidamente salpimentados incluso con testimonios gentiles, tipo Kant, Marx, Engels y Adorno. A destacar una segunda parte dedicada a la configuración de la escuela de la esperanza en base a docentes tales como la oración, el sufrimiento y el Juicio final.
- Colofón de la encíclica con un “María, estrella de la esperanza” (§ 49-50)

- Carácter: Documento paulino por excelencia. Más importancia a las cartas del visionario del caballo que a ningún evangelio. Así, al igual que el propio título, la mayor parte de las citas explícitas, incluso cuando se intenta tratar “el concepto de esperanza basada en la fe en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva”, pertenece al obcecado de Cilicia: Carta a Filemón, Carta a los Hebreos, Carta a los Corintios, Carta a Timoteo, Carta a los Efesios, etc.
- Mucho Dios, no demasiado Cristo y poco planteamiento trinitario. De hecho, el Padre y el Paráclito han sabido mantenerse casi ausentes de estas líneas. Lo cual no deja de ser una ventaja a la hora de intentar entender un texto que se declara teológico.
- Lógica: Difícilmente un teolego como este lector puede negar que sea Ratzinger un teólogo avezado. Pero como encadenador de silogismos es preciso remarcar que juega con la ventaja de la ayuda divina. Viene al caso porque, como recordaba B. Roussel, “la lógica es territorio prohibido para los católicos”. Por de pronto, apenas iniciada la lectura, no dejan de llamar la atención frases del estilo “Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente” (§ 2).
Es por ello que el continuo ir y venir del más allá al más acá, de la realidad positiva a la ficcional, sin reparo alguno, cuando menos saca de sus casillas al resignado lector tardo-espiritual. Para llegar a entender algo, indispensable asumir la premisa teo-lógica (???) de que lo humano nunca puede ser factor único en la vida, en la realidad, en el pensamiento. Asuma usted que Dios existe, y comenzará a entender la ficción, perdón, la encíclica.
Es como si el documento hubiera sido expresamente escrito para que ningún ser racional (maligno por antonomasia) pudiera comprenderlo.
Un tanto chocante, pues, permítanoslo su santidad, el salto ese de “la apertura de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe” (§ 23). Al lector normal, como que se le escapa el concepto. Quizá sea debido a la diabólica influencia del demasiado poco conocido entimema de Cavanna : “Pienso, luego no creo”.
Sea como fuere, perfectas las volteretas de alto trapecio: “Digámoslo ahora de manera muy sencilla: el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza” (§ 23). Lógica aplastante. El principio de realidad, el de necesidad, el de esperanza... todos en el mismo tirabuzón aéreo. Y una única conclusión: “la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión” (§ 23).
Abundan en el documento otras muestras del riguroso proceder lógico-racional del pontífice.
Un ejemplo (Él la llama “explicación”): “[...] la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una ‘prueba’ de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro ‘todavía-no’. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras” (§ 7). ¿Cómo era el título de aquella película? ¿Matrix, quizás?
Otro ejemplo precioso. Al tratar sobre lo –supone el pontífice- insoportable de la vida eterna para quien no tuviera fe, afirma el Pontífice: “Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, el Padre de la Iglesia Ambrosio en el sermón [...]” (las cursivas son nuestras). Pero héte aquí que, inmediatamente acabada la cita ambrosiana, dónde nos planta un inquietante “Sea lo que fuere lo que san Ambrosio quiso decir exactamente con estas palabras” (§ 11), que más que confirmar nada, lo que hace es sugerir ambigüedad de significados o, lo que es peor, que en toda la patrística el Benedicto no pudo encontrar ejemplo más adecuado con que clarificar su esperanzado discurso. O, y también es otra posibilidad, que las prisas hayan hecho que el sesudo germano, cansado de tanto y tan largo parto, no haya tenido tiempo de corregir el texto con que vamos a deleitar nuestras muy católicas navidades.
Y otro más, que no el último: “La expresión ‘vida eterna’ trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida” (§ 12; son nuestras las cursivas). Es cierto que hasta el propio germano es consciente de que algo raro se cuece en la frase (“Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión” añade), pero, curiosamente, no es por lo que el lector sospechaba; en absoluto. La confusión consiste, remacha el inquisidor, en la para nosotros contradicción entre la palabra “eterno” y la palabra “vida”, esa que todos conocemos y que poco tiene que ver con la eternidad. Pero, como subraya el eximio teólogo, la superación del problema se logra saliendo “con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos”, etc. Eso sí, “tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana”. Sin embargo, uno no acaba de entender tampoco qué significa la palabra “pensar” en boca del susodicho eximio (no es éste un acto de reafirmación anticreacionista; no se busquen, pues, etimologías a esta última palabra).
- Innovadoras coyundas lógico-silogísticas: “Obviamente, hay una contradicción en nuestra actitud [...] Por un lado, no queremos morir [...] Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente y, tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva” (§ 11). Adviértase lo hermoso y la densidad lógica de lo planteado: la tierra no va a ser eterna (materialismo puro y duro), pero nosotros que no somos otra cosa que barro terrestre mejor o peor configurado podemos optar a no ser tierra. ¿Típica dualidad pirandelliana?
Pero la cita prosigue: “Entonces, ¿qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja de nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿qué es realmente la ‘vida’?” (§ 11). Y uno, admirado por la cuestión, se pregunta: ¿de qué ‘vida’ está hablando ahora? De la de “nace, crece, folla y muere” o de la celeste-ficcional que no se acabaría nunca?.
Pero la genialidad del teó-log(ic)o no puede terminar sin ofrecer una respuesta adecuada. Él sabe que nosotros, cualquiera, “percibimos algo” según lo cual alcanzamos a saber en qué consiste “precisamente la verdadera ‘vida’” tal y como “debería ser”, y, casualmente (él dice que “en contraste”) “lo que cotidianamente llamamos ‘vida’, en verdad no lo es” (§ 11). Es obvio que no seguimos ya en la órbita pirandelliana de casamientos realista-ficcionales. Por tanto, el malpensado lector entiende que este párrafo Benedicto se lo ha beneficiado de la teoría de la alienación de Marx, luego ampliamente citado.
Menos mal que el recurso a “Agustín” (¿habrá dejado de ser santo? Al contrario que “san Pablo”, “san Pedro”, “san Gregorio Nacianceno”, el para todos ignoto “san Máximo el Confesor” -Ratzinger, para nuestro conocimiento, añade su fecha de defunción- y otros, ni Ambrosio ni el de Hipona llevan abreviatura santificante alguna ante sus beatísimos nombres) lo aleja de tales veleidades marxistas: “En el fondo queremos sólo una cosa, la ‘vida bienaventurada’, la vida que simplemente es vida, simplemente ‘felicidad’” (§ 11). A estas alturas, el lector, tan obtuso él, ya no recuerda si se hablaba de “esta” vida, de “aquella” o de las dos a la vez, o, quién lo sabe, de una tercera quizás.
Pero el camarada Agustín nos lo aclara bien claro: “pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente” (§ 11).
Pero ahí estaba el de Tarso para ayudar al confeso putero de Hipona en su docta reflexión proletario-sindicalista: “No sabemos pedir lo que nos conviene” (§ 11). Y concluye Ratzinger con tan antitéticas como esclarecedoras paradojas: “en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir” (§ 11). Lo mismo que sabemos que al otro lado de los confines del universo tiene que existir, por fuerza, otro universo, y luego otro, y otro, y otro..., intuye el sufrido lector.
El lector daba por supuesto que la Fe concedía una gracia y una luz especial a los creyentes para poder entender tan melifluos textos. Pero no, no debe ser así: “hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia)” (§ 11). Aunque una vez leído el párrafo siguiente, la duda vuelve a manifestarse en esta ilógica cabecita de lector no iluminado: “No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta ‘verdadera vida’ y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados” (§ 11). Docta sabiduría, habría que decir en este caso. Aunque uno ya no está seguro de si es el inquisidor o es el otro el que habla. De cualquier manera, la lógica es una -la misma-, única -cuando menos- y trina -ranjus, quizas?-.
- Profundo conocimiento del ser humano. En un mundo donde nadie en condiciones normales de vida desea morir, el Benedicto se plantea la gran pregunta: “Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?” (§ 10). Y, muy razonablemente, se responde: “Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable” (§ 10). Y sigue siendo genial en sus infalibles apreciaciones: “Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable” (§ 10). Mejor definición de la inacabable vida celestial entre tediosos angelitos, imposible!
Realmente radical el conocimiento de Ratzinger acerca del hombre y de sus necesidades; y, si a ello se le suma la cruda lógica vaticana, las conclusiones son lucidísimas: “A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida [...] Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito” (§ 30).
- Profundo conocimiento de la historia y de los movimientos sociales. Nada más gráfico que una pregunta (retórica ella, allí donde las haya; más incluso que el propio pontifex) formulada en el momento y en el lugar adecuado: “¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?” (§ 15). ¿No me diga que no ha adivinado usted, lector, si con lo de “almas salvajes” se está refiriendo a los neoliberales y a sus justas guerras geoestratégicas o a los pobres diablos insurgentes paquistaníes e iraquíes? Por favor...! ¡Está bien claro (¿o todavía no?) quiénes son los que impiden la “estructuración positiva del mundo”!
Pero es en el apartado § 16 donde comienza la verdadera demostración de conocimiento del interfecto acerca de los tiempos modernos. Por de pronto, hasta la Iglesia se ha apercibido de que a finales del XVI se inicia una “nueva época”, que no es poco. Además, ahí está Francis Bacon para recordarnos, vía papal, que “la novedad consiste en una nueva correlación entre ciencia y praxis”, correlación que en clave teológica significaría el restablecimiento del “dominio sobre la creación”, usurpándoselo a Dios (§ 16). ¡Crasa equivocación! Incluso aun cuando no se niegue la fe, ésta “queda desplazada a otro nivel -el de las realidades exclusivamente privadas y ultramundanas- al mismo tiempo que resulta en cierto modo irrelevante para el mundo” (§ 17). Todo lo cual “influye también en la crisis actual de la fe que, en sus aspectos concretos, es sobre todo una crisis de la esperanza cristiana” y que, a su vez, no es más que “fe en el progreso”. Anatema sit, pues! Sobre todo, porque aparecen “dos categorías que ocupan cda vez más el centro de la idea de progreso: razón y libertad” (§ 18). “Ambos conceptos -reconocerá el Inquisidor más abajo- llevan en sí mismos un potencial revolucionario de enorme fuerza explosiva”, y lo que faltaba, “en contraste también con los vínculos de la fe y de la Iglesia” (§ 18).
Tras alguna referencia del definitivamente criptoagnóstico Kant acerca del poder de las revoluciones de la razón y de la libertad, en su repaso histórico Ratzinger no duda en acercarse paternalmente al fantasma que comenzó a recorrer Europa y a sus develadores. Llegamos, pues, al “proletariado”, a la necesidad de “un cambio”, de un “salto revolucionario” y a un Marx que, pásmense ustedes, “recogió esta llamada del momento y, con vigor de lenguaje y pensamiento, trató de encauzar este nuevo y, como él pensaba, definitivo gran paso de la historia hacia la salvación” (§ 20). “Al haber desaparecido la verdad del más allá, se trataría ahora de establecer la verdad del más acá. La crítica del cielo se transforma en la crítica de la tierra, la crítica de la teología en la crítica de la política. El progreso hacia lo mejor, hacia el mundo definitivamente bueno, ya no viene simplemente de la ciencia, sino de la política; de una política pensada científicamente, que sabe reconocer la estructura de la historia y de la sociedad, y así indica el camino hacia la revolución, hacia el cambio de todas las cosas. Con precisión puntual, aunque de modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo y ha ilustrado con gran capacidad analítica los caminos hacia la revolución, y no sólo teóricamente: con el partido comunista, nacido del manifiesto de 1848, dio inicio también concretamente a la revolución. Su promesa, gracias a la agudeza de sus análisis y a la cclara indicación de los instrumentos para el cambio radical, fascinó y fascina todavía hoy de nuevo” (§ 20)
No puede ser un Romano pontífice quien habla, dirán ustedes. Pues sí, es Él, Benedicto el Batallador. Pero, tranqui, que enseguida viene la segunda parte: con la Revolución rusa “se puso de manifiesto también el error fundamental de Marx” (§ 21). ¡Acabáramos! No era tan perfecto, pues. “Él indicó con exactitud cómo lograr el cambio total de la situación. Pero no nos dijo cómo se debería proceder después”. Y ni el pobre Lenin, obcecado en la búsqueda del prospecto indicativo que nunca llegó a escribir Marx, pudo solventar la situación. Porque, como nos lo recuerda Ratzinger, “el error de Marx no consiste sólo en no haber ideado los ordenamientos necesarios para el nuevo mundo [...] Su error está más al fondo. Ha olvidado que el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y a su libertad” (§ 21). Y se explaya: “Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó (¿dónde lo habra leído el inquisidor? se pregunta el lector; ¿acaso se lo ha desvelado el Santo Espíritu?) que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado” (§ 21). Y, cómo no, pontifica: “Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables” (§ 21).
Corolario: ¿alguien adivina qué es lo que le faltó a Marx para crear, como dice Ratzinger, “la Nueva Jerusalén”?
- Pensamiento científico sin tacha. Planteamiento impecable sobre la ciencia, a tener en cuenta por parte de todos los científicos, católicos incluidos: “No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona” (§ 5) ¿Además poético, verdad?
Interesante la larga jugada baconiana-ratzingeriana (§ 16-23) alrededor de la palabra “progreso” (“razón y libertad”), para acabar en el repudio de la “fe” mismo y en una nueva síntesis lógico-dialéctica: reivindicar el “razón y fe se necesitan mutuamente” (§ 23). Interesante, asimismo, el posicionamiento ante el “progreso” “que va de la honda a la superbomba”, sobre todo cuando habla de “el progreso en manos equivocadas”. Una duda, sin embargo, con lo de las “manos equivocadas” ¿se refiere a lo de Hiroshima y Nagasaki o a las bombas de racimo y uranio empobrecido debidamente distribuidas por todo el Medio y Próximo Oriente? Cierto que una encíclica no es el lugar más adecuado para matizar, pero no vendría mal una propuesta teológica más cercana a la realidad cotidiana, sobre todo si anteriormente se ha hablado de rusos y franceses revolucionarios también equivocados.
- El pensamiento social del germano se expande con intensidad, en especial cuando mezcla esperas del más acá y del más allá. Al oir “si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento” (§ 35), el lector supone que se refiere a imposibles imposibles, verbigracia, imposibles del tipo “por razones obvias, el lector no puede ya besar los labios de la fenecida Marilyn o de la Reina de Saba”, etc. Sin embargo, no está claro que sea la única interpretación. Parece como que se juega a posibilismos de algún tipo /interés / tipo de interés. Así, la aplicación de la conjunción del “no podemos esperar” y de lo “efectivamente posible en cada momento” es algo que, a los empresarios por ejemplo, les viene que ni pintiparado: “en este momento, querido asalariado, no esperes un contrato fijo, o una subida salarial, o ningún tipo de inversión por tu seguridad porque, en este momento, no es efectivamente posible; he de comenzar con la deslocalización de la empresa y eso requiere de pelas y de no realizar inversiones sin futuro”. Y ¿qué decir del regustillo que les ha de quedar a no pocos políticos ante las siguientes palabras del interfecto?: “Si no podemos esperar más [...] de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan” (§ 35). La frase es plena, total, guay!
Y no digamos de la conclusión: en esos casos en que “no podemos esperar más”, “nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza” (§ 35). Se descartan, pues, todo tipo de reivindicaciones, algaradas, manifestaciones... y, sobre todo, revoluciones, porque son ésas las que más radicalmente afirman que siempre se puede esperar más de lo que algunos -quienquiera- han decidido que no “es efectivamente posible” y “de lo que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan”. Pero a Ratzinger se le escapa el puntillo -todo sea por darnos ánimos-: “es importante saber que yo todavía puedo esperar aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo” (§ 35). Pero se diría que es una espera esperanzada para con el más allá (“la gran esperanza-certeza” la llama el inquisidor), destinada a cortar con toda atadura histórica y con todo tipo de acción social y política que ponga en cuestión el estado de las cosas.
En la misma línea de paz sepulcral, y por mucho que pese a no pocos cristianos de base y teólogos liberacionistas, “el cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario” (§ 4). Lo suyo era mucho, pero que mucho más: “era algo totalmente diverso [...] el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma desde dentro la vida y el mundo” (§ 4), pero sin revoluciones sociales o políticas, evidentemente. El lector lo capta de inmediato: lo nuestro, lo de los creyentes, es la revolución interior, ésa que es capaz de hacernos aguantar cristianamente resignados a dictadores, explotadores y neoliberales varios. Y punto.

- La maravillosa Escuela de la Esperanza. Un tanto aburrida en cuanto a lo que se refiere a la oración (al igual que en todos los tratados de ascética, aquí también se la ventila con rapidez: tres insulsos apartados), pero interesantísima en cuanto a la concepción del sufrimiento y, cómo no, del Juicio final del más allá. Materia en abundancia que no haremos sino apuntar brevemente.
Es obvio que la Escuela de la Esperanza no busca sino trocar la imagen de esa amarga resignación que conlleva el valle de lágrimas al que debemos estar condenados y presentarlo desde su lado más amable, positivo y, cómo no, didáctico, aun cuando el contenido siga siendo el mismo masoquismo gratuito paulino de siempre.
Decíamos, pues, que ahora que el mundo creyente comenzaba a degustar el concepto de “nacidos para la felicidad”, Ratzinger propone algo distinto: mucha oración (como católico de militancia funeralicia, nada que objetar) y (esto es algo peor) sufrimiento, mucho sufrimiento, como “lugar de aprendizaje de la esperanza”.
Lo interesante de la cuestión comienza con la genealogía del sufrimiento: “éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente” (§ 36). Por fin, parece que Ratzinger ha advertido que los que sufren se lo merecen. Aunque debe tener alguna contradicción, porque dice que “conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas”. Y en verdad, cuando añade que “todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana”, el lector se acuerda de repente de las niñas violadas en las guerras, a las que Ratzinger aconseja abortar cuanto antes; y de la actitud positiva de Roma para con la eutanasia; y de la santificación que hace del preservativo como fórmula de evitar gravísimas enfermedades; y del control de natalidad en sociedades abocadas al hambre, la enfermedad y la muerte, y .... Y el lector se ha sentido Esperanzado, feliz, cristiano, católico, ecuménico...
Pero la encíclica continúa, muchacho, y la argumentación también. “Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo”, por lo tanto, “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido” (§ 37), por lo tanto, y por su bien, joróbese usted y aprenda que “la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre” (§ 38). E inmediatamente surge, por eso de las descompensaciones sociales, el término “compasión”: “en efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera (nunca mejor dicho!!!!!) su sufrimiento”. Seguidamente aparece el término “consolación” y el lector se acuerda ya de las damas de la caridad de su ciudad. Y ahora está en la duda de si es mejor intentar evitar el sufrimiento (de las niñas y mujeres violadas, de los enfermos de Sida, de los hambrientos...) o compacederles y consolarles con amor cristiano. Porque ya se sabe, “también la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia es constitutiva de la grandeza de la humanidad” (§ 38).
Casi como que decidimos “sufrir con el otro, por los otros” (§ 39) y nos olvidamos de todos los paliativos del sufrimiento. Eso sí, reforzamos la neutra categorización de “sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia” y, siempre que alguien nos reproche resignación ante el sufrimiento (de los otros), la argumentación estará dispuesta. Es más, incluso llegamos a la conclusión de que “necesitamos también testigos, mártires, que se han entregado totalmente, para que nos lo demuestren día tras día” (§ 39).
Porque, “digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos” (§ 39).
La escuela de la esperanza tiene otro lugar privilegiado para el aprendizaje y el ejercicio de la misma: el Juicio Final, concepto real, físico y material donde los haya. Obviamente, Ratzinger es sabedor de que “la perspectiva del Juicio ha influido en los cristiano, también en su vida diaria” (§ 41), aunque quizás no sea lo suficientemente sincero como para mostrar que su carácter “amenazador y lúgubre” traspasaba con creces el ámbito de la iconografía barroca. Ahora, en cambio, no; ahora “la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos” (§ 43), convulsiones creadas, fomentadas y/o aprovechadas en grandísima medida por los propios apostólico-romanos. Porque “la imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza [...] ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad” (§ 44).
Y una interesante idea acerca del susodicho Juicio para consuelo de quienes habremos de seguir sufriendo en este mundo a manos de los tiranos y explotadores: “al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasada nada” (§ 44). Y el lector se siente reconfortado: “¡Menos mal”, piensa, “¡si no, lo mismo decidimos no ir ir al banquete!
De cualquier manera, la del Juicio es una oportunidad de oro para darles el varapalo a los ateos, moralistas ellos que protestan “contra las injusticias del mundo y de la historia universal” y no calibran que “la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer (????? ¿herejía? ¿no era todopoderoso el fulano?), es presuntuosa e intrínsecamente falsa” (§ 42). Es más, el listo de Roma afirma que es de ahí, de esa premisa de donde “se han derivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia”. Tanto leer a Marx y a Engels, a Horkheimer y a Adorno, y mira por dónde, que “las más grandes crueldades y violaciones de la justicia” se fundan “en la falsedad intrínseca de esa pretensión”. Vamos, que los ateístas esos lo quieren remediar todo-todo a todos-todas (“parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia”), y al final lo que hacen es, por pura lógica lineal, acabar montando un sembrado de minas antipersona, o una guerra del 36 o de Vietnam-Irak, o un laboratorio tipo Mathausen.
Es que a este papa no se le pasa una! Todo tiene su raíz y explicación en la pretensión humana de querer andar solitos y sin taca-taca.
El purgatorio también tiene su sitito en esta densa encíclica. Más interesante, sin embargo, lo que a partir del tingladillo del mismo dedica a los que van al infierno. La verdad es que al lector le aclara dudas fundamentales, como, por ejemplo, el de la percepción que los inocentes podemos tener de los malos-malos de la historia, esos que sabemos fehacientemente que van a ir al infierno maldito, tan fehacientemente lo sabemos que incluso Ratzinger se encarga de remarcarlo: “Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y de la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno” ( 45; las cursivas son nuestras). ¿Habla de Bush padre o Bush hijo? Lo pregunto para poder cerciorarme de que realmente penan ya en el infierno.
Pese a todo, el lector piadoso quiere seguir pensando que incluso en el momento de la muerte, poco antes de pasar a la antesala del Juicio final, podría haber un movimiento de arrepentimiento por parte del malvado! Pero debe de estar equivocado ¡Se siente por él! ¡Gracias Benedicto!
Y lo siente también por el fuego que arde en el infierno y que van a tener que aguantar los pobres!
Debe confesar, sin embargo, que no le ha gustado mucho esa interpretación teológica moderna de “que el fuego que arde [...] es Cristo mismo” (§ 47). Vamos, que no le ha parecido un infierno en condiciones. Y además no sabría decir si no raya en la herejía. Que el pobre Cristo tenga que aguantar toda la eternidad en el infierno para que los malos puedan así ser debidamente churrascados no le parece una idea hermenéuticamente feliz. El lector sigue prefiriendo los disquisiciones de Soto sobre Job 24, 19 acerca de si fuego sí o hielo no. Son, digamos, más materialistas y comprensibles para lectores de baja calaña, como él.
- Predilección por lo extraterrestre. Cuando habla de si la esperanza es individualista -que no, no lo es; lo deben asegurar los Padres de la Iglesia aquí y acullá-, Benedicto no duda en decir que “esta concepción de la ‘vida bienaventurada’ orientada hacia la comunidad se refiere a algo (????) que está ciertamente (?????) más allá del mundo presente” (§ 15). Juego, por tanto, a doble (des)nivel. Desnivel, a su vez, no susceptible de análisis al uso.
- Ponderadas citas-túnel. Al igual que lo hace con Marx, Bacon y otros, le viene al hilo citar a Horkheimer y a Adorno, a cuenta de teístas y ateos, porque, de paso, estos protestantes le dan pie a plantear un problema teológico que también el turco, a su manera, le enfrenta, el de “la imagen de Dios”. Y, de refilón, algunos otros más, con las debidas transiciones conceptuales (“Dios existe, y Dios sabe crear justicia”): “Sí, existe la resurrección de la carne”, “Existe una justicia”, “estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna” (§ 43).
- Expansionismo de buena voluntad: Todos cuantos descubren la “esperanza” parece que se ven impelidos a “exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había nacido y la había “redimido” no podá guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos” (§ 3). No espere el lector que le dejen en paz, vamos. Cual turco hacia El Andalus se aproximarán las pacíficas huestes Rouco-varelianas a su centro de trabajo, a su nómina, a su universidad... Y, aunque no lo sepa, ¡todo por usted!
- Obviedades varias: “Quien tiene esperanza vive de otra manera”. Es decir, quien tiene esperanza de viajar, más pronto o más tarde comienza a mirar los mapas de las zonas a visitar, algunos incluso aprenden nuevas lenguas y se apuntan a clases de tango o de “salsa”, en un momento determinado se acerca a la agencia de viajes correspondiente, se compra el billete, el día adecuado pierde el tiempo en el aeropuerto, en el viaje, en el avión..., en fin, enfoca parte de su vida, la vive y hace cosas que quien no “espera” ni quiere viajar jamás haría. La esperanza de ir, digamos, a Rio de Janeiro ¿no hace que incluso un materialista pecador cualquiera comience a vivir ya de otra manera?
- Otras apreciaciones y consideraciones
Excelente la apreciación del valor del amor “incluso en el ámbito puramente intramundano”. Seguro que Él, Benedicto, lo sabe de primera mano, se sabe lo de la atracción animal en la que el ansia de preservación de la especie y sus consiguientes contorsiones neuronales (ámbitos territoriales, afinidad de olores...) adquieren una forma etérea de intento acaparación del otro vulgarmente denominada “amor”. Lo juro, se lo sabe; no hace falta más que leerse el apartado § 26 para constatarlo.
Conmovedora la constatación de que “es verdad (¿chivatazo otra vez de la palomita trinitaria?) que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida” (§ 27).
Conmovedora también la constatación de que el ser humano necesita “tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino” (§ 31). Peroooo -el gran pero- “sin la gran esperanza [...], aquellas no bastan”. Y ¿cual es “la gran esperanza”? Adivínelo el lector: “esta gran esperanza sólo puede ser Dios”. Pero, de nuevo, cuidadín!!!: “no cualquier dios, sino el Dios” (no vamos a repetir aquí las características de ese Dios verdadero, pero sepa el lector que, casualmente, coinciden con las del de Ratzinger: tiene un rostro humano, nos ha amado hasta el extremo, etc.).
Conmovedora la encíclica toda ella, aunque quizá desasosiegue un tanto eso de que “el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida” (§ 35). Vamos, que los que no se cansan o intentan superar el cansancio sin la ayuda de esa “Lucecita” maravillosa, a la postre, ¿no son sino fanáticos? Pero, créaselo, señor Ratzinger, nosotros ya nos lo intuíamos.

- Emotivo final de documento. Como no podía ser menos (todos los papas-de-roma saben lo que se juegan en los conventos con tanta monja), es María la que cierra el enciclicón, perdón, el telón, apareciendo como brújula de cargueros transatlánticos, versión metafórico-edulcorada de “stella maris”.
Por razones que este lector no alcanza a distinguir, no aparece para nada el axioma de la inmaculada concepción de María (a celebrar a la semana de la publicación de la encíclica, dicho sea de paso). ¿Será que Ratzinger ha comenzado a interesarse por los libros de obstetricia y ginecología? ¿O quizá el acercamiento a sectas ortodoxas y protestantes requiere difuminar trazos excesivamente gruesos? Qui lo sait!
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Ha sido mi primera encíclica, pero espero sea también la última. Uno no puede contaminar arbitrariamente su mente, ni su vista ni su conciencia con activos semejantes. Activos-basura que consideran al ser humano como ente defectuoso, sin garantía ni arreglo, nacido para ser impunemente maleado, con mentalidad, conciencia y personalidad inmadura, a quien se puede seguir engatusando eternamente con relatos infantiles y silogismos traperos.
Salvados por la campana, pues, y que nadie vea metáfora alguna en la cita de este digno instrumento de cuerda-percusión.
Y ya para acabar, ¿qué mejor que aprovechar el hilo de una encíclica para plantear la reivindicación terminológica que se la hice al fraile del comienzo? ¡Vaya, pues, y bienacogida sea!
Nuestra vida no gira ni quiere girar en torno a negar gilipolleces. Por tanto, si alguna vez alguien se ve necesitado de una herramienta semántica para referirse a lectores como el que suscribe, adviértase que, frente a t@ntos que se confiesan “creyentes”, nosotros, los invariablemente caracterizados con el prefijo negativo a-, no tenemos inconveniente en denominarnos “pensantes”. No cabe duda de que sería un apelativo muchísimo más correcto y adecuado. Creyentes versus pensantes, por tanto.
Eternamente esperanzado y agradecido,

Fray Josephus (S. M.)
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