Paradojas de la lejanía
“No se recuerdan los días,
se recuerdan los momentos.”
Cesare Pavese
Lejos. Cerca.
Juegos arbitrarios, arbitrarios juegos de la relatividad.
Tan cerca se puede estar en lo lejano como lejanísimo sentirse en la cercanía. Por lo que la lejanía es, entonces, asunto inherente a la sensibilidad. Lo lejano ha de sentirse al igual que sentimos-experimentamos estar cerca. Sin embargo lo que experimentamos bajo estos dos modos y sus paradojas da cuenta ampliamente de que el par cercano/lejano no siempre concuerda ni con la lógica ni con las leyes físicas.
Lejano es una aparente categoría propia y/o devenida de la distancia. Y siendo que la distancia compromete al espacio y al tiempo, se esta lejos de un cierto “tiempo” o de un determinado “lugar”. Aunque por las maravillas conjugatorias esto también implica que se puede estar en “un punto lejano del tiempo”. Luego, lejanía es, a su vez, una expresión que anímicamente se asocia al apartamiento, al enfriamiento afectivo, y a una serie de sensaciones que van desde el estiramiento de un lazo a su completo desapego respecto de este último. Hume incluso afirmaba que la distancia hace que disminuya la fuerza de algo, y de modo contrario, el acercamiento a cualquier objeto (aunque ese acercamiento no se manifieste abiertamente a los sentidos) opera sobre la mente con “un influjo que imita al de una impresión inmediata”. Digamos que, allí donde la distancia quita fuerza, la cercanía la restituye...
Lo cercano, al menos si nos atenemos a su versión emocionalmente positiva, nos empuja la mente a aquello que nos hubo de envolver dentro de una cierta atmósfera familiar, cálida, propicia para nutrirnos (alimentaria y/o simbólicamente). Se requiere cercanía para amamantar a una cría, para reconocer primaria y primitivamente su olor, sus marcas corporales inconfundibles. Cerca de otros acontece la atracción, o el rechazo. Cerca, en el límite de pieles de lo que se mezcla en confusos flujos, abrazamos amatoriamente el cuerpo de otro. Lo cercano permite enviar y recibir señales precisas acerca de lo que intuimos como potencialmente bueno para nosotros mismos (en cuyo caso afirmaremos el deseo de seguir aproximándonos) o de lo contrario, en ciertas cercanías detectamos lo que potencialmente puede ser peligroso para nuestra integridad (en este otro caso deberíamos activar rápidamente nuestros mecanismos de desaproximación, si es que estamos instintualmente más o menos sanos). Pero ya sabemos que nuestro alto grado de civilidad guarda una relación perversa directamente proporcional con los instintos que dejamos en el camino: somos civilizados a costo de limar buena parte de nuestras señales instintuales. Una vez más la domesticación de la animalidad humana ocurre a expensas de silenciar o desmentir las valiosas señales que evolutivamente el cuerpo posee-y-envía como parte del cableado ancestral de nuestro entero sistema nervioso preparado para asegurar la supervivencia. Olvidamos instintos -o al menos le bajamos el volumen a muchos de ellos a punto tal de casi ni siquiera oírlos- a fin de volvernos educados, adaptados, civilizados, pacientes, en suma, estúpidamente dormidos.
De este modo, ese animal enfermo, enfermizo e incorregiblemente enfermable llamado “humano” insiste en quedarse cerca de aquello que lo daña, de aquello que lo debilita, de aquello que incluso hasta lo mata. Lentamente perder nuestras señales de alerta nos termina activando a niveles tóxicos nuestras pulsiones de muerte. Increíblemente en el reverso de esta misma moneda, nos desaproximamos anestesiadamente de aquello que nos contagia una irradiante potencia, nos alejamos temerosamente de lo que activa desmesuradamente el deseo, nos distanciamos de esas fuertes cercanías que abrirían una -peligrosa?- ventana a inciertos placeres intensos.
Preferimos al educado bicho ascético antes que al gozoso animal hedonista.
Indudablemente la moral aún goza de buena prensa, incluso en los laberintos interioristas de nuestras aparentemente liberales mentes del siglo XXI. Morimos de una muerte muy previa a nuestra finitud corporal: morimos por haber asesinado muy previamente las modalidades más vitalistas del propio deseo.
A esta altura resulta una obviedad que algo falla en el curso de la mayoría de las existencias. Y no se trata sólo de paradojas de la relatividad espacio-temporal.
El consuelo -retorcido consuelo si los hay- es justamente acudir a la paradoja de la lejanía.
Sucede así que, lejos, añoramos lo que “amorosamente” experimentamos como cercano-necesario-bueno alguna vez, procurando retener en ese/esos recuerdo/s revivido/s emocionalmente repetidamente la esquivada potencia de un lazo que quizá cobardemente hemos dejado en una distancia física autoimpuesta. En otros casos, demasiado cerca de aquello de lo cual alguien no puede distanciarse, la defensa de unos instintos debilitados imponen estertoreamente una “lejanía desapegada” a fin de -otra vez, de modo nítidamente retorcido- lograr ejecutar un modo perversamente realizable de distanciamiento, un distanciamiento que ese sujeto no logra poner en acto desde lo real.
Pero veamos por qué podemos pensar que las paradojas de la lejanía nos cuidan.
Ellas, las paradojas que se vivencian cuando se transitan ciertas lejanías, delatan la infinita necesidad de sentirnos protegidos por “buenas cercanías”. Cercanías que quizá no nos acompañen en una dimensión material ni física (como aclaraba acertadamente Hume), pero que no por ello dejan de seguir siendo nutricias, apaciguantes, placenteras pese a su irremediable distancia en lo que hace a poder experimentarlas realmente-materialmente desde nuestros sentidos.
Y tambien las paradojas de la lejanía nos exponen a nuestras faltas, nuestras fisuras, nuestros agujeros inquietantes.
Ellas desnudan las dolorosas perforaciones por los que nuestra aparente nave cotidiana -amarrada en sus rutinas previsibles, sus adaptativos acomodamientos, sus tranquilizadoras creencias ilusorias- hace agua. Se podrá argumentar sobre este punto que ninguna nave que sale a mar abierto vuelve sin alguna avería que atender. Pero me estoy refiriendo específicamente a la distancia desapegante que tornean a ciertos lazos cercanos cuando en éstos hay tanto tejido roto ya, que poco y nada queda por reparar. Permanecer en esa rotura -porque ya de lazo casi nada queda- revela ninguna otra cosa más que la infeliz cobardía de un apartamiento que el sujeto no se atreve a iniciar, ni mucho menos a sostener. En tales esclavizantes situaciones existenciales, el deseo se desvanece, perdurando sólo la voluntad de desaproximación pero sin haber un alejamiento real ni mucho menos un rompimiento del lazo ya debilitado y/o prácticamente inexistente. La pasión deviene “pasión triste” en palabras de Spinoza. Y la vida -que no es otra cosa que un conciente esfuerzo gozoso de honrar nuestras profundamente bellas pasiones- deviene del mismo modo puro acontecer de lo triste.
Las paradojas de la lejanía muestran cuan terriblemente difícil es practicar el sencillo lema de “estar aquí y ahora”. La cabeza humana es infinitamente traidora: estando “aquí” se desliza como una serpiente venenosa hacia un “allá” inexistente, perdido ya, o irrealizable por contrafáctico. Y a veces no se trata de una falta de voluntad por permanecer en ese real y sincero “aquí” sino de un apenas súbito signo indiscreto que irrumpe en medio de la sucesión de “ahoras” empujando las cuerdas del pecho hacia otro espacio-tiempo que se ha escapado entre los dedos como un médano de serena arena inasible. Los pies pierden ancla en lo real y... recordamos añorantemente.
Otras veces, en las negociaciones entre las lejanías por las que optamos y las cercanías que hemos elegido nos inundan otro tipo de recuerdos: los recuerdos de lo que no fue. Recuerdos “if...”. Memorias paradojales para distanciamientos paradojales.
Se puede “recordar” lo que no sucedió?
Definitivamente sí. E incluso hay quienes, como Kierkegaard han visto en este acto de invencionar memorias un modo de alcanzar estados imaginarios de auténtica perfección.
Los recuerdos, su sustancia, está conformada por hechos -certezas comprobables- acopladas a una enorme cantidad de datos imaginativos adicionados por nuestra fantasía, nuestros anhelos, incluso nuestros temores. La sustancia de los recuerdos está tramada más con las hebras frágiles de la imaginería personal que con el acero de lo real. La textura de lo recordado y de lo recordable está dibujada sobre el papel de arroz de nuestras indelebles emociones y afecciones. Justamente por eso podemos “recordar” lo que nunca sucedió... pero deseamos de algún modo que hubiera sucedido.
Por qué persistimos en aproximarnos, en hacer cercanía con esos recuerdos insucedidos? Porque pese a no haber sido nunca acabadamente materializables en lo real han tenido un indiscutible valor para nosotros: lo deseado no fácticamente realizado nos hubo de contagiar, en su momento, una intensa dosis de “pasión alegre”, nos hizo experimentar dosis variables de entusiasmo, de fuerza, de potencia. Eso que evocamos en nuestra memoria “no fáctica” sí tuvo seguros efectos en la facticidad de nuestras emociones compositivas. Esa es la marca propia de los recuerdos paradojales. Recuerdos que no nublan el cristal de los sueños, como decía el hispano poeta José Hierro. Son esos benévolos estados de potencia los que la rememoración de los recuerdos paradojales buscan reeditar placenteramente.
Lejos. Cerca.
Lejana cercanía. Cercana lejanía.
La sensible emoción desabotonando la blusa de las memorias imperdibles.
Y después de todo, o ante todo, mi propia memoria etimológica desenterrando sin aviso previo el latino verbo “recordar”, perfecta intersección del prefijo “re” (volver a... ) y “cor”-”cordis” (corazón). Recordar. Casi, un antiguo despertar.
Volver a pasar la música de la memoria por las cuerdas del corazón.
Lejos. Cerca.
Otra vez las vueltas en espiral del corazón.
Paradojas sintientes de la distancia.
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1 comentario:
La fotografía es el retrato de cualquier vida. Así se van las ilusiones (esa gran torpeza existencial que está incrustada en nuestras emociones), las expectativas, las esperanzas ( con su aroma infesto a religión)y los días. Al final sólo quedan algunos granitos de desencanto y ausencia de voluntad.
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