Enamorarse no existe?
Gabi Romano
"El amor es dar lo que no se
tiene a aquel que no lo es."
Jacques Lacan
“ Sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible.”
Marcel
Proust
“La prisionera”
“La prisionera”
Enamorarse no existe.
O al menos eso sostienen los lacanianos desde cierta lectura de lo que acontece en el proceso de enamoramiento. Guiada por un espíritu bastante más sintético y bajo una mirada filo-psi, escribí hace ya algunos años una ligeramente oscura frase: “Amor es nada”. El sentido de la misma es una larga hebra de ideas que aún continuo devanando.
La neurobiología ha dicho y sigue diciendo mucho en dirección contraria a lo anterior: enamorarse no sólo existe sino que tal fenomenología afectiva trae consigo una densísima catarata de intensos efectos físicos, hormonales, bioquímicos, psicológicos, anímicos. Lejos de nada, el enamoramiento es, existe, y sobre él hay mucho que investigar aún.
Pareciera ser prudente considerar las lecturas de unos y otros sin decretar la hegemonía de ninguno de los dos. Esquivar las tricheras de la interpretación encriptada en las que se zambullen los partidarios de la secta psicoanalítica liderada por el sacerdote Jacques Lacan por un lado. Por otro lado, evitar suscribir demasiado a prisa a los papers que abundan entre los prolíficos amantes del neopositivismo, corriente que ha tomado en las últimas décadas al cerebro como centro y dominio supremo a la hora de seguir trazas para explicarlo todo. Las sutilezas del flechazo de amor tal vez se encuentren más a resguardo de un pensar seriamente reflexivo en una delicada combinación de saberes que no son ni totalmente adjudicables a los laicos argumentos rebuscados que rezan los seguidores de la religión psicoanalítica, ni completamente dependientes de los aportes de cuanto scanner utiliza el pancerebrismo del siglo XXI.
No me explayaré, al menos en esta ocasión,
sobre los alcances de las observaciones cerebrológicas del enamoramiento pues
ya lo he hecho en otros posts referidos a la problemática amorosa. Prefiero hoy
direccionar el pensamiento en torno a la otra ruta, esa que sostiene la
inexistencia del enamoramiento visto éste en clave lacaniana. Creo que ciertos
elementos del pensar lacaniano pueden aportar una interesante dimensión para
dilucidar esa extrañeza extrañamente
infrecuente que es caer enamorado/a,
y sobre todo, comprender el sentido y rol clave que el error posee en
esa irrecusable caída.
-El enamorado, ese narcisista equivocado
La lectura psicanalítica lacaniana sugiere que enamorarse no existe puesto que en la raíz de tal fenómeno hay un equívoco fundante. O sea, nos enamoramos con un (o varios) error/errores de base: identificamos en forma equivocada “algo” en el ser que amamos y ese “algo” no es en absoluto nada que tenga que ver con la realidad de quien ese otro verdaderamente es.
Cuando caemos enamorados, ese sujeto a quien amamos toma un relieve tal que se distingue (al menos para nosotros) de entre todo el vasto universo de sujetos posibles de ser amados. El psicoanálisis dirá que más bien sucede que nos creemos que el ser amado posee una especie de excendente, un plus, una diferencia significativa que lo vuelve recortable de entre todo el resto de seres que nos rodea. Enamorados inventamos la uniqueness del amado. Pero “eso”, ese “algo” hechizante que creemos advertir en el otro es “algo” que en verdad, el otro no tiene. Los lacanianos llamarán a ese no-se-qué “objet petit a”.
Es lo que nos atrae. Incluso ese no-se-qué ni siquiera es
(estrictamente hablando) un “algo” del otro que esté en el campo de visión de
quien se enamora. Lo que atrae es,
literalmente, algo de lo que uno ni siquiera tiene idea. El deseo es causado
por un no-sabemos-qué del cual, para colmo, no tenemos idea. Sí, el amor es
antilógico si esperamos hallar en él prolijidades aristotélicas. Das ding (la
cosa) del amor se escapa a nuestro registro racional. En la otra trinchera de las interpretaciones acerca del
enamoramiento, los neurobiólogos dirán que las feromonas compatibles entre el
enamorado y su objeto de amor componen buena parte del misterio de esa
atracción sin objeto real. Nos enamoramos no de alguien, sino de su composición
de feromonas?
Volvamos al equívoco basal -ese algo
que es ciertamente nada- que desde el psicoanálisis sería lo que hace que
admiremos y deseemos tener-poseer
a la persona de la cual nos enamoramos. Ese ser único y especial merece el amor de ese otro ser
único y especial que es el enamorado.
El enamorado es un narciso que ha hallado su objeto. En “Historias de
Amor” Julia Kristeva dice:
“El amor es el tiempo y el espacio en el que el “Yo” se concede
el derecho a ser extraordinario.”
-Amo en ti algo más que a ti… y que ni
siquiera existe!
Entre el narcisismo y una feroz idealización bulletproof, pareciera entonces que no nos enamoramos de alguien por quien realmente es, sino que lo amaremos a causa de ese “objeto petit a” que a su vez nos causa el deseo. Los destellos agalmáticos de eso que amamos en quien amamos hace que nos enamoremos… por causa de algo que no existe! Desconcertante, no?
El señuelo del amor es nada más y nada menos
que una ficción que primero nos empuja hacia ese cierto otro (y no hacia algún
otro otro) y nos anzuela a ese ser en particular. Pero en sí lo que
provoca nuestro desear, como razón
y causa real, es inexistente. El otro no tiene aquello que le atribuyo
tener.
Ficcionamos a quien amamos cargándolo sin
querer con nuestra amatoria imaginería representacional. Lacan, en el Seminario 11 dirá:
“Amo en ti algo más que a ti¨
Pero veamos las consecuencias más complicadas a que nos expone este error de base del enamoramiento, esta equivocación fundacional en los movimientos de la pasión amorosa.
Constituye una queja insistente y bien
conocida aquella que, en boca de los enamorados, les hace decir, palabras más
palabras menos, lo siguiente: “x no es capaz de darme lo que deseo”.
Indudablemente si la demanda del amor está basada en algo que en verdad el
amado/a no posee, el enamorado entonces se verá en el callejón sin salida de
esperar/reclamarle ese excedente ilusorio que el amado nunca ha tenido. El
amado no podrá dar lo que el amante le reclama porque ese pedido, esa solicitud
va dirigida a alquien que en verdad él no es, a alguien que no existe.
-Condenados al desencantamiento
Pedir y esperar lo que el otro nunca ha
tenido ni ha sido ni será es un camino que sólo puede desembocar en diversos
grados de frustración, queja y desencanto. Los divanes de los psicoanalistas
rebozan de analizantes necesitados de recrear, en pos de una cura, sus penares
de amor.
Desde este punto de vista, y ya en el inicio mismo del fenómeno
amatorio, el enamorado es un condenado al desencantamiento por investir
inercialmente a quien ama de un atributo mágico que éste nunca ha tenido ni
tendrá. El otro no tiene ese
“algo” que le reclamamos, no lo tiene ni escondido ni en estado germinal.
Aquello (su “eso”) que le da relieve entre los otros no es más que una
construcción ficcional que le ha atribuido el Yo del enamorado al inicio del
enamoramiento. Nada más.
El amor, en cierta medida, nace así condenado a su propio fracaso puesto que la discordancia entre lo que el otro es y lo que creo que es genera una brecha insoslayable que siempre se nos aparecerá delante de los ojos con la forma de un hiato, un espacio irrellenable, un vacío de sentido. Nos desencantamos producto del proceso mismo de enamorarse y ese desencatamiento es a la vez también producto directo de la sustancia equívoca misma en que nace la pasión.
Las cuerdas del enamoramiento
se mueven en un teatro de máscaras poderosamente atractivas.
-Y en cada flecha de Eros, el exceso y la
carencia
Catherine Millot dirá que el objeto causa de
deseo ocupa el lugar del vacío y es inapresable porque es en sí él mismo una
pequeña nada.
Amor es nada, una vez más y tal como aquella vieja frase
con que me desperté alguna mañana hace años merodeándome la cabeza.
Nos enamoramos entonces por causa del vacío?
Más allá de que nos enamoramos mediante y mediando un malentendido, amamos asimismo una inexistencia, finalmente una nada?
Es el enamoramiento algo que siempre nace
bajo el signo de nuestra propia sombra deshabitada?
Deleuze pelea en muchos momentos de su obra contra esta idea que liga al vacío y al deseo. Propondrá en cambio una teorización muy diferente que considera no ya al deseo como esclavo del vacío sino al deseo como producción, como afirmación, pero dejaremos por hoy a un lado esta interesante cuestión que nos llevaría por otras avenidas.
Que deseamos aquello de lo que carecemos viene siendo una afirmación sostenida desde Platón en adelante. No olvidemos que el diálogo “El Banquete” la sacerdotisa Diotima recrea el mito del nacimiento de Eros poniendo en articulación la complementariedad y oposición que ya se da en el propio origen de éste. Eros nace producto de un encuentro a la salida de un banquete en el que Penía -la pobreza, la carencia- esperaba las sobras en la puerta del jardín y logra astutamente unirse a Poro –el recurso, la abundancia- cuando éste salía del banquete bastante borracho. Eros nace fruto de la combinación entre exceso y miseria, de la amalgama entre la riqueza y la carencia informe que se vale de la astucia para existir. Las sensaciones contrarias, la ambivalencia, la complementariedad de estados antagónicos se harán presentes en distintas proporciones en los diversos momentos que atraviesa el cuerpo enamorado.
-La “separtición” del enamorado
Sin embargo allí mismo, en esa condena del
amor mora también su posibilidad de supervivencia y su alimento. Por un lado, si el objeto causa de deseo
desaparece, el enamoramiento se evaporía. Y sin embargo, cuando se presentifica
ese “objeto a” que causa que deseemos pero a la vez no sabemos de qué se trata,
nos angustiamos como nos angustia siempre cualquier epifanía del vacío.
Vivimos el amor en estado de “separtición”, para usar una palabra del vocabulario neológico de Lacan.
En el amor nos sentimos de a ratos invencibles... y de a ratos en estado
miserable puesto que nos sabemos fatalmente a merced del otro, y ese otro es
para colmo alguien de quien percibimos de alguna manera el espejismo básico que
lo constituye (espejismo al que, sin embargo, no queremos renunciar ni nos
atrevemos a deshechar).
Ante el desorden del enamoramiento hay una
frenética salida igualmente inútil a la que se suele acudir cada vez con mayor
frecuencia: resguardarse en la mayor de nuestras ficciones favoritas, la
autonomía del Yo. En otras palabras, ante la zozobra del enamoramiento salimos
corriendo. Ocultarnos, huir como un Borges desesperado en busca de un refugio
tan contrafóbico como estéril suele ser una fantasiosa y estúpida maniobra del
Yo para salvaguardarse de las mareas de la pasión. Pero a veces el antídoto
autonomista de poco sirve. A veces, dependiendo de la abrumadora intensidad del
enamoramiento, nada sirve de nada. No hay escondite que valga. El objeto causa
de deseo seguirá igualmente ahí,
maldito sea, causando ese dulce estrago llamado justamente “deseo”!
-Del malentendido enamorado a la metáfora del
amor
Para Lacan la salida a este equívoco de base en que nos ubica el enamoramiento no se encuentra en lo que pueda hacer por sí solo quien ama, sino en un desplazamiento de lugares. Fundamentalmente un cambio de posición en ese a quien denominamos “el amado”.
El que ama no puede salir de la propia trampa
involuntaria en que ese enamoramiento surgió si no es con un cambio en el ser
amado. Nuestro psiquismo es un material profundamenete conectivo: lo que el
otro haga resuena en mí tanto como lo que yo haga genera resonancias en el
otro.
Veamos en qué consiste la trampa en la que el enamorado, como mosca en la miel, no puede mover sus pasos. Si el error es no sólo la cuna sino el basamento mismo de continuidad del enamoramiento, amaremos sí y sólo sí somos capaces de perpetuar la bella mentira con que hemos investido al otro. Y si desinvestimos al otro de su magia, si pretendemos que el otro sea pura verdad sin el error de la creencia con que otrora lo investimos, eso mismo sería equivalente a clavarle un puñal al enamoramiento mismo cuya lumbre requiere del oscuro aceite de la ficción. O al menos lo anterior es lo que secretamente (inconcientemente?) tememos. NO queremos quitarle al otro su máscara porque con ella se esfumaría la intensidad del fenómeno de enamoramiento. Preferimos el precio de ver los hilos antes que la pérdida del amor. Y no estamos errados suponiendo eso. La verdad del otro envenenaría la fuente misma en la que abreva el enamoramiento pues éste se alimenta de fulgores provenientes de lo-que-no-es, de una obsesión refulgente que emana de lo que el-otro-no-es, de lo que ilusoriamente hemos hecho que sostenga a quien amamos como único, especial, a medida… de nuestra neurosis.
Existe entonces algún viraje posible tal que
el enamoramiento gane en representaciones algo más ajustadas a lo real del otro
y a la vez la continuidad del lazo no quede en entredicho?
Es posible que ese viraje lo constituya
desplazarse desde el mágico malentendido del enamoramiento a la riesgosa
metáfora de dos que se aman?
-Intercambiando ficciones
Enamorarse no existe. Cierto.
El enamoramiento es una mágica película
construída por las necesidades de nuestra astuta psique más o menos siempre en estado
carente, y cuyo obsesivo argumento está cargado de falacias e irrealidades. Así
es.
Y cuando nos enamoramos lo hacemos dando lo
que no somos ni tenemos a alguien que en realidad no es tal. No menos cierto
también.
Enamorados creemos ofrecer al otro algo que
al otro le falta y éste cree ofrecernos a nosotros algo que nos resultaba
crucialmente faltante. Suena fuerte imaginar entonces que el enamoramiento es un
proceso de intercambio de ficciones entre dos carentes igualmente ávidos de una
porción de irrealidad que los haga algo más… felices? Si para Jean-Luc Marion
el fenómeno erótico es un fenómeno cruzado, el cruzamiento del enamoramiento se
establece sobre un cruce no sólo fundado en vacíos mutuos sino presagiando el
abismo insoluble del desencuentro.
Enamorados creemos estar navegando la promesa
de un encuentro cuando más bien estamos hundidos en la precariedad de un
desencuentro mutuo, y empantanados.
El enamoramiento es, en esta dimensión teórica, la frágil intersección temporal e intensa de dos que no saben quienes son, no tiene mucha idea de qué carecen, y menos aún comprenden cómo poder resolver esa supuesta carencia que los roe por dentro abrazándose uno al otro. Complicado… y sin embargo enamorarse es. Sucede.
-Cuando el otro mueve (o no) su heroica ficha
Si la salida a este embrollo no se encuentra
en quien ama (pues la verdad del otro destrozaría esa imago que nos anzuela al él como ser amable, y a su vez
persistir en el error nos lleva a detectar en diversos momentos que justamente el otro no hace lo que
querríamos que haga porque le demandamos de acuerdo a quien “inventamos” que es
y en verdad no es) sólo nos resta como primera medida poner la esperanza en alguna otra parte pero no en uno mismo.
En cuestiones de amor no hay Barón de Münchhausen que pueda rescatarse de los
pelos a sí mismo del pozo en que ha caído.
La salida estará, al menos en esta parte del enredo, en lo que haga (o deshaga) el amado.
Sí, desafortunadamente para el enamorado, una vez más destrabar el enigma estará en manos del amado...
Es el amado el único que puede salirse de su
posición.
Es de él de quien esperamos que se salga del
lugar de “objeto de amor” y se desplace hacia una posición de “sujeto que ama”. Por qué la esperanza está allí? Porque por definición un objeto no tiene la facultad de amar, y sí la tiene únicamente un sujeto. Mientras los objetos son incapaces de amar, los sujetos sí pueden arrojarse a las aguas de una pasión, activamente.
No se trata penélopemente de esperar que el otro nos ame, sino de que se active un corrimiento en el otro y pase de ser objeto de nuestro amor (amor siempre equivocado, ya lo sabemos) y él nos coloque ahora como objeto de su propio equívoco de amor.
Que el otro se vuelva sujeto de amor y abandone así su posición inicial de objeto amado implica que ahora es él quien deberá investir al enamorado de una ficción, de un error, de una magia divinamente mentirosa pero extremadamente imprescindible para seguir jugando el juego del enamoramiento.
Lógicamente, en este punto, amar es un acto
heroico a asumir por parte del amado, y como todo acto heroico, bien podría
acontecer que nunca suceda, que el amado nunca se atreva, que el otro nunca
pueda o no quiera, que nunca desee investir del amoroso error del enamoramiento
al amante.
Si el otro no nos baña con la inexistencia de
una representación irreal que nos recorte (ahora a nosotros tal como antes lo
hicimos con él) de entre todos los otros objetos que podría amar, en ese caso,
el juego quedará interrumpido. Pero si el otro se atreve y desea -y nos devuelve algo del
juego de investimiento en que antes nosotros nos jugamos- estamos en tránsito
hacia una forma diferente de la pasión. O al menos, hemos agregado un factor de
realizabilidad más a las precondiciones que se requieren para lo que Lacan
llamará proceso de inversión de lugares, o más aún, metáfora del amor.
-Como Edipos en Colona
Quemada la nave del enamoramiento como artificio entre los
leños confusos de la ficcionalización del otro y del descubrimiento de sus
máscaras, qué nos queda?
Acaso queda del Fenix del enamoramiento
alguna ceniza con que encender el lazo de oro del amor?
Como errante Edipo en Colona, al enamorado que “ha visto” (y se ha
visto a sí mismo) más allá de los deslumbres iniciales de la pasión enamorada,
le queda saber que seguirá siendo un eterno ciego, pero ahora con los ojos bien
abiertos.
Eso queda. Y no es poco. Y es bastante desafiante.
Atravesar el enamoramiento, soportar el desencuentro y las fallas diferenciales de ambos partícipes del pacto erótico inicial, nadar en la zozobra de la intensidad para reestablecerla de un modo menos desencontrado, todo eso queda. Y si es eso ni más ni menos lo que nos queda, sólo podemos desear correr el riesgo de permanecer con ese otro haciendo lazo aunque ya hayamos percibido los rasgos de disonancia entre ese -a quien ahora seguimos deseando estar unidos- y aquel mismo amado de quien ayer nos enamoramos en plena ceguera del error.
Cuánto tiempo toma todo esto?
En asuntos amatorios el tiempo se vuelve una
categoría algo infecunda, algo estéril. El enamoramiento y la trasmutación de éste
en amor posible es propio de “sucederes” y los sucederes no se contabilizan
bajo la matemática precisa de los minutos, los días, las semanas sino que se
deslizan bajo el imperativo de los acontecimientos ajenos a las sustancias
mensurables. En el suceder del amor lo que realmente cuenta son los aconteceres.
El proceso del enamoramiento y sus
tranfiguraciones relacionales configuran un suceder basado en la intensidad.
Aquí no sirve el tiempo como unidad de medida ni
las cantidades como objetivación de lo que entre esas dos subjetividades se cuece.
-La transmutación, ese riesgo cargado de coraje
Virar enamoramiento en amor, aunque debamos
aprender a incluir en éste último la potencial sombra entre las sombras: la de
la pérdida. Porque amar es
arriesgarse a perder, desde saber
que se puede perder a quien se ama a saber que se puede llegar a perder el amor
mismo. Sin incorporación de la pérdida no hay modo de lanzarse a amar ni de
saltar las vallas de espejismos del enamoramiento.
Qué garantía existe de que el enamoramiento podrá transfigurarse en amor?
Ninguna. Ni la más mínima.
En el amor se trata siempre de un riesgo. Y para correr riesgos hay que estar dispuesto a tomar la aventura con coraje. Sino, no hay forma. No la hay.
No creo que las neurociencias abunden en
analizar esta faceta de intercambiabilidad de inexistencias y equívocos que funda la posibilidad de un enamoramiento cruzado.
El psicoanálisis parece aún,
seguir teniendo lo suyo para aportar en el troquelado de la
fenomenología del amor, su realizabilidad, el rol fundacional del engaño, los
errores sublimes y/o las condiciones de posibilidad subjetivas que hacen que
entre dos el enamoramiento sea una lúdica relacional pasible de ser transmutada
en amor. O no.
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1 comentario:
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