miércoles, 27 de marzo de 2013

El cultivo de la arrogancia vs. la esclavitud de los soberbios




El cultivo de la arrogancia vs. la esclavitud de los soberbios





Gabi Romano




Qué es la arrogancia?
Es la altiva actitud inevitable de un individuo que se precia de su saber con fundamentos. Es el resultado que decanta naturalmente en quien cultiva, sin pereza ni excusas, una continua observación crítico-constructiva autónoma sobre sí mismo. No admitiendo ninguna otra autoridad que no sea la que provenga del esfuerzo de pulir constantemente el filo de esa escultórica arma que es su propio juicio, sólo acepta como primaria obligación el reverenciarse ante sí.
Curtida su piel en el arte de los combates contra toda fuerza que se le oponga (e incluso contra aquellas fuerzas decadentes que, humanamente, cada tanto lo desafían a embates dentro de sí mismo) jamás titubea en desenfundar su  desprecio sin misericordia alguna cuando se trata de atacar la estupidez masivizada.
Como adjetivo, es relevante recordar que sólo es aplicable a seres -no a entes, ni a cosas, sino a individuos concretos- siendo asimismo sinónimo de gallardía, buen aire, arrojo y valor. Ser brioso Amo de sí es la Gran Etica que lo guía en sus actos y decisiones afirmativas. 
El arrogante es un leóniño siempre único, solitario, emboscado: no habita ni en el número extenso ni en las mayorías. Posee la fortaleza suficiente como para ser/estar sin el mandato de pertenecer a nada ni a nadie. Es quien ha entendido cabalmente que desplegar la potencia individual hasta su maximización es el mayor desafío apolíneo-dionisíaco que vale la pena ser tomado como un juego alegremente serio en esta única vida. 
Ser arrogante es dotarse de una condición solar que decide, a su entero arbitrio, donde irradiarse y cuando reservarse.


Qué es la soberbia?
Es la bajeza de envanecerse narcisísticamente en la contemplación de las propias fallas. Propio de aquellas almas mediocres que apelan al falso recurso de la vanidad, suplen de este modo su incapacidad de autosuperación y la ausencia de plasticidad creativa. Es el residuo rígido que decanta naturalmente en aquel que, amparado en los determinismos y la adversidad de las circunstancias, se inclina por buscar inexorablemente algún tipo de victimario en quien proyectar las sombras de su propio tormento. La pequeña moral de la ignominia es el terreno infértil donde cada día el soberbio desahoga sus desequilíbricos odios iracundos y la tristeza crónica a que lo empuja una insatisfacción melancólica sólo alterada por goces superfluos. Autoconvencido de su “derecho al mal” por la vía del envenenado resentimiento, termina esclavizado a nadar en círculos en el charco de sus ignorancias y la turbidez de la negación. 
El soberbio es un cerdoveja siempre parecido a los de su manada recolectora de espectros: comulga con las visiones distortivas, se mezcla en símbolos comunes, es afín a las causas homogeneizantes, se recuesta en la comodidad de la repetición uniforme, se olvida de sí creyendo hallar en medio de ese añadido de neglicencias existenciales una "virtud" de la que ufanarse. Suelen tener un mal gusto casi suntuoso e igual desproporción a la hora de injuriar. Haciendo alarde de una modestia (in-creíble) no ratifican sino a través de esa ficción comportamental el reverso social de una configuración subjetiva violentamente furibunda.   
Poco hay detrás de esas máscaras grupales bajo las que protege su debilidad, pues su estatus ontológico está burdamente confeccionado con los hilos farsantes de la inautenticidad. Así es que tiende a definirse por lo que rechaza, por lo que no-es, por sus detestamientos, o por aquellos rótulos englobadores trás los que oculta su vulnerabilidad identitaria. Y por todo lo antedicho, lo aterra la distinción, la diferencia del que expone su orgullo distante, la singularidad radical. 
Jamás comprenderá que ha desperdiciado imbécilmente la azarosa probabilidad que representa poseer una existencia conciente, deshonrando con ello cuatro millones de años de evolución. Engullido por las fauces de su impotente inercia personal se colectiviza con otros penitentes de la culpa y de la venganza interminable a fin de tributar respetos a algún imaginario ídolo con pies de barro (o se comporta como si él mismo lo fuera por obra y gracia del contagio a que perpetuamente lo someten sus emociones ingobernadas). 
Alimentando sus desvitalizados instintos con el peligroso parásito de las tragedias personales o colectivas, se vuelve él mismo un perfecto parásito de algún otro ente real o abstracto igualmente enfermizo. Es la acabada imagen de la deshonestidad hipócrita. Ser soberbio es estar condenado a ser una luz artificial siempre al borde de la extinción.


Allí mismo donde el arrogante practica -en los hechos y sin permiso- su innegociable búsqueda de la felicidad impermanente, el soberbio se arrodilla a implorar por algún milagroso “derecho” que lo rescate ilusoriamente de su inveterada hechura de infeliz autocompasivo.


Se trata, en suma, de dos condiciones antagónicas y excluyentes de vivir… y morir.





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