El alto precio de la lucidez
Gabi Romano
“La
lucidez: martirio permanente,
inimaginable proeza.”
inimaginable proeza.”
Emil
Michel Cioran
Pocas cosas
parecen haber superado mágicamente la velocidad de la luz. La rapidez con que circulan y se
reciclan las ficciones a nuestro alrededor es uno de esos fenómenos que, de tan
constante y vertigonoso, apenas si lo percibimos como tal. Nos hallamos,
literalmente, suspendidos. Flotantes en un maremagnum de irrealidades, falsas
razones, ilusionismos narcotizantes. A excepción de las invensiones
tecnológicas y algunos prometedores avances científicos, en el resto de los
territorios que hacen a la vida social, política, artística o cultural no hemos
logrado dar ningún paso significativo hacia delante desde hace largo tiempo. El siglo XXI parece entregado, hasta ahora, a una larga siesta sin interrupciones conmocionantes.
Lógicamente, en el espacio ingrávido, no hay ningún “hacia adelante” al que
dirigirse con certidumbre… hemos perdido definitivamente la vocación de
grandeza?
La fiebre
replicadora
Si las ficciones se reproducen como piojos en la cabeza de un infante, esta velocidad de gestación de simulacros es inversamente proporcional a la inmovilidad fúnebre en que parece haber caído la ambición de transformar lo social con las armas de la novedad, desde la radicalidad creativa, haciéndose lo que nunca se ha hecho. Ni siquiera en campos históricamente revoltosos como suele ser el de la filosofía ha surgido nada seriamente subvertidor del (des)orden dado. Después de los martillazos de Nietzsche, nada. O casi nada, que es prácticamente lo mismo.
Colabora
activamente en este diagnóstico la capacidad maquinal del poder para
multiplicar las ficcionalidades, erosionando con ello el valor que posee todo
intento firme de acercamiento a la verdad. Las corrientes interpretacionistas y
la hipervalidez no discutible en la que nadan hoy en día los intelectuales relativistas, han
entronizado a la opinión variopinta como el nuevo ídolo al que debe presentarse
respetos. Poco importa que las opiniones de la mayoría de estos pajarracos en proceso de semiextinción sean imbecilidades refritadas
en las mismas viejas y conocidas sartenes de los prejuicios. Hoy los sumos sacerdotes comunicacionales
del todo vale son quienes someterán a duras pruebas caldarias en el patíbulo de las
superficialidades al que tome coraje y les arroje en la cara el incordiante guante de la verdad. Paradójicamente, esos mismos cancerberos del espectáculo de la degradación exigirán que se
rinda tributo al mentidor profesional. Una vez vez, Sócrates contra los sofistas reloaded. En este contexto, la lucidez es un accidente racional y
una claridad sensible incómoda para los adoradores de ficciones.
Pero el asunto
no queda en el plano de la comunicación masiva ni de las religiones políticas y sus guardianes del sinsentido.
Estos planos simplemente son un reflejo de una tragedia más profunda que es el vaciamiento de la
subjetividad, que ha dejado reducida a ésta a piezas encastrables de una comunidad de clones
subconjuntamente tribalizados, pero que enfáticamente dicen no ser tales.
La
individualidad que busca afirmarse más allá de los berridos del rebaño es
severamente acusada de egoísmo, contrariando con su sola presencia distintiva
en el tablero social, el indiscutible “Bien Común”. Distinguirse es saber de
antemano que se ha tomado el camino más largo, el más empinado, el más
cuestionado, y por momentos, el más peligroso.
El colectivismo ha llegado a tal paroxismo que, incluso, se ha creado un espejismo invertido: muchos llegan a decir que estamos viviendo en el más feroz individualismo cuando lo que justamente pisoteamos a diario es el enorme potencial y riqueza de la individualidad solar. Nuevamente, la lucidez autoafirmada parece ser una excusa más para justificar el castigo social de los hipócritas que siempre han tirado la piedra contra cualquier modalidad de existencia que intente vivir libre de coacciones e imposiciones. Y son esos mismos hipócritas los que, como no podría ser de otro modo, avalan y glorifican místicamente que el poder siempre meta su mano en el bolsillo ajeno.
El colectivismo ha llegado a tal paroxismo que, incluso, se ha creado un espejismo invertido: muchos llegan a decir que estamos viviendo en el más feroz individualismo cuando lo que justamente pisoteamos a diario es el enorme potencial y riqueza de la individualidad solar. Nuevamente, la lucidez autoafirmada parece ser una excusa más para justificar el castigo social de los hipócritas que siempre han tirado la piedra contra cualquier modalidad de existencia que intente vivir libre de coacciones e imposiciones. Y son esos mismos hipócritas los que, como no podría ser de otro modo, avalan y glorifican místicamente que el poder siempre meta su mano en el bolsillo ajeno.
Apurados por
repetir y repetirse. Apresurados por imponer una moral que no practican.
Corriendo detrás de algún nuevo tótem bajo el que fanatizarse. Ansiosos por
ejemplificarse como dueños del Bien y sancionadores del Mal. Así, de salto en
salto, de copyright en copyright se deforma día tras día el jorobado servil, temeroso
crónico de la lucidez ajena.
La múltiples
velocidades tóxicas
La servidumbre
desconoce el destino real al que será conducida por haber delegado el diseño de
su devenir en otro, y sin embargo, no hay tiempo que perder. No hay que hacerle
el juego a la demora en ese ir hacia no-se-sabe-donde. La inconducencia tampoco
gusta de las esperas.
En efecto,
“esperar” ha dejado de ser un verbo alusivo a la cualidad del que sabe
aguardar, para pasar a ser una nueva enfermedad alérgica cuya etiología
desconocida poco importa pero la mayoría insiste en combatir con el cronómetro
en mano. Por otro lado, en el reverso de los apurones ansiógenos, tenemos a los
cultores del slow motion. Éstos terminan siendo una caricatura de contraste,
que finalmente lo único que terminan justificando es la portación de una fisiología
de bajo metabolismo enmascarada de “estilo de vida”. La lentitud no es una
virtud per se, del mismo modo que no lo es la velocidad. Los que elogian la
lentitud no hacen más que exasperar los ánimos de los intrépidos, de los
decididos, de los hacedores. Y en idéntica medida pero en dirección contraria, los que elogian la rapidez
no hacen más que sumar rechazos por parte de los que legitiman los supuestos
valores de la parsimonia apática, sobre todo cuando ésta deriva en una cierta
tendencia a la pereza holgazana. El “justo medio” que recomendaba Aristóteles
ha caído en desuso, demasiado antiguo, demasiado civilizado. Parece que no hay
nada mejor que los extremos para asegurar la emocionalidad exacerbada, ese
motor infalible de la decadencia social y del divisionismo estéril.
A la
compulsividad por “hacer lo que sea” hay que oponerle otro atajo contrastante
al que nos hemos habituado con preocupante naturalidad: la intermediación
tóxica.
Tóxica es la
televisión con su cadena interminable -y a toda hora disponible- de banalidades
intensificadas. Tóxicas son las distorsionadas representaciones mentales que
intermedian “educativamente” para hacernos creer que entendemos los fenómenos
que nos rodean, cuando en verdad lo único que hace el ciudadano promedio
durante toda su vida es malcomprender la realidad por haberse habituado a usar
lentes de razonamiento empañadas por cerradas ideologías abrumadas por la
niebla del resentimiento. Tóxicas son todas las malditas falsas creencias que
anidamos en nuestra sentimentalidad –y a las que no renunciamos porque sin
ellas nuestra debilidad quedaría espantosamente expuesta como tal- que nos
permiten autoconsolarnos cuando la existencia nos pone en jaque aunque a
cambio de ese alivio espiritual terminemos dando soporte a edificios
coercitivos milenarios. Tóxicas son las épicas imaginarias masivas en las que
encuentran un templo colectivo donde arrodillar su idolatría los necesitados de
morales dicotómicas en su incapacidad por forjar una ética individual sin
dioses políticos terrenales, sin pseudosantos, sin monumentales tótemes de ninguna clase.
Tóxicas son todas las desmesuras de sustancias que ingresan a un cuerpo
impidiendo el soberano gobierno de sí, amenazando con transitorias (o
peligrosamente metabolizadas) dependencias en las que la ilusión de libertad
termina siendo una trágica farsa negacionista. Tóxicas son nuestras multiformes
esclavitudes naturalizadas, las que adquirimos por obra y gracia de la
propia estupidez irreflexiva, o las que nos acontecen por causa de tristes inseguridades repetitivas. Tóxico es lo que nos envenena, mental o
físicamente con nuestro consentimeinto o sin él. Tóxicos son los consumos
irreflexivos de imágenes cuya idealidad no hace otra cosa más que hundirnos en
la frustración, haciéndonos olvidar de nuestra humana imperfección y volcando
contra ella todo nuestro arsenal anticompasivo. Tóxico es, igualmente, alardear
de las imperfecciones que podríamos escalonadamente mejorar justificando así
nuestra desidia bajo el negligente lema de “acéptate como eres”, mote que
infradotadamente nos vuelve incapaces de superarnos por nuestros propios medios
respecto de aquello que sí es susceptible de ser mejorado. Tóxico es
internalizar la envidia en vez de direccionar la propia potencia en competir
siempre primeramente contra los límites de uno mismo. Tóxico es el robo de
ideas originales en vez de trabajar arduamente en plasmar una invención
creativa, en dejar una marca indeleble en un área en la que seamos
particularmente habilidosos. Tóxico es suponer que la administración personal de nuestra
libertad excluye la responsabilidad plena respecto de las consecuencias de
nuestras prácticas porque el determinismo así lo dictamina. Tóxico es creer que educarse significa obtener buenos logros
escolares, que aprender es aprobar exámenes recitativamente preocupados por no
disonar jamás con la armonía que impone el pentagrama docente, que el estudio
se limita a acumular adaptativamente más y más libretos de ideas iteradas con
que nos sentimos a gusto sin advertir en ello una muy rudimentaria forma de
masturbación intelectual. Tóxica es la comodidad del que disimula su inutilidad
para romper horizontes tras la excusa del bienestar que extrae de su pequeño y
mezquino esquemita de hábitos cotidianos alienantes. Tóxica es la jactancia
diseminada de aquellos que se llaman a sí mismos “libres” moviendo sus alas recortadas dentro de
su jaulita de rutinas esquemáticas. Tóxicos son esos reales conservadores que
viven alimentándose de constancias y repeticiones mientras lamen posters de
revolucionarios dinamiteros del “orden social”. Tóxico es gozar al ser
aplastado por la escenografía iconográfica de los propios artificios
discursivos.
Tóxico es que las vidas hayan dejado de ser verdaderas para pasar
a ser inauténticas farsas cargadas de contrasentidos inauditos.
Tóxico es no advertir que las toxinas
infinitas que intoxican al intoxicado lo hacen, por lo general, con el
beneplácito toxicológico de éste.
El efectivo
marketing de la antilucidez
Lógicamente
cada quien puede intoxicarse con lo que guste: el mercado de intermediaciones
que ficticiamente nos hacen creer que sin ellas la vida sería insoportable en
sus plenos desafíos, sus barrancas, sus abismos, sus incertezas, siempre se
renueva con productos materiales/simbólicos mejorados, empeorados o
remarketingzados.
Libros placebos.
Medicación placeba.
Trabajo placebo.
Música placeba.
Ritos placebos.
Tecnología placeba.
Entreteniemiento placebo.
La nuestra es la era placebizada.
Libros placebos.
Medicación placeba.
Trabajo placebo.
Música placeba.
Ritos placebos.
Tecnología placeba.
Entreteniemiento placebo.
La nuestra es la era placebizada.
El marketing
de la antilucidez es, por lejos, extendidamente eficaz.
¿Necesita
usted de una épica colectiva imaginaria en la que esconder su verdadera e
insoportable condición de perfecto mediocre acabado, su real condición de impotente
incapaz de aventurarse plenamente en un heroísmo real en su vida personal? Pase y consulte el programa de
estafas de nuestro gobierno! Nuestro catálogo se encuentra especialmente
diseñado para que usted, sí usted, nuestro querido sentimental apólogo del
fracaso, se sienta entre nosotros como en su casa… pase, vea, compre, vote!
Nuestra gesta nacional y popular no defraudará su ansia de entregarse a
ortopedias gratificadoras que le harán olvidarse durante unos años de las
deformidades de su triste mundo micropolítico! Aproveche nuestra oferta
especial en este mes electoral: llévese a mitad de su costo un set de promesas
incumplibles de regalo! Y si llama en los próximos minutos, va sin cargo un libro de relatos de fantasía política infantil para
relatarles a sus ingenuos nietos dentro de un tiempo -y recrear ante las generaciones
venideras- su heroísmo de espantapájaros apoyando a nuestra causa!
¿Acaso no
precisa usted renovar la bruma apaciguante bajo la cual descansar del duro
desasosiego de estar vivo sin ser capaz de autocrearse una finalidad proyectiva
a su existencia? Pase a nuestro sector especial, quítese los zapatos, aflójese la corbata, relaje su vejiga, póngase cómodo, en unos instantes una de nuestras empleadas públicas le resolverá sus problemas explicándole las bondades de nuestro último combo de fabulosas leyes y fantásticas cargas impositivas, siéntese, relaje el entrecejo… y
fúmese la realidad!
¿Desea nuevos deseos?
¿Desea desear? ¿Siente que es preciso un poco de vértigo en la chatura de su
gris devenir hacia la nada? ¿El psicoanalista le ha resultado menos eficaz que un chaman precolombino? ¿La neurosis lo acecha? ¿Ataques de pánico? ¿Necesita un poco de relleno transitorio en la
desoxigenante carrera hacia ninguna parte que siente que está corriendo
estúpidamente? No desespere! Ha dado usted con el proveedor adecuado! Siga
atentamente nuestras instrucciones: encienda su plasma pagado en cuotas ad infinitum, y experimente la
hipervisualidad de vidas ajenas. Luego, conecte su computadora y flote en el
vértigo de un espacio abierto que no requiere que abandone el cerramiento real del
suyo. Tercer paso, abra cuentas en redes sociales y practique la amistad
incorpórea, llénese de miles de seguidores, intercambie poses con desconocidos, decenas de anónimos aduladores harán la
delicia de su narcisismo en bancarrota. Cuarto, aprenda el arte vulgar de
comunicar trivialidades insustanciales que lo transformarán en un
exhibicionista de la existencia, esa técnica es fundamental para que nuestro artefacto funcione. Y por último, enamórese de alguna virtualidad
oportunista que dará a sus emociones esa dosis de adrenalina que tanto le esquiva su
existencia real. No pierda tiempo, coma de nuestra exquisita mierda, ya lo decía la sabiduría popular de los graffitis en los baños públicos: miles de
moscas no pueden estar equivocadas! En caso de que todo esto falle,
lamentablemente no reembolsamos los gastos y disgustos que nuestro período de
prueba del producto le haya ocasionado. Pero si con el tiempo ratifica que su
vida sigue siendo un remiendo de irrealidades, una larga cadena de frustraciones
interminables, una vacuidad preocupante, le garantizamos relanzar el proceso
una y otra vez, gratuitamente!
Sí, el mercado de
las farsas está lleno de compradores compulsivos…
Parirse en los
exilios
En medio de
esta vorágine de insanías, cegueras y decorados existenciales de muy mala
calidad, la lucidez es un bien escaso.
Cercados como
estamos por el imperativo a la acción, detenerse a pensar con plena conciencia
es una rareza, una pequeña hazaña cotidiana tan devaluada como casi
impracticable.
La lucidez no
es placebo. Tampoco un tranquilizante.
No es
recetable. Ni un producto de alcance masivo.
La lucidez es,
primeramente, una pausa. Un habitar largamente el desaceleramiento.
No es inacción
ni llama necesariamente al no-hacer, pero requiere de un tiempo propio
entregado a razonar. La lucidez es un dedicarse a permanecer en el pensamiento
que medita, en la reflexión que se toma a sí misma como objeto de elucidación.
Estarse lúcido
puede ser, cuando no se ha estado acostumbrado a esta práctica, una ligera
tortura.
La lucidez, como un canal de parto que se abre por primera vez, duele.
Y en ese
doloroso alumbramiento quien nace es uno mismo, de uno mismo.
Rematrizados, la lucidez
permite re-engendrarnos.
Porque no
nacemos sólo cuando abandonamos el útero de nuestra madre: se debe nacer de
nuevo por segunda vez, por propia decisión, por propia engendradura, a través
del descubrimiento conciente de las propias fuerzas. Porque sólo cuando se
decide con todas las consecuencias respirar por uno mismo, ahí se ha de dar
comienzo a la propia vida como obra escultórica personal e íntima. Ahí, en ese punto preciso, se renace desde sí y
para sí.
La lucidez
siempre adviene desde cierta forma de exilio. Probablemente porque para
volverse a dar por re-nacido hay que apartarse de padres, tierras, patrias,
lazos, consanguinidades, hábitos, idiomas, y toda semiología del arraigo a los
viejos esquemas. A las pesadas columnas donde se ataba la otra vida irreflexiva
hay que tumbarlas, hacerlas tumba simbólica, porque sólo lejos de las placentas nutricias (pero tan férreamente encadenantes) ha de modelarse a contracorriente esta otra vida ahora sí elegida, comprendida, lúcida.
La lucidez es
la intimidad del pensar que, radicalizado, se autoelimina intermitentemente del
mundo exterior para forjarse como proyecto singular. El lúcido debe primero
aprender a manipular los signos desconcertantes y desordenados de sus propias
representaciones. Debe limpiar la cabeza de basura inútil, pasar por el tamiz
de la autocrítica lo que es digno de ser conservado de sí mismo y lo que es
preciso arrojar al más lejano agujero negro. Debe separar su propia materia
luminosa de su materia oscura, y si no todos los residuos que lleva dentro son
deshechables, pues aprender a convivir con ellos, a neutralizarlos o a
reciclarlos a su propia conveniencia. Acopiar síes. Afirmar los soberanos noes.
Desprenderse de corduras contracturantes. No dejar de ser seriamente niño, ni mucho menos alegremente adulto. Darse a la risa cuando la
risa nos reclama. Darse al llanto cuando el llanto nos retiene. Purgarse de lo
que no tiene sentido. Aceptar el cuerpo que decae, el cuerpo que se place y que
place a otros. Aceptar el exquisito azar de estar latiendo tanto como aceptar
la irremediable finitud que alguna vez se nos cruzará en el camino.
De la nada
y hacia la nada… en el medio, ese todo lúcido que podemos ir siendo, tan intensamente vivido como
lo deseemos. No hay excusas.
Los antiguos
sabían suficientemenete bien que es preciso darse un tiempo para experimentar
la soledad que piensa y se piensa. Sin esa práctica íntima de razonamiento
meditado y solitario, los asuntos con que nos desafía el existir quedarían
insuficientemente examinados. Pensar, en esa habitación de la pausa, es un acto
que deriva éticamente en el ciudado de sí.
La lucidez
exige tolerar las pocas duras certezas que tenemos.
Sabemos así
que solos llegamos a este mundo y solos partiremos.
Podemos percibir en todo lo
que nos rodea que las cosas y los seres son transitorios, que nada permanece y
que todo está sujeto a cambios impredecibles. Por lo tanto, la buena nueva, es
que lo que nos hace sufrir o no nos hace bien es asimismo pasajero. El
malestar, pasará, indefectiblemente, por lo tanto, por qué hacerse problema por
ello? Aunque el corolario incluye que también será pasajera la intermitencia de
los momentos felices, cosa que debería lanzarnos de cabeza a disfrutar de esas
brevedades dichosas, sean cuales fueren.
Lo que espera en
el futuro o lo que sucedió en el pasado no son asuntos que estén en nuestras
manos, apenas si disponemos de lo que pasa aquí y ahora en nuestro escurridizo
presente. Estamos hechos de polvo y el polvo del tiempo se cae entre los dedos
de nuestros días, entre los pliegues de cada hora que va pasando. Ahí hay que
estar, cada vez, por completo, en cada cosa que ahora se haga. Si estás
comiendo, sólo estate allí comiendo. Si lees un libro, húndete en las páginas y
no hagas otra cosa que perderte a ti mismo en ese hundimiento. Si estás
haciendo el amor, haz el amor como si fuera la última vez que lo harás en la vida. Si te
sientas en el medio del campo a sentir la brisa sin sentido ni finalidad
alguna, sólo estate allí, vuélvete uno con la brisa. Si estás en tu trabajo,
concentrate en ese punto práctico hasta que puedas culminar y desprenderte de la tarea cumplida como
si nunca hubieras estado allí llevando a cabo ese objetivo. Si corres, corre,
sólo corre y respira para correr, nada más corre, sé el suelo, sé el impacto, sé la fuerza desplegándose en la extensión de cada paso. No te distraigas con
los barullos inútiles de la mente que bulle hacia todas partes y hacia ninguna.
Estar aquí y ahora es una reconexión venturosa con el presente, que es lo único
real, en definitiva, de lo que disponemos.
Siendo la
incertidumbre la regla y la razonable previsión una excepción imprescindible, el mejor plan es
saber que todo plan es mera voluntad de ordenar lo incierto, y por ende, no hay
plan ideal. Lo incierto siempre nos recuerda que habrá algo que quebrará
nuestra intención inicial de dar forma a lo caótico. De allí lo crucial que
resulta ser flexibles para adecuar la cuadrícula a las fluencias.
Despiertos,
aún en la mayor oscuridad
Cierto es que
hay tanto con lo que habérselas! Hay que lidiar con las pérdidas, con la
demencia de los infames, con los hijos de puta, con lo injusto, con los que juegan sucio, con
los dolores, con la enfermedad, con los fracasos eventuales, con las fallas
seguras, con los apremios, con los malos golpes de la suerte, con los reveses.
Todo eso estará siempre, allí, como si se tratara de una condición perenne
obstaculizadora que pondrá a prueba la capacidad de superarse, de
asintóticamente mejorar, de ponerse de pie por encima de cualquier potencial
ruina.
La lucidez,
que en principio era un ducto apretado, incómodo, abrumador, lentamente se va
volviendo un modo de estar, un modo de ir siendo, un modo de vivir despierto. Hay que desarrollar una grata confianza en y con la propia lucidez.
Siempre
estarán alrededor los atajos, las nieblas, las ficciones. También eso seguirá
estando ahí.
Y estarán
asimismo las manchas oscuras, las noches cerradas, los bocas de lobo.
Pero
contando con la lucidez del lado de uno, se transita menos a tientas, se anda más
despierto. Inclusive hasta cuando se sueña, se vuelve uno un poco duermevela.
La vigilia es el mejor estado para contemplar que hay demasiadas
estrellas por alcanzar cuando se decide mantener la mirada alzada. Y es una
real pena cerrar los ojos ante lo que inspira a elevarse… aunque ese vuelo nos
cueste el alto precio de la lucidez.
(…los
círculos comienzan donde finalizan para finalizar donde han comenzado
y
por esto mismo parece apropiado terminar con esta semilla
brillantez
desesperada del querido Cioran…)
La
lucidez es el único vicio que hace al hombre libre:
libre
en un desierto.
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