Cicatrízate a ti mismo
Gabi Romano
“Y las heridas hay que lamerlas como pantera, mirando
hacia el horizonte...”
Luisa Díaz Garay
Cada historia de vida es un derrotero de paisajes
afectivos, temporales plenitudes, ausencias invisibles, temores inconfesables,
metas alcanzadas, circunstancias inmanejables, proyecciones irrealizadas,
sueños truncos, travesías impensadas, intermitentes felicidades,
distanciamientos, azares, decisiones, cierto degradé de tristezas, marcas
imborrables, pérdidas… y heridas. Las heridas, en efecto, forman parte
indiscernible de quien hemos sido y vamos siendo.
No hay herida que no esté indefectiblemente hilvanada
en una particular historia individual (tan única como insondable) sin la cual
el sentido de las experiencias de dolor resultaría tan superficial como
probablemente errado o inexacto.
Una herida es una huella. Su cicatriz, lo que nos
queda para rememorárnosla. Herida
y cicatriz son signos que se evocan uno al otro. Signos significativos dentro
de esa otra huella mayor que es que la que queda bocetada desde el dibujo de
cada historia vital. La singularidad de las heridas perdería todo significado
auténtico por fuera de lo que historifica a cada individuo como un habitante
único de un mundo irrepetible.
La herida rasga. Escinde. Abre. Desgaja. Parte.
Muestra. Marca.
Su cicatriz suelda. Reúne. Sutura. Repara. Sana.
En medio de una y otra, quien padece se ve obligado a
participar de su propia cura. Pero ante todo, hay que habérselas con el dolor.
Sin tránsito por el dolor, la herida es insanable.
Tanto las heridas -en sus diversas
formas- como los modos en que ellas cicatrizan nos manifiestan que el dolor
puede ser pensado como una ruta de múltiples intersecciones que deja de
manifiesto nuestra actitud respecto del valor, la fragilidad, el sufrimiento,
el coraje, la superación, y del enfrentamiento con la muerte. Heridas como
mapas caleidoscopicos del sufrimiento. Pero también cicatrices que testimonian
las distintas maneras que fue tomando en nuestra vida lo que podríamos llamar
la “curación de uno mismo”.
Según cuenta Pausanias, en la antigua Delfos, en el
pronaos del templo de Apolo, se hallaba escrito un aforismo que ha dado mucho
para reflexionar: decía allí “gnóthi seautón” (conócete a ti mismo). Hoy nos ocuparemos de una no
menos importante extensión de la citada declaración que se enlaza con lo que se
ha llamado “cura sui”
(ciudado de sí, ocuparse de sí mismo). Diremos, parafraseando a aquellos
sublimes griegos, cicatrízate a ti mismo.
Cicatrices de nacimiento
Hay quienes plantean que nuestra subjetividad está
organizada a partir de una cierta herida simbólica original que se produce en
el principio mismo de nuestro nacer (Ur-trennung).
Al llegar al mundo, nos despegamos del cobijante úteromundo donde la unión simbiótica con una mamá
albergante que nos llevó dentro de sí durante unas cuatro decenas de semanas –y
con quien nos mantenía vitalmente ligados un grueso cordón umbilical- quedará
atrás para dar lugar a nuestra entrada a esta existencia como seres
individuados. En ese “dejar atrás” que se produce en el acto mismo de nacer,
habrá que apartarse de la placenta, fascinante órgano efímero garante natural
de nutrición y vehiculizador de otras indispensables reguladas interacciones
con la madre. Junto con la separación de la placenta también se rompe esa unidad básica interdependiente a
través de la cual se producían todos esos intercambios con nuestra habitable
madre, sin la cual nuestra vida como humanos habría resultado inviable.
Desde esta perspectiva, estaríamos marcados desde el
nacimiento por un despegue. Y de esa necesaria ruptura que ha de establecerse
con el cuerpo de la madre, nos queda una “marca” cuya visibilidad se encuentra
desde el origen mismo de quienes somos: nuestro ombligo.
El ombligo es la cicatriz recordatoria de ese proceso
primigenio de apego-desapego con el que arribamos a este mundo como diminutos
seres aún extremadamente inacabados (y por ende, dependientes de otros que nos
nutrirán, cuidarán, protegerán y velaran para que el resto del proceso de
crecimiento y gradual autonomización se realicen en los mejores términos
posibles para nuestro desarrollo).
Algunas interpretaciones psicológicas consideran que
venimos ya marcados por el estigma de la división. Somos individuos, sí, pero
sensiblemente sujetos a otros, particularmente a los “otros” que moran dentro
del mismísimo nido de nuestra identidad configurándonos como una especie de “Uno-y-sus-heterónimos”. Estaríamos así sometidos a ciertas
“operaciones de escisión” (sí, algunos psicoanalistas son muy complicados para
decir ciertas cosas) que harían que seamos cualquier otra cosa menos indivisos.
Individuos cuyos juegos de identidad involucran a más de uno… dentro de uno.
Desde este punto de vista, nunca seríamos “totales”
puesto que siempre andaríamos algo desgarrados ya desde el principio mismo de
nuestra llegada a la temporal estancia en la vida. Tempranamente sometidos a
tironeos en nuestra malditamente fragmentada interioridad, nos creemos
operativa-funcionalmente “uno” pero las divisiones y tensiones en nuestra
interioridad pondrían constantemente en entredicho tal unidad. Sin entrar a determinar
la validez o cuestionamiento de estas aseveraciones anteriores, parecería sí
haber una marca de división
fundamental y originaria desde el nacimiento puesto que, para poder
individuarnos del cuerpo maternal del que provenimos, debe haber un acto
corpóreo, físico de des-unión. La unión materno-filial deberá proseguir, pero
bajo una relacionalidad que llevará la simbiosis al ámbito de los lazos, de los
vínculos, de los afectos y emociones. El cordón deberá devenir simbólico. Y de
ese paso de la unión indiscernible dentro del cuerpo de la madre a la unión
simbólica post-parto nos queda de recuerdo la redonda marca umbilical.
El ombligo es, sí, una marca, pero doble: es símbolo
físico de la primer separación que experimentamos con el primer berrido, pero a
la vez es el dichoso dolor olvidado desde el que deberíamos retroactivamente
celebrar que se hubo de iniciar nuestro existir como seres capaces de respirar
por sí mismos. Ser parte de la vida y llenar los pulmones con el ingente aire
de privilegios que implica haber sido maravillosamente arrojados al vivir
nos cuesta esa primera marca, un primer dolor irrecordado ligado a la
propia nascencia.
A esa individualidad que allí comienza, a esa
singular identidad tan única como irrepetible que somos, no podrá ahorrársele
en su camino ningún proceso emocional. Sentirá la alegría y la tristeza, el
apego y los desapegos, los gozos y las desgracias, el amor y el desamor.
Lamentablemente, cuando las experiencias existenciales nos expongan a ciertas
frustraciones emocionales, sentiremos que estamos divididos, tironeados,
agónicos, desgarrados, en conflicto, en tension. De allí nuestra constante
desesperación -a veces tan vana como infructuosa- por hallar seguridad
persiguiendo completudes que nos retornen a cierto estado “ideal” de totalidad
(tal vez, pretendiendo revivir el
estado de fusión prenatal que la herida primigenia del nacer nos habría hecho
perder?). Cualquier nuevo desgarro que se nos vaya produciendo en nuestro
devenir, no haría más que actualizar la inermidad a que nos lanzó ese
apartamiento inicial.
Condenados a ser eternos buscadores de una “plena”
unión que nos sosiegue, jamás llegaremos a concretar una unión-fusión
acabadamente… por suerte!!! ¿Por qué? Porque enfrentar la imposibilidad de las
propias tramperas idealistas de nuestra mente es un paso fundamental para
involucrarnos en relaciones más saludables. Éstas deberán nutrirse de realismo
y voluntad antes que de los seguros venenos que terminan fermentando en la
imagos ideales inalcanzables. Queda entonces aceptar lo que es, y lo que es, puede ser más fascinante
que los castillos de humo de nuestra caprichosa tendencia a quimerizar. Darnos
cuenta de que somos individuos capaces de crear relaciones libres (amistosas,
amorosas, sexuales, laborales, económicas, políticas, educativas) con otros sin
pretender insertar a nadie en fantaseadas unidades que sólo existen en las
brumosas reminiscencias de nuestra memoria fetal, es sin duda, un acto de salud
mental.
Malheridas de (des)amor
En el final de un poema llamado “El amenazado”, el genial escritor Jorge Luis Borges
remataba: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. Efectivamente, así se siente la
herida de amor, en todo el cuerpo, por todos lados. Una herida tan agudamente
inmensa como trastornantemente ubicua.
Fenomenológicamente pareciera resultar una obviedad
afirmar que toda herida abre, lesiona, rasga creando una abertura de intensidad
variablemente dolorosa. Y siendo la herida de amor una de sus formas más
desesperanzada de estarse herido, nos sentimos durante el tiempo que dure ese
particular sufrir, como si estuviéramos rotos, o murientes.
Lo que hiere en la malherida amorosa es no ser amado.
O mejor dicho, no ser bienamado.
El amor herido es un rasgamiento donde –en un cruel juego
de palabras- el amor que parte nos “parte”. El desamor rompe, es un rompimiento
en cuya quebradura quedamos invariablemente rotos. Cuando esa herida se
produce, la abertura con la que quedamos expuestos en carne viva es sufrida
como un daño irreparable. La herida amorosa, en efecto, desune lo que hasta ese
momento estaba ligado. Quizás esta particular cuestión es lo que hace que, en determinadas
situaciones afectivas que han sido particularmente relevantes en nuestro
trayecto vincular, asociemos nítidamente el dolor de amor con la idea de
“herida”. El ser amado se ha vuelto puñal.
Pero antes de la herida estuvo la fascinante
experiencia de amar. Amar es, sin duda, una vivencia no sólo intensa sino
vertiginosa. Amar y ser amados enciende el deseo, expande la pasión de estar
vivos, nos conduce a una elevación de nosotros mismos en la cual nos sentimos
como nunca antes, hace florecer nuestras más maravillosa potencia, nos da una
fuerza invencible que nos hace creer que todo lo podemos y que venceremos cualquier
obstáculo que se nos presente por delante. Pero esa experiencia en la que
nuestro cerebro se halla anegado con todos los más potentes narcóticos
naturales que puede producir la fascinante fábrica bioquímica de nuestro
cuerpo, posee un punto de explosión y una posterior curva descendente donde
estos efectos increíbles (en los que las drogas endógenas de nuestro sistema
nervioso tienen un papel clave) van desvaneciéndose. Sí, de las alturas del
enamoramiento se cae. Y a veces se cae muy mal.
El amor, esa bella adicción a otro en quien
proyectamos nuestra obsesión vincular, ES una droga. Una droga dura. Perder un
amor, ser abandonados, tener una herida de amor produce un “dolor” en el que,
empíricamente, intervienen los mismos centros cerebrales que se activan con las
dolencias físicas. Borges en su poema intuyó esta cuestión neurofisiológica del
desamor: la herida no es en una parte del cuerpo, sino en todo el cuerpo y
ciertamente el amor puede hacernos doler. Y mucho. El mal de amor duele
difusamente e inlocalizadamente. Duele aunque, paradójicamente, no se aloje en
ninguna parte física de ese cuerpo. Cuando perdemos en el amor, tenemos no sólo
ese dolor-herida extenso (que metafóricamente las convenciones situán en el
“corazón”) sino también una batalla interna ante la que casi nada podemos hacer
salvo darle tiempo a nuestras sustancias bioquímicas para que naturalmente se
reacomoden. Si el amor intenso es una droga dura, la herida de amor (o la
ausencia de éste) es una escalofriante pesadilla de abstinencia.
La herida amorosa es un sentimiento infinitamente
triste, y a la vez constituye una forma de expresión psico-bioquímica en la
cual nuestra organicidad trata de nivelar con gran esfuerzo los desbalances de
sustancias que participan activamente en los procesos de fluctuación entre
amor/desamor. Las anfetaminas
naturales y morfinas endógenas (entre las que principalmente se destacan la
feniletilamina, norepinefrina, dopamina, serotonina) deben retornar a valores
“normales” que permitirán al cerebro desagotarse de esa inundación
desequilibrante.
Al enamoramiento como triple fenómeno de saturación
(químico, ontológico y existencial) le corresponde una marcha en reversa. Dicha
reversión podrá ser fluida y cálida en términos emocionales si deviene en un
lazo constante que se consolidará a través del crecimiento del apego entre los
participantes de esa relación. Todo ello, en tanto y en cuanto el vínculo
persista con el paso de los meses o los años, pese a haber ya pasado el
“período de vértigo en caída libre”. Pero si la continuidad del amor es
interrumpida por una partida o una ruptura, un final doloroso se precipita
dejándonos horriblemente desgarrados.
Las heridas de amor, como casi todas las formas de
herida, se superan, se suturan. El tiempo y la distancia son la mejor pareja de
curanderos habida y por haber. Pero mientras el tránsito por el dolor del
desamor dura, no hay otro remedio que soportar(se) en ese sufrir de ribetes abandónicos.
El daño al proyecto de vida donde el ser amado era imaginarizado como partícipe
fundamental no es cosa simple de acomodar en el alma. La sensación de fracaso,
de desilusión (de estupidez retroactiva también) suelen advenir entre llantos y
lamentos que salinifican aún más la carne abierta de un corazón profundamente
sumido en la tristeza y el enojo, el reproche y la impotencia.
La herida de amor, finalmente, tiende a cerrarse. A
veces, en condiciones recurrentes de exposición al “estímulo amado”, puede
llegar a abrirse de nuevo, pero solemos estar mejor posicionados ya en nuestro
eje para soltar alguna que otra lágrima más, o mirar con un relativo desapego
de nostalgia melancólica aquello que pudo ser y no ha sido. Ni será. El amor,
cuando es herido, exige un duelo del cual nos llevamos una regia cicatriz inolvidable.
La cicatriz del amor herido tiende a señalizar, con los puntos de su costosa
sutura, el camino de despedida hacia aquel a quien alguna vez se amó y/o nos
hubo amado.
El heroísmo herido
La herida expone la interioridad, deja a la vista
nuestra desprotegica carnadura. La herida visibiliza dolientemente la
fragilidad que pulsa desde la carne viva.
Algo del orden de la debilidad se nos presentifica
fuertemente cuando se nos hiere. En la herida la sensación de inmunidad y de
intocabilidad con la que muchos transitan ilusoriamente por el mundo se evapora
en un santiamén. Se podrá ser el mejor amante, el mayor de los guerreros, la
más meritoria de las personas en un área profesional, nada importa cuando se
trata del dolor. El dolor, como la muerte, es un maldito igualador. En la
herida quedamos asimismo despojados de la ingenuide percepción narcisista que
falsamente nos malindica que andamos por la vida protegidos por un halo
invisible de seguridad mística. La herida nos refriega en la cara que ningún
halo metafísico nos evita problemas, ni dolores, ni desgarraduras. Por
supuesto, cada quien podrá autoconvencerse de que posee una protección desde el
más allá (llámese Zeus, Thor, Jesús, Mahoma, parientes muertos, o los
unicornios del bosque encantado). Pero no hay ningún plan divino que nos evite
las heridas. Las divinidades “todo bondad, todo amor, y todo protección” son una cosa jodidamente rebuscada
parece…
La herida, en principio, nos exige enfrentar la
condición de ser seres marcados por la vulnerabilidad de la mortalidad. Sólo
los dioses, proyecciones creativas de la angustia humana ante esa inermidad,
disfrutan de los dones de la eternidad. Nosotros, aquí abajo, tenemos las horas
contadas. Llegamos al mundo enteros, pero salimos de él muy lejos de sentirnos
intactos. No somos irrompibles.
Pese a nuestra mortal condición, los humanos nos
entregamos a luchar por nuestra vida y por lo que tenemos o amamos. Nos herimos
dando pelea, batallando. Pero quien da pelea no sale ileso de sus combates,
sino más bien marcado. El péndulo de nuestras experiencias nos hace oscilar
entre esa vulnerabilidad estructural y el espejismo de fuerza transitoria que
adquirimos cuando nos sentimos por alguna razón invulnerables.
Si quisiéramos poner atención entonces a las heridas
que se producen en medio de los combates que libran los “llamados a luchar”,
resulta imprescindible echarle un vistazo a la siempre enriquecedora obra de
Homero. Tanto en “La Ilíada” como en “La Odisea”, la mención a la herida y al
dolor que ésta provoca es un fenómeno que toca a casi todos los que se trenzan
en los combates. Aqueos y troyanos sangran, se rasgan, laceran y son lacerados
sin piedades de ninguna índole. Como señala con acierto Nicole Loreaux, los
héroes griegos encuentran su
primera protección contra lo que hiere precisamente en su “alké” (fuerza). La desmesura de potencia con
la que el guerrero blande sus armas, esa fuerza con la que se lanza a la lucha
es justamente lo que lo protege del dolor ante las heridas que con seguridad se
llevará como marcas de sus combates. Efectos tan efectivos como transitorios de
la adrenalina alta y la
testoterona bullente.
Los héroes y todos los combatientes lejos están de la
invulnerabilidad. Pero en principio, es ese furor adrenalínico de la batalla lo
que los inmuniza temporalmente contra el sufrimiento que producen los cortes o
golpes que sus adversarios les profesan. ¿Habrá deseado el rapsoda Homero
evidenciar desde su narrativa épica un doble rostro de la herida? No lo
sabemos. Pero pareciera haber un aspecto negativo de la herida, que sería aquel
que la considera como una evidencia poco “gloriosa” para el narcisismo viril
(no es bueno ni verse ni mostrarse herido), y a la vez un aspecto valorado
positivamente que sería aquel por el cual la herida respresenta las cualidades
del coraje de haber guerreado, una marca de haber participado con orgullo en
batallas intensas en las que se ha enfrentado a enemigos brutales, y se ha sobrevivido
para contarla.
El héroe herido redobla entonces su virtud como
hombre de valor, puesto que esto último se demuestra no sólo primeramente en el
campo de batalla sino también en la eventual entereza ante el dolor que le deja
en el cuerpo un duro enfrentamiento con un adversario que lo ha logrado dañar.
La herida guerrera apologiza la audacia y asimismo la resistencia,
autentificando que ese sujeto lastimado ha pasado por verdaderas experiencias
de brutal violencia sin flaquear por ello ni un ápice en su coraje. Doble
rostro combativo de la herida. Por un lado, en la zanja que abre en la piel,
expresa con doliente claridad que se es tan herible como falible. Por otro, en
la recuperación de las heridas, en la cicatrización, nos devuelve a nuestras
más virtuosas cualidades como seres perseverantes, con una inmensa capacidad
para superar los peores golpes de la vida.
Todos somos, en alguna medida, héroes osados,
combatientes, guerreros y batallantes capaces de inteligir desde el cuerpo
expuesto al dolor que se es vulnerable y vulnerabilizable. Desde allí se
aprende, en efecto, la invaluable lección de la supervivencia (hoy más
cualitativamente definida como “resiliencia”): podemos ser desafiantemente
audaces ante el estado de inerme fragilización a que la herida nos sobreexpone,
y recuperarnos para narrar como la existencia sigue luego de los malos embates
del destino.
Un “saber” de la herida
Ser seres expuestos, heridos y heribles, implica que
nos la tenemos que ver con un desafío perpetuo: hay que aprender a convivir con
las heridas. Lo cual quiere decir, en otras palabras, que hay que lidiar con lo
hiriente -esa capacidad propia y de los otros de dañar- como con los efectos de
dolor que nos suceden en la propia piel, la epidérmica y la emocional. Somos
heridos, y heridores.
Se puede “aprender” a habitar las
heridas? Hay un modo preferible de habérselas con esta condición de seres
heridos y/o hirientes?
Las heridas, en tanto relativas inexorablemente a las
experiencias de dolor, exigen ser sentidas. Fugarse de una herida sería una pésima táctica para
atravesar el dolor. Evadirse de una herida tal vez sirva de manera
estrictamente transitoria para soportarla. Pero el hecho de decidir no
permanecer, no estanciarse activamente en las inevitables heridas que vamos
sufriendo, no hará desaparecer la herida ni la cerrará, tampoco evaporará el
dolor. Todo lo contrario. Evitar el atravesamiento miserable por lo que nos
duele sólo ampliará la extensión de la herida, y hasta posiblemente nos pudra
aún más la ya menguada alma encogida de sufrimiento.
Si escapar de la herida no es una buena idea, qué nos
queda por hacer entonces? Habitarla, primeramente. Aguantar el sufrimiento de
los procesos curativos. Si es preciso llorar, pues llorar un río, llorarse un
mar. Si es preciso gritar, mejor perder la voz aullando hasta que la ira
dolorosa se agote. La descarga opera como una suerte de desinfectante: limpia,
y calma. Descomprime. Expulsa las pestilencias embroncadas que nos produce el
duelo de haber perdido, de haber sido heridos. Luego de esa etapa (a veces
locamente desintoxicante), como toda herida, mejor dejarla al aire libre. Saber
que allí está y estará. Darle oxigeno para que cierre. La piel que vuelve a
aprender a respirar luego de una intensa laceración descubrirá que aún quedan
poros abiertos por donde la belleza de estar vivos habrá de filtrarse
buenamente si la reparación se realiza con éxito.
En todo este proceso, de alguna forma, de lo que se
trata es de construir un perpetuo saber dinámico acerca de cómo habitar el
dolor. Si somos seres
heridos/hirientes, una gran parte del trabajo que implica la construcción de sí
mismo (aquello que los antiguos griegos llamaron “ascesis”) será la adquisición de habilidades
emocionales para habitar mejor esa permanencia activa en lo herido a los fines
de cicatrizarse. Con el adjetivo “activa” me estoy refiriendo a una actitud.
Una actitud tal que ésta acepte el desgarro y el sufrimiento (componentes
trágicos inherentes a la existencia misma) pero que a la vez mueva lentamente
la potencia de las fuerzas vitalizantes cicatrizantes que moran en nuestro
singular carácter individual. Quedarse en la herida de modo pasivo, lamentarse
de la mala suerte, maldecir a los jodidos designios que nos ha puesto el
destino por delante, rumiar contemplando depresivamente el desgarro, culpar a
otros, proyectar responsabilidades, querer volver la flecha del tiempo hacia
atrás, todo ello es terreno de cultivo para las fuerzas reactivas del
resentimiento. Todo ello genera enojo, ira, deseos vengativos y frustración.
Todo ello empequeñece la anchura natural que posee el horizonte de
posibilidades de quien sabe agradecer a las circunstancias el saberse aún con
vida, con anhelos, con un puñado de realizabilidades siempre por llegar.
Este planteo trágico de la herida como primer
imperativo al que nos expone el vivir mismo, implica aprender a “estar” herido.
Pero ese “estar” en la herida, para reconocerla y reponerse de ella, de ningún
modo implica un regodeo masoquista en el dolor. Justamente se trata de todo lo
contrario: asumida esta condición ontológica de sabernos seres-en-herida, resulta infinitamente más claro y
definido el horizonte potente y vitalista a que debe tender la continua
recuperación.
Estarse herido implica un segundo imperativo
inexcusable y concomitante:
“saberse cicatrizar”. Aprender por sí mismo a caminar el sendero de la
cura. Genealogía de la curación de sí.
Un saber de la herida debe ser indisociable de un saber de la sutura, de
la convalecencia. Y reitroduzco en este punto la noble frase de Luisa Díaz Garay con que comenzara este post,
las heridas hay que lamerlas como pantera, mirando hacia el horizonte...
La curación de sí
Así como la medicina se ocupa de hallar los
procedimientos para la cura y las más adecuadas técnicas de cierre para dar
sanación a una lesión hiriente, la filosofía y la psicología se han ocupado de
ofrecer “remedios para el alma”. Las heridas del alma requieren un oficio
pertinente que las atienda curativamente.
Ya Platón en “Protágoras”
nos hablaba de los médicos del alma. Considero que el pensar filosófico es, ni
más ni menos, que un modo posible que asume la terapeútica cuyo pharmakon es la palabra, el discurso, la
autoreflexión sensible.
Palabras bálsamo. Cauterización del alma. Cicatrices
invisibles.
Ungüento reflexivo.
El drenaje del dolor es un
procedimiento singular, intransferible. Cada quien puede “saber” (o más
correcta y tristemente las más de las veces deberíamos decir “no saber”) acerca
de las particularidades con que atravesar el propio dolor. Lo que nos representamos
como herida y lo que toleramos como dolor provienen de nuestra particular
condición sensible. Pero también de nuestras “series complementarias”, de
nuestra trama neurótica, de nuestros esquemas mentales con los que tendemos a
decodificar la realidad.
Cuando somos heridos, se dispara toda una red de
significados y sentidos a través de los que nuestra sensibilidad quedará
revestida simbólicamente. Lo que sentimos es lo que ese individuo único siente.
Sentirá más, o menos. Experimentará su dolencia con mayor o menor umbral. Y del
mismo modo, lo que ese individuo único piensa o reflexiona sobre lo que siente
al ser herido es igualmente original. Por esto mismo las heridas son altamente singularizables, y en
consecuencia, el tiempo y modo de su cura también lo serán. Curarse de una
herida variará de una persona en otra, con particularidades propias tanto como
para tramitar el dolor como para resistirlo y darle un sentido en su biografía.
Hay heridas leves. Hay otras laceraciones que
demandan años de costuras y reparaciones. Y hay daños tan descomunales que
nuestra vida puede pender súbitamente de un hilo finísimo que la muerte se
atrevería a cortar sin más. Sí, hay heridas que matan. Hay heridas mortales.
Algunos arrastran heridas semicerradas con las cuales
prefieren hacer poco contacto con tal de que tales semicicatrices les permitan
seguir siendo funcionales (una variante de la negación? Podría ser). Otros
caen, rendidos, ante la gangrena que no pudieron-supieron-quisieron detener a
tiempo.
Hay heridas y heridas.
El delicado hilván de la convalecencia
Algunas heridas nos dejan tirados como un trapo por
un tiempo en la aparente insensibilidad de la soledad. Otras son tan viejas
como olvidables. Están las que pasan desapercibidas, y también las que resultan inocultables
aún bajo el más espeso de los disfraces. Las heridas podrán compartir un
relativo grado de similaridad, pero si algo las caracteriza es estar bordadas
con el hilo distintivo de la diferenciación.
Nuestra identidad está forjada (vaya paradoja) sobre
la base a sucesivas diferencias. Estamos hechos con la materia de la
diferencia. Lo que somos es el capullo común que anuda un haz agitado de
experiencias antagónicas. En nuestra identidad dormita la fiera y el ave
inocente, la locura y el juicio, el desquicio y la voluntad de sentido, las
alas y las cadenas, lo bello y lo pútrido, la necesidad de cercanía y la
demanda autonóma que clama por distancia, el egoismo y el desprendimiento, la
cooperación y la competencia, el detestamiento intolerante y la comprensión
empática. Todos estos pares y muchos otros más, hilvanados de manera cruzada
unos con otros y en tensión casi constante, responden a su vez a una tela sobre cuyo fondo pueden advertirse
los rastros rugosos de las heridas más antiguas que hemos padecido. La
identidad contiene la experiencia de la herida, y la de la curación de sí
mismo.
Cuando nos sentimos heridos, ese
zurcido invisible que nos ata "enteros" afloja algunos de sus
hilos. Algo de nuestra identidad
se suelta. Heridos, dolidos, lo que somos pierde sentido como unidad estable y
funcional. Nos sentimos retazos. O retacitos. Insignificantes fragmentos
incapaces de volver a unirse en un nuevo todo que, no por imaginario, es menos
imprescindible y necesario para sobrevivir. La herida devuelve súbitamente la
identidad a la lógica de la fragmentación. Y eventualmente, al caos.
Volatilizada la unidad del Yo, rota la identidad por el dolor, nos partimos.
Nos particionamos. No alcanzamos a
llevarnos en andas a nosotros mismos a ninguna parte ni para ningún fin. La
herida, cuanto más vasta y profunda sea,
más inmoviliza y detiene. Desesperados, somos como el Barón de
Münchhausen, pretendiendo vanamente sacarnos del pozo con nuestra propia mano
tironeándonos de nuestro propio cabello...
Convalecer es tener capacidad de
esperar, y de esperarse. Ser comprensivamente compasivo con uno mismo sin caer
en la autoconmiseración. Otorgarnos por un tiempo y como un don, el permiso
para un espacio en que pueda surgir un sentido para darle a ese dolor.
Disponerse a la tristeza por un incierto lapso y alejar las brasas de esa llaga
doliente. Ese es la labor del convaleciente.
Luego, de a poco, atreverse a mirar los nuevos trazos
que hay en ese tapiz sobre el que se recuesta el dibujo informe de nuestra
biografía. La tarea del convaleciente transformará a ese individuo si la
experiencia del dolor logra adquirir una suerte de “ojos táctiles”: hay que
saberse repasar-retocar con la mirada una y otra vez, palpar el lugar de la
herida para reconocerla e incorporala. Reconocer la herida, aceptarla, sanarla,
todo ese largo proceso es de algún modo, la forma en que nos liberarnos
gradualmente del dolor atrapado en la memoria de las cicatrices.
La pantera que se lame su dolor con el cuello erguido
y la mirada felina apuntando altiva hacia el enigma de lo que vendrá resulta
una imagen no sólo fuerte sino precisa, contundente. Sea lo que sea, la lamida
cauterizante del animal herido (recordemos que somos asimismo “animales
humanos”) sólo es efectiva en la medida en que se disponga igualmente de una
apertura esperanzadora respecto del misterioso por-venir entreabierto ante los
ojos. Las heridas, para ser curadas, necesitan beber horizonte.
Seamos, pues, panteras. Dignas panteras. Démonos
bálsamo a lo que nos duele desde nuestro propio ser. No esperemos que la lamida
suturante venga de nada ni de nadie más que de nosotros mismos.
Quien ha sido herido profundamente pasa, en su
convalecer, por un necesario período de anachóresis, de apartamiento en soledad. Soledad de
soledades. Retiro temporal tan solitario como imprescindible para entregarse a
una cura desde sí y para sí. Un ser herido en proceso de auténtica convalecencia
tiene más de digna pantera anacoreta que de oveja vendada balando en la
marejada indistinguible de un rebaño de dolientes. El apartamiento es parte
imprescindible de la posible cura, como ya lo intuyera Marco Aurelio, quien
llega a considerar a la anachoresis misma como una “técnica” del cuidado de sí
(incluso “escribir” lo que sentimos durante ese período en que interrumpimos el
contacto con el mundo es considerado por el famoso emperador como una técnica
complementaria asociada al ánimo y al objetivo mismo del retiro).
Cuando una herida nos marca con dureza el dolor arrrecia.
Nos damos por ausentes del mundo, de los objetos, de los lugares, de las
batallas que antaño nos reclamaban. Nos sustraemos hasta de nosotros mismos.
Nos apartamos del mundo. Ejercicio singular dentro del “pathos de la distancia”. Una distancia solitaria
que nos envuelve de nuevo fetalmente para darnos la oportunidad de volver a ser
capullo... y posibilitarnos re-nacer de nosotros mismos, cicatrizados.
Finalmente, todo es un círculo?
La herida disocia, aparta dolorosamente. En la
herida, la continuidad de algo es lesionada, interrumpida. La herida impone una
distancia y nos distancia. Separación cruenta de un tejido que se sabía
previamente entramado. Pero veamos que, curiosamente, en el exacto lugar en que
se establece ese “entre” doloroso
que abre la carne, en esa precisa hendidura en que la sangre fluye y el
sufrimiento se impone, allí mismo y en el mismísimo instante en que la
superficie del soma se desgarra, se empieza al mismo tiempo a gestar el lento
proceso de cierre. La herida es la apertura, pero con la misma palabra nos
referimos a la huella que empieza a gestarse (y quedará luego “cicatrizada”) como signo de curación.
Heridas las hay severas, crónicas o más o menos
leves. Dependerá tal gravedad de factores como la extension (vastedad en que
queda comprometido mucho “territorio” del cuerpoalma), la profundidad (hasta
donde nos ha llegado el golpe del puñal), y la localización (sabemos que no da
en absoluto igual la herida de la muerte que se lleva el pulso, que una herida
superficial en la pedante espuma del narcisismo). E incluso, hay heridas
circulares. Son las que nos llevan de nuevo al mismo punto de partida de donde
surgieron. Infinitas y raras como una cinta de Moebius donde adentro y afuera
dependen de la relatividad de nuestra posición ante ellas.
La herida encierra en sí misma el desgarro y el
inicio de lo que luego será la cicatriz. En ella misma buscan refugio
simultáneo el recuerdo (la herida como signo que nos muestra un pasado) y a la
vez el olvido (la herida como esfuerzo por superar y dejar atrás la tristeza
del dolor). La herida nos evoca sucesos pasados y rememoraciones siempre
presentes. Ellas comunican el lenguaje de las pasiones sostenidas, de los
sentimientos eternizados, de lo que a veces es forzadamente silenciado, o de lo que otras es vivamente
enunciado. Las heridas nos retrotraen a desequilibrantes momentos
fragilizadores y a la vez, a la
serenidad de haber sabido cómo ir alcanzando tiempos reparadores.
Desde las heridas nos rumorea el mar abismal en que
se agitan nuestras batallas más sensiblemente sentidas. Sean batallas
dolorosamente perdidas o memorablemente ganadas, las heridas intensas nos dejan
un gusto particularmente mencionable: algo le hemos logrado arrebatar, de su
despiadada garra afilada con que nos asusta cada tanto, a la implacable muerte.
Toda herida marcante "nos" narra un cruce donde tal vez haya andado
Eros metido, pero casi seguro lo estuvo Thánatos.
Por eso una herida es un modo de memoria desde el
cual narrar la propia capacidad de supervivencia. Cada silente cicatriz “nos
dice” de algún capítulo de nuestra novela existencial. Si cada herida “cuenta”,
cada cicactriz “habla”. Algunas hasta lo hacen de manerar tan pero tan sabia,
que hasta vale la pena cada tanto volverlas a escuchar. Será por eso que es
bueno no desoir nunca la voz de las heridas, ni mucho menos la de tus propias
cicatrices: el secreto de tu capacidad de sanar está escrito en medio de ese
coro de múltiples suturas.
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1 comentario:
me gusto gracias, estoy trabajando resiliencia para mi tesis y te encontré en mi camino
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