lunes, 24 de noviembre de 2014

Cicatrízate a ti mismo



Cicatrízate a ti mismo



 Gabi Romano







“Y las heridas hay que lamerlas como pantera, mirando hacia el horizonte...”

Luisa Díaz Garay




Cada historia de vida es un derrotero de paisajes afectivos, temporales plenitudes, ausencias invisibles, temores inconfesables, metas alcanzadas, circunstancias inmanejables, proyecciones irrealizadas, sueños truncos, travesías impensadas, intermitentes felicidades, distanciamientos, azares, decisiones, cierto degradé de tristezas, marcas imborrables, pérdidas… y heridas. Las heridas, en efecto, forman parte indiscernible de quien hemos sido y vamos siendo.

No hay herida que no esté indefectiblemente hilvanada en una particular historia individual (tan única como insondable) sin la cual el sentido de las experiencias de dolor resultaría tan superficial como probablemente errado o inexacto. 
  
Una herida es una huella. Su cicatriz, lo que nos queda para rememorárnosla.  Herida y cicatriz son signos que se evocan uno al otro. Signos significativos dentro de esa otra huella mayor que es que la que queda bocetada desde el dibujo de cada historia vital. La singularidad de las heridas perdería todo significado auténtico por fuera de lo que historifica a cada individuo como un habitante único de un mundo irrepetible.

La herida rasga. Escinde. Abre. Desgaja. Parte. Muestra. Marca.
Su cicatriz suelda. Reúne. Sutura. Repara. Sana.
En medio de una y otra, quien padece se ve obligado a participar de su propia cura. Pero ante todo, hay que habérselas con el dolor. Sin tránsito por el dolor, la herida es insanable.

Tanto las heridas -en sus diversas formas- como los modos en que ellas cicatrizan nos manifiestan que el dolor puede ser pensado como una ruta de múltiples intersecciones que deja de manifiesto nuestra actitud respecto del valor, la fragilidad, el sufrimiento, el coraje, la superación, y del enfrentamiento con la muerte. Heridas como mapas caleidoscopicos del sufrimiento. Pero también cicatrices que testimonian las distintas maneras que fue tomando en nuestra vida lo que podríamos llamar la “curación de uno mismo”.  

Según cuenta Pausanias, en la antigua Delfos, en el pronaos del templo de Apolo, se hallaba escrito un aforismo que ha dado mucho para reflexionar: decía allí “gnóthi seautón” (conócete a ti mismo). Hoy nos ocuparemos de una no menos importante extensión de la citada declaración que se enlaza con lo que se ha llamado “cura sui” (ciudado de sí, ocuparse de sí mismo). Diremos, parafraseando a aquellos sublimes griegos, cicatrízate a ti mismo.





Cicatrices de nacimiento


Hay quienes plantean que nuestra subjetividad está organizada a partir de una cierta herida simbólica original que se produce en el principio mismo de nuestro nacer (Ur-trennung).

Al llegar al mundo, nos despegamos del cobijante úteromundo donde la unión simbiótica con una mamá albergante que nos llevó dentro de sí durante unas cuatro decenas de semanas –y con quien nos mantenía vitalmente ligados un grueso cordón umbilical- quedará atrás para dar lugar a nuestra entrada a esta existencia como seres individuados. En ese “dejar atrás” que se produce en el acto mismo de nacer, habrá que apartarse de la placenta, fascinante órgano efímero garante natural de nutrición y vehiculizador de otras indispensables reguladas interacciones con la madre. Junto con la separación de la placenta también se rompe  esa unidad básica interdependiente a través de la cual se producían todos esos intercambios con nuestra habitable madre, sin la cual nuestra vida como humanos habría resultado inviable. 

Desde esta perspectiva, estaríamos marcados desde el nacimiento por un despegue. Y de esa necesaria ruptura que ha de establecerse con el cuerpo de la madre, nos queda una “marca” cuya visibilidad se encuentra desde el origen mismo de quienes somos: nuestro ombligo.

El ombligo es la cicatriz recordatoria de ese proceso primigenio de apego-desapego con el que arribamos a este mundo como diminutos seres aún extremadamente inacabados (y por ende, dependientes de otros que nos nutrirán, cuidarán, protegerán y velaran para que el resto del proceso de crecimiento y gradual autonomización se realicen en los mejores términos posibles para nuestro desarrollo).

Algunas interpretaciones psicológicas consideran que venimos ya marcados por el estigma de la división. Somos individuos, sí, pero sensiblemente sujetos a otros, particularmente a los “otros” que moran dentro del mismísimo nido de nuestra identidad configurándonos como una especie de “Uno-y-sus-heterónimos”. Estaríamos así sometidos a ciertas “operaciones de escisión” (sí, algunos psicoanalistas son muy complicados para decir ciertas cosas) que harían que seamos cualquier otra cosa menos indivisos. Individuos cuyos juegos de identidad involucran a más de uno… dentro de uno.

Desde este punto de vista, nunca seríamos “totales” puesto que siempre andaríamos algo desgarrados ya desde el principio mismo de nuestra llegada a la temporal estancia en la vida. Tempranamente sometidos a tironeos en nuestra malditamente fragmentada interioridad, nos creemos operativa-funcionalmente “uno” pero las divisiones y tensiones en nuestra interioridad pondrían constantemente en entredicho tal unidad. Sin entrar a determinar la validez o cuestionamiento de estas aseveraciones anteriores, parecería sí haber una marca de división  fundamental y originaria desde el nacimiento puesto que, para poder individuarnos del cuerpo maternal del que provenimos, debe haber un acto corpóreo, físico de des-unión. La unión materno-filial deberá proseguir, pero bajo una relacionalidad que llevará la simbiosis al ámbito de los lazos, de los vínculos, de los afectos y emociones. El cordón deberá devenir simbólico. Y de ese paso de la unión indiscernible dentro del cuerpo de la madre a la unión simbólica post-parto nos queda de recuerdo la redonda marca umbilical.
 
El ombligo es, sí, una marca, pero doble: es símbolo físico de la primer separación que experimentamos con el primer berrido, pero a la vez es el dichoso dolor olvidado desde el que deberíamos retroactivamente celebrar que se hubo de iniciar nuestro existir como seres capaces de respirar por sí mismos. Ser parte de la vida y llenar los pulmones con el ingente aire de privilegios que implica haber sido maravillosamente arrojados al vivir  nos cuesta esa primera marca, un primer dolor irrecordado ligado a la propia nascencia.

A esa individualidad que allí comienza, a esa singular identidad tan única como irrepetible que somos, no podrá ahorrársele en su camino ningún proceso emocional. Sentirá la alegría y la tristeza, el apego y los desapegos, los gozos y las desgracias, el amor y el desamor. Lamentablemente, cuando las experiencias existenciales nos expongan a ciertas frustraciones emocionales, sentiremos que estamos divididos, tironeados, agónicos, desgarrados, en conflicto, en tension. De allí nuestra constante desesperación -a veces tan vana como infructuosa- por hallar seguridad persiguiendo completudes que nos retornen a cierto estado “ideal” de totalidad (tal vez, pretendiendo revivir  el estado de fusión prenatal que la herida primigenia del nacer nos habría hecho perder?). Cualquier nuevo desgarro que se nos vaya produciendo en nuestro devenir, no haría más que actualizar la inermidad a que nos lanzó ese apartamiento inicial.

Condenados a ser eternos buscadores de una “plena” unión que nos sosiegue, jamás llegaremos a concretar una unión-fusión acabadamente… por suerte!!! ¿Por qué? Porque enfrentar la imposibilidad de las propias tramperas idealistas de nuestra mente es un paso fundamental para involucrarnos en relaciones más saludables. Éstas deberán nutrirse de realismo y voluntad antes que de los seguros venenos que terminan fermentando en la imagos ideales inalcanzables. Queda entonces aceptar lo que es, y lo que es, puede ser más fascinante que los castillos de humo de nuestra caprichosa tendencia a quimerizar. Darnos cuenta de que somos individuos capaces de crear relaciones libres (amistosas, amorosas, sexuales, laborales, económicas, políticas, educativas) con otros sin pretender insertar a nadie en fantaseadas unidades que sólo existen en las brumosas reminiscencias de nuestra memoria fetal, es sin duda, un acto de salud mental.





Malheridas de (des)amor


En el final de un poema llamado “El amenazado”, el genial escritor Jorge Luis Borges remataba: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. Efectivamente, así se siente la herida de amor, en todo el cuerpo, por todos lados. Una herida tan agudamente inmensa como trastornantemente ubicua. 

Fenomenológicamente pareciera resultar una obviedad afirmar que toda herida abre, lesiona, rasga creando una abertura de intensidad variablemente dolorosa. Y siendo la herida de amor una de sus formas más desesperanzada de estarse herido, nos sentimos durante el tiempo que dure ese particular sufrir, como si estuviéramos rotos, o murientes.

Lo que hiere en la malherida amorosa es no ser amado. O mejor dicho, no ser bienamado.

El amor herido es un rasgamiento donde –en un cruel juego de palabras- el amor que parte nos “parte”. El desamor rompe, es un rompimiento en cuya quebradura quedamos invariablemente rotos. Cuando esa herida se produce, la abertura con la que quedamos expuestos en carne viva es sufrida como un daño irreparable. La herida amorosa, en efecto, desune lo que hasta ese momento estaba ligado. Quizás esta particular cuestión  es lo que hace que, en determinadas situaciones afectivas que han sido particularmente relevantes en nuestro trayecto vincular, asociemos nítidamente el dolor de amor con la idea de “herida”. El ser amado se ha vuelto puñal.

Pero antes de la herida estuvo la fascinante experiencia de amar. Amar es, sin duda, una vivencia no sólo intensa sino vertiginosa. Amar y ser amados enciende el deseo, expande la pasión de estar vivos, nos conduce a una elevación de nosotros mismos en la cual nos sentimos como nunca antes, hace florecer nuestras más maravillosa potencia, nos da una fuerza invencible que nos hace creer que todo lo podemos y que venceremos cualquier obstáculo que se nos presente por delante. Pero esa experiencia en la que nuestro cerebro se halla anegado con todos los más potentes narcóticos naturales que puede producir la fascinante fábrica bioquímica de nuestro cuerpo, posee un punto de explosión y una posterior curva descendente donde estos efectos increíbles (en los que las drogas endógenas de nuestro sistema nervioso tienen un papel clave) van desvaneciéndose. Sí, de las alturas del enamoramiento se cae. Y a veces se cae muy mal. 

El amor, esa bella adicción a otro en quien proyectamos nuestra obsesión vincular, ES una droga. Una droga dura. Perder un amor, ser abandonados, tener una herida de amor produce un “dolor” en el que, empíricamente, intervienen los mismos centros cerebrales que se activan con las dolencias físicas. Borges en su poema intuyó esta cuestión neurofisiológica del desamor: la herida no es en una parte del cuerpo, sino en todo el cuerpo y ciertamente el amor puede hacernos doler. Y mucho. El mal de amor duele difusamente e inlocalizadamente. Duele aunque, paradójicamente, no se aloje en ninguna parte física de ese cuerpo. Cuando perdemos en el amor, tenemos no sólo ese dolor-herida extenso (que metafóricamente las convenciones situán en el “corazón”) sino también una batalla interna ante la que casi nada podemos hacer salvo darle tiempo a nuestras sustancias bioquímicas para que naturalmente se reacomoden. Si el amor intenso es una droga dura, la herida de amor (o la ausencia de éste) es una escalofriante pesadilla de abstinencia.   

La herida amorosa es un sentimiento infinitamente triste, y a la vez constituye una forma de expresión psico-bioquímica en la cual nuestra organicidad trata de nivelar con gran esfuerzo los desbalances de sustancias que participan activamente en los procesos de fluctuación entre amor/desamor. Las  anfetaminas naturales y morfinas endógenas (entre las que principalmente se destacan la feniletilamina, norepinefrina, dopamina, serotonina) deben retornar a valores “normales” que permitirán al cerebro desagotarse de esa inundación desequilibrante.

Al enamoramiento como triple fenómeno de saturación (químico, ontológico y existencial) le corresponde una marcha en reversa. Dicha reversión podrá ser fluida y cálida en términos emocionales si deviene en un lazo constante que se consolidará a través del crecimiento del apego entre los participantes de esa relación. Todo ello, en tanto y en cuanto el vínculo persista con el paso de los meses o los años, pese a haber ya pasado el “período de vértigo en caída libre”. Pero si la continuidad del amor es interrumpida por una partida o una ruptura, un final doloroso se precipita dejándonos horriblemente desgarrados.

Las heridas de amor, como casi todas las formas de herida, se superan, se suturan. El tiempo y la distancia son la mejor pareja de curanderos habida y por haber. Pero mientras el tránsito por el dolor del desamor dura, no hay otro remedio que soportar(se) en ese sufrir de ribetes abandónicos. El daño al proyecto de vida donde el ser amado era imaginarizado como partícipe fundamental no es cosa simple de acomodar en el alma. La sensación de fracaso, de desilusión (de estupidez retroactiva también) suelen advenir entre llantos y lamentos que salinifican aún más la carne abierta de un corazón profundamente sumido en la tristeza y el enojo, el reproche y la impotencia.

La herida de amor, finalmente, tiende a cerrarse. A veces, en condiciones recurrentes de exposición al “estímulo amado”, puede llegar a abrirse de nuevo, pero solemos estar mejor posicionados ya en nuestro eje para soltar alguna que otra lágrima más, o mirar con un relativo desapego de nostalgia melancólica aquello que pudo ser y no ha sido. Ni será. El amor, cuando es herido, exige un duelo del cual nos llevamos una regia cicatriz inolvidable. La cicatriz del amor herido tiende a señalizar, con los puntos de su costosa sutura, el camino de despedida hacia aquel a quien alguna vez se amó y/o nos hubo amado.





El heroísmo herido

La herida expone la interioridad, deja a la vista nuestra desprotegica carnadura. La herida visibiliza dolientemente la fragilidad que pulsa desde la carne viva.

Algo del orden de la debilidad se nos presentifica fuertemente cuando se nos hiere. En la herida la sensación de inmunidad y de intocabilidad con la que muchos transitan ilusoriamente por el mundo se evapora en un santiamén. Se podrá ser el mejor amante, el mayor de los guerreros, la más meritoria de las personas en un área profesional, nada importa cuando se trata del dolor. El dolor, como la muerte, es un maldito igualador. En la herida quedamos asimismo despojados de la ingenuide percepción narcisista que falsamente nos malindica que andamos por la vida protegidos por un halo invisible de seguridad mística. La herida nos refriega en la cara que ningún halo metafísico nos evita problemas, ni dolores, ni desgarraduras. Por supuesto, cada quien podrá autoconvencerse de que posee una protección desde el más allá (llámese Zeus, Thor, Jesús, Mahoma, parientes muertos, o los unicornios del bosque encantado). Pero no hay ningún plan divino que nos evite las heridas. Las divinidades “todo bondad, todo amor, y todo protección” son una cosa jodidamente rebuscada parece…

La herida, en principio, nos exige enfrentar la condición de ser seres marcados por la vulnerabilidad de la mortalidad. Sólo los dioses, proyecciones creativas de la angustia humana ante esa inermidad, disfrutan de los dones de la eternidad. Nosotros, aquí abajo, tenemos las horas contadas. Llegamos al mundo enteros, pero salimos de él muy lejos de sentirnos intactos. No somos irrompibles.
 
Pese a nuestra mortal condición, los humanos nos entregamos a luchar por nuestra vida y por lo que tenemos o amamos. Nos herimos dando pelea, batallando. Pero quien da pelea no sale ileso de sus combates, sino más bien marcado. El péndulo de nuestras experiencias nos hace oscilar entre esa vulnerabilidad estructural y el espejismo de fuerza transitoria que adquirimos cuando nos sentimos por alguna razón invulnerables.

Si quisiéramos poner atención entonces a las heridas que se producen en medio de los combates que libran los “llamados a luchar”, resulta imprescindible echarle un vistazo a la siempre enriquecedora obra de Homero. Tanto en “La Ilíada” como en “La Odisea”, la mención a la herida y al dolor que ésta provoca es un fenómeno que toca a casi todos los que se trenzan en los combates. Aqueos y troyanos sangran, se rasgan, laceran y son lacerados sin piedades de ninguna índole. Como señala con acierto Nicole Loreaux, los héroes griegos encuentran  su primera protección contra lo que hiere precisamente en su “alké” (fuerza). La desmesura de potencia con la que el guerrero blande sus armas, esa fuerza con la que se lanza a la lucha es justamente lo que lo protege del dolor ante las heridas que con seguridad se llevará como marcas de sus combates. Efectos tan efectivos como transitorios de la adrenalina alta y  la testoterona bullente.

Los héroes y todos los combatientes lejos están de la invulnerabilidad. Pero en principio, es ese furor adrenalínico de la batalla lo que los inmuniza temporalmente contra el sufrimiento que producen los cortes o golpes que sus adversarios les profesan. ¿Habrá deseado el rapsoda Homero evidenciar desde su narrativa épica un doble rostro de la herida? No lo sabemos. Pero pareciera haber un aspecto negativo de la herida, que sería aquel que la considera como una evidencia poco “gloriosa” para el narcisismo viril (no es bueno ni verse ni mostrarse herido), y a la vez un aspecto valorado positivamente que sería aquel por el cual la herida respresenta las cualidades del coraje de haber guerreado, una marca de haber participado con orgullo en batallas intensas en las que se ha enfrentado a enemigos brutales, y se ha sobrevivido para contarla.

El héroe herido redobla entonces su virtud como hombre de valor, puesto que esto último se demuestra no sólo primeramente en el campo de batalla sino también en la eventual entereza ante el dolor que le deja en el cuerpo un duro enfrentamiento con un adversario que lo ha logrado dañar. La herida guerrera apologiza la audacia y asimismo la resistencia, autentificando que ese sujeto lastimado ha pasado por verdaderas experiencias de brutal violencia sin flaquear por ello ni un ápice en su coraje. Doble rostro combativo de la herida. Por un lado, en la zanja que abre en la piel, expresa con doliente claridad que se es tan herible como falible. Por otro, en la recuperación de las heridas, en la cicatrización, nos devuelve a nuestras más virtuosas cualidades como seres perseverantes, con una inmensa capacidad para superar los peores golpes de la vida.

Todos somos, en alguna medida, héroes osados, combatientes, guerreros y batallantes capaces de inteligir desde el cuerpo expuesto al dolor que se es vulnerable y vulnerabilizable. Desde allí se aprende, en efecto, la invaluable lección de la supervivencia (hoy más cualitativamente definida como “resiliencia”): podemos ser desafiantemente audaces ante el estado de inerme fragilización a que la herida nos sobreexpone, y recuperarnos para narrar como la existencia sigue luego de los malos embates del destino.




 

Un “saber” de la herida


Ser seres expuestos, heridos y heribles, implica que nos la tenemos que ver con un desafío perpetuo: hay que aprender a convivir con las heridas. Lo cual quiere decir, en otras palabras, que hay que lidiar con lo hiriente -esa capacidad propia y de los otros de dañar- como con los efectos de dolor que nos suceden en la propia piel, la epidérmica y la emocional. Somos heridos, y heridores.

Se puede “aprender” a habitar las heridas? Hay un modo preferible de habérselas con esta condición de seres heridos y/o hirientes?

Las heridas, en tanto relativas inexorablemente a las experiencias de dolor, exigen ser sentidas. Fugarse de una herida sería una pésima táctica para atravesar el dolor. Evadirse de una herida tal vez sirva de manera estrictamente transitoria para soportarla. Pero el hecho de decidir no permanecer, no estanciarse activamente en las inevitables heridas que vamos sufriendo, no hará desaparecer la herida ni la cerrará, tampoco evaporará el dolor. Todo lo contrario. Evitar el atravesamiento miserable por lo que nos duele sólo ampliará la extensión de la herida, y hasta posiblemente nos pudra aún más la ya menguada alma encogida de sufrimiento. 

Si escapar de la herida no es una buena idea, qué nos queda por hacer entonces? Habitarla, primeramente. Aguantar el sufrimiento de los procesos curativos. Si es preciso llorar, pues llorar un río, llorarse un mar. Si es preciso gritar, mejor perder la voz aullando hasta que la ira dolorosa se agote. La descarga opera como una suerte de desinfectante: limpia, y calma. Descomprime. Expulsa las pestilencias embroncadas que nos produce el duelo de haber perdido, de haber sido heridos. Luego de esa etapa (a veces locamente desintoxicante), como toda herida, mejor dejarla al aire libre. Saber que allí está y estará. Darle oxigeno para que cierre. La piel que vuelve a aprender a respirar luego de una intensa laceración descubrirá que aún quedan poros abiertos por donde la belleza de estar vivos habrá de filtrarse buenamente si la reparación se realiza con éxito.  

En todo este proceso, de alguna forma, de lo que se trata es de construir un perpetuo saber dinámico acerca de cómo habitar el dolor.  Si somos seres heridos/hirientes, una gran parte del trabajo que implica la construcción de sí mismo (aquello que los antiguos griegos llamaron “ascesis”) será la adquisición de habilidades emocionales para habitar mejor esa permanencia activa en lo herido a los fines de cicatrizarse. Con el adjetivo “activa” me estoy refiriendo a una actitud. Una actitud tal que ésta acepte el desgarro y el sufrimiento (componentes trágicos inherentes a la existencia misma) pero que a la vez mueva lentamente la potencia de las fuerzas vitalizantes cicatrizantes que moran en nuestro singular carácter individual. Quedarse en la herida de modo pasivo, lamentarse de la mala suerte, maldecir a los jodidos designios que nos ha puesto el destino por delante, rumiar contemplando depresivamente el desgarro, culpar a otros, proyectar responsabilidades, querer volver la flecha del tiempo hacia atrás, todo ello es terreno de cultivo para las fuerzas reactivas del resentimiento. Todo ello genera enojo, ira, deseos vengativos y frustración. Todo ello empequeñece la anchura natural que posee el horizonte de posibilidades de quien sabe agradecer a las circunstancias el saberse aún con vida, con anhelos, con un puñado de realizabilidades siempre por llegar.

Este planteo trágico de la herida como primer imperativo al que nos expone el vivir mismo, implica aprender a “estar” herido. Pero ese “estar” en la herida, para reconocerla y reponerse de ella, de ningún modo implica un regodeo masoquista en el dolor. Justamente se trata de todo lo contrario: asumida esta condición ontológica de sabernos seres-en-herida,  resulta infinitamente más claro y definido el horizonte potente y vitalista a que debe tender la continua recuperación.

Estarse herido implica un segundo imperativo inexcusable y concomitante:  “saberse cicatrizar”. Aprender por sí mismo a caminar el sendero de la cura. Genealogía de la curación de sí.  Un saber de la herida debe ser indisociable de un saber de la sutura, de la convalecencia. Y reitroduzco en este punto la noble frase de Luisa  Díaz Garay con que comenzara este post, las heridas hay que lamerlas como pantera, mirando hacia el horizonte...





La curación de sí


Así como la medicina se ocupa de hallar los procedimientos para la cura y las más adecuadas técnicas de cierre para dar sanación a una lesión hiriente, la filosofía y la psicología se han ocupado de ofrecer “remedios para el alma”. Las heridas del alma requieren un oficio pertinente que las atienda curativamente.  Ya  Platón en “Protágoras” nos hablaba de los médicos del alma. Considero que el pensar filosófico es, ni más ni menos, que un modo posible que asume la terapeútica cuyo pharmakon es la palabra, el discurso, la autoreflexión sensible.

Palabras bálsamo. Cauterización del alma. Cicatrices invisibles.                           Ungüento reflexivo.

El drenaje del dolor es un procedimiento singular, intransferible. Cada quien puede “saber” (o más correcta y tristemente las más de las veces deberíamos decir “no saber”) acerca de las particularidades con que atravesar el propio dolor. Lo que nos representamos como herida y lo que toleramos como dolor provienen de nuestra particular condición sensible. Pero también de nuestras “series complementarias”, de nuestra trama neurótica, de nuestros esquemas mentales con los que tendemos a decodificar la realidad.

Cuando somos heridos, se dispara toda una red de significados y sentidos a través de los que nuestra sensibilidad quedará revestida simbólicamente. Lo que sentimos es lo que ese individuo único siente. Sentirá más, o menos. Experimentará su dolencia con mayor o menor umbral. Y del mismo modo, lo que ese individuo único piensa o reflexiona sobre lo que siente al ser herido es igualmente original. Por esto mismo las heridas son  altamente singularizables, y en consecuencia, el tiempo y modo de su cura también lo serán. Curarse de una herida variará de una persona en otra, con particularidades propias tanto como para tramitar el dolor como para resistirlo y darle un sentido en su biografía.

Hay heridas leves. Hay otras laceraciones que demandan años de costuras y reparaciones. Y hay daños tan descomunales que nuestra vida puede pender súbitamente de un hilo finísimo que la muerte se atrevería a cortar sin más. Sí, hay heridas que matan. Hay heridas mortales.

Algunos arrastran heridas semicerradas con las cuales prefieren hacer poco contacto con tal de que tales semicicatrices les permitan seguir siendo funcionales (una variante de la negación? Podría ser). Otros caen, rendidos, ante la gangrena que no pudieron-supieron-quisieron detener a tiempo.

Hay heridas y heridas.





El delicado hilván de la convalecencia


Algunas heridas nos dejan tirados como un trapo por un tiempo en la aparente insensibilidad de la soledad. Otras son tan viejas como olvidables. Están las que pasan desapercibidas, y  también las que resultan inocultables aún bajo el más espeso de los disfraces. Las heridas podrán compartir un relativo grado de similaridad, pero si algo las caracteriza es estar bordadas con el hilo distintivo de la diferenciación.

Nuestra identidad está forjada (vaya paradoja) sobre la base a sucesivas diferencias. Estamos hechos con la materia de la diferencia. Lo que somos es el capullo común que anuda un haz agitado de experiencias antagónicas. En nuestra identidad dormita la fiera y el ave inocente, la locura y el juicio, el desquicio y la voluntad de sentido, las alas y las cadenas, lo bello y lo pútrido, la necesidad de cercanía y la demanda autonóma que clama por distancia, el egoismo y el desprendimiento, la cooperación y la competencia, el detestamiento intolerante y la comprensión empática. Todos estos pares y muchos otros más, hilvanados de manera cruzada unos con otros y en tensión casi constante,  responden a su vez a una tela sobre cuyo fondo pueden advertirse los rastros rugosos de las heridas más antiguas que hemos padecido. La identidad contiene la experiencia de la herida, y la de la curación de sí mismo.

Cuando nos sentimos heridos, ese zurcido invisible que nos ata "enteros" afloja algunos de sus hilos.  Algo de nuestra identidad se suelta. Heridos, dolidos, lo que somos pierde sentido como unidad estable y funcional. Nos sentimos retazos. O retacitos. Insignificantes fragmentos incapaces de volver a unirse en un nuevo todo que, no por imaginario, es menos imprescindible y necesario para sobrevivir. La herida devuelve súbitamente la identidad a la lógica de la fragmentación. Y eventualmente, al caos. Volatilizada la unidad del Yo, rota la identidad por el dolor, nos partimos. Nos particionamos.  No alcanzamos a llevarnos en andas a nosotros mismos a ninguna parte ni para ningún fin. La herida, cuanto más vasta y profunda sea,  más inmoviliza y detiene. Desesperados, somos como el Barón de Münchhausen, pretendiendo vanamente sacarnos del pozo con nuestra propia mano tironeándonos de nuestro propio cabello...

Convalecer es tener capacidad de esperar, y de esperarse. Ser comprensivamente compasivo con uno mismo sin caer en la autoconmiseración. Otorgarnos por un tiempo y como un don, el permiso para un espacio en que pueda surgir un sentido para darle a ese dolor. Disponerse a la tristeza por un incierto lapso y alejar las brasas de esa llaga doliente. Ese es la labor del convaleciente.

Luego, de a poco, atreverse a mirar los nuevos trazos que hay en ese tapiz sobre el que se recuesta el dibujo informe de nuestra biografía. La tarea del convaleciente transformará a ese individuo si la experiencia del dolor logra adquirir una suerte de “ojos táctiles”: hay que saberse repasar-retocar con la mirada una y otra vez, palpar el lugar de la herida para reconocerla e incorporala. Reconocer la herida, aceptarla, sanarla, todo ese largo proceso es de algún modo, la forma en que nos liberarnos gradualmente del dolor atrapado en la memoria de las cicatrices.

La pantera que se lame su dolor con el cuello erguido y la mirada felina apuntando altiva hacia el enigma de lo que vendrá resulta una imagen no sólo fuerte sino precisa, contundente. Sea lo que sea, la lamida cauterizante del animal herido (recordemos que somos asimismo “animales humanos”) sólo es efectiva en la medida en que se disponga igualmente de una apertura esperanzadora respecto del misterioso por-venir entreabierto ante los ojos. Las heridas, para ser curadas, necesitan beber horizonte.

Seamos, pues, panteras. Dignas panteras. Démonos bálsamo a lo que nos duele desde nuestro propio ser. No esperemos que la lamida suturante venga de nada ni de nadie más que de nosotros mismos.

Quien ha sido herido profundamente pasa, en su convalecer, por un necesario período de anachóresis, de apartamiento en soledad. Soledad de soledades. Retiro temporal tan solitario como imprescindible para entregarse a una cura desde sí y para sí. Un ser herido en proceso de auténtica convalecencia tiene más de digna pantera anacoreta que de oveja vendada balando en la marejada indistinguible de un rebaño de dolientes. El apartamiento es parte imprescindible de la posible cura, como ya lo intuyera Marco Aurelio, quien llega a considerar a la anachoresis misma como una “técnica” del cuidado de sí (incluso “escribir” lo que sentimos durante ese período en que interrumpimos el contacto con el mundo es considerado por el famoso emperador como una técnica complementaria asociada al ánimo y al objetivo mismo del retiro).           

Cuando una herida nos marca con dureza el dolor arrrecia. Nos damos por ausentes del mundo, de los objetos, de los lugares, de las batallas que antaño nos reclamaban. Nos sustraemos hasta de nosotros mismos. Nos apartamos del mundo. Ejercicio singular dentro del “pathos de la distancia”. Una distancia solitaria que nos envuelve de nuevo fetalmente para darnos la oportunidad de volver a ser capullo... y posibilitarnos re-nacer de nosotros mismos, cicatrizados.





Finalmente, todo es un círculo?

La herida disocia, aparta dolorosamente. En la herida, la continuidad de algo es lesionada, interrumpida. La herida impone una distancia y nos distancia. Separación cruenta de un tejido que se sabía previamente entramado. Pero veamos que, curiosamente, en el exacto lugar en que se establece ese “entre”  doloroso que abre la carne, en esa precisa hendidura en que la sangre fluye y el sufrimiento se impone, allí mismo y en el mismísimo instante en que la superficie del soma se desgarra, se empieza al mismo tiempo a gestar el lento proceso de cierre. La herida es la apertura, pero con la misma palabra nos referimos a la huella que empieza a gestarse  (y quedará luego “cicatrizada”) como signo de curación.

Heridas las hay severas, crónicas o más o menos leves. Dependerá tal gravedad de factores como la extension (vastedad en que queda comprometido mucho “territorio” del cuerpoalma), la profundidad (hasta donde nos ha llegado el golpe del puñal), y la localización (sabemos que no da en absoluto igual la herida de la muerte que se lleva el pulso, que una herida superficial en la pedante espuma del narcisismo). E incluso, hay heridas circulares. Son las que nos llevan de nuevo al mismo punto de partida de donde surgieron. Infinitas y raras como una cinta de Moebius donde adentro y afuera dependen de la relatividad de nuestra posición ante ellas.

La herida encierra en sí misma el desgarro y el inicio de lo que luego será la cicatriz. En ella misma buscan refugio simultáneo el recuerdo (la herida como signo que nos muestra un pasado) y a la vez el olvido (la herida como esfuerzo por superar y dejar atrás la tristeza del dolor). La herida nos evoca sucesos pasados y rememoraciones siempre presentes. Ellas comunican el lenguaje de las pasiones sostenidas, de los sentimientos eternizados, de lo que a veces es  forzadamente silenciado, o de lo que otras es vivamente enunciado. Las heridas nos retrotraen a desequilibrantes momentos fragilizadores y a la vez,  a la serenidad de haber sabido cómo ir alcanzando tiempos reparadores.

Desde las heridas nos rumorea el mar abismal en que se agitan nuestras batallas más sensiblemente sentidas. Sean batallas dolorosamente perdidas o memorablemente ganadas, las heridas intensas nos dejan un gusto particularmente mencionable: algo le hemos logrado arrebatar, de su despiadada garra afilada con que nos asusta cada tanto, a la implacable muerte. Toda herida marcante "nos" narra un cruce donde tal vez haya andado Eros metido, pero casi seguro lo estuvo Thánatos.

Por eso una herida es un modo de memoria desde el cual narrar la propia capacidad de supervivencia. Cada silente cicatriz “nos dice” de algún capítulo de nuestra novela existencial. Si cada herida “cuenta”, cada cicactriz “habla”. Algunas hasta lo hacen de manerar tan pero tan sabia, que hasta vale la pena cada tanto volverlas a escuchar. Será por eso que es bueno no desoir nunca la voz de las heridas, ni mucho menos la de tus propias cicatrices: el secreto de tu capacidad de sanar está escrito en medio de ese coro de múltiples suturas.    





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1 comentario:

Anónimo dijo...

me gusto gracias, estoy trabajando resiliencia para mi tesis y te encontré en mi camino