Hay instantes deslumbrantes en la memoria que, sin embargo, no son estrictamente “memoria”, no son hechos acontecidos, no nutren al recuerdo desde la facticidad de lo ya sucedido. Instantes en que lo imposible conspira a favor del placer, y de un extraño modo, se rehace el gozo por lo no-vivido-nunca en una imposible memoria. Memoria de lo imposible, sí, como una imposible memoria. Parece ser que también recordamos lo imposible.
Contra esta curiosa circunstancia bastante antilógica de “recordar lo imposible”, contra esta intensidad recordante de lo que está ahora mismo en el territorio de lo inacaecible, las dentelladas eficaces del olvido fatal nada pueden. Y nada puede.
Instantes esposados a lo intenso y amantes de la complejidad.
Instantes en que nos entregamos a memorizar… lo imposible?
Retornos que nos son tales (pues no hay un “qué” preciso al que retornar), retornos que no lo son porque no hubo punto de partida real.
Retorno a los imposibles, contornos de lo imposible.
Lo imposible es la traición silenciosa que se nos aparece repentinamente ante el deber que impone el estrecho marco de acción en que nos da alojamiento diario lo posible. Es, en cierta forma, una deslealtad vital hacia las amarras no demasiado flexibles que nos atan a lo real-duradero-verdadero (o al menos, a lo que ingenuamente creemos como tal). En lo imposible se quiebra la continuidad del tiempo encadenado a su línea y con este quiebre, se rompe el día y sus normalidades, se fisuran las noches y sus normatividades, se astillan las horas y sus estúpidas estelas de insignificantes tareas sisíficas. Lo imposible es desgarro de la habitualidad. Así, cuando nuestros callados e imprudentes imposibles contornan la memoria, lo hacen bañados con el recuerdo de alguna intensidad inenarrable. Y esta es una maravillosamente nítida base para intuir una definición positiva de lo imposible.
Recordar los imposibles es un acto de placer íntimo, íntimo e incomunicable. Uno de los múltiples modos de lo autoplacentero. Una suerte de masturbación, sin cuerpo, sin órganos, pero profundamente sentida en el cuerpo imposible de cada uno, ese cuerpo imposible abundado de potencia y en el que se traman juegos de placer con las intensidades existenciales despalabradas por irracionales, desbiografiadas por incorrectas, destituidas de la cotidianeidad por inmorales.
La memoria de lo imposible es, por todo esto, una memoria extremadamente sensible a la singularidad, y por esa misma razón, raramente encuentra cauce en los símbolos habituales del lenguaje. Cada quien sabe bastante poco de sus criptogramas de placerdeseo y sus conexiones con lo imposible. Éste, tan cercano como está al placer deseante -al menos en esta versión positiva y afirmativa de lo imposible que acá empiezo a arriesgar- gusta de imaginarizar sucesos increados, gestos no vistos, signos que no saben aún de la luz del sol. Recordar placenteramente los singulares imposibles que cada quien tiene sembrados en el no-camino que frecuenta lo inllegado, es asimismo un memorizarse a sí mismo activamente construyendo -sin saberlo- una identidad nomádica de sí misma en la cual se dibujan acuareladas las memorias de esos otros que, habiendo podido ser, no hemos sido.
Si la “memoria de lo posible” es memoria oficial -custodia y Hestia que debe trabajar cotidianamente para no apagar el fuego del hogar y mantener protegidos los valores dominantes-, la memoria de lo imposible es, en contrapartida, un antro de potencias insurrectas, no ya sólo contra el status quo vigente, sino contra el sí mismo de ese sujeto memorizado ya por sus conservadores posible, ya ahora por sus imposibles subversivos.
Pero lo imposible, en su aparente oleaje vacío, testimonia como una rasgadura producida en la memoria de lo posible (el cual, por su parte, siempre buscará por todos los medios conservar lo real).
Lo imposible como una huída de un instante eterno.
Lo imposible, como la deserción que efectúa el placer de los angostos ductos pre-armados del deseo (en este punto me veo como escuchando aquella majestuosa charla entre Foucault y Deleuze acerca de la tensión entre placer y el deseo…). En palabras del propio Deleuze:
La última vez que nos vimos Michel me dijo (…) no puedo soportar la palabra
deseo; incluso si usted la emplea de otro modo, no puedo evitar pensar o vivir
que deseo = falta, o que deseo significa algo reprimido. Michel añadió: lo que
yo llamo placer es quizá lo que usted llama deseo (…) evidentemente no es una
cuestión de palabras (…) porque yo mismo no soporto apenas la palabra placer.
(Deleuze, 1995).
Aquí ando, entonces, con mis amados imposibles…
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