domingo, 9 de marzo de 2008

Mujeres como paganas diosas volcánicas I



Elogio del piropo


El más complejo, potente y bello piropo que he recibido de boca de un hombre, fue que me llamara “diosa pagana”. Hermoso, hermoso e inmerecido, pues piropo al fin, siempre apunta más directo al exceso narcisizante que a la justicia de lo real. Lógicamente no soy ninguna diosa pagana, pero el piropo masculino -éstos piropos bonitamente seductores, y desde luego no los grosero-escatológicos que pegan como un sopapo violento e inmerecido contra el oídocuerpo- es aquel que logra rodear el alma de una mujer con un aura de belleza transitoriamente halagadora. Que un ser del panteón de mis afinidades electivas me haya obsequiado ese poderoso juego entre un sustantivo y un adjetivo aplicado a mi persona, hizo que mi autoestima se diera un baño de placer especular, e inmodestamente y por un largo rato, quedé como si estuviera fijada frente al espejo de mi más propio y ridículo engreimiento. Pero insistamos: los piropos abundan en ilusión, y por ello no hay tal “largo rato” de felicidad post-piropera que sea lo suficientemente duradero. Sabía perfectamente que ése tiempo de autosonrisa terminaría en algún instante y se transformaría en una indemostrable memoria placentera.

Y así fue nomás.

Sin ir más lejos, mi embelesamiento producto del “divino” piropo antemencionado tuvo su fin bruscamente cuando una de mis hijas pequeñas a los gritos reclamó mi intermediación en un conflicto entre hermanas. -Mujeres, pequeñas mujeres vulcanizadas- pensé mientras miraba la escena de una pelea por… ni importancia tiene el “por”, para variar en estos casos de rivalidades domésticas femeninas. Salimos poco más tarde a algo llamado Red Cross Bazar, un evento anual que congrega a todas las embajadas y que, en verdad, sirve para exponer productos y mercadería vendible de cada país, lo que transforma al evento en cuestión en una marea de seres con bolsitas plásticas cuyo contenido puede ir desde un par de zapatos anaranjados de cuero de camello de Morocco (y con olor a camello, lo juro) a queso suizo (preferible infinitamente al olor de los camel shoes), aceite de oliva italiano a un espejo lleno de brillitos de China, papas fritas yankees a lapiceras alemanas, paraguas japoneses para el sol a túnicas árabes, y así. Estuve el mínimo tiempo indispensable hecha parte de esa marejada humana... y logramos huir. Camino ya a casa, cuando creía que por fin iba a tener tiempo para largarme a escribir alguito sobre el “Día Internacional de la Mujer”, mi hija adolescente comenzó con fiebre y dolores abdominales que hicieron que terminara la noche junto a ella en el Samitivej Hospital, en una habitación que parecía más la de un hotel que la de un hospital (los hospitales para la “extranjería” acá en Bangkok son como hoteles, con Starbucks y restaurants para comer adentro y otras comodidades imposibles de describir) y así se me fue el día y la noche, cruzando los dedos para que el dolor de mi jovencita hija no se tratara de una apendicitis. Así fue mi sábado 8 de marzo acá, y así se iba mi día, debatida entre la mujer y la madre, entre el piropo y lo real, tratando de componer estos fractales de la feminidad en una misma mismidad-persona-mujer, a duras penas. De todos modos, como si se tratara de una ráfaga perenne, me quedé con ese saborcito a dicha que deja ser regada por un piropo kairológico, digo, en el lugar y momento indicado, mientras también pensaba que los hombres bien inspirados son creadores de invenciones metafóricas ante las que cualquier joya empalidece. Hoy pasó el domingo entre variaciones y similitudes con respecto al sábado -excepto que no fui a padecer la masificación del bazar de la Red Cross. Y lógicamente, vuelta la calma, volví a pensar en mi abrazado y abrasante piropo, el cual ya había quedado medio bastante alejado del edulcorado momento anecdótico en que lo recibí. Y así, viendo el piropo ya no como lo que fue sino como una memoriapiedra lanzada al agua de mi cabeza, me quedé hilvanando asociativamente cosas sueltas que se me vinieron a la mente en torno a las diosas paganas (y más vale que iba a ir por esos meandros mi voluntad pensante: no podía desprenderme así nomás del tema dado que mis perdidizos brazos aún buscaban refrescar sus brazadas en ese riacho espejeado del narcisismo). Pensé en las diosas pre-cristianas, pensé en las mujeres como dadoras de vida, pensé en la muerte siempre genéricamente feminizada, pensé en la pasión representada por los elementos del fuego, pensé en las “vulcanizaciones” como modo emocionalmente explosivo de expresividad de las mujeres, y así fui regando el camino con semillas que me actualizaban cuánto de deidad hay en lo femenino, cuánto de lo femenino había en los volcanes, y cuánto de volcán hay en lo mujeril, cerrando el círculo. Y finalmente me resultó esclarecedor tomar como pivote para hacer jugar estas asociaciones la reciente experiencia de mi amiga Ale Rudeschini y su “histórico” ascenso hasta el cráter del volcán Copahue en la inmesamente extraordinaria Patagonia argentina.


Y me largé así, a pensar en las mujeres como paganas diosas volcánicas.


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