La palabra erótica
No hagas de tu cuerpo la tumba de tu alma.
Pitágoras de Samos
El sexo no-reproductor, el meramente placentero toma la palabra en esta Filosofía erótica…
Y tomar la palabra es desandar los sentidos perimidos que apestan en las palabras y definiciones vigentes.
Tomar la palabra es tomar por asalto al vocabulario, desasfixiar de los signos de la lengua sus sentidos inexplorados, o amordazados, o perdidos por impresentables para la moral vigente.
Tomar la palabra es un sabotaje a las legalidades actuales. Una ocupación algo violenta de las palabras a fin de vaciarlas de significados falaces y resemantizarlas con legitimidades escandalosamente novedosas.
Tomar la palabra es revolucionar las prácticas desde aquello que suele silenciarse en las prácticas mismas. Esas experiencias de las que nadie habla pero todos conocemos.
Tomar la palabra es beberse el placer de estar vivo de un sorbo, cada vez que podamos. Tomar la palabra es extraviar el camino frecuentado hacia los silencios viejos, y sin norte fijo ahora, bailar como Ménades hasta que los pies encuentren por sí solos nuevos senderos más bulliciosamente vivos. Bailar de camino, entonces, hasta que salgan otras palabras más invitantemente inmorales que las encorsetadas ya conocidas, palabras otras como mariposas entusiastas y libertas salidas de nuestra musical pelvis.
¿Por qué este sobrevaloración aparente de la palabra en una Filosofía erótica?
Porque las palabras son cárceles en las que moran los sentidos y legitimidades aceptadas por la moral. Y esto es así porque las palabras, más allá de su función denominativa, poseen cerrazones de sentido que apuntalan los ordenamientos biopolíticos hegemónicos. Pero mi interés por las palabras, en esta Filosofía erótica se basa, por otra parte y fundamentalmente, en el hecho de que ciertas palabras parecerían aludir a zonas corporales largamente imaginarizadas o conocidas, tanto como aluden a zonas del cuerpo menos visibles e incluso desconocidas.
Veamos un ejemplo sencillito e gráfico. Si digo la palabra “pene” esto se convierte de inmediato en una representación que enlaza una imagen posible que tengo en mi mapa mental con una verificación corporal empírica de una parte del cuerpo masculino. Podrá discutirse aquí qué “pene” imagina usted, y cual imagino yo, lo cual de arranque me ubica en la arbitrariedad de los signos. Pero dejemos para más adelante los asuntos peneanos a los que ya me dedicaré a pensar en otro momento con abundancia de reflexiones. Sigamos con el ejemplo. Veamos qué pasa si digo “vagina”, o si digo “perineo” o si digo “clítoris”. Estas palabras aluden a zonas poco visitadas visualmente por una mujer, y más visitadas visualmente por los varones, pero aún en la asiduidad cognitiva que los ejemplares de la masculinidad suelen tener de estas regiones del aparato genital femenino, pocos han visto una “vagina” tal como es (un ginecólogo en sus años de formación, un cirujano en sus prácticas de aperturas corporales, un médico forense). En este caso, la palabra “vagina”, para el común de los/las mortales, está bañando una casi pura y completa imaginación alusiva a una zona real genital pero no visible de la erótica femenina. La palabra “vagina” funda, inaugura, crea imaginativamente una porción del cuerpo erógeno que no posee registro escópico (visual). Y si la palabra “funda”, en el sentido de abrir huellas anémicas en nuestro registro lingüístico conciente y racional, este acto puede ser a la vez tan peligroso como educativo y didáctico.
Pero también analicemos otro plano interesante de la palabra que justifica mi interés por ella en una Filosofía erótica: el momento en que esta deviene palabra erótica.
Las palabras mismas pueden erotizarse. De hecho se erotizan, erotizando al hablante y dejando en un plano repentinamente erógeno al receptor del mensaje. Y es erótica la palabra cuando ésta se baña de goce. O sea, cuando nuestra libido inviste una oración de calor, de ardores, de expectaciones sensuales, de deseo sexual en estado de espera.
Decir que una palabra se ha erotizado, es casi como decir que las flechas de Eros nos han rozado a nosotros a través de ellas y nos mantienen suspensos, a la espera del placer que nos libere de la tension sexual. Así, la palabra devenida “erótica” cubre el tiempo del aguardamiento, tapiza con sus letras el espacio que separa al deseo del objeto-sujeto que lo satisfacerá. La palabra erótica es un modo de espera que ayuda a tolerar la espera misma.
La palabra entonces como receptáculo de lo erótico.
Pero también la palabra como guardiana de los sentidos eróticos no admitidos.
O también, dicho de otro modo -y hacia allí soplo las velas de esta nave-, la palabra erótica como invencionadora de una erogeneidad perdida, de una huella que quedó callada, de algo pasionalmente anhelado en lo clandestino. La palabra erótica, sí, definitivamente, como desordenadora de la legalidades trampales de la moral, es un asunto clave en las políticas de la trasgresión del orden sexual vigente.
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