viernes, 3 de junio de 2011

Heráclito y el fuego del devenir




Heráclito y el fuego del devenir





Allá lejos, por el siglo V aC., el efeso Heráclito anunciaba con una frase aforística que haría historia, el principio del constante devenir, la ley del puro acontecer:



"ποταμοις τοις αυτοις εμβαινομεν τε και ουκ εμβαινομεν, ειμεν τε και ουκ ειμεν τε"


“En el mismo río entramos y no entramos,
pues somos y no somos los mismos”


Así quedaba enunciado, contra toda pretensión que intente universalizar el veneno de los determinismos fijos, el antídoto del devenir.

El devenir no es una elección, simplemente es lo que está siendo.  
Una suma sin resultado final de todos las sucesiones e intersecciones de aconteceres.

El devenir es la corriente continua del suceder.
Devenir que contraataca la soporífera quietud, la rigidez constipante, la estereotipia.
Devenir que distrae con sus zigzagueos la paciente telaraña que teje las patas de la rutina.
Devenir contra toda captura aplastante de lo singular.

Devenir que es alzamiento del deseo enfrentando a viva voz el silente mármol de los cementerios.

Fuego impreciso e imparable del devenir.

En qué lengua nos habla el devenir?
En cualquiera: en las de la naturaleza, en las del cuerpo, en las de la psique, en las de la política, en las del amor, en las del tiempo. El devenir sólo requiere que todo aquello en donde habla el movimiento, el cambio y la transformación, sea escuchado con oídos finos. Ponerse en medio de lo que deviene y escuchar. Escucharse.
Si el flujo de los constantes aconteceres es el instrumento del devenir, nuestra vida y todo lo que nos rodea es el vehículo que musicalmente va componiéndose a través de esa correntada perpetua.

Todo deviene.
Las cosas cambian, los seres se modifican continuamente, nada ni nadie permanece igual a sí mismo.
Y así como el río de Heráclito fluye, siendo jamás el mismo ni nosotros en él (aún cuando repitamos pasar por el mismo cauce una y otra vez) todo lo que somos y lo que nos rodea está siendo modificado constantemente. Devenir es diferencia.

Los ciclos del devenir andan por doquier.
Los árboles cambian de color, de forma, de tamaño, de textura: se llenan de verdores y frutos, luego despeinan otoñalmente sus ramas hasta desnudarlas durante el frío riguroso del invierno, y tibiamente dejan asomar sus nuevas gemas de tímido color en primavera.

Nosotros somos sitio del devenir, sitio que al mismo tiempo está “sitiado” por insondables cambios ocurriendo aquí y allá, dentro y fuera, arriba y abajo, cerca o lejos.

Somos, cada uno, escenario de múltiples devenires. 
Nuestro rostro se modifica, nuestros tejidos crecen, se desarrollan y decaen, los sentimientos cambian, las ideas se transforman, el ánimo fluctúa. Sólo basta con focalizar por un momento la atención en nuestra porosa sensibilidad -o sea, en todo aquello que captan nuestros órganos sensibles- para darnos cuenta que estamos sujetos a ser afectados por la modificabilidad que impone el devenir. Los sentidos irrumpen con impresiones y sensaciones que nos afectan continuamente, y cuando lo hacen, muchas veces logran desarreglan en un abrir y cerrar de ojos la precariedad anímica estable y pretendidamente equilibrada que creemos poseer.

Agua corriendo impetuosa, u hormonas anegándonos el cerebro.
Fuego informe que crepita en el volcán, o pasiones que súbitamente aparecen en la superficie de la piel.
Tierra que se quiebra en la sequía, o tristeza que marca la piel con las huellas del pasado.

Devenir que trae consigo una única certeza: todo es transitorio.
Es transitorio el árbol, y también el pájaro, y el nido. Y somos transitoriedad nosotros, ahí, en nuestra finita insignificancia simplemente mirando ese árbol, ese pájaro, su nido.

Todo es devenir, ir y venir, tránsito. Somos seres efímeros, como el fuego, nos recuerda Heráclito. Por eso nos encendemos, damos calor, cambiamos de forma, irradiamos luces, proyectamos sombras informes, y algún día finalmente nos apagamos. 

Maravilloso privilegio es ser parte conciente de ese alterante flujo que es la existencia.
Y quizá el corolario más desafiante de este raro privilegio que es existir concientemente, sea intentar ir siendo lo que deseemos ser junto -o pese- a todas las configuraciones transitorias que van aconteciendo a nuestro alrededor.

Ser nuestro propio Vesubio, celebrarse aconteciendo singular.
No derivar de nada ni de nadie. Inaugurarse. Auto-originarse. Engendrarse en movimiento.
En todo caso devenir honestamente nuestra propia deriva, lo más a la par que se pueda de esa lava informe que escapa de la boca del porvenir. 




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